29 de julio de 2018

La tiranía de la métrica


Al oír la palabra métrica no puedo evitar retrotraerme a una etapa muy lejana, cuando, en la adolescencia, descubría, lleno de admiración, las claves de la estructura y la medida de los versos, en las clases de doña Juana García Revillo en el Instituto de Martiricos. En ellas percibí la magia oculta de la poesía y también hube de afrontar difíciles pruebas de redacciones improvisadas. Los derroteros de la vida académica y profesional diluyeron pronto la inclinación por el estudio de ese arte y fueron dando paso a otras mediciones de connotaciones muy diferentes.

Hoy esa sonora palabra no evoca ya la poesía. Vivimos en una época de apogeo de la métrica, de un exacerbado protagonismo de mediciones de todo tipo (ventas, espectadores, cuotas de pantalla, seguidores en redes sociales, tiempos de espera para intervenciones quirúrgicas, estudiantes egresados…), en todos los ámbitos institucionales. Los indicadores cuantitativos se han convertido en la fórmula predominante para la evaluación del comportamiento de una organización o de una persona concreta.

De ese frenesí cuantitativo se ocupa una reciente obra del profesor estadounidense Jerry Z. Muller, que lo eleva a la categoría de “tiranía” (“The tyranny of metrics”, 2018). La tesis del libro puede resumirse de manera breve: i) lo que puede medirse no es siempre lo que merece la pena medir; ii) lo que acaba midiéndose puede no tener relación con lo que realmente queremos saber; iii) las mediciones pueden proporcionarnos un conocimiento aparentemente sólido, pero pueden estar distorsionadas y resultar engañosas.

Vivimos en la era de la rendición de cuentas (“accountability”), lo que debería significar ser responsables de nuestras acciones. Sin embargo, debido a una simplificación del lenguaje, ese concepto se ha impuesto en la práctica en el sentido de tratar de demostrar el éxito a través de una medición estandarizada, como si solo lo que pudiera medirse contara. El rasgo más característico de la obsesión por la métrica es la tendencia a reemplazar la evaluación basada en la experiencia por unos indicadores tipificados. Y los problemas se agravan cuando tales guarismos se convierten en los criterios para la recompensa y la penalización de comportamientos.

El referido autor destaca que la mayoría de las organizaciones tienen fines múltiples y no siempre es pertinente centrarse solo en algunos de ellos. Pone de relieve los problemas de distorsión de la información que pueden darse: se mide lo que es más fácil de medir; lo simple, cuando el resultado deseado es complejo; la utilización de recursos, en vez de los resultados obtenidos; asimismo, se degrada la calidad de la información a través de la estandarización. A partir del estudio de numerosos casos, en campos tan diversos como las universidades, las escuelas de educación secundaria, el ejército, la medicina, la policía, los negocios, las finanzas y la filantropía, ilustra cómo la utilización de indicadores como elemento central de la evaluación tiende a desencadenar estrategias perversas (“jugando con las estadísticas”): seleccionando los casos a tratar, disminuyendo los niveles de exigencia para mejorar las cifras, omitiendo o distorsionando los datos, o incluso llevando a cabo manipulaciones directas.

Seguramente quien tenga experiencia en cada uno de esos campos podrá encontrar ejemplos que puedan encajar en los distintos supuestos señalados. La ingente cantidad de tiempo derivada de los trámites burocráticos aparejados al proceso de “rendición de cuentas” es otro foco de atención: con todo el tiempo absorbido por el “reporting”, las reuniones y las coordinaciones, queda poco margen para hacer lo que realmente habría que hacer. En el caso de los profesores universitarios, Muller, partiendo de sus propias vivencias, señala que se ven forzados a dedicar cada vez más tiempo al papeleo en vez de a enseñar e investigar.

La idea que subyace al uso de indicadores para la medición de la actuación se remonta a mediados del siglo diecinueve y en su extensión influyó decisivamente la normalización de métodos impulsada por el taylorismo. Más recientemente, su utilización adquirió gran protagonismo en los planes lanzados por Margaret Thatcher y también por Bill Clinton. Muller, sin embargo, toma la crítica de la planificación económica formulada por Hayek como base para cuestionar la exaltación del uso de la métrica, que, en su opinión, replica muchas de las deficiencias de los esquemas de planificación en los países comunistas.

La tiranía de la métrica se ha impuesto hoy, superando las barreras ideológicas. “En un círculo vicioso, una falta de confianza social lleva a la apoteosis de la métrica, y la fe en la métrica contribuye a una decreciente apelación al juicio”, asevera Jerry Muller. Para este, contrariamente a las corrientes de opinión imperantes, la transparencia puede llegar a ser el enemigo de una buena actuación, y sostiene que, llevada a su extremo, en lugar de hacer del mundo un lugar mejor, conduce frecuentemente a la parálisis.

En suma, aunque estamos abocados a vivir en una era de medición omnipresente, nos vemos inmersos en una fase de medición deficiente, excesiva, engañosa y contraproducente. Parafraseando al filósofo Isaiah Berlin, Jerry Muller considera que el juicio es una especie de competencia para comprender las particularidades únicas de una situación, y ello conlleva un talento para la síntesis más que para el análisis. En su opinión, una orientación hacia el conjunto y un sentido para apreciar lo singular son precisamente los atributos que la métrica no puede ofrecer.

En los últimos tiempos, la función de la “calidad del dato” se está abriendo paso como uno de los ejes de una buena gobernanza de las organizaciones y un requisito básico para una adecuada toma de decisiones. El contenido del libro aquí comentado no viene sino a reafirmar la relevancia de garantizar la coherencia, la veracidad, la consistencia, la fiabilidad, la comparabilidad y la exactitud de los datos en su ciclo completo. La calidad integral del dato está llamada a desempeñar un papel imprescindible para que no se consolide la “tiranía de la métrica”. Las estadísticas son necesarias para aplicar un buen juicio, si bien nunca pueden llegar a sustituirlo de forma mecánica.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

27 de julio de 2018

El retorno de la hiperinflación: el caso de Venezuela

Quienes asistimos al nacimiento del régimen democrático instaurado en el año 1977 vivimos en cierto modo nuestra pequeña República de Weimar en la vertiente inflacionaria. Cuando se celebraron las primeras elecciones democráticas, los precios al consumo crecían por encima del 22% en términos interanuales. Al acabar el año, la tasa anual superó el 26%. Se trataba de un ritmo de crecimiento vertiginoso, desbocado, desconocido para nosotros. Recuerdo las solemnes intervenciones televisivas del profesor Enrique Fuentes Quintana, que había asumido las riendas económicas del Gobierno de la nación. La incipiente democracia se enfrentaba a importantes retos económicos; el control de la inflación era uno de ellos, absolutamente prioritario. No fue una tarea sencilla ni libre de costes, pero el embridamiento de los precios figura entre los logros de la política económica del sistema democrático, que evitó que nuestra economía se despeñara por terrenos escabrosos.

