31 de mayo de 2022

La política económica ante la amenaza de la estanflación

 

Más allá de su puesta en escena, las reuniones del Foro Económico Mundial, celebradas en la localidad suiza de Davos, acogen intervenciones de gran interés. Algunos de los intervinientes en tan distinguido foro están ubicados en una privilegiada atalaya desde donde se vislumbra bastante bien, según parece, cuanto acontece en el mundo de los mortales. Ya sea desde Davos o desde su residencia londinense, las aportaciones de Martin Wolf, comentarista económico jefe del Financial Times, pertenecen a esa señalada categoría.

A raíz de la reciente cumbre de Davos, desplazada en esta ocasión de estación, Wolf ha realizado un análisis de la situación económica tan ilustrativo como inquietante. A pesar de su tradicional orientación intervencionista de corte keynesiano, desde hace algún tiempo viene mostrando sus temores por el afianzamiento de las tendencias inflacionistas[1]. En esta ocasión, su preocupación se extiende a la posibilidad de que nos adentremos en una fase de la temida estanflación[2].

Para Wolf, la pregunta de si va a haber una recesión en las economías avanzadas no es la oportuna, sino que lo es la siguiente: ¿Vamos a entrar en una nueva era de mayor inflación y débil crecimiento, similar a la estanflación de los años 70? Si es así, ¿qué podría significar?

De entrada, señala la existencia de similitudes entre ambas experiencias, marcadas por el carácter sorpresivo del repunte inflacionario y la incidencia de un conflicto bélico. Ahora, como en los años 70, el alza de la inflación se achaca a las perturbaciones por el lado de la oferta causadas por acontecimientos inesperados. Pero el exceso de demanda -continúa argumentando- causa que las perturbaciones de oferta se traduzcan en una inflación sostenida, ya que los individuos tratan de mantener sus rentas reales, y los bancos centrales buscan sostener la demanda real. Esto lleva a la estanflación, puesto que los agentes económicos pierden su fe en una inflación baja y estable, y los bancos centrales carecen de la determinación para restaurarla.

Actualmente, los mercados no esperan ese resultado, y las expectativas se mantienen en niveles moderados. Es también la tesis que mantiene el BCE. Lo que es más dudoso es que, a tenor de una tasa de inflación cercana a los dos dígitos, y una tasa de inflación subyacente disparada prácticamente al 5%, como es el caso de España, esa situación pueda prolongarse mucho.

De forma pedagógica, Wolf recuerda que el crecimiento de la demanda nacional nominal, aritméticamente, es el producto del aumento en la demanda de bienes reales y servicios por el aumento en sus precios. Si la demanda nominal aumenta mucho más rápidamente que su producción real, la inflación es inevitable. Con unos tipos de interés en niveles muy reducidos, no cabe esperar, especialmente en el caso estadounidense, que se modere el crecimiento de la demanda nominal.

Wolf no duda en señalar que “la combinación de las políticas fiscales y monetarias implementadas en 2020 y 2021 encendió un fuego inflacionario. La creencia de que estas llamas se extinguirán con un modesto movimiento en los tipos de interés y ningún aumento en el desempleo es demasiado optimista”.

Finaliza su análisis con una reflexión sobre las actuaciones de política económica necesarias: “Si algo nos enseñaron los años 70, es que el momento para estrangular un repunte inflacionario es en sus comienzos, cuando las expectativas están aún en el lado de los responsables de la política económica”.





[2] “The Fed must act now to ward off the threat of stagflation”, Financial Times, mayo 2022.

29 de mayo de 2022

¿Grupos de interés o partes implicadas?

 

En un artículo anterior publicado en este blog sobre el auge del stakeholderism[1], se señalaba que era preferible dejar para otro momento tratar de buscar una adecuada traducción al nuevo vocablo, y se señalaba que el término “stakeholder” se seguía imponiendo, en la práctica, al de “grupo de interés”, y ya con evidentes solapamientos con el de “shareholder”.

