27 de noviembre de 2020

Salida, voz, y lealtad: la vigencia de Hirschman

¿Qué podemos hacer cuando la organización a la que pertenecemos, o que nos presta un servicio concertado, tiene una actuación deficiente y no satisface nuestras expectativas? Existen dos opciones básicas: i) mostrar nuestro descontento, haciendo oír nuestra “voz”, pero manteniendo nuestra condición de miembros de la organización o de clientes, con la esperanza de que la situación pueda corregirse; ii) poner término a nuestra vinculación, ejercitando así la opción de “salida”, en busca de mejores soluciones.

El economista Albert O. Hirschman, en la obra “Salida, voz, y lealtad” (1970), llevó a cabo un minucioso análisis basado en esa dicotomía. Según su visión, “las empresas y otras formas de organización están concebidas para estar permanente y aleatoriamente sujetas al declive y a la decadencia, esto es, a una pérdida gradual de racionalidad, eficiencia y energía excedentaria, con independencia de la bondad del diseño del marco institucional dentro del que funcionen”. 

La obra lleva por subtítulo “Respuestas al declive en empresas, organizaciones y estados”. La opción de salida pertenece en lo esencial al campo económico, mientras que la de la voz concierne fundamentalmente al político. Con carácter general, la existencia de la opción de salida puede reducir drásticamente la probabilidad de que se ejerza amplia y efectivamente la de la voz. A ambas viene a añadirse el concepto de lealtad, cuya presencia hace que la salida sea algo menos probable. 


Mientras que la crisis económica y financiera internacional de 2007-2008 representa un grave fallo del mercado como mecanismo para la asignación eficiente de recursos, la crisis asociada a la pandemia del coronavirus viene a reflejar también fallos en la esfera del sector público, que tiene encomendadas las funciones básicas de garantizar la seguridad y la salud de las personas. En buena parte del planeta se acumulan descontentos por una gestión percibida como subóptima.


Ante el panorama vislumbrado en diversos países, algunos analistas retoman el análisis de Hirschman a fin de visualizar los posibles cursos de acción de los ciudadanos. La voz y la salida emergen como las dos grandes opciones iniciales. Aparentemente, al menos en los países democráticos, siempre están ahí, pero hay que convenir en que las situaciones críticas vividas no son demasiado favorables. Apelar a la voz resulta complicado en un estado de confinamiento, ante una plétora de informaciones contradictorias y, en su caso, con restricciones emanadas de cánones tecnocráticos o de otra naturaleza. De otro lado, incluso los sistemas de democracia representativa pueden verse limitados en este tipo de contextos. Hasta la movilidad física encuentra evidentes barreras, por no hablar de que, para la gran mayoría de personas, la salida es una alternativa poco realista en la práctica. 


Por añadidura, el factor lealtad tiende a reducir el alcance potencial de la salida, lo que, según la línea argumental referida, incrementa las probabilidades del recurso a la voz. Para William Davies, autor de “This is not normal: the collapse of liberal Britain”, la lealtad es una fuerza positiva en muchas circunstancias, pero sólo hasta cierto punto. En su opinión, la lealtad ha tenido algo que ver en la generación de algunos de los caóticos estilos de gobierno que vemos hoy: “Perseverar con un proveedor o con un partido político que falla repetidamente llega a ser eventualmente una clase de fe ciega, como en una relación de seguidor de un equipo de fútbol. Hay claras ventajas, para quienes están en posesión del poder, en buscar inocular una profunda lealtad como defensa frente a la competencia. Con suficiente lealtad, las organizaciones pueden privar a las personas tanto de salida como de voz, como han hecho las sectas y las bandas”.


En el capítulo final de la obra citada, Hirschman incide en que la voz puede funcionar como un valioso mecanismo de recuperación, y merece ser fortalecida por instituciones apropiadas. Quedaría por abordar aquellas situaciones en las que la salida es no deseable y/o no factible, las posibilidades de voz son asimétricas, y la lealtad entre las partes no es recíproca.


(Artículo publicado en el diario “Sur”)

25 de noviembre de 2020

La irresistible tentación de la manzana californiana y la inelasticidad de la demanda

Recuerdo que, hace algunos años, mientras explicaba en clase cómo las elasticidades -respecto al precio- relativas de la oferta y de la demanda condicionan la incidencia impositiva, es decir, sobre qué parte del mercado -oferentes o demandantes-, o qué en medida en cada caso, recaerá la carga de un impuesto, uno de los alumnos, aprovechando que estaba recién salido el Applewatch, me preguntó cómo podría aplicarse el análisis en cuestión al mercado de dicho producto.

Para tratar de contestar esa pregunta planteé una representación simple de lo que podría ser ese mercado. Desde mi punto de vista, a efectos prácticos, podría considerarse que la curva de oferta es horizontal o, lo que es lo mismo, el producto se vende a un precio fijo, que no va a depender de la cantidad suministrada. Por otro lado, pensaba que hay un amplio segmento de la población que es Applemaníaco, es decir, que está dispuesto a hacerse con su ejemplar con la emblemática manzana al precio que sea. Así, para este segmento, la demanda es una línea vertical (D1), que muestra la insensibilidad total al precio.

Al margen de ello, cabe pensar que hay otras personas no tan adictas que están dispuestas a comprar los productos Apple pero no a cualquier precio. Su demanda muestra una sensibilidad al precio, con lo que la curva correspondiente tendría una pendiente negativa (D2).

Si el razonamiento anterior es válido, para un precio P0 de lanzamiento del producto, el equilibrio del mercado se alcanzaría para una cantidad igual a Q0.


Casualmente, hoy alguien me invitaba a reflexionar acerca de las pautas de demanda de los Apple lovers, lo que me ha llevado a recuperar aquella fugaz representación, que, como tantas otras incursiones, no tuvo continuación. Hoy he retornado a aquel análisis, que se presta a extensión y desarrollo.


Aparte del reto centrado en el análisis económico, el avispado observador me lanzaba otro desafío con otro tipo de connotaciones económicas: ¿pueden unos auriculares no appleianos, aunque con la misma apariencia, dar las mismas prestaciones, a pesar tener un precio equivalente tan sólo a un 5% del precio de los originales, que, por cierto, no exhiben la manzana de la tentación?






23 de noviembre de 2020

¡Qué viene el lobo… de la inflación!

Si oímos que alguien nos advierte de que se nos viene encima un período inflacionario, es posible que estemos tentados a pensar que se trata de un cuento. Sin embargo, quien avisa de la llegada del lobo no es un personaje frívolo sino un respetado académico, Charles Goodhart, acompañado en la tarea de Manoj Pradhan. Y, lo más significativo, es quien se hace eco de la señal de alarma. Nada menos que Martin Wolf, quien, a través de sus refinados análisis, casi nos había convencido de que la inflación era, en el escenario actual, una imposibilidad metafísica, mentalizándonos en el sentido de que estábamos abocados a instalarnos en una larga fase de “japonización”.