Con tasas actuales que rondan el 2% anual, después de haber despejado el fantasma de la deflación (“Entre el miedo a la inflación y el pánico a la deflación”, diario Sur, 22-11-2013), los españoles estamos habituados a una notable estabilidad de precios. Hoy sería inconcebible retrotraernos a tasas de variación del IPC pre-Pactos de la Moncloa.

La inflación ha ido dejando dramáticos y dolorosos rastros a lo largo de la historia. Y, lejos de lo que pudiera pensarse, no es un fenómeno del pasado. La historia económica también nos enseña que la noción de inflación es bastante elástica, al presentar en la práctica un recorrido extraordinariamente amplio. En comparación con la experiencia de algunos países, las tasas situadas en la cota del 20% anual, que causaron pavor en el inicio de la transición democrática, resultan irrisorias. Los economistas reservan el término hiperinflación cuando los precios aumentan sostenidamente por encima del 50% mensual. Si este umbral lo elevamos al año, nos encontramos ya con una tasa más que respetable, sencillamente del 12.975%.

¿Una cifra muy alta? No tanto, si la comparamos con la registrada en Alemania en el año 1923, cuando se alcanzó una tasa del ¡29.500% mensual!, o, lo que es lo mismo, del ¡20,9% diaria!. A ese ritmo infernal, los precios se duplicaban cada 3,7 días. Pero el ranking histórico de las experiencias inflacionarias, elaborado por Steve H. Hanke y Nicholas Krus, sigue encabezado por Hungría, país que, en el año 1946, llegó a una tasa de inflación mensual del 41.900.000.000.000.000% (¡cuarenta y un mil novecientos billones por ciento!), lo que venía a significar que los precios se duplicaban cada 15 horas. Otros episodios inflacionarios más recientes, como los acontecidos en Zimbabwe y Yugoslavia, reflejan cifras también escalofriantes, igualmente difíciles de asimilar.

Desde hace algún tiempo, la escalada de los precios en Venezuela ha hecho entrar a este país caribeño -hasta no hace mucho postulado por algunos sectores como referencia económica y doctrinal frente a las desdichas padecidas en España- en la zona de dominio de la hiperinflación. Hace unos meses, al explicar a mis alumnos los efectos de la inflación en el IRPF, se suscitó el caso de Venezuela como una de las potencias inflacionarias actuales. Uno de los estudiantes realizó una defensa encendida del régimen allí vigente, por considerar que es uno de los pocos sitios donde los ciudadanos son dueños de su propio destino, sin ningún tipo de injerencia externa. Al no ser ese, pese a su interés, el objeto de la sesión formativa, me limité a apuntar simplemente que, como señalaba un artículo del Financial Times de finales de mayo de este año, además, a diferencia de España, donde el salario mínimo mensual, es de unos 860 euros, allí había logrado alcanzarse una cifra millonaria, concretamente, de 2,5 millones de bolívares. Una vez que todo el mundo es millonario, quizás importa menos que esa suma equivaliese a menos de 3 dólares.

El gobierno del país hace tiempo que dejó de publicar los datos oficiales de inflación. Ya se sabe, es un dato bastante manipulable informativamente. De ahí que para conocer la evolución de ese indicador económico haya que recurrir a estimaciones no oficiales. Según un informe del Fondo Monetario Internacional de fecha 23 de julio de 2018, firmado por Alejandro Werner, se proyecta un notorio alza en la inflación de Venezuela hasta alcanzar la cota de 1.000.000% hacia finales de 2018.

Como comenta Gideon Long (Financial Times, 24-7-2018), de cumplirse la previsión del FMI, Venezuela se equipararía a la República de Weimar, aunque con una ventaja no desdeñable. Mientras que en la Alemania de entonces la gente transportaba los billetes bancarios en carretillas, los venezolanos pueden usar tarjetas de crédito para hacer compras. Después de todo, como argumenta Steven Pinker, el progreso sigue su curso.

23 de julio de 2018

Propinas con propinación fiscal


Dejar propina es un acto simple en su ejecución pero complejo en cuanto a sus motivaciones. En España se trata de una costumbre arraigada. Tal vez en su origen pudo responder a la toma de conciencia de los consumidores o usuarios de servicios acerca de la pertinencia de contribuir a complementar una retribución fija de los asalariados un tanto exigua. Dejar muestra de un sentimiento de generosidad individual, enviar algunas señales, o compensar por la recepción de un servicio adecuado o una atención esmerada pueden jugar también algún papel.

El sistema rige en España a partir de una premisa de estricta voluntariedad; no podría funcionar de otra manera. Ahora bien, en la práctica la costumbre se ha convertido en ley, al menos en determinados ámbitos. No obstante, he conocido a personas, absolutamente habilidosas e inmunes a dicha tendencia, de manera que el saldo acumulado de las propinas concedidas a lo largo de sus vidas exhibe un panorama lleno de ceros. En cambio, conocí, muchos años atrás, a un hombre de ingresos modestos y de enorme corazón que adiestraba a su hijo en el arte de dar propinas sin que se percibieran como tales. Toma y dale esta moneda -le decía- a aquel señor, ya fuera un cobrador de autobuses, un camarero o un peluquero, y dile que te la has encontrado en el suelo.

Las propinas presentan numerosos aspectos de interés desde el punto de vista del análisis económico. Inicialmente, podemos afirmar que quien da una propina está cediendo voluntariamente una parte del denominado excedente del consumidor. Éste es definido por los economistas como la diferencia entre el precio que un consumidor está dispuesto a pagar por un bien o un servicio y el precio que afronta efectivamente en el mercado.

Desde la perspectiva de la persona que da la propina, su intención es que la suma de dinero de la que se desprende vaya directamente, sin merma alguna, al bolsillo del trabajador a quien desea recompensar. ¿Es estrictamente así? Al margen de las pautas de reparto que puedan estar establecidas en cada empresa, ¿tienen los tributos algún protagonismo en el terreno de las propinas? ¿Propina el sistema fiscal algún castigo a las propinas?

Es un tema que me llamó la atención hace tiempo. Un antiguo conocido que trabajaba como crupier en el casino de Torrequebrada, conocedor de que había iniciado mi recorrido como profesor de Hacienda Pública (poco importaba que lo fuera en la vertiente teórica), vino a visitarme con objeto de recabar un dictamen acerca del tratamiento fiscal de las propinas que recibía en su ocupación. Hoy me vuelvo a encontrar con el tema en candelero, con la ventaja de contar con algunos pronunciamientos clarificadores de la Administración tributaria.

Aunque a alguien le pueda resultar llamativo, lo cierto es que más de una empresa, a lo largo de los años, ha consultado a la Dirección General de Tributos cuál es el tratamiento fiscal que, a efectos del IRPF, debe darse a las cantidades percibidas en concepto de propinas.

Aun cuando la normativa del IRPF haya ido cambiando en el curso de los años, el criterio de la Administración se ha mantenido inalterado, tanto en consultas generales como vinculantes. Así, en consultas de 1999 (1763-99), 2003 (1866-03) y 2017 (V3095-17), aquélla sostiene que las cantidades percibidas en concepto de propinas constituyen rendimientos del trabajo para sus perceptores, sujetos al IRPF y a su sistema de retenciones a cuenta.

