Próximo
ya a iniciar, en una trayectoria ininterrumpida, el curso académico 42º, las
dudas persisten, en distinto grado, acerca de cuestiones clave: cómo deben
adaptarse los contenidos, cuál debe ser el enfoque más adecuado para la
docencia, cómo lograr involucrar a los estudiantes como participantes activos en
el proceso formativo, cómo conectar la teoría con la práctica de la manera más
efectiva, cuál es la forma más coherente de articular la evaluación… Muchas son,
ciertamente, las reflexiones que se suscitan.
Hay,
sin embargo, algunas proposiciones que no se prestan a ese tipo de escrutinio,
por cuanto no vienen sino a refrendarse y a convalidarse con el paso de los
años. El convencimiento de que el dominio técnico de una materia es la premisa
esencial para un docente, por delante de cualquier adornamiento vehicular o
expresivo, es una de ellas. La apreciación es igualmente válida desde el punto
de vista del oferente de contenidos como desde el prisma de quien es objeto de evaluación
acerca de los mismos.
Diversas
reflexiones acerca de la preponderancia que debe otorgarse al qué,
frente al cómo, aunque sin negar la importancia de esta última vertiente,
se han efectuado en este espacio, tanto en relación con la enseñanza de la
Economía, en general, como en conexión con la Educación Financiera.
En
un artículo (“Enseñanza o pedagogismo”) publicado el día 18 de agosto de 2022 en
el diario El Mundo, Alberto Royo, músico y profesor de instituto, recoge
algunas consideraciones de interés en este contexto: “En [su] opinión, uno de
los grandes desatinos de la pedagogía es el planteamiento según el cual importa
el cómo, pero no el qué, cuando es el qué el que determina el cómo. Me explico:
antes de buscar la estrategia didáctica más adecuada, hemos de tener claro qué
queremos enseñar, pues no hay método que sirva para todo ni para todos. Así, la
didáctica debería ser en todo momento auxiliar y no sustituta del saber, sin
excederse nunca en su misión de servir al conocimiento, como servimos los
profesores, que no somos más que correa de transmisión de aquel”.
Y
continúa señalando lo siguiente: “Pero hay otro planteamiento que me parece
igual de dañino y que proviene, en realidad, de una total falta de confianza en
el propio conocimiento. Se trata de la idea de que los profesores debemos
«hacer interesante el conocimiento», no porque crea que a mis alumnos les tiene
que interesar lo mismo que a mí sino porque precisamente nuestra
responsabilidad es aproximarlos a lo que a priori no les interesa … ¿«Hacer
interesante» lo que ya es interesante? ¿No deberíamos, más bien, ponerlo a
disposición de nuestros alumnos, hacérselo inteligible? Pensar en aportar
interés a aquello que ya tiene interés es, en realidad, desconfiar de que
efectivamente lo tiene. Tenemos, pienso, que convencer a nuestros alumnos de lo
interesante (mejor, de lo apasionante) que es aquello que les enseñamos. Para
eso es imprescindible que lo dominemos, que lo amemos y que estemos firmemente
comprometidos en nuestra labor de contagiar entusiasmo por la materia que
impartimos y, en general, por el saber y la cultura; por el emocionante viaje
que es aprender”.
En
el caso del estudio de los impuestos y del gasto público, la constatación del
interés intrínseco de esas materias queda patente en relación con las
titulaciones relacionadas con la Economía. Son elementos imprescindibles dentro
del análisis económico, por cuanto tales manifestaciones de la intervención del
sector público afectan a las decisiones adoptadas por las familias y las empresas.
Tienen que estar, por tanto, siempre dentro del radar de los economistas. A
mayor abundamiento, están presentes a lo largo del ciclo de vida de las
personas y de las distintas etapas y fases de una empresa, por lo que su interés
trasciende claramente las fronteras del estudio especializado. Pero eso no
quita para que haya que esforzarse en persuadir de ese interés a los receptores
de unos exigentes contenidos que no cabe amoldar a ningún tipo de preferencia
subjetiva ni selectiva.