Pero según el reputado e influyente comentarista económico jefe del Financial Times (“Why inflation could be on the way back”, 17-11-2020), no cabe desechar el pronóstico expuesto en el libro “The great demographic reversal”. Según Wolf, “[this] book just out is crying wolf insistently”. Incluso se atreven a poner una cifra para la tasa de inflación en el año 2021, que podría llegar a más del 5%, o hasta el 10%.


El mundo, según el análisis de Goodhart y Pradhan, se encuentra en un proceso de cambio de régimen (retroceso de la globalización, envejecimiento poblacional, tensiones presupuestarias públicas, contracción de la población activa…). Además, a medida que el número de consumidores aumenta con relación al de productores, se elevarán las presiones inflacionarias. Llegan a afirmar que “el resurgimiento de la inflación es nuestra visión de más alta convicción entre los efectos de la demografía, y es algo que tanto los mercados financieros como los políticos están descartando bajo su propio riesgo”.


Un verdadero shock ante la creencia extendida y arraigada de que estamos instalados en una prolongada fase de precios y tipos de interés declinantes, en la que “lower for longer” se había convertido en una cantinela que se renovaba periódicamente con nuevos bríos.


La única ventaja que tenemos en este caso es que no tendremos que esperar mucho para conocer el final del cuento, y comprobar si tiene moraleja.

21 de noviembre de 2020

El auge del “stakeholderism”: ¿realidad efectiva o promesa ilusoria?

Los grandes líderes mundiales, después de abjurar de su religión capitalista según los cánones tradicionales, están entregados a una cruzada en pro de la implantación de un capitalismo con un nuevo rostro. Desde los foros internacionales más influyentes se ha lanzado la consigna. Hay que reconocer los pecados del viejo sistema y dar paso a una nueva era de inspiración más humanista. En particular, los líderes de las mayores corporaciones están llamados a ejercer el apostolado combinando el verbo con la acción.

La declaración de la Business Roundtable de agosto de 2019, suscrita por los CEOs de 181 grandes compañías cotizadas, con una capitalización conjunta de más de 13 billones de dólares, marca un hito al respecto (1). En dicha declaración, se pondera el papel del sistema de mercado y se reconoce que cada una de las empresas sirve a su propio fin corporativo, pero se expresa que comparten “un compromiso fundamental con todos [sus] stakeholders” (2). Para cada uno de los principales grupos de interés se señala su compromiso.

El enfoque de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) o Empresarial (RSE) adquiría así una carta de naturaleza que, según algunos analistas, habría hecho que Milton Friedman se removiera incrédulo y enojado en su tumba.

Si a esto añadimos la fuerza arrolladora del paradigma de las finanzas sostenibles, basada en la tríada de factores medioambientales, sociales y de gobernanza, el proceso de cambio parece irreversible.

Al buscar un documento en los incontrolables y caprichosos anaqueles informáticos, me encuentro casualmente con unas notas personales perdidas y olvidadas, utilizadas en una jornada sobre la materia, celebrada en enero de 2008. En ellas se recogía cómo la RSC había llegado a ser calificada como término “comadreja”. Al igual que la comadreja es capaz de vaciar un huevo sin perturbar su envoltura, el abuso del término RSC puede vaciar de contenido la realidad a la que se refiere.


Con todo, ésta era la definición de RSC que entonces proponía: la RSC comprende las preocupaciones sociales y medioambientales, y los compromisos que una empresa integra voluntariamente en sus actuaciones y en sus interacciones con los ‘stakeholders’ (agentes o partes interesadas), ante quienes debe responder de una u otra manera.


Igualmente recordaba el punto de vista de M. Friedman, para quien una empresa que maximiza sus beneficios, actuando dentro de la ley y de las reglas éticas que son propias de una economía de mercado, está cumpliendo con todas sus responsabilidades sociales y morales, y no tiene por qué someterse a otro tipo de restricciones o demandas.


También, que “ese planteamiento [de Friedman], aunque pueda tener un considerable fundamento, hoy ha quedado desbordado por la realidad. No obstante, nos viene bien como recordatorio: no puede haber una responsabilidad social efectiva de una empresa que no funcione adecuadamente”.


El auge y la importancia adquiridos por la RSE se reflejaban en un número de la revista The Economist del mes de enero de aquel año, que contenía un informe especial. En el mismo se destacaba que  la RSC era una prioridad creciente para los ejecutivos globales: más de un 50% la consideraba importante o muy importante, porcentaje prácticamente el doble de un año antes.


La RSC se veía, en suma, como una tendencia imparable, como reflejo de las adaptaciones de las sociedades mercantiles a los requerimientos propios de una globalización postcapitalista.


Ya entonces la necesidad de proteger la reputación empresarial, y la preocupación por el cambio climático, se apuntaban como razones del boom de la RSC.


Finalmente, como facetas de ésta aludía a: i) el ejercicio de filantropía, mediante el destino de un porcentaje de los beneficios a causas nobles; ii) la gestión de riesgos propios, a través de un mayor compromiso con una mayor transparencia en las operaciones; iii) la alternativa para la creación de valor, como parte de la ventaja competitiva de una empresa.


En la presentación utilizada aparece el gráfico que se incluye en esta entrada, en el que se reflejaba la visión personal que tenía entonces acerca de las distintas combinaciones y opciones relativas a los objetivos empresariales y sociales.


Ha pasado bastante tiempo desde aquellos días, y las tendencias apuntadas han señalado el camino. Por ello, ante la consolidación de los nuevos paradigmas, ya hegemónicos, llama la atención  encontrarse con posiciones relativizadoras y, aún más, con algunas de carácter crítico. De ellas se hace eco The Economist en un artículo reciente, con un título bastante “incorrecto” (políticamente hablando): “The perils of stakeholderism” (19-9-2020). En el texto se recogen algunos argumentos que cuestionan que el enfoque del “stakeholderism” sea una panacea (3).


Entre los factores reseñados figura uno bastante relevante en la sociedad polarizada en la que vivimos: “Lo que es bueno para un colectivo de ‘stakeholders’ puede ser un anatema para otro”.


En este contexto, cabe reseñar el trabajo de Lucian Bebchuk y Roberto Tallarita “The illusory promise of stakeholder governance” (4). Críticos con la declaración de la Business Roundtable, en su estudio sostienen que abrazar la doctrina del “stakeholderism” podría imponer costes sustanciales sobre los accionistas, lo grupos de interés, y la sociedad en general. Argumentan que dicha práctica aumenta el distanciamiento de los ejecutivos respecto a los accionistas, reduce su exposición a la rendición de cuentas, y perjudica el comportamiento económico.