Dicha conclusión se basa en la calificación que efectúa la Ley del IRPF de los rendimientos del trabajo como “todas las contraprestaciones o utilidades, cualquiera que sea su denominación o naturaleza, dinerarias o en especie, que deriven, directa o indirectamente, del trabajo personal o de la relación laboral o estatutaria y no tengan el carácter de rendimientos de actividades económicas”.

No parece que quepa mucha discusión a la vista de esta contundente conclusión, pero eso no impide expresar, si no reservas, sí algunas consideraciones. De entrada, podría esgrimirse que las retribuciones laborales derivan de una relación de trabajo dependiente suscrita entre un empleador y un asalariado. La propina en realidad es un componente exógeno a esa relación laboral. Desde un prisma económico es legítimo discutir ese carácter de rendimiento del trabajo, salvo que la propina se considerara una parte del precio percibido por el empleador, que, con los ingresos obtenidos, distribuye una remuneración variable entre sus empleados.

En cualquier caso, no podemos olvidar que el criterio fiscal tiene plena autonomía, otorgada por la legislación, lo que le permite distanciarse de las interpretaciones económicas.

De no catalogarse como rendimientos del trabajo, ello no implicaría que el sistema fiscal permaneciese ocioso. Una transferencia de dinero (sin contrapartida) entre personas vivas sería una donación y, como tal, quedaría sometida al gravamen del impuesto sobre sucesiones y donaciones.

Lo que queda claro es que, si se aplica estrictamente la normativa, las propinas han de soportar la merma del gravamen del IRPF, con lo que, bajo ese supuesto, y siempre que prevaleciera una asignación individual, el receptor de una propina, percibiría un importe inferior al desembolso realizado por el otorgante.

21 de julio de 2018

Blog Tiempo Vivo: primer aniversario

Hasta ahora no era plenamente consciente. Su imagen permanecía difusa tras la neblina del amanecer. Ahora la vislumbro con nitidez, altiva e imponente, movida por un impulso imparable, enfilando el camino hacia su meta, que mantiene oculta. Corcel sin bridas, deja sus huellas en la arena de la marea baja.

El tiempo, solo el tiempo, que un día fue denso y cansino, mientras hoy se escurre entre los dedos. A medida que avanzaba, sin anunciarlo, él mismo fue transmutando sus atributos físicos o se fue alterando el mecanismo de percepción. La sensación es de estupor. El vértigo se extiende al tratar de comprender cómo puede todo transcurrir de forma tan rápida.

Hace un año, por fin, me decidí a adentrarme en el insondable mundo de los cuadernos internáuticos personales, alentado por cualificados precursores en ese engañosamente hospitalario hábitat, regido por implacables reglas. El 21 de julio de 2017 se produjo la botadura de la nave del blog “Tiempo Vivo”, que se atrevía a surcar los mares sin brújula y sin cartas de navegación. Tampoco, en verdad, le fueron muy precisas, pues la nave se convirtió, sin mucha demora, en barquito de papel, que, aunque intentó alcanzar mar abierta, no ha sido capaz de superar las corrientes ni el fuerte oleaje. A pesar de intentarlo una y otra vez. No obstante, aun con su fragilidad, ligero de equipaje y de víveres, sin tripulación, ha podido permanecer a flote, lo cual es ya un logro que a algunos vigías del puerto les parece algo extraño. Cualquier recorrido es mucho si la curva de las expectativas se aproxima asintóticamente a cero.

O no tanto, si las entradas se quedan en eso, en meras inserciones sin apenas encontrar habitáculos de acogida visual. Suelen decir los expertos en contabilidad nacional que la producción asociada a una actividad docente depende del número de receptores. Una misma lección dará lugar a una mayor o menor producción efectiva según cuál sea el número de discípulos. Curiosa forma de medición. Siguiendo ese criterio, una clase impartida en un aula vacía, por arduo que haya sido el trabajo de preparación, viene a significar un despilfarro, una producción nula. Mutatis mutandis, un blog sin lectores, por mucho que se haya estirado el repertorio, no daría lugar al registro de actividad productiva alguna. La aspiración reticular de ese instrumento se ve frustrada y, en lugar de tejer una red, queda atrapado en un espejo frontal. En tal caso, lo más recomendable y productivo para uno mismo sería poner término al periplo y plegar las velas del barco antes de que acabe hundiéndose. Sin embargo, esa línea argumental, de una lógica aplastante, encuentra la oposición del espíritu más profundo del escritor, que se resiste a inmovilizar el caleidoscopio.

Otros factores sobrevenidos ayudan a explicar la paradoja de que aún no se haya detenido el tiempo para “Tiempo Vivo”. La sospecha de que el blog a partir de un momento dado cobró vida propia está ahí. A fe mía, ha de ser así. Por más que durante semanas hice firme propósito de no lanzar nuevos textos, tentado de dejar morir el sitio por inanición, al pasarle revista, me fui encontrando con sucesivas adiciones cuyo origen soy incapaz de explicar. Tal vez los proveedores de la plataforma han infiltrado algún tipo de programa habilitado para completar piezas a partir del análisis de las pautas observadas. No me pregunten la razón que les puede llevar a ese aparente altruismo literario. Políticas de fidelización, de subyugación, de control del mercado o de experimentación social pueden estar detrás. O tal vez el imperio de la robótica ya ha comenzado.

Hasta ahora no me he atrevido a compartir mi experiencia con nadie, como tampoco nadie, si ha tenido alguna similar, la ha compartido conmigo. Pero me aterra pensar que, mediante esta suerte de impostura, alguien esté a punto de adueñarse de nuestras mentes. Creíamos que la tecnología nos había liberado, pero sus servidumbres, si el que cuento no es un caso aislado, podrían transformarse en esclavitud, capaz de dominar el pensamiento. Intentos notables hubo ya antes a través de las inefables herramientas de autocorreción.

He pensado idear alguna argucia para discernir lo que es cosecha propia frente a textos de procedencia ignota, con la dificultad añadida de que esa misteriosa fuente se ha mimetizado conmigo mismo. Al releer una página no puedo saber ya cuál es su verdadera procedencia.

Pero lo que más lamento es que el concentrado núcleo de personas que, en algún momento, me han dado su aliento para no recoger velas ha podido seguir las huellas de una autoría impropia. A ellas quiero transmitir mi más viva gratitud, objetivo principal de esta entrada conmemorativa de la referida efeméride. Para no comprometerlas en modo alguno, omitiré aquí sus nombres, aun cuando el poder cibernético controle sus rastros digitales. 