Estrictamente, el término inglés “stakeholder” hace referencia a alguien que ha tomado una posición en algún proyecto, inversión o entidad. Tradicionalmente, se ha venido identificando con la noción de “grupo de interés” o “parte interesada”, a pesar de que la primera se refiere a una pluralidad de individuos y la segunda, no necesariamente, ya que podría tratarse de uno concreto. Por “parte interesada” se interpretaba usualmente una o más de una persona cuyos intereses están vinculados a la marcha o a la actuación de un proyecto, inversión o entidad, aun sin tener la categoría de propietarias. Por otro lado, el término “shareholder” se reservaba para aludir a personas que poseen algún título de propiedad en la entidad de referencia, si bien, recientemente, se constata una tendencia para englobar también a los propietarios dentro de los “stakeholders”.

En el idioma español, la expresión “grupo de interés” es la más extendida, aunque no la encontramos en el Diccionario de la Lengua Española. No obstante, a pesar de su extendido uso, no puede decirse que sea una expresión plenamente satisfactoria. De entrada, porque puede dar la impresión de que pueda tratarse simplemente de un grupo organizado que defiende sus intereses específicos, en la línea de un lobby. Esta interpretación no se compadecería bien con el enfoque del que emana la noción de “stakeholders”, el de la responsabilidad social corporativa (RSC) o empresarial (RSE). La motivación no es la defensa de intereses grupales, sino la necesidad de tomar en consideración todos los intereses que entran en juego en conexión con el desarrollo de un proyecto empresarial.

Por tanto, un “grupo de interés” no debería concebirse como un colectivo que, de manera exclusiva y parcial, defiende sus propios intereses, sino como un componente que debe incorporarse al ámbito de una gestión integral. La noción de “parte interesada” evita quizás el posible sesgo, pero sería preferible la de “parte implicada” o “parte afectada”.

El problema expuesto se pone especialmente de manifiesto si nos encontramos ante bienes sociales o ante males sociales de alcance general que puedan derivarse de la actividad de una empresa. La parte implicada sería realmente la sociedad en su conjunto, lo que no encajaría demasiado bien con la expresión “grupo de interés”[2].

A falta de una expresión que refleje fidedignamente la noción que se pretende transmitir, en el ámbito de la RSC, lo cierto es que el término “stakeholder” exhibe una mayor neutralidad que la expresión “grupo de interés”.

No deja de ser significativo que en el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico se recoja la siguiente definición de “grupo de interés”: “Organización y trabajador por cuenta propia que participan en la elaboración y aplicación de las políticas de la Unión Europea”.

Al igual que el reto comentado hace poco en este espacio, respecto a la búsqueda de un antónimo, en un solo vocablo, de la palabra “decepción”, el reto es también no menor para encontrar una traducción idónea de “stakeholder”, que parte con la ventaja anglosajona del recurso a formas compuestas o a la fusión de palabras. Entretanto, no sería del todo desaconsejable hibernar los “grupos de interés” en favor de las “partes interesadas” o, mejor, las “partes implicadas”.

Dado que se trata de incorporar argumentos adicionales a los estrictamente empresariales en la función objetivo de las empresas, debería hacerse hincapié en la noción de aspectos o elementos a considerar, a tener presente en la gestión, más que enfocarlos desde la perspectiva de las partes afectadas. Y ello, naturalmente, sin perjuicio de que cada una de ellas, o a quien corresponda, en el caso de las repercusiones sociales. pueda evaluar, desde su propio ángulo, los resultados de la actuación empresarial.

Pensándolo bien, ya se dispone de un vocablo que, por sí mismo, cubre un amplio espectro de los intereses en juego, y que emana directamente del propio significado de la RSC. Ninguna empresa debe ignorar todas sus "responsabilidades".



[2] Sin que haya que olvidar el problema expresivo al aludir a la consideración de los “intereses de los grupos de interés”.