Además, consideran que, al crear expectativas ilusorias de que los dirigentes empresariales por sí mismos proveerán de protección a los grupos de interés, el referido enfoque impediría o retrasaría la realización de reformas que brindarían una protección sustancial a los grupos de interés. “El ‘stakeholderism’ sería contrario a los intereses de los ‘stakeholders’ a los que se pretende servir, y debe ser frenado por quienes se tomen en serio los intereses de tales grupos”, afirman categóricamente.


La nueva religión no ha tardado en ver aparecer nuevas formas de herejía, aunque, a la vista de la correlación de fuerzas existente, no parece que tengan un porvenir demasiado prometedor, ni contundencia para crear un cisma.




 

(1) “Statement on the Purpose of a Corporation”, 19 de agosto de 2019, con adiciones posteriores de firmantes.

(2) La palabra “all” es la única subrayada en el texto de referencia.

(3) Creo que es preferible dejar para otro momento tratar de buscar una adecuada traducción al nuevo vocablo, ya que, de lo contrario, no finalizaría esta breve nota, y, además, no tengo garantías de éxito en el empeño. De hecho “stakeholder” sigue imponiéndose en la práctica, frente a “grupos de interés”, y ya con evidentes solapamientos con el término “shareholder”.

(4) Harvard Law School Forum on Corporate Governance, 2-3-2020.

19 de noviembre de 2020

La prohibición de los dividendos bancarios: ¿una medida efectiva?

La recomendación del Banco Central Europeo (BCE) de que, ante la situación de crisis provocada por la pandemia del coronavirus, los bancos bajo su supervisión se abstuvieran de distribuir dividendos (a partir de finales de marzo de 2020 y, de momento, hasta finales de este año) ha sido una de las medidas que ha despertado una mayor atención en el mundo financiero. La emisión de dicha recomendación venía motivada por la intención de preservar la base de capital de tales entidades, en un contexto de extraordinarias dificultades económicas donde es fundamental poder contar con intermediarios sólidos capaces de mantener el flujo del crédito hacia las familias y las empresas.

Aun cuando se trata de una disposición que, aparentemente al menos, podría encajar en la órbita de la denominada “soft law”, no por ello ha dejado de tener “hard effects”. Si estamos en una época en la que dicha “legislación suave” tiene, con carácter general, cada vez más fuerza normativa, no es de extrañar que ésta se acentúe cuando proviene de una institución tan relevante como el BCE y se centra en un foco específico. 

¿Cabe, en cualquier caso, evaluar el grado de eficacia de la medida aplicada, una vez que ha transcurrido un considerable período desde su difusión pública?


De entrada, hay que recordar que la práctica recomendada no ha tenido efectos completamente homogéneos entre entidades comparables, en la medida en que, en la fecha de la publicación de la recomendación inicial (27 de marzo de 2020), algunas de ellas ya habían procedido a la distribución del excedente del ejercicio 2019 a través de sus respectivas juntas de accionistas.


Otro motivo de queja manifestada por algunas instituciones apunta a la pauta dictada de inhibición de reparto de dividendos de forma indiscriminada, sin entrar a considerar y evaluar la posición de capital y la solidez financiera de los diferentes actores.


Pero, al margen de este tipo de aspectos, que encajan en las vertientes de la equidad horizontal y de la equidad vertical, la cuestión clave reside en dilucidar si la medida ha logrado cumplir el objetivo planteado.


De esa cuestión se ocupa Simon Samuels en un reciente artículo publicado en el diario Financial Times, con un título que resume bien su contenido y conclusiones: “The bank dividend ban has failed and should be lifted” (16-11-2020).


El referido consultor bancario comienza su artículo con una apuesta fuerte. De hecho, llega a identificar nada menos que un “efecto cobra” en la actuación del BCE. Ese conocido efecto guarda relación con la reacción de los habitantes de Delhi, en la época colonial, ante el ofrecimiento de una recompensa monetaria por cada ejemplar de cobra muerto entregado a las autoridades. En una entrada de este blog (10-3-2019) se aborda el problema en relación con una campaña similar contra las ratas en Hanoi en el año 1902.


El analista sostiene que el resultado obtenido, al igual que ocurrió en los casos históricos mencionados, es justamente el contrario del pretendido. Aunque sea discutible la equiparación de las experiencias (no hay ningún incentivo manipulable respecto a la cancelación de dividendos), sí que podemos percibir un nexo común: la existencia de efectos no intencionados. No se trata de ningún descubrimiento. La teoría de los fallos del sector público, aunque con bastante retraso respecto a la de los fallos del mercado, desde hace décadas, recoge expresamente dicho tipo de fallo como una de las categorías.


Más interés tiene la perspectiva aportada acerca de cómo ha podido incidir la prohibición de facto de los dividendos sobre la valoración bursátil de las entidades afectadas. Como recuerda Samuels, los bancos necesitan disponer de recursos de capital para poder llevar a cabo operaciones de crédito a sus clientes. Tales recursos pueden generarse internamente -mediante la obtención de beneficios y su dotación a reservas- o externamente -mediante la captación de dinero de accionistas.


“Aunque la cancelación de dividendos ha retenido 60.000 millones de euros de capital extra en estos bancos, la caída resultante en los precios de sus acciones ha perjudicado altamente la capacidad de los prestamistas para captar capital nuevo. Esto significa que el acceso global de los bancos al nuevo capital es peor ahora que antes de que intervinieran los reguladores”.


Según se indica en el mismo artículo, desde marzo de 2020, la capitalización de mercado combinada de los 66 mayores bancos de Europa ha caído en 250.000 millones de euros. No se especifica, sin embargo, cuántas de estas entidades se han visto afectadas realmente por la cancelación de dividendos. Por otro lado, es bastante cuestionable que se atribuya toda la caída a un solo factor. Aunque no aporta datos, Samuels considera que la prohibición de los dividendos ha sido un importante factor.


Es evidente que, para poder pronunciarse con fundamento, sería preciso estimar en cuánto se habría situado la cotización de no haber mediado la contención de los dividendos. Samuels sostiene que los precios de las acciones no se recuperarán una vez que se levante la veda, ya que los inversores se mostrarán remisos al vislumbrar el riesgo de futuras intervenciones similares, con el temor añadido de que los supervisores no discriminen entre los prestamistas sólidos y los débiles.


En suma, concluye que la medida de la restricción de los dividendos no ha logrado incrementar el acceso de los bancos al capital, sino que lo ha racionado.


No era aquél, exactamente, el objetivo inmediato de la medida del BCE, y hay que tener en cuenta, además, que la tendencia bajista de las cotizaciones no obedece simplemente al mayor o menor flujo de dividendos sino a la propia capacidad de generación de rentabilidad.