17 de julio de 2018

El precio de los medicamentos, entre el coste y el valor

¿Cuál es el precio adecuado de un producto? Para muchas personas, esta puede ser una pregunta trivial, pero su respuesta se demoró durante décadas a lo largo de la historia del pensamiento económico. Realmente podríamos afirmar que el precio es en sí mismo un concepto incompleto, toda vez que necesita estar asociado a una transacción concreta y, a menos que venga impuesto por una disposición administrativa, precisa para su determinación del juego de la oferta y la demanda. En un mercado libre, el precio al que un productor está dispuesto a vender sucesivas unidades de un bien depende de los costes de producción; a su vez, el precio que un demandante aceptaría pagar por cada unidad de dicho bien dependerá del beneficio o la utilidad que le reporte. Evidentemente, las condiciones de oferta y demanda varían según la naturaleza y las características de los bienes. En el caso de los medicamentos apropiados para combatir enfermedades graves concurren una serie de singularidades.

Aun cuando cualquier persona esté inclinada a rechazar que el precio pueda ser un obstáculo para que un enfermo acceda a un tratamiento apropiado, los altos precios de los fármacos más avanzados han sido considerados tradicionalmente como una especie de “mal necesario”. Una sociedad que desee obtener nuevos remedios para combatir las enfermedades debe permitir a los productores recuperar los costes de investigación y desarrollo. Sin unas expectativas de retribución adecuada, se argumenta, el capital se retraerá, con lo que, en la práctica, se contraerá la inversión y, en última instancia, será menor la oferta de medicamentos de los que depende la salud y el bienestar. Podría ser, valga la expresión fácil, peor el remedio que la enfermedad.

Ahora bien, incluso quienes defienden esa línea argumental cuestionan abiertamente, como hacía el diario Financial Times, que los precios de las nuevas medicinas puedan situarse en cualquier nivel, en particular cuando los oferentes aprovechan su posición de monopolio para imponer cargas desmesuradas. Por otro lado, es lógico que, como en todo proceso de producción, se tengan en cuenta las condiciones financieras y el coste de los recursos de capital, pero eso es una cosa y otra distinta dar paso a una “financiarización” desconectada de la economía real y de las necesidades sociales. El concepto de “toxicidad financiera” se ha incorporado al cuadro patológico. Como ha señalado Andrew Jack, el acceso a los nuevos tratamientos tiende a mejorar la salud de algunos pacientes, pero los elevados costes están causando dicha toxicidad, que tiene implicaciones directas y a largo plazo para su renta y para su salud.

Ha llegado a afirmarse que vivimos en el “mejor momento de la historia para contraer cáncer”, pero la contrapartida es la ruina económica. Según dicen los expertos, hoy día se dispone de tratamientos muy eficaces para combatir enfermedades letales, pero los precios prohibitivos actúan como una barrera infranqueable para una gran mayoría de personas afectadas. Un movimiento de rebelión contra las políticas de precios, encabezado por colectivos de médicos, se ha desencadenado en diversos países, particularmente en Estados Unidos.
Respecto a algunos fármacos se ha quebrado el esquema de determinación de los precios que había funcionado relativamente bien anteriormente. Los costes de investigación de las compañías farmacéuticas se veían recompensados por la protección de las patentes, al tiempo que se desataba una fuerte competencia que tendía a reducir los precios. Este modelo no sirve para los fármacos de nueva generación, diseñados “a medida”, que no se prestan a réplicas más baratas. Tanto es así que, como ha expuesto John Gapper, los precios, una vez que un medicamento es autorizado, en lugar de caer, suben. En 2016, la autoridad británica de competencia y mercados denunció a una compañía farmacéutica por haber subido súbitamente el precio de unas píldoras de 2,83 a 67,50 libras, esto es, casi un 2.300%. Recientemente, un tribunal de apelaciones ha dictaminado a favor de la firma sancionada por considerar que el organismo público no aplicó correctamente el test para determinar que el precio era injusto.

Hace algún tiempo, algunas multinacionales farmacéuticas cifraban en unos 2.600 millones de dólares el coste de desarrollar un nuevo medicamento. Se trata, ciertamente, de una cantidad abrumadora, que ha sido cuestionada por The Economist, que apunta que los modelos más recientes (basados en la compra de empresas y en la externalización de las primeras fases de la investigación farmacológica) permiten sustanciales ganancias de eficiencia, también favorecidas por los estudios del genoma humano. Por su parte, la organización Médicos sin Frontera da una cifra mucho más reducida, entre 50 y 190 millones de dólares.

The Economist señalaba que para asegurar que los beneficios de la mayor eficiencia de la investigación se trasladen plenamente a los sistemas nacionales de salud y a las aseguradoras se requerirían grandes cambios, como la supresión del sistema de patentes y la búsqueda de otras vías para promover la investigación básica.

A partir del “open-source pharmaceuticals movement” se está experimentando con el otorgamiento de premios como estímulo para trabajar en nuevos enfoques de tratamientos; una vez concluidas las fases de investigación y de prueba, los resultados serían libres. También se ha planteado conceder incentivos a las empresas que sean capaces de situar nuevos productos en el punto de viabilidad. Otra línea es la de importar réplicas baratas de remedios no patentados producidos en otros países.

Pero lo anterior no impide que los oferentes muestren también sus quejas, como cuando señalan que los gestores de las prestaciones farmacéuticas logran grandes descuentos que retienen para sí sin trasladarlos a los pacientes. La insatisfacción con los precios de los medicamentos no tiene fronteras. Ya Hillary Clinton había abogado por acabar con ese terrible “sacadero de ojos”, y Donald Trump se ha significado como uno de los adalidades del movimiento, tras acusar a las corporaciones farmacéuticas de “realizar crímenes impunemente”, y a los países extranjeros, de aprovecharse de la investigación estadounidense. Para manejarse en materia de precios de fármacos hacen falta, entre otros, ingredientes de economía, finanzas, psicología, sociología y política.
(Artículo publicado en el diario "Sur")

14 de julio de 2018

La sabiduría de las finanzas según Mihir Desai


Los lectores de novelas decimonónicas, ya sean románticas o costumbristas, conocen bien la inclinación de los autores, particularmente de los ingleses, a aderezar su relatos ilustrando las situaciones y las decisiones de sus personajes en términos de rentas económicas. Seguramente no eran conscientes de la relevancia que esa información económica tendría, siglos después, para valorar el entorno económico de la época, las condiciones de vida de la población y las desigualdades de renta y riqueza existentes en aquel entonces. El protagonismo que dichas fuentes tienen en una obra tan influyente como “El capital en el siglo veintiuno”, de Thomas Piketty, alcanza extremos insospechados, llegando a erigirse en una referencia crucial en la fundamentación de la línea argumental sobre la evolución de las desigualdades económicas.

Literatura al auxilio de la investigación económica, con efectos retardados. También la literatura desempeña un papel fundamental en “The wisdom of finance”, aunque de una manera un tanto diferente. En esta obra de Mihir Desai los episodios literarios constituyen la materia prima, mezclada con ingredientes tomados directamente de experiencias de la vida de las personas y de las empresas. Lo que sucede en las novelas y en las vivencias personales no es algo accesorio para el tratamiento de las finanzas, sino más bien manifestaciones de las propias finanzas. Y ahí radica la tesis que se defiende en este libro. Las finanzas no son un engendro esotérico que se proyecta para dominar las vidas de las personas, sino un elemento intrínseco a éstas, que interviene a través de múltiples dimensiones.