26 de mayo de 2022

La identidad de Kaya: opciones para la reducción de emisiones

 

Con vistas al análisis y el seguimiento de los factores determinantes del nivel de emisiones de CO2, la identidad de Kaya ofrece un esquema bastante sencillo e ilustrativo. Parte de una equiparación muy elemental, casi de una tautología: la cifra total de emisiones es igual a la cifra media de emisiones por persona multiplicada por el número de personas. Lo único que se afirma realmente es que el número total de emisiones es igual… al número total de emisiones. Introduciendo variables que no alteran el resultado, al aparecer primero en el numerador y luego en el denominador de cada bloque, se puede desagregar el monto total en distintos componentes:

Total de emisiones de CO2 = Población x (PIB/Población) x (Energía/PIB) x (CO2/Energía).

Así, la cifra total de emisiones puede explicarse mediante el producto de varios factores relevantes: i) el número de personas en el mundo; ii) el PIB por habitante; iii) la intensidad en energía de la producción de bienes y servicios; y iv) la intensidad en carbono de la energía utilizada. En la página web “Our World in Data” se expone el desarrollo de esta expresión, y se ofrece un inventario de datos relativos a cada uno de los factores mencionados, para todos los países del mundo.

Según lo expuesto, la identidad de Kaya nos coloca ante un reducido, e inquietante, menú de opciones para disminuir la cifra de emisiones. En síntesis, son las siguientes: reducir la intensidad en carbono del PIB, bajar la renta media por persona, o disminuir el número de habitantes del planeta.

Ante esta complicada tesitura, ¿se puede ser tecno-optimista climático? Es lo que Martin Sandbu plantea en un reciente artículo del Financial Times, en el que aboga por esa clase de optimismo matizado, después de rechazar, como estrategias no adecuadas, la del “decrecimiento” o “empobrecimiento”, y la del control de la población.

No obstante, hay algunos aspectos de interés que merece la pena tener en cuenta: a) existe la posibilidad de utilización de tecnologías para retirar carbono de la atmósfera; b) el impacto en emisiones no es uniforme, sino que está concentrado en la población con mayor nivel de renta: la mitad más pobre de la humanidad produce solo el 10% de las emisiones globales; c) en lugar de “decrecimiento”, puede apostarse por la disminución de contenido en emisiones de los bienes y servicios producidos: como apunta Sandbu, la esencia del “crecimiento verde” es reducir la intensidad en carbono del PIB, la renta o la riqueza, no la reducción de estas magnitudes económicas.

La experiencia de una serie de países demuestra que es posible el “desacoplamiento” del crecimiento económico y el aumento de las emisiones de carbono. El incremento del PIB per cápita es compatible con el descenso de la cifra de emisiones per cápita. Además, se dispone de tecnologías que permiten que sea factible conciliar la descarbonización con el mantenimiento de los actuales estilos de vida. El proceso necesario no es, sin embargo, barato, ni está exonerado de costes de transición. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), mantener el planeta en la senda de un incremento de la temperatura global de 1,5º respecto a la era preindustrial requeriría de una inversión anual de 4 billones (hispanos) de dólares, esto es, cerca de un 5% del PIB mundial actual. La aplicación de un impuesto sobre el carbono aparece como un elemento imprescindible para encauzar dicho proceso. Su recaudación debería servir para apoyar a aquellos colectivos más afectados por la transición energética.

Cuatro son las medidas básicas propugnadas por la citada Agencia: i) un impulso adicional sobre la electrificación limpia (aumento de las fuentes de energía solar, eólica, e incluso, en algunos casos, nuclear); ii) un foco permanente sobre la eficiencia energética; iii) una iniciativa general para reducir las emisiones de metano por el uso de combustibles fósiles; iv) un respaldo a la innovación en el campo de las energías limpias.

En el informe de la AIE se destaca que muchas de las actuaciones propuestas presentan una buena relación coste-eficacia, y que, respecto a las demás, su coste es insignificante en comparación con los inmensos riesgos de la inacción.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)






25 de mayo de 2022

Acuerdo internacional en el marco de la OCDE sobre la tributación de las multinacionales: retraso en la hoja de ruta

 

Está a punto de cumplirse un año del histórico acuerdo adoptado, en el marco del G7, sobre la tributación de las multinacionales[1]. La propuesta avanzó a paso firme, primero con el respaldo del G20 y, luego, con la masiva incorporación de países que se fueron sumando a la iniciativa auspiciada por la OCDE[2].