En cualquier caso, la perspectiva de la posible concurrencia de efectos no intencionados debe estar siempre presente a la hora de discernir los cursos de acción de las políticas económicas aplicables, ya sean públicas o privadas.

16 de noviembre de 2020

La importancia del conocimiento económico

La economía desempeña una importancia crucial en nuestras vidas. Pese a los intentos de colocar en un segundo plano, o incluso obviar, todo aquello que tenga una connotación económica, la dependencia de la sociedad respecto a la actividad económica es incuestionable. El problema de la escasez de los recursos ante una ingente cantidad de necesidades humanas hace de ella un pilar esencial de toda organización social, y condiciona las posibilidades de su progreso y desarrollo. Así ha sido desde los orígenes de la humanidad y continúa siendo en la actualidad. La terrible pandemia del coronavirus ha evidenciado la importancia de contar con una base económica adecuada, y que no se puede prescindir del componente económico, ni siquiera en situaciones extremas.

Los mecanismos por los que se rige la actividad económica son sumamente complejos, ante una multitud de agentes que toman continuamente innumerables decisiones. Las contribuciones relacionadas con la economía se remontan a la Antigüedad, pero tuvieron que pasar muchos siglos, hasta finales del dieciocho, para que comenzaran a ser abordadas con arreglo a una metodología científica. La Economía es una ciencia social todavía bastante joven que, si bien aún no ha llegado a su madurez total, y está en proceso de revisión, ha permitido lograr grandes avances que han contribuido a aportar explicaciones de la realidad y a ofrecer vías para mejorar el bienestar social.

La trascendencia del papel de los economistas y de los centros universitarios especializados ha sido destacada tradicionalmente por personas ajenas al mundo económico. La defensa efectuada en su día por Ortega y Gasset es paradigmática al respecto. La ciencia económica necesita contar con acreditados especialistas, pero un ciudadano no puede permanecer ajeno a lo que acontece en este ámbito del saber. Debería tener al menos nociones básicas de los elementos que inciden en las decisiones individuales en las que participa como oferente de trabajo, como ahorrador, como consumidor, como productor o como prestatario, y de los factores que determinan agregados económicos como el producto interior bruto, fenómenos como el desempleo, la inflación, o variables como la presión fiscal o el déficit público, que acaban afectándole directa o indirectamente.

Desde hace años, personalmente he participado en distintas iniciativas, ya sea a través de la Facultad de Económicas de Málaga, el Colegio de Economistas, la Organización de Economistas de la Educación, Edufinet, El Ateneo, o el Instituto Econospérides, orientadas a la potenciación de los contenidos económicos en los currículos escolares y a la difusión del conocimiento económico y financiero entre la ciudadanía. Aun cuando no son desdeñables los pasos que se han dado, la trascendencia creciente de los retos y problemas hace que sea aún más necesario otorgar un carácter prioritario a los conocimientos económicos y financieros dentro de la enseñanza reglada, y a su adquisición por parte de cualquier persona. No con una finalidad meramente academicista sino con el propósito de que, en el ámbito económico y financiero, puedan asimilar las claves para la adopción de decisiones, interpretar los acontecimientos, estar en condiciones para afrontar mejor los riesgos, y, en definitiva, poder desarrollar un pensamiento crítico ante los distintos relatos.

“Cualquier crítica válida del trabajo que hacen los economistas debe partir de que su principal error ha sido no tener en cuenta que nada influye tanto en la economía como la ignorancia generalizada de algunos de sus principios más básicos… La principal deficiencia de los economistas no ha sido tanto la derivada de ciertos fallos en su análisis e investigaciones, sino la que resulta de esta incapacidad de crear una población mejor informada sobre sus temas centrales… La tarea educativa que tenemos por delante puede llevarnos incluso siglos”.

A pesar de que el escritor, economista y filántropo Harry Scherman escribía estas palabras en el año 1938, siguen teniendo plena vigencia. Entonces, ¿a qué esperar? 

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

15 de noviembre de 2020

El descubrimiento del “árbol mágico del dinero”: ¿adición o extracción de monedas?




Hace algunos años, el hijo de un amigo me planteaba esta pregunta: ¿por qué, para solucionar los problemas de escasez de recursos dinerarios, no se imprimían más billetes y se repartían entre la gente? A tenor de diversas experiencias históricas y con argumentos basados en el sentido común, era una pregunta no muy difícil de responder. Hoy, después de haber asistido al resurgimiento de viejas doctrinas económicas que permanecían larvadas, y que ahora son abrazadas por emergentes políticos influyentes a escala planetaria, y, asimismo, tras ver cuál ha sido la praxis seguida por los bancos centrales de los principales países y zonas monetarias, ya no es un interrogante tan fácil de zanjar.

No sé si fortuitamente o no, la pujante Teoría Monetaria Moderna tiene en inglés (“Modern Monetary Theory”) las mismas siglas (MMT) que el “Árbol Mágico del Dinero” (“Magic Money Tree”) (Blog Tiempo Vivo, 5-6-2019). Las cosas han cambiado tanto, que lo que antaño podía ser un auténtico disparate, hoy es una posición cada vez más extendida, máxime al estar avalada por significados representantes de las reputadas como corrientes progresistas. A la vista de la evolución de los acontecimientos, se antoja más fácil encontrar un árbol mágico del dinero que una persona crítica con los postulados de la MMT.

En los lejanos tiempos en los que iba de excursión al campo, lo más que esperaba encontrar era un trébol de cuatro hojas. A pesar de que buscaba insistentemente, nunca logré localizar ninguno. En cambio, sí me topé con bastantes cardos borriqueros, y en los años siguientes, aunque ya no formaba parte de ninguna asociación de amigos de la naturaleza, me he encontrado frecuentemente con más cactus e incluso con plantas venenosas. De haberlo sabido entonces, habría intentado hallar el rastro de algún árbol mágico.


Según parece, en algunas áreas de Gran Bretaña, como en Lake District o en Highlands, existen árboles mágicos en parajes recónditos, como narra Claer Barrett (“Vanishing cash and ‘magic money trees’”, Financial Times, 27-8-2020).


Si tenemos la suerte de encontrar uno, podemos sumarnos a la obra de los antecesores incrustando en el tronco una moneda acompañada de un deseo personal. Dice la leyenda que si alguien extrae nuestra moneda, nuestro deseo nunca se cumplirá. Otra opción, algo menos romántica, es apropiarse del botín abandonado a su suerte. 


Si no de un árbol, tal vez alguien rescató del agua aquella moneda que lanzamos a la fuente envuelta en nuestros sueños juveniles.