El propósito del autor es “humanizar” las finanzas tendiendo puentes sobre la división que las separa de la literatura, la historia, la filosofía, la música, el cine y la religión. De todos estos ámbitos se ofrecen referencias y se toman ejemplos para ilustrar la exposición de los conceptos fundamentales del campo de las finanzas. En palabras del autor, el libro muestra cómo las humanidades pueden iluminar las ideas centrales de las finanzas, pero también cómo las ideas de las finanzas aportan una perspectiva sorprendente sobre aspectos comunes de la humanidad. Este prestigioso profesor de finanzas de la Harvard Business School y de la Harvard Law School sostiene que muchos practicantes de las finanzas aprendieron la disciplina de una forma mecanicista que les ha llevado a una frágil comprensión de las ideas fundamentales.

Mihir Desai pretende romper los prejuicios -juicios más que fundados, en algunos casos, habría que matizar- contra las finanzas. Aproximarse a éstas a través del prisma de las humanidades ayudará, según él, a recuperar el componente humanístico. Parte de subrayar que aunque existe un rechazo común de los mercados y las finanzas, llevarlo a la práctica con todas sus consecuencias resultaría problemático y contraproducente.

Ocho capítulos, complementados con un epílogo y precedidos por una introducción y una nota del autor, integran la obra. En ellos se repasan las principales facetas de las finanzas y los problemas sociales que pueden ser abordados y superados gracias a los instrumentos que dicha teoría proporciona.

La historia de las finanzas no podría haberse escrito sin la existencia de una rémora que inexorablemente, como una especie de tara indeleble por algún posible “pecado original”, acompaña al ser humano en su deambular por el planeta. Vivimos, para lo malo y también para lo bueno, en un mundo plagado de incertidumbre, bajo el dominio implacable del riesgo. Las finanzas no son, así, un enemigo de la humanidad sino un aliado potencialmente benévolo, aunque también repleto de peligros, para ayudarnos a afrontar y sobrellevar las situaciones de riesgo. Como apunta Desai, las finanzas son, en última instancia, una serie de instrumentos para comprender cómo abordar un mundo incierto, lleno de riesgo.

La utilización de las finanzas se remonta a la noche de los tiempos de la civilizaciones milenarias, pero uno de los planteamientos esenciales, en su reconocimiento explícito, es mucho más reciente y se concreta en la figura de un controvertido y visionario personaje, elegido para echar a andar “la rueda de la fortuna”, que da título al primer capítulo. Y, para mostrar su cartas desde el inicio, hace una incursión impactante en “El halcón maltés”, con un rescate para la doctrina financiera de dos de sus personajes.  Dashiell Hammett no fue solo un maestro de la novela negra, sino que, merced a la exégesis de Desai, proyecta un halo de misterio sobre sus verdaderas pretensiones al incluir tan relevantes dimensiones conectadas con el campo financiero. No sabemos con certeza si Pierce, el personaje de Hammett, es ciertamente el trasunto de Charles Sanders Peirce, que con su visión del mundo aportó una fundamentación clara de los seguros y las finanzas: “la aleatoriedad está presente en todas partes, pero es predecible de forma agregada”. Desai incorpora una serie de ejemplos históricos, como los títulos públicos franceses que conferían el derecho a que las personas, cualquiera que fuera su edad, percibiesen la misma anualidad de renta. Aunque, a decir verdad, da la impresión, al hilo del debate sobre la sostenibilidad de los sistemas de pensiones y el cómputo del valor estimado de las obligaciones contraídas, de que tampoco hoy están totalmente asumidos algunos fundamentos actuariales.

Puede que resulte inaceptable para muchas personas, que ven en las relaciones humanas, especialmente en las de carácter afectivo, valores e intangibles que no se prestan a la más mínima consideración crematística, pero hay decisiones -como de forma tan patente describen las novelas de Jane Austen- que se ven condicionadas, cuando no determinadas, por factores económicos. Mihir Desai nos presenta como un problema de gestión del riesgo el posicionamiento de las mujeres en el mercado del matrimonio. Y nos habla de dos instrumentos disponibles para su tratamiento, las opciones y la diversificación. “Después de todo –afirma uno de los personajes literarios citados-, un marido es como una cosa o un caballo, a efectos de las elecciones a llevar a cabo”. Muchas decisiones de la vida real, sin estar sustentadas en modelos explícitos de finanzas, se basan en la utilización de instrumentos típicos de este campo del conocimiento. En el libro encontramos numerosos ejemplos, algunos de ellos verdaderamente deliciosos.

La creación de valor es otro de los focos de atención y, para ilustrarla, se recurre a una parábola que encierra algunas intenciones divinas inescrutables, la de los talentos. El autor hace hincapié en el enfoque de las finanzas, al que únicamente le interesa el futuro, frente al de la contabilidad, que prima lo ya acontecido.

Ya en el capítulo reservado a la producción, el problema del principal-agente adquiere todo su protagonismo como escollo central del capitalismo moderno. El espacio del gobierno corporativo emerge así con toda su intensidad. El difícil engranaje de los intereses de los propietarios, gestores y stakeholders hace que no sea factible encontrar un modelo universal válido para todo tipo de situaciones. La historia empresarial acumula una multitud de casos conflictivos; las portadas de los periódicos permiten constatar que no se trata de algo del pasado y que, por el contrario, incorpora cada día nuevos vectores. El fondo del problema del capitalismo moderno, asevera Desai, es que es un sistema complicado.

Para certificar que no hay romance sin finanzas, el autor dedica un capítulo con este título. Aun asumiendo el sentido comunicativo del mensaje, nos resistimos lógicamente a aceptar ese dictado implacable. Hay muchos casos en los que se quiebra esa directriz; una sola excepción serviría -como en cualquier otro supuesto- no para confirmar, sino para refutar esa regla. Pero, dejando al margen esta digresión, por lo demás bastante fútil a tenor de las tendencias prevalecientes, la conexión de las decisiones matrimoniales y las finanzas ha dejado muchos rastros. La creación en Florencia, en el año 1425, de un monte para dotes matrimoniales es una prueba palpable. Mutatis mutandi, los “matrimonios empresariales” pueden ser abordados a partir de una metodología similar.

Asimismo, el recurso al endeudamiento como forma de abordar proyectos que, de otra forma, no serían factibles, es objeto de consideración en uno de los capítulos, ya el sexto. La fijación del nivel apropiado del “apalancamiento” atrae gran parte de la atención. La orientación de la vida de las personas, hacia sí mismas o hacia el exterior, aporta al lector importantes elementos de reflexión con vistas a sus propios planteamientos vitales.

Igualmente aleccionador resulta el relato del tratamiento que los deudores morosos han tenido a lo largo de la historia y cómo, en un momento dado, la insolvencia, que antes conllevaba duras o incluso extremas penas, ve habilitado un camino para una segunda oportunidad.

