Al oír la palabra métrica no
puedo evitar retrotraerme a una etapa muy lejana, cuando, en la adolescencia,
descubría, lleno de admiración, las claves de la estructura y la medida de los
versos, en las clases de doña Juana García Revillo en el Instituto de
Martiricos. En ellas percibí la magia oculta de la poesía y también hube de
afrontar difíciles pruebas de redacciones improvisadas. Los derroteros de la
vida académica y profesional diluyeron pronto la inclinación por el estudio de
ese arte y fueron dando paso a otras mediciones de connotaciones muy
diferentes.
Hoy esa sonora palabra no
evoca ya la poesía. Vivimos en una época de apogeo de la métrica, de un
exacerbado protagonismo de mediciones de todo tipo (ventas, espectadores,
cuotas de pantalla, seguidores en redes sociales, tiempos de espera para
intervenciones quirúrgicas, estudiantes egresados…), en todos los ámbitos institucionales.
Los indicadores cuantitativos se han convertido en la fórmula predominante para
la evaluación del comportamiento de una organización o de una persona concreta.
De ese frenesí cuantitativo
se ocupa una reciente obra del profesor estadounidense Jerry Z. Muller, que lo
eleva a la categoría de “tiranía” (“The tyranny of metrics”, 2018). La tesis
del libro puede resumirse de manera breve: i) lo que puede medirse no es siempre
lo que merece la pena medir; ii) lo que acaba midiéndose puede no tener
relación con lo que realmente queremos saber; iii) las mediciones pueden
proporcionarnos un conocimiento aparentemente sólido, pero pueden estar
distorsionadas y resultar engañosas.
Vivimos en la era de la
rendición de cuentas (“accountability”), lo que debería significar ser
responsables de nuestras acciones. Sin embargo, debido a una simplificación del
lenguaje, ese concepto se ha impuesto en la práctica en el sentido de tratar de
demostrar el éxito a través de una medición estandarizada, como si solo lo que
pudiera medirse contara. El rasgo más característico de la obsesión por la
métrica es la tendencia a reemplazar la evaluación basada en la experiencia por
unos indicadores tipificados. Y los problemas se agravan cuando tales guarismos
se convierten en los criterios para la recompensa y la penalización de
comportamientos.
El referido autor destaca
que la mayoría de las organizaciones tienen fines múltiples y no siempre es
pertinente centrarse solo en algunos de ellos. Pone de relieve los problemas de
distorsión de la información que pueden darse: se mide lo que es más fácil de
medir; lo simple, cuando el resultado deseado es complejo; la utilización de
recursos, en vez de los resultados obtenidos; asimismo, se degrada la calidad
de la información a través de la estandarización. A partir del estudio de
numerosos casos, en campos tan diversos como las universidades, las escuelas de
educación secundaria, el ejército, la medicina, la policía, los negocios, las
finanzas y la filantropía, ilustra cómo la utilización de indicadores como
elemento central de la evaluación tiende a desencadenar estrategias perversas (“jugando
con las estadísticas”): seleccionando los casos a tratar, disminuyendo los
niveles de exigencia para mejorar las cifras, omitiendo o distorsionando los
datos, o incluso llevando a cabo manipulaciones directas.
Seguramente quien tenga
experiencia en cada uno de esos campos podrá encontrar ejemplos que puedan
encajar en los distintos supuestos señalados. La ingente cantidad de tiempo derivada
de los trámites burocráticos aparejados al proceso de “rendición de cuentas” es
otro foco de atención: con todo el tiempo absorbido por el “reporting”, las
reuniones y las coordinaciones, queda poco margen para hacer lo que realmente
habría que hacer. En el caso de los profesores universitarios, Muller,
partiendo de sus propias vivencias, señala que se ven forzados a dedicar cada
vez más tiempo al papeleo en vez de a enseñar e investigar.
La idea que subyace al uso
de indicadores para la medición de la actuación se remonta a mediados del siglo
diecinueve y en su extensión influyó decisivamente la normalización de métodos
impulsada por el taylorismo. Más recientemente, su utilización adquirió gran
protagonismo en los planes lanzados por Margaret Thatcher y también por Bill
Clinton. Muller, sin embargo, toma la crítica de la planificación económica
formulada por Hayek como base para cuestionar la exaltación del uso de la
métrica, que, en su opinión, replica muchas de las deficiencias de los esquemas
de planificación en los países comunistas.
La tiranía de la métrica se
ha impuesto hoy, superando las barreras ideológicas. “En un círculo vicioso,
una falta de confianza social lleva a la apoteosis de la métrica, y la fe en la
métrica contribuye a una decreciente apelación al juicio”, asevera Jerry
Muller. Para este, contrariamente a las corrientes de opinión imperantes, la
transparencia puede llegar a ser el enemigo de una buena actuación, y sostiene
que, llevada a su extremo, en lugar de hacer del mundo un lugar mejor, conduce
frecuentemente a la parálisis.
En suma, aunque estamos
abocados a vivir en una era de medición omnipresente, nos vemos inmersos en una
fase de medición deficiente, excesiva, engañosa y contraproducente.
Parafraseando al filósofo Isaiah Berlin, Jerry Muller considera que el juicio
es una especie de competencia para comprender las particularidades únicas de
una situación, y ello conlleva un talento para la síntesis más que para el
análisis. En su opinión, una orientación hacia el conjunto y un sentido para
apreciar lo singular son precisamente los atributos que la métrica no puede
ofrecer.
En los últimos tiempos, la
función de la “calidad del dato” se está abriendo paso como uno de los ejes de
una buena gobernanza de las organizaciones y un requisito básico para una
adecuada toma de decisiones. El contenido del libro aquí comentado no viene
sino a reafirmar la relevancia de garantizar la coherencia, la veracidad, la
consistencia, la fiabilidad, la comparabilidad y la exactitud de los datos en
su ciclo completo. La calidad integral del dato está llamada a desempeñar un
papel imprescindible para que no se consolide la “tiranía de la métrica”. Las
estadísticas son necesarias para aplicar un buen juicio, si bien nunca pueden
llegar a sustituirlo de forma mecánica.
(Artículo publicado en el
diario “Sur”)