14 de noviembre de 2020

Idiomas, eficiencia económica y costes de transacción: el extraño caso del español

 

Puesto que son un solo pueblo con una sola lengua y esto no es más que el comienzo de su actividad, ahora nada de lo que decidan les resultará imposible. Bajemos, pues, y confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo”. Así lo dictó el Señor, que frenó en seco las ansias de poder de los habitantes de Babel. Fue sin duda una decisión trascendental que vino a marcar el futuro de la humanidad. Y sigue siendo un interesante aval para las políticas, etiquetadas como progresistas, encaminadas a fomentar el uso de lenguas propias de ámbitos grupales cada vez más reducidos. El mundo se mueve por fuerzas dispares y contradictorias. La globalización pugna con el localismo, el pensamiento crítico con el pensamiento único, el rupturismo con la tradición, la regulación con nuevos esquemas organizativos, lo físico con lo virtual…

El uso de los idiomas se presta a su consideración desde la perspectiva del análisis económico. Dado que la comunicación es la base esencial de las relaciones económicas y sociales, el papel de la lengua es crucial. Y, por lo que concierne a la información y al conocimiento en sí mismos, el idioma es la llave para que éstos puedan pasar de ser bienes estrictamente individuales a bienes potencialmente colectivos y, llegado el caso, incluso universales.

Según el análisis económico, si existe la posibilidad que se incorporen usuarios adicionales para disfrutar de un mismo bien o servicio sin que se generen costes adicionales, razones de eficiencia dictan que tales bienes o servicios se ofrezcan de forma gratuita. Así, mientras mayor sea el radio de influencia de un idioma más se estará facilitando esa tarea y, con ello, se estará incrementando el bienestar social sin incurrir en costes. En sentido contrario, cualquier elemento de comunicación o de conocimiento que no sea directamente accesible por determinados colectivos de personas requerirá incurrir en una serie de gastos de adaptación. La condena babilónica divina es una fuente inagotable de exclusión y de inducción de costes.

Tras un largo proceso de desarrollo histórico, lo razonable podría ser buscar un equilibrio entre el lenguaje concreto a utilizar y el alcance material del objeto de la comunicación de que se trate. A semejanza de la teoría del sector público multijurisdiccional, que propugna la intervención del nivel administrativo más acorde con el ámbito de influencia del bien a proveer, cabría apelar a una teoría del idioma multinivel. Los criterios inspiradores parecerían claros: i) utilizar siempre aquella lengua que garantice el mayor ajuste posible entre el objeto de la comunicación, y sus implicaciones, y la capacidad de entendimiento de las personas potencialmente afectadas; ii) evitar todo tipo de exclusiones y discriminaciones no justificadas; iii) eludir en la medida de lo posible los costes de transacción improductivos.

El potencial del idioma español en todo el mundo como instrumento de eficiencia económica es impresionante. En un artículo publicado en el número 6 (2012) de eXtoikos se efectúa una aproximación al valor económico de dicho idioma, que el consejo editorial de la revista encargó a Celia y Rafael Muñoz Zayas. La conexión entre la cultura y la economía es una de las líneas de estudio promovidas por el Instituto Econospérides (eXtoikos, nº 18, 2016, y número especial nº 1, 2016).

No parece que las nuevas políticas progresistas que se vislumbran en España se compadezcan de los principios enunciados. Enrique Calvet (Expansión, 12-11-2020) señala que “no hace falta ser un lince para ver que la pérdida de una lengua común secular en la sociedad española… acarrea enormes factores de empobrecimiento. Por ejemplo, impide la libre circulación de los factores productivos, como el factor trabajo, y por lo tanto remata la desaparición de la unidad de mercado en España. Otro ejemplo es la multiplicación de los costes de transacción…”.

Se trata de un artículo con un título críptico e inquietante, que induce a la lectura simplemente para conocer su significado: “Las cuatro D, y la Desolación”. Ésta no es, desde luego, descartable si se admite la presencia del “cuarteto letal”: Desguace, Deconstrucción, Descomposición, y Desintegración.

Para pronunciarse de manera fundamentada, es preciso ampliar el foco sobre la cultura y la economía, para incorporar, como mínimo, la política, la sociología y la psicología.

7 de noviembre de 2020

Derechos de propiedad y progreso económico

 

Tradicionalmente ha existido una considerable controversia acerca del papel que debe tener el Estado en el ámbito económico en aquellos países que han optado por un sistema mixto, donde coexisten el mercado y el sector público. El debate concierne al alcance de la intervención pública en la provisión de bienes y servicios, en la distribución de la renta y la riqueza, y en la corrección de los desequilibrios macroeconómicos. Suele darse por sentado que, con independencia de la profundidad en cada una de estas facetas, el sector público ha de establecer un marco legal adecuado para que pueda desenvolverse la actividad económica. Entre otros requisitos, resulta fundamental que se definan los derechos de propiedad, que éstos se protejan y que se garantice el cumplimiento de los contratos.

¿Por qué unos países han tenido éxito económico y otros no? ¿Cuáles son las claves que explican que unas naciones sean prósperas y otras estén sumidas en el atraso económico? Economistas y sociólogos vienen desde hace siglos tratando de ofrecer respuestas fundadas a estos interrogantes. Un hecho parece incontestable: el modelo económico basado, al menos en una parte fundamental, en la propiedad privada de los medios de producción –conocido comúnmente como capitalista- ha sido bastante efectivo en la elevación global del nivel de vida. Sin entrar a valorar los méritos o deméritos del sistema, la trayectoria económica ha pivotado en una delimitación de los derechos de propiedad, requisito imprescindible para su movilización.

Este esquema, que se puede dar por descontado en cualquier entorno económico caracterizado por una cierta libertad económica, no se da necesariamente, sin embargo, en la realidad. La falta de derechos de propiedad explícitamente reconocidos, y susceptibles de ser utilizados como soporte o garantía de una actividad económica, puede ser un obstáculo insalvable que traba el proceso de desarrollo económico.

Esa es, en esencia, la tesis que, en una obra publicada en el año 2000, postulaba el economista peruano Hernando de Soto. En “El misterio del capital” (en www.extoikos.es, nº 18, 2016, se recoge una reseña de José Mª López) sostenía que las personas en los países pobres no eran tan pobres como aparentaban. Poseían considerables cantidades de activos, pero, al no poder acreditar su propiedad, no podían utilizarse como garantía para operaciones crediticias. No podían, en definitiva, transformarse en capital y se limitaban las posibilidades del emprendimiento. Según sus estimaciones, en el año 2000, la propiedad inmobiliaria poseída por los habitantes de los países con potencial de desarrollo que no podía ejercitarse como “legal” tenía un valor de, al menos, 9,3 billones de dólares (más de 13 billones en la actualidad).

Como ha destacado recientemente la revista The Economist, la referida cifra equivale a más de 20 veces el total de la inversión directa extranjera en los países en desarrollo a lo largo de la última década. Desde la aparición de “El misterio del capital”, países como Indonesia, Tailandia o Vietnam han emprendido grandes proyectos de reconocimiento de títulos de propiedad, y existe evidencia que apunta a que la medida ha impulsado la productividad agrícola. Ahora bien, para que la validación de los derechos de propiedad pueda ser efectiva ha de estar acompañada por unos procedimientos institucionales que garanticen la agilidad, la seguridad y la eficacia.