Por qué todo el mundo odia las finanzas, se pregunta Desai en el octavo y último capítulo. En él reitera su planteamiento en el sentido de que las finanzas no son intrínsecamente malas, aunque reconoce que, en su aplicación práctica, llegan a alimentar el ego y la ambición personales de una manera inusualmente poderosa. Acabar con la guerra existente dentro de las distintas parcelas del conocimiento y la cultura es la recomendación que traslada el autor de la obra comentada, que nos invita a descubrir la humanidad en el mundo del riesgo y la rentabilidad.

Gillian Tett, en la reseña de la obra publicada en el diario Financial Times (17 de julio de 2017), reconocía que la primera vez que vio el título del libro (“La sabiduría de las finanzas”) bromeó consigo misma conjeturando que se trataba de un oxímoron. A tenor de algunos comportamientos observados, incluso entre los más acreditados especialistas, esa opinión no constituye ninguna exageración, pero no implica que pueda predicarse que el mundo de las finanzas sea intrínsecamente la antítesis de la sabiduría. Quizás habría que añadir algún matiz al título del libro: “La sabiduría de las finanzas (siempre que prevalezcan la cordura, el sentido común y la ética)”.

12 de julio de 2018

Elecciones primarias: ¿cuál es la mejor fórmula?

Actualmente, el Partido Popular (PP) está inmerso en el proceso de elección de su presidente nacional. Dicho proceso, al margen del interés para esta organización y para la configuración política en España, lo tiene también desde la perspectiva de la teoría de la elección colectiva, uno de los temas más apasionantes dentro de la Economía del Sector Público.

Por vez primera, el mencionado partido político ha recurrido a un método electoral que encaja dentro del concepto de elecciones primarias. La Real Academia Española define éstas como aquellas “elecciones que se hacen para designar a un candidato a unas futuras elecciones”. La definición no es demasiado restrictiva, ya que no se especifica ningún requisito especial respecto a la forma de llevar a cabo tales elecciones. En la medida en que se ha diseñado un esquema para elegir al referido cargo, y dando por hecho que quien resulte electo concurrirá como candidato central a unos futuros comicios, tal esquema, aún en curso, responde al perfil de unas elecciones primarias, aunque, en la práctica, con derivaciones secundarias.

El procedimiento en cuestión está descrito en el “Reglamento para el XIX Congreso Nacional Extraordinario del Partido Popular” (disponible a través de Internet), concretamente en su artículo 11º. En éste se prevé que los afiliados tienen derecho a elegir al presidente “por sufragio universal libre, igual y secreto”, si bien según una serie de reglas que se especifican y que restringen considerablemente el alcance del “sufragio universal”, de entrada limitado a los afiliados que se registren a tal efecto.

El sistema establecido consiste en una mezcla de democracia directa y de democracia representativa. Cada afiliado registrado tiene derecho a votar separadamente a los compromisarios para participar en el congreso y a uno de los precandidatos a la presidencia.

El sistema se decanta primariamente por la democracia directa, pero pone muy alto el listón para que su resultado prevalezca de manera definitiva. Así, para que un precandidato sea proclamado como candidato único a la presidencia del partido son necesarias tres condiciones muy exigentes, la primera de ellas bastante lógica: i) obtener más del 50% del total de los votos válidos emitidos por los afiliados; ii) lograr una diferencia igual o superior a 15 puntos sobre el resto de precandidatos; y iii) ser el más votado en la mitad de las circunscripciones (60 en total).

De no cumplirse tales condiciones, como de hecho ha sucedido en la elección ya celebrada, la designación del presidente nacional, entre los dos precandidatos más votados en primera instancia, se hace recaer en los compromisarios.

Pueden formularse diversas observaciones en relación con el sistema descrito: a) otorga una oportunidad de decisión plena al voto directo de los militantes, pero se eleva la exigencia de la obtención de la mayoría absoluta; b) de no alcanzarse tales cotas, en lugar de recurrirse a una segunda vuelta o al sistema de voto ordinal, referido en una entrada de este blog del mes pasado, la elección se transforma en representativa, al corresponder a los compromisarios; c) no obstante, el abanico de la elección queda acotado en los dos precandidatos con mayor número de votos directos; d) mientras que, en un sistema de voto ordinal, los votos de las minorías se incorporan en la segunda y sucesivas rondas, en el caso analizado entran en juego indirectamente a través de los compromisarios.

Desde fuera y desde dentro de la organización política aquí considerada, se han oído voces que abogaban por que se mantuviera la coherencia con el criterio hasta ahora esgrimido por la misma en el sentido de que se permitiera gobernar al líder de la “lista más votada”. Sin pretender entrar en ningún tipo de valoraciones, es evidente que las reglas expuestas se apartan expresamente de esa línea en caso de que no se alcancen las condiciones de la primera fase. Además, cabe pensar que no resulta mimético el comportamiento de los compromisarios con el de los partidos políticos que, en elecciones públicas, consiguen representación.

En cualquier caso, un sistema “bietápico” como el instaurado por el PP (de “Primarias Primerizas”) puede compararse desde un punto de vista “técnico” con otros sistemas. Frente a un sistema puramente representativo, proporciona un mayor protagonismo potencial a los electores de base y acota las preferencias de éstos en las dos opciones más votadas. En cambio, resulta inferior respecto al sistema de voto ordinal o al de segunda vuelta, los cuales permiten “reciclar”, de distinta forma, los votos directos no mayoritarios.

No vamos a introducir aquí el famoso teorema de la imposibilidad de Arrow, que postula que, en un régimen democrático, no puede haber ningún sistema de votación que refleje lo que la sociedad prefiere verdaderamente. Todas las elecciones democráticas son defectuosas. Ahora bien, eso no debe ser impedimento para tratar de atenuar las deficiencias y, para ello, es oportuno buscar los sistemas de votación que mejor garanticen el reflejo de las preferencias de los votantes. Así, en un sistema de elección de compromisarios resultaría bastante clarificador que cada candidato a compromisario exhibiera su lista de presidenciables y que, en las elecciones generales, autonómicas o municipales, los partidos contendientes mostraran el círculo de sus aliados potenciales. Siempre es bueno saber de antemano el perímetro de la cesión de una representación.

7 de julio de 2018

De impuestos, gastos y principios hacendísticos

Los principios han desempeñado tradicionalmente un importante papel en el desarrollo histórico de las doctrinas económicas. Los principios forman parte de la Economía normativa, ámbito diferenciado de la Economía positiva. Es ésta una ocurrente y útil diferenciación que, bien administrada, permite aplicar el método científico a una ciencia social centrada en un campo tan problemático para su estudio como ocurre en el caso de la ciencia económica. La delimitación de tales áreas posibilita identificar los juicios de valor de los que se parte y aplicar un análisis económico técnico sin necesidad de compartir las premisas y las prioridades valorativas. Una vez que se establezcan unos fines, es responsabilidad del economista buscar las pautas de actuación más adecuadas para alcanzarlos. En esa fase, los puntos de vista subjetivos, al menos teóricamente, no deberían condicionar las soluciones propuestas.