El nuevo esquema tributario, basado en los Pilares Uno y Dos, estaba diseñado con la idea de su puesta en práctica en 2023. Algunos escollos y reticencias se habían ido superando, aunque no totalmente, ni al ritmo previsto. Hasta tal punto es así que Mathias Cormann, secretario general de la OCDE, descarta su puesta en marcha para el año próximo, apuntando, a tal efecto, el ejercicio 2024[3].

Aún es necesario obtener el salvoconducto del Senado estadounidense, donde los Republicanos muestran reservas, y, en el ámbito de la Unión Europea, el de Polonia, que insiste en que se asegure que el acuerdo sobre la tributación mínima (Pilar Dos) no se desvincule del relativo al Pilar Uno (asignación de parte de los beneficios de las mayores multinacionales a los lugares de realización de actividades).

Precisamente Cormann señala que es probable que el Pilar Dos pueda aplicarse en una fecha más temprana. Y no falta quien, pese al generalizado respaldo logrado, se aventure a pronosticar, como hace Dan Neidle, fundador de Tax Policy Associates, que puede que no se consiga materializar el Pilar Uno[4].



[3] C. Giles, S. Fleming y E. Agyemang, “Landmark OECD international tax deal pushed back a year”, Financial Times, 24 de mayo de 2022.

[4] Vid. Giles et al., op cit.

22 de mayo de 2022

El mercado de las ideas y la Constitución del Conocimiento

En una sociedad libre existe lo que se denomina el “mercado de las ideas”. Si los mercados de bienes, servicios y factores no se circunscriben necesariamente a un centro físico acotado donde se llevan a cabo transacciones bilaterales, el mercado de las ideas es todavía más difuso y difícil de delimitar. En él no tienen lugar, en lo esencial, interacciones entre individuos, sino que las conversaciones están mediatizadas a través de instituciones y canales como las revistas y los periódicos y las plataformas de medios sociales. Este llamado mercado se rige por un conjunto de normas y reglas como la veracidad y el contraste empírico. Depende, además, del juicio experto de profesionales como los revisores, evaluadores y editores de publicaciones. Y todo el sistema descansa en una base de valores, en un entendimiento compartido de que hay formas correctas y formas erróneas de hacer conocimiento.

Tales valores, reglas e instituciones hacen respecto al conocimiento lo que una constitución hace respecto a la política: crean una estructura de gobierno, forzando la contestación social dentro de unos derroteros pacíficos y productivos. A esto es lo que Jonathan Rauch denomina “Constitución del Conocimiento”, el conjunto de reglas sociales que permiten convertir el desacuerdo en conocimiento.

Una sociedad abierta es definida, según su tesis, por tres sistemas sociales: económico, político y epistemológico. Este último, relacionado con la teoría de los fundamentos y métodos del conocimiento científico.

Rauch, después de efectuar un recorrido histórico, se detiene en la “más desagradable sorpresa epistemológica del siglo veintiuno: los medios digitales han resultado estar mejor adaptados para la ira y la desinformación que para la conversación y el conocimiento”.

Pese a ello, dice no ser un alarmista, y recuerda como milagro la robustez que la expresión libre y la ciencia liberal han mostrado durante siglos, a pesar de los ataques permanentes desde todos los ángulos.

Sin embargo, algunos de los fenómenos recientes que Rauch aborda en su libro se apartan sustancialmente de las normas supremas, política y epistemológica, por las que se rige una sociedad libre. Se vive una etapa crucial en la que su resiliencia se está poniendo a prueba. De formas muy exigentes y amenazantes. 



20 de mayo de 2022

La modernización del IVA europeo

 

Llegó el IVA a España precedido por una fama basada en un repertorio de virtudes tributarias que vendrían a superar las deficiencias del vetusto impuesto en cascada. Aquel año, 1985, fue un año intenso en el proceso de preparación para su implantación, de forma simultánea a nuestro acceso como miembros de pleno derecho de la Comunidad Económica Europea. El IVA encarnaba la modernización del sistema tributario, en la vertiente de la imposición indirecta, para que España pudiera incorporarse a la senda inaugurada por Francia y, posteriormente, adoptada a escala comunitaria.