El semanario británico apunta un importante escollo para la reforma en relación con la propiedad de la tierra, toda vez que, en gran parte del mundo en desarrollo, el poder para asignarla puede ser muy lucrativo para los políticos en el poder.

Mientras no puedan adscribirse títulos de propiedad difícilmente puede catalogarse una jurisdicción como capitalista. En muchos territorios que no han conocido aún el progreso económico ha habido un déficit, no un exceso de capitalismo. “No veo el capitalismo como un credo. Para mí son mucho más importantes la libertad, la compasión hacia los pobres, el respeto por el pacto social y la igualdad de oportunidades. Pero, por el momento, es la única posibilidad”, proclamaba, hace veinte años, Hernando de Soto.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

6 de noviembre de 2020

Clase con vistas y vistas con clase: el redescubrimiento de la Catedral de Málaga

 


A finales de septiembre retornamos, intermitentemente, a las aulas, que habían permanecido vacías durante más de seis meses. Vuelvo al aula dedicada a Paul A. Samuelson, que no frecuentaba desde el curso pasado. ¿Cuántos estudiantes de todo el mundo se habrán formado en las páginas de su manual, del manual de Economía por antonomasia? Decir manual de Economía es decir Samuelson, el Samuelson. Mi padre me lo compró en el año 1975 en la librería Ibérica, en la Calle Nueva. Todavía conservo el sufrido ejemplar.

De niño, siempre quise trabajar en una librería. Realmente llegué a tener la oportunidad, pero no pude aprovecharla. Cuando tenía quince años, el dueño de la Librería Imperio, uno de los símbolos añorados de la Calle Larios, me propuso incorporarme a su establecimiento, pero, a mi pesar, no pude aceptar la oferta. Por aquel entonces ya tenía alguna que otra ocupación. Se lo agradecí enormemente, y ha sido quizás la oferta laboral de la que me he sentido más orgulloso y más he apreciado a lo largo de mi vida.

Tampoco, en honor a la verdad, puedo decir que haya tenido un exceso de ellas. Una de las más sorprendentes fue la que, hacia mediados de los años ochenta, me hizo un pequeño empresario radicado en Málaga, con el que había tenido la ocasión de conversar en un viaje de avión desde Madrid a mi ciudad. Tan desconcertado me quedé que dudaba de que fuera una proposición cierta, y que incluso llegó a hacer extensiva a algún miembro de mi familia. En el fondo, quiero creer que fue sincero, ya que ello podría ser indicativo -ilusorio- de que al menos ha habido una persona a la que, probablemente de forma equivocada e infundada, causé una buena impresión. En cualquier caso, como tantas otras veces, lamento no poder expresar ahora mi agradecimiento, que ha pervivido a lo largo de los años, a esas personas.

También siento agradecimiento, cómo no, hacia quienes me abrieron las puertas para que, en el año 1981, pudiese incorporarme, como profesor ayudante, a la Facultad de Económicas de Málaga. Aunque no hayan sido pocos ni las decepciones ni los sinsabores acumulados en el curso de los ya casi cuarenta años transcurridos desde entonces. También, por supuesto, han sido considerables las satisfacciones, las más valoradas, las alojadas en un apartado rincón del alma, desprovistas de toda clase de oropeles.

Incluso en esta fase tardía de la trayectoria podemos encontrarnos con sorpresas agradables, llenas de connotaciones simbólicas y emocionales. Entrar en la clase y percibir la imagen de la Catedral de Málaga -ahora redescubierta tras la desaparición de algunas barreras visuales- es una dicha inmensa, al tiempo que aflora un pasivo más que imputar al terrible coronavirus, en este caso por su ataque fulminante a las actividades docentes presenciales.

Majestuosa, allá a lo lejos, tan cerca, se alza su silueta inconfundible y cautivadora.

5 de noviembre de 2020

Los extraños vigías del Puerto de Málaga: misterio en el óleo, 131 años después

 

Después de meses de espera, el lienzo, tras un proceso de restauración y una itinerancia expositiva, había retornado a su morada efímera. Lo echaba de menos. Por una suerte de circunstancias atípicas, el cuadro, de proporciones más que considerables (125 x 195 cms.) acabó, en forma de préstamo transitorio, en la estancia que ocupo -también con carácter de provisionalidad- desde hace algunos años. Contemplar esa estampa equivale a congelar el tiempo, a dejarse llevar por la nostalgia, a admirar la perdurabilidad del arte, y a ahondar los sentimientos hacia la ciudad que nos ha acogido desde siempre. Semejante privilegio pudo haber sido una especie de recompensa por haber suscitado la reposición de la lámina a su estatus primigenio, tras verse obligada a estar en dique seco, aquejada de importantes heridas.

Acudí presto a saludar al solitario pescador que retorna de faenar en su barca, a repasar las siluetas de las embarcaciones, a percibir la quietud del paisaje, a vislumbrar la ciudad al fondo, al abrigo de las montañas más lejanas.

Cuando repasaba los perfiles del malecón, el corazón me dio un vuelco. No entendía de dónde habían surgido aquellos dos personajes, aquellas dos figuras inquietantes que permanecían de pie junto a un árbol. No las recordaba, creía que era la primera vez que las veía, y tenía la sensación de que no encajaban muy bien en la escena, ni por su forma ni por su estilo. ¿Qué hacían allí?

Alarmado y confundido, recurrí al catálogo que la entidad propietaria de la obra, Unicaja, hoy la Fundación Unicaja, había editado a mediados de los años noventa con una muestra de su colección de pintura del siglo XIX. Allí pude encontrar una fotografía del cuadro, en la que se apreciaban marcadas diferencias de tonalidades y detalles respecto al original en su estado presente. Pero lo más llamativo era que allí no aparecían los dos personajes del malecón. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. Las especulaciones y las conjeturas comenzaron a dispararse en distintas direcciones más o menos verosímiles, algunas quizás disparatadas, pero una costa era cierta: me encontraba ante un intrincado misterio, que podía encerrar algunas claves ocultas.

Según parece, durante un largo período, las obras pictóricas de determinados artistas de la segunda mitad del siglo XIX, según la aristocracia técnica competente, habían quedado sumidas en una fase de desatención e ignorancia, cuando no de desprecio. El proceso de reconsideración, redescubrimiento y reconocimiento fue bastante largo. Es algo que soy incapaz de entender, cuando admiro las creaciones de artistas como Verdugo Landi, Blanco Coris, Casilari, Florido Bernils, Gartner de las Peñas, Grarite, Labrada, Loubère, Muñoz Degrain, o Rojo Mellado, algunas de las cuales integran la referida colección -espléndida colección- pictórica.