Especial relevancia tienen los principios en el terreno de la hacienda pública o, lo que es lo mismo, de la actividad presupuestaria del sector público, que abarca los ingresos y los gastos públicos. Los fines que se atribuyan al sector público en una sociedad pueden ser diversos y matizables. Sobre su alcance y concreción es plenamente legítimo disentir. No existe un patrón único de aplicación estándar en todos los lugares del mundo. Ahora bien, una vez que se defina el marco general de actuación, es misión de la teoría de la Hacienda Pública proporcionar unas pautas o unas directrices para el diseño y la implementación de los distintos programas de ingresos y gastos públicos. Ése es justamente el papel de los principios de la imposición y del gasto público, ofrecer una guía para la consecución de las metas y objetivos encomendados al sector público a través de la utilización de ingresos y gastos.

Desde mis años de estudiante en la Facultad de Económicas de Málaga y, especialmente, desde que, a principios de los años ochenta, comencé a impartir clases de teoría de la imposición, he sido una especie de coleccionista de principios hacendísticos. Tal vez el estudio de la magna obra de Fritz Neumark, con su impresionante despliegue de preceptos, marcó mi trayectoria en este apartado. Con el paso del tiempo, he llegado a plantearme si realmente merecía la pena incidir en una clasificación tan amplia y, pese a todo, no exhaustiva, máxime cuando la tendencia de los modernos manuales y de los recientes informes de reforma fiscal es ir hacia una simplificación extrema. Se trata, quizás, de retomar el pragmatismo de Adam Smith, quien, en “La riqueza de las naciones”, se limitaba a exponer sus famosas cuatro máximas de la imposición. Pocas y escuetas, pero no por ello, en algunos de los casos, muy clarificadoras.

Entre los principios esgrimidos por Neumark, cuya consideración sigo reivindicando, figuran los presupuestario-fiscales, a saber, el de suficiencia y el de capacidad de adaptación. El primero hace referencia a la cobertura duradera de los gastos públicos por los impuestos, ayudados por otros ingresos no financieros; el segundo, a la capacidad de adaptación del sistema impositivo para hacer frente a nuevas necesidades de gasto público.

Al llegar a este punto, suelo decir a los alumnos que, en puridad, cualquier reforma fiscal, parcial o integral, debería comenzar por el lado del gasto público. Así, si hay nuevas necesidades de gasto público, cabría preguntarse si hay otras necesidades que hayan podido decaer y, en cualquier caso, si el gasto público se está administrando bajo estrictos criterios de economía, eficiencia y eficacia. Es decir, si no es posible mantener las mismas actuaciones con un menor gasto. Si se efectúa dicho test y no existe margen alguno en la vertiente del gasto, ciertamente no habría más remedio que acudir a las medidas impositivas.

En fin, todo este preámbulo no viene a cuento sino para contextualizar un aserto encontrado en un artículo publicado en el diario Financial Times en febrero de 2013, firmado por Guy Dinmore y Giulia Segreti. La frase en cuestión rezaba en estos términos: “Even idiots are able to invent new taxes; only one who is intelligent knows how to reduce expenditures”.

Tengo por costumbre enjuiciar las manifestaciones que conciernen a aspectos económicos en sí mismas, procurando no dejarme influenciar por las connotaciones de la persona de la que procedan. En coherencia, dejo al hipotético lector que dilucide, según su propia experiencia, si esta locución es una mera boutade, una simple percepción subjetiva más o menos sesgada, un precepto que podría optar a incorporarse al catálogo de los principios presupuestarios o la expresión de unas conclusiones derivadas de la evidencia empírica. O, naturalmente, nada de lo anterior. Of course, free to choose.

Un atributo sí que es indiscutible. Su enunciado, aunque breve, abarca las dos vertientes, la del impuesto y la del gasto público. Y, en cualquier caso, el adagio ofrece una sugerente oportunidad para el debate fiscal. Lo de menos es que lo pronunciara Silvio Berlusconi.

4 de julio de 2018

Renta básica universal vs. empleo básico universal

Una de las pocas consecuencias positivas de la Gran Recesión, acarreada por la crisis financiera internacional de 2007/08, ha sido el proceso de revisión de los fundamentos de la ciencia económica, que ha propiciado la incorporación de novedosas perspectivas que contribuyen a su revitalización. También, al hilo de ese proceso, han irrumpido en escena nuevas propuestas para abordar la solución de problemas económicos que aquejan a la sociedad. Hasta no hace mucho, algunos de tales planteamientos se consideraban inconcebibles o utópicos. Ya no es necesariamente así.

Ciertas iniciativas en particular han cobrado un especial protagonismo, como es el caso de la denominada renta básica universal, que, a pesar de su actualidad, responde a una idea bastante antigua y, lo que es más sorprendente, su paternidad, aunque no en exclusiva, puede atribuirse a un significado defensor del sistema capitalista de mercado, el economista estadounidense Milton Friedman. Su propuesta de impuesto negativo sobre la renta encaja perfectamente con la idea de la renta básica universal.

En verdad, no puede decirse que la denominación de “impuesto negativo sobre la renta” sea muy afortunada, ya que se trata de un impuesto sobre la renta combinado con una transferencia universal incondicionada, que da lugar a que quien no obtenga renta o lo haga en una cuantía menor reciba un subsidio del Estado. Con relación a los principales aspectos de la renta básica, me remito a un artículo que escribí hace varios años (“La renta básica universal: una cuestión de matemáticas”, diario Sur, 6-4-2015). 

De una forma u otra, el rasgo esencial de la renta básica universal es que cualquier persona (a partir de la edad que se determine) tiene derecho a percibir un ingreso con cargo al presupuesto público, sin ningún tipo de obligación. Cada individuo sería completamente libre para disfrutar de ocio, trabajar según las oportunidades que encuentre en el mercado laboral, o bien realizar actividades de voluntariado social.

Frente a esta posibilidad, una opción que se viene planteando recientemente, singularmente ante un panorama de desaparición de ocupaciones tradicionales por la utilización de robots, es la del ofrecimiento por el sector público de un puesto de trabajo garantizado con una remuneración digna.

Ambas alternativas cuentan con destacados partidarios y se ha suscitado una controversia acerca de cuál es la más idónea. La renta básica, partiendo de que fuera suficiente para proporcionar unos estándares de vida aceptables, permitiría que cada individuo asignara libremente su dotación de tiempo. No obstante, algunos analistas apuntan que muchas personas prefieren percibir una remuneración económica como compensación de una contribución establecida, tener su tiempo ocupado e involucrarse en un ambiente de trabajo. Otras, en cambio, subrayan algunos inconvenientes asociados al trabajo, como los desplazamientos, el sometimiento a una disciplina o la penosidad de la actividad.

