7 de julio de 2018

De impuestos, gastos y principios hacendísticos

Los principios han desempeñado tradicionalmente un importante papel en el desarrollo histórico de las doctrinas económicas. Los principios forman parte de la Economía normativa, ámbito diferenciado de la Economía positiva. Es ésta una ocurrente y útil diferenciación que, bien administrada, permite aplicar el método científico a una ciencia social centrada en un campo tan problemático para su estudio como ocurre en el caso de la ciencia económica. La delimitación de tales áreas posibilita identificar los juicios de valor de los que se parte y aplicar un análisis económico técnico sin necesidad de compartir las premisas y las prioridades valorativas. Una vez que se establezcan unos fines, es responsabilidad del economista buscar las pautas de actuación más adecuadas para alcanzarlos. En esa fase, los puntos de vista subjetivos, al menos teóricamente, no deberían condicionar las soluciones propuestas.

Especial relevancia tienen los principios en el terreno de la hacienda pública o, lo que es lo mismo, de la actividad presupuestaria del sector público, que abarca los ingresos y los gastos públicos. Los fines que se atribuyan al sector público en una sociedad pueden ser diversos y matizables. Sobre su alcance y concreción es plenamente legítimo disentir. No existe un patrón único de aplicación estándar en todos los lugares del mundo. Ahora bien, una vez que se defina el marco general de actuación, es misión de la teoría de la Hacienda Pública proporcionar unas pautas o unas directrices para el diseño y la implementación de los distintos programas de ingresos y gastos públicos. Ése es justamente el papel de los principios de la imposición y del gasto público, ofrecer una guía para la consecución de las metas y objetivos encomendados al sector público a través de la utilización de ingresos y gastos.

Desde mis años de estudiante en la Facultad de Económicas de Málaga y, especialmente, desde que, a principios de los años ochenta, comencé a impartir clases de teoría de la imposición, he sido una especie de coleccionista de principios hacendísticos. Tal vez el estudio de la magna obra de Fritz Neumark, con su impresionante despliegue de preceptos, marcó mi trayectoria en este apartado. Con el paso del tiempo, he llegado a plantearme si realmente merecía la pena incidir en una clasificación tan amplia y, pese a todo, no exhaustiva, máxime cuando la tendencia de los modernos manuales y de los recientes informes de reforma fiscal es ir hacia una simplificación extrema. Se trata, quizás, de retomar el pragmatismo de Adam Smith, quien, en “La riqueza de las naciones”, se limitaba a exponer sus famosas cuatro máximas de la imposición. Pocas y escuetas, pero no por ello, en algunos de los casos, muy clarificadoras.

Entre los principios esgrimidos por Neumark, cuya consideración sigo reivindicando, figuran los presupuestario-fiscales, a saber, el de suficiencia y el de capacidad de adaptación. El primero hace referencia a la cobertura duradera de los gastos públicos por los impuestos, ayudados por otros ingresos no financieros; el segundo, a la capacidad de adaptación del sistema impositivo para hacer frente a nuevas necesidades de gasto público.

Al llegar a este punto, suelo decir a los alumnos que, en puridad, cualquier reforma fiscal, parcial o integral, debería comenzar por el lado del gasto público. Así, si hay nuevas necesidades de gasto público, cabría preguntarse si hay otras necesidades que hayan podido decaer y, en cualquier caso, si el gasto público se está administrando bajo estrictos criterios de economía, eficiencia y eficacia. Es decir, si no es posible mantener las mismas actuaciones con un menor gasto. Si se efectúa dicho test y no existe margen alguno en la vertiente del gasto, ciertamente no habría más remedio que acudir a las medidas impositivas.

En fin, todo este preámbulo no viene a cuento sino para contextualizar un aserto encontrado en un artículo publicado en el diario Financial Times en febrero de 2013, firmado por Guy Dinmore y Giulia Segreti. La frase en cuestión rezaba en estos términos: “Even idiots are able to invent new taxes; only one who is intelligent knows how to reduce expenditures”.

Tengo por costumbre enjuiciar las manifestaciones que conciernen a aspectos económicos en sí mismas, procurando no dejarme influenciar por las connotaciones de la persona de la que procedan. En coherencia, dejo al hipotético lector que dilucide, según su propia experiencia, si esta locución es una mera boutade, una simple percepción subjetiva más o menos sesgada, un precepto que podría optar a incorporarse al catálogo de los principios presupuestarios o la expresión de unas conclusiones derivadas de la evidencia empírica. O, naturalmente, nada de lo anterior. Of course, free to choose.

Un atributo sí que es indiscutible. Su enunciado, aunque breve, abarca las dos vertientes, la del impuesto y la del gasto público. Y, en cualquier caso, el adagio ofrece una sugerente oportunidad para el debate fiscal. Lo de menos es que lo pronunciara Silvio Berlusconi.

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