Entre ellas se encuentra el cuadro del Puerto de Málaga que Guillermo Gómez Gil pintó en el año 1889. Según se recoge en el mencionado catálogo de la exposición, comisariada por Alfonso Canales, Baltasar Peña afirmó que “ningún otro pintor malagueño ha conseguido tan constantemente los efectos luminosos del sol y de la luna sobre las aguas”.  131 años después, sigue siendo impresionante apreciar los reflejos y las tonalidades en las apacibles aguas del antiguo Puerto.

Por aquel entonces, según recogía el diario "La Unión Mercantil", en su edición de fecha 21 de enero de 1889, Málaga ya se postulaba como "ciudad [que] puede servir de estación de invierno con ventaja a muchos de los más renombrados puntos de Europa... La propaganda del clima de Málaga puede hacerse fácilmente, sin más trabajo que el de hacer comparaciones" (Archivo del Museo Unicaja de Artes y Costumbres Populares -legado Díaz de Escovar).

En su momento, consulté con algunos expertos cuál podía ser la explicación de la misteriosa aparición de las extrañas figuras. No tuve más remedio que aceptarla, pero la verdad es que no quedé muy convencido. No puedo desechar la idea de que en ellas se esconde algún secreto. Espero poder desentrañarlo antes de que el lienzo se traslade a una ubicación a la altura de su dimensión histórica y de su valor artístico.






3 de noviembre de 2020

Premio Nobel de Economía 2020: premio a la alquimia de las subastas

 

El uso de las subastas se remonta a tiempos inmemoriales. Desde épocas muy lejanas, las subastas, a partir de diferentes formatos, han servido para adjudicar bienes, derechos, licencias y contratos, en una tendencia que se ha intensificado en las últimas décadas. Aunque existe una inclinación a percibir una subasta como un juego de suma cero entre el subastador y los pujantes, el análisis económico ha establecido que, mediante un adecuado diseño de los procesos de subasta, pueden lograrse ganancias para ambas partes. La teoría económica ha encontrado una especie de piedra filosofal, en una búsqueda en la que los profesores Paul R. Milgrom y Robert B. Wilson, de la Universidad de Stanford, han sido los más destacados alquimistas, y sus descubrimientos, según ha reconocido la Real Academia Sueca de Ciencias, han beneficiado a vendedores, compradores y contribuyentes de todo el mundo.

 

Aún es de madrugada en la Bahía de San Francisco cuando alguien llama a la puerta de la casa del profesor Paul R. Milgrom. Sobresaltado, a través del videoportero comprueba que el visitante nocturno es su colega el profesor Robert B. Wilson, que hace años fue su supervisor de tesis doctoral, y hoy es emérito en su misma Universidad. Realmente no sabe si está soñando, o si el ilustre académico pretende gastarle una broma, cuando le dice que ha recibido una llamada telefónica de un tal Adam Smith para comunicarle que el Premio Nobel de Economía de 2020 había recaído en ellos dos.

El profesor Milgrom conoció a su esposa en la cena de gala de los Premios Nobel en el año 1996, cuando se premió a William Vickrey, entre otros aspectos, por su contribución a la teoría de las subastas. Ahora, veinticuatro años después, acompañado de ella, recibe la noticia de que sus trabajos en ese campo le han hecho acreedor al preciado galardón, conjuntamente con su querido maestro.

Según los relatos de Heródoto, las prácticas de subastas se remontan a los tiempos babilónicos, y no es descabellado pensar que, de manera más o menos formal, se utilizaran ya desde la aparición de los primeros mercados. Existen testimonios históricos de su empleo para la venta y adjudicación de los más variados objetos. Con el paso del tiempo, los procedimientos se han ido refinando y se han incorporado nuevos formatos y esquemas. Ha sido, sin embargo, en el curso de las tres últimas décadas cuando se ha producido su mayor transformación, acompañada de un extraordinario despliegue al hilo de los cambios económicos y tecnológicos. Actualmente se aplican en los más variados campos (derechos de explotación de recursos minerales y energéticos, derechos de bandas de radio para televisión o telefonía móvil, permisos de contaminación…).

Hasta no hace mucho, las subastas respondían esencialmente a una de las tres siguientes categorías:

a.       Subasta inglesa: se fija un precio de partida, a partir del cual los concurrentes efectúan ofertas sucesivas hasta que nadie está dispuesto a pujar más. Es la modalidad que suele utilizarse en relación con las obras de arte.

b.      Subasta holandesa: en este caso, como ocurre en las lonjas de pescado, el precio comienza a un nivel alto fijado por el vendedor y va siendo disminuido gradualmente hasta que alguien lo acepta.

c.       Subasta al primer precio o de adjudicación al mejor postor con ofertas en sobre cerrado: a diferencia de las subastas inglesa y holandesa, que son abiertas (todo el mundo conoce los precios ofertados o demandados), los participantes presentan ofertas en sobre cerrado no conocidas por los demás. La mejor oferta resulta ganadora al precio indicado en la misma.

Ha concluido la subasta, y el adjudicatario obtiene el objeto deseado, para lo cual ha de desembolsar el precio estipulado. Casi inevitablemente, en las subastas tradicionales, le surge una duda: ¿habrá pagado un precio demasiado elevado?, ¿podría haber obtenido el bien a un precio inferior? Es lo que se conoce como la “maldición del ganador”. Esta percepción puede ocasionar que algunos participantes se retraigan, que los vendedores no obtengan los ingresos adecuados o que el adjudicatario no sea el más idóneo.

Hay algunos tipos de subasta donde este problema es relativamente menor, cuando el objeto subastado tiene exclusivamente un valor individual. Por ejemplo, si lo que se subasta es el derecho a cenar con una estrella del cine, cada persona sabrá lo que esta oportunidad vale para ella, sin ninguna otra consecuencia. Otros bienes, sin embargo, tienen un valor común, que puede venir dado por la posibilidad de explotar dichos bienes en el mercado. Cada persona fija su precio en función de su propia información, pero seguramente lo variaría si conociera otra información útil al alcance de otras personas. Sin duda, si todos los concurrentes pudiesen compartir la información, ajustarían sus ofertas y los bienes se adjudicarían a quien estuviese en mejores condiciones de aprovecharlos. Si se lograse esto, el resultado podría ser mejor para el vendedor, para el comprador y para la sociedad en general.

Justamente ese es el propósito esencial de la teoría de las subastas, aportar un diseño que permita conciliar esos objetivos aparentemente contradictorios e incompatibles. El reto es formidable, algo así, salvando las distancias, como una suerte de multiplicación del pan y los peces.