La idea del empleo garantizado ha aparecido recientemente en el debate económico, pero encuentra también antiguas raíces en los programas de empleo público, concebidos como una fórmula de creación directa de empleo por el sector público. Dichos programas se basan en la premisa de que, para hacer frente al problema del desempleo de colectivos desfavorecidos o al del paro cíclico en fases recesivas, es preferible ofrecer oportunidades de empleo llevando a cabo proyectos de interés social.

Un mismo problema, dos enfoques distintos: otorgamiento de un derecho pleno a la obtención de una renta, sin ningún condicionante, frente a la posibilidad del ejercicio de un derecho a la percepción de un ingreso vinculado a la realización de una contribución social. Derecho absoluto frente a garantía con contenido obligacional.

Quizás lo ideal sería que las dos opciones fuesen superfluas en la medida en que cualquier persona pudiese alcanzar, de manera autónoma, ingresos superiores. Apoyar a quien no pueda lograrlo es una línea ligada al progreso. Las dos fórmulas enunciadas son diferentes, pero comparten un rasgo común: el garante es el Estado, pero la eficacia de su garantía depende del esfuerzo productivo de cada miembro de la colectividad. Ni la renta ni el empleo garantizados son, hoy por hoy, un maná.

1 de julio de 2018

La doctrina económica vaticana: ¿cuál es el idioma original?

… “Está en juego el verdadero bienestar de la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, que corren el riesgo de verse confinados cada vez más a los márgenes… mientras algunas minorías explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría”…

“Es asimismo evidente que la libertad de la que gozan, hoy en día, los agentes económicos… tiende a generar centros de supremacía y a inclinarse hacia formas de oligarquía”…

“La industria financiera, debido a su omnipresencia y a su inevitable capacidad de condicionar -y en cierto sentido- de dominar la economía real, es un lugar donde los egoísmos y los abusos tienen un potencial sin igual para causar daño a la comunidad”…

“Lo que había sido tristemente vaticinado hace más de un siglo, por desgracia, ahora se ha hecho realidad: el rendimiento del capital asecha de cerca y amenaza con suplantar la renta del trabajo, confinado a menudo al margen de los principales intereses del sistema económico”.

Podríamos seguir transcribiendo párrafos tan trascendentes y jugosos como los anteriores, que proceden todos ellos de un mismo documento. ¿De dónde pueden proceder? ¿Tal vez de alguna organización política de corte radical, de alguna formación anticapitalista, de un manifiesto de economistas críticos…?

No es así; el documento de procedencia corresponde a un texto difundido recientemente por el Vaticano (“Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero”, Bollettino, Sala Stampa Della Santa Sede, 17-5-2018).

El contenido del informe, sin duda inspirado en la doctrina económica del Sumo Pontífice, que tuvimos ocasión de analizar hace algún tiempo (“La doctrina económica del Papa Francisco, diario Sur, 5-3-2014), es de sumo interés. Las apreciaciones que se efectúan trascienden múltiples campos que van desde la economía y las finanzas hasta la ética, pasando por la fiscalidad y la regulación, entre otras facetas, sin olvidar la política. En todas ellas se abordan cuestiones de actualidad y de gran proyección en sus pretensiones, lo que merece un análisis en profundidad.

No es ese el propósito de estas líneas, sino abordar una cuestión primaria. ¿Cuál es el idioma del pensamiento original? ¿En qué lengua está escrito el texto base? ¿Pueden las traducciones a otras lenguas introducir algunos matices que se desvíen del sentido de las palabras primigenias? Ya se sabe que ese efecto ha sido profusamente analizado en relación con los antiguos testimonios sagrados, máxime cuando procedían, en primera instancia, de la palabra hablada.

Hoy día, no cabe pensar que la conversión idiomática pueda alcanzar un gran relieve -se dice que incluso los traductores automáticos han progresado mucho-, pero, seguramente, la lente de expertos filólogos podría revelar algunos márgenes interpretativos. Sin contar con ese bagaje competencial ni con suficiente tiempo de dedicación, simplemente cabe apuntar el riesgo moderado inherente a ese proceso de conversión.

No obstante, manejando únicamente las versiones española e inglesa del informe citado, no dejan de surgir algunos detalles menores. Así, cabe preguntarse qué interpretación puede hacer un lector hispano no especialista en materias fiscales de la siguiente frase (parágrafo 30): “…cabe señalar que, si bien la razón formal para legitimar la presencia de sedes offshore es la de evitar que los inversores institucionales sufran una doble tasación, primero en su país de residencia y luego en el país en el que están domiciliados los fondos”. No se trata, ciertamente, de evitar una doble “tasación” o valoración de activos, sino de una doble “tributación”, como se desprende claramente de la versión inglesa (“…not to be subjected to a double taxation”).

Asimismo, hay que disponer de dotes interpretativas para asimilar a la primera el dictado de que, a la hora de la valoración del bienestar (parágrafo 11), “resulta ejemplar la importancia de parámetros que humanicen, de formas culturales y mentalidades en las que la gratuidad -es decir, el descubrimiento y el ejercicio de lo verdadero y lo justo como bienes intrínsecos- se convierta en la norma de medida”. Si nos acercamos de nuevo a la versión inglesa, podríamos traducir la frase en el sentido de que “la presencia de estándares humanistas y expresiones culturales que valoren el altruismo resulta ser útil y emblemática en este apartado. Así, el descubrimiento y la implementación de la verdad y lo justo como bienes en sí mismos, se convierten en las normas para la evaluación”.

Más llamativa es la definición del ahorro (parágrafo 22), “especialmente el familiar… [como] un bien público que hay que tutelar y que trata siempre de excluir el riesgo”. He aquí, pues, que el ahorro familiar se cataloga nada menos que como un bien público, con todas las implicaciones que tal calificación conlleva, unido a la aseveración de que dicho ahorro tiene completa aversión por el riesgo. Al margen del carácter problemático inherente a la palabra “público”, cargada por el diablo para generar confusión en el conocimiento económico, la incursión en el texto inglés, aunque tampoco sea un prodigio de claridad, nos permite arrojar otra perspectiva. Más bien lo que constituye un bien colectivo o social, no público, es disponer de un marco adecuado de información donde los ahorradores puedan adoptar coherentemente sus decisiones financieras, a partir de un conocimiento de las condiciones y del riesgo de los distintos productos financieros.

Más adelante (parágrafo 24), descendiendo a la función crediticia, se habla del “mérito crediticio”, que “exige una actividad de selección atenta”, en tanto que “los bancos, para poder soportar adecuadamente los riesgos afrontados, deben disponer de convenientes dotaciones de activos”. Nada que objetar, salvo que en la versión inglesa se hace mención expresa de una “adecuada gestión de los activos”.

En fin, la dificultad de lograr una traducción exacta, además de los costes que conlleva, es una rémora insuperable que arrastramos a resultas del exceso de vanidad babilónica. La sensación de alguna duda es hasta cierto punto inevitable cuando no leemos, con pleno dominio lingüístico, el texto original. Las dudas tienden a acrecentarse cuando ignoramos el idioma en el que aquél está escrito y cuántas etapas se han cubierto hasta llegar a la versión que tenemos delante.

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