A partir de los los textos hacendísticos, se conocían las ventajas teóricas del impuesto, y también las distorsiones e inconvenientes que provocan en su estructura las exenciones y los tratamientos diferenciados. La uniformidad -el mismo porcentaje del impuesto sobre el precio final de todos los bienes y servicios consumidos- era la característica clave del IVA sobre la que se erigía su superioridad técnica frente a otras opciones. Mucho ha sido el camino recorrido desde la primera codificación de IVA europeo, allá por año 1977, y no puede decirse que el rumbo elegido haya sido en pro de la uniformidad, como tampoco se ha abierto paso una armonización intracomunitaria efectiva.

Si el ideal de un impuesto uniforme, y lo menos distorsionante posible, es el de un gravamen, con un tipo relativamente moderado, sobre todos los artículos consumidos, el IVA europeo actual se aleja bastante de ese modelo. Esa es, en esencia, la tesis que sostiene Sijbren Cnossen, uno de los expertos internacionales más reconocidos, que defiende el establecimiento de un IVA nuevo, al estilo del implantado en Nueva Zelanda[1].

Es evidente que ese tratamiento implicaría una mejora en términos de eficiencia, pero no queda tan claro que se tradujera en un alivio de la carga tributaria. Las exenciones en el IVA pueden llegar a perjudicar a los consumidores, si se aplican en fases intermedias del proceso de producción y distribución de bienes, pero les benefician, en términos de cuota soportada, si se aplican en la última fase, la de venta al consumidor. La razón es sencilla: en este caso, se deja de gravar el valor añadido de la última fase.





[1] “Moderrnizing the European VAT”, CESIfo Working Papers, 8279, mayo 2020.

17 de mayo de 2022

Educación 4.0

El World Economic Forum (WEF) acaba de hacer público un documento en el que se propugna un “enfoque comprehensivo a la inversión en sistemas educativos de alta calidad, innovadores, preparados para el futuro”, como prioridad estratégica para que “cualquier plan de recuperación post-pandémico sea exitoso y sostenible en el largo plazo”1. 

El marco de “Education 4.0” del WEF está integrado por ocho elementos: 

  1. Habilidades de ciudadanía global. 

  1. Innovación y habilidades creativas. 

  1. Habilidades tecnológicas. 

  1. Habilidades interpersonales. 

  1. Aprendizaje personalizado y adaptado al ritmo de cada persona. 

  1. Aprendizaje accesible e inclusivo. 

  1. Aprendizaje colaborativo y basado en problemas. 

  1. Aprendizaje de ciclo vital e impulsado por los estudiantes. 


(1):
Catalysing Education 4.0. Investing in the future of learning for a human-centric recovery”, mayo 2022. 

15 de mayo de 2022

El ábaco del cambio climático

 

La “identidad de Kaya” no es una construcción demasiado intrincada. Señala, simplemente, que el total de emisiones de CO2 viene explicado por el producto de cuatro factores: i) el número de personas en el mundo; ii) el PIB por habitante; iii) la intensidad en energía de la producción de bienes y servicios; y iv) la intensidad en carbono de la energía utilizada.

En verdad, no hay que realizar un esfuerzo intelectual descomunal para llegar a esa descomposición. Como en otro tipo de identidades similares, lo que, en realidad, viene, en este caso, a decirse, es que la cifra total de emisiones es igual a… la cifra total de emisiones.

De planteamiento extremadamente simple como es, nos coloca, sin embargo, ante una tesitura delicada e inquietante, por cuanto nos enfrenta a tres opciones para disminuir la referida cifra de emisiones: rebajar la intensidad energética y contaminante del PIB, disminuir el nivel de renta medio por habitante, y frenar el ritmo de crecimiento de la población. En un próximo artículo remitido para su publicación en el diario “Sur” se aborda con más detalle ese complicado menú.



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