El Comité del Premio Nobel de Economía muestra una especial predilección por ese ámbito, y son así diversos los galardonados por sus contribuciones al respecto, tales como Robert B. Myerson, Jean Tirole o William Vickrey. Este último, con su modelo de subasta al segundo precio, ayudó a atenuar el problema de la “maldición del ganador”. Según la también denominada subasta de Vickrey, a semejanza de la subasta al primer precio, el bien se adjudica al mejor postor, pero pagando el precio de la segunda mejor oferta.

Vickrey, no obstante, se centró en casos de bienes con valoraciones independientes, mientras que Wilson procedió a analizar escenarios en los que el objeto de la venta tiene un valor común, incierto de antemano, pero que, finalmente, es el mismo para todos. En la mayoría de los objetos subastados existen componentes de valor individual y de valor común. Junto con Milgrom, puso en práctica el conocimiento adquirido en sus trabajos teóricos.

La clave de sus planteamientos radica en diseñar un esquema que permita que los pujadores puedan ir conociendo información de otros intervinientes a fin de reducir el problema de la “maldición del ganador”. Milgrom y Wilson, en colaboración parcial con Preston McAfee, idearon un nuevo formato de subasta, la subasta simultánea de múltiples rondas (SMRA, por sus siglas en inglés). En ésta, los participantes pueden pujar sobre todos los objetos en liza (por ejemplo, licencias para una variedad de áreas geográficas) a lo largo de una serie de rondas, después de que cada información sobre las ofertas y los precios les es revelada.

Cuando, a mediados de los años noventa del pasado siglo, la Administración Federal estadounidense utilizó ese procedimiento para adjudicar derechos de frecuencias de radio para operadores de telefonía móvil obtuvo unos ingresos de más de 600 millones de dólares, mientras que adjudicaciones similares anteriores habían sido prácticamente gratuitas o realizadas mediante puros sorteos. El procedimiento fue luego utilizado con éxito en numerosos países y se ha extendido a otros contextos, como las ventas de electricidad y gas natural. Otros novedosos formatos, como la subasta combinatoria de reloj (en la que los operadores pueden pujar por paquetes de frecuencias, en vez por licencias individuales), o la subasta de incentivos (en una segunda ronda se pueden vender parte de los derechos adquiridos en una primera ronda), provienen de las investigaciones de Milgrom.

El trabajo de los galardonados con el Premio Nobel de Economía 2020 viene a encarnar, como ha señalado The Economist, la aplicación de la Economía como Ingeniería. Y esa conjunción de la teoría con la práctica es uno de los atípicos rasgos que concurren en la trayectoria de los laureados, que han actuado como investigadores y como consultores. Incluso Milgrom, en 2009, cofundó una empresa de servicios de consultoría en materia de subastas, que quizás no podría denominarse de otra manera: “Auctionomics”.

En la ceremonia de entrega del galardón, es probable que se acuerde de que eligió un trabajo sobre las subastas para su tesis doctoral, principalmente para lograr que el profesor Robert W. Wilson (ahora Bob) aceptara ser su supervisor. También, de que hay ocasiones singulares en las que merece la pena verse sobresaltado en la madrugada.

(Artículo publicado en "UniBlog").

1 de noviembre de 2020

Acerca del capital humano y los pasivos tóxicos

Hasta ahora, era un firme convencido de la superioridad del capital humano entre los activos de los que puede disponer una empresa. Era una especie de mantra que repetía con una convicción absoluta, cimentada, más allá del posible influjo de una fe cuasirreligiosa en los equipos de trabajo, en una prolongada y amplia experiencia con resultados tangibles y apreciables. A lo largo de treinta años, he podido acumular un nutrido elenco de experiencias sumamente estimulantes que, según mi percepción personal, avalan con rotundidad la referida tesis. Así, cuando la he defendido, no ha sido como producto de una postura más o menos impostada, ni por una mera motivación estética, sino como reflejo de una creencia profundamente arraigada.

No es de extrañar, pues, que la expusiera con ahínco en un seminario virtual, celebrado recientemente, acerca de los retos para la gestión de los recursos humanos ante el proceso de digitalización. La verdad es que no sé hasta qué punto la inteligencia artificial va a ser capaz de captar el alma de un proyecto empresarial y de encontrar los resortes adecuados para sacar el mayor partido de las capacidades personales. En un equipo cohesionado, bien coordinado y con metas a corto, medio y largo plazo, dos más dos son bastante más de cuatro.

Esas eran algunas de mis reflexiones cuando uno de los participantes en el coloquio, miembro de una prestigiosa consultora mundial, a quien había conocido hace años, introdujo unas curiosas matizaciones. Puedo dar fe de que es un buen consultor, es decir, no es consultante que no para de recabar información ni de solicitar recetas a los supuestamente asesorados, sino que tiene iniciativa propia y capacidad contrastada para lanzar propuestas valiosas.

En buena medida venía a suscribir la tesis acerca de la relevancia del capital humano, pero alertaba en el sentido de que, si la organización cuenta con un pasivo tóxico en la primera línea jerárquica, no se desplegarán sus efectos potenciales, y la entidad puede quedar sumida en una peligrosa deriva hacia el abismo.

No, no se refería a los activos tóxicos, esa expresión tan elástica que vale lo mismo para un roto que para un descosido. Ante la insistencia de algunos participantes en una concreción, se vio obligado a narrar una experiencia al parecer acaecida en una empresa del sector alimentario. Por encargo de los propietarios, llevó a cabo un proceso de entrevistas individuales entre los miembros del cuadro directivo, ante la eventualidad de la sustitución del CEO. No existía claridad respecto a quién podría sustituirlo. Después de completado el análisis, una postura de consenso emergió entre los entrevistados, competidores entre sí para la posible designación: era secundario sobre quién recayese el cargo de primer ejecutivo; lo esencial era que se produjera el cambio. En definitiva, se estaba ante un caso en el que los niveles de incompetencia, unidos a otras lacras, son tales que, en términos probabilísticos, resulta difícil que se puedan superar negativamente.

Me vino a la memoria el célebre episodio del certamen de dos rapsodas que habían de actuar ante Nerón. Éste atendió a la interpretación del primero, e inmediatamente adjudicó el premio al segundo, que ni siquiera tuvo que actuar.

Alguien preguntó si ese esquema de gestión neroniano podría trasladarse al ámbito gubernamental de una nación. En ese momento, se perdió la conexión, y me quedé con las ganas de conocer la experta opinión del consultor.

Días más tarde, recibí una llamada suya, en la que me aseguraba que no pretendía rebatir mi argumento, pero consideraba que, antes incluso que identificar los activos, productivos, neutros o tóxicos, es conveniente comprobar si en la organización existen pasivos tóxicos en el sentido descrito. Según él, la recomendación es extensiva y válida para cualquier organización, mercantil, administrativa o asociativa.

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