26 de junio de 2019

El resurgimiento del impuesto sobre la tierra


Los sistemas tributarios se enfrentan en la actualidad a una amplia gama de problemas y desafíos en todo el mundo. Los cambios tecnológicos, la globalización, y los nuevos paradigmas asociados a la economía colaborativa dejan en evidencia las carencias y limitaciones de unos esquemas concebidos para épocas pretéritas caracterizadas por una menor interconexión y regidas por otros cánones. Al margen de ello, el hecho de que tales sistemas pivoten en gran medida sobre el factor trabajo actúa como una rémora para el equilibrio del mercado laboral. En fin, la complejidad y las distorsiones económicas, muchas de ellas no traducidas en corrientes monetarias explícitas, son rasgos comunes en casi todas las latitudes.

Las propuestas de reforma fiscal se suceden de manera ininterrumpida, pero la mayoría de los cambios llevados a la práctica consisten en medidas aisladas sobre los impuestos tradicionales, o en la introducción de fórmulas impositivas para cubrir nuevos hechos imponibles. De manera un tanto sorprendente, dentro de ese torbellino de recetas fiscales ha hecho acto de presencia una figura con gran pedigrí doctrinal (Adam Smith) y político (Winston Churchill). Al menos sobre el papel, resurge con fuerza la opción del impuesto sobre la tierra.

La propuesta de implantación de un impuesto de esta naturaleza está asociada primordialmente al nombre de Henry George, economista estadounidense de la segunda mitad del siglo diecinueve. En su obra “Progreso y Pobreza”, sostenía que la desigual distribución de la riqueza era una maldición, en tanto que la amenaza para la civilización moderna radicaba en la institución de la propiedad privada de la tierra. Defendía que solo con base en el trabajo puede reclamarse algo como propio. La justicia sería satisfecha si se declarara toda la tierra propiedad pública, salvaguardando el derecho privado a las mejoras realizadas. Sin embargo, consideraba que se podía lograr el mismo fin de una manera más fácil y simple: en lugar de confiscar la tierra, bastaría con confiscar la renta mediante la imposición. El valor de la tierra no expresa ninguna retribución a la producción, sino el valor de intercambio de un monopolio, creado por el crecimiento de la comunidad. La exaltación del impuesto sobre la tierra, basada en sus ventajas desde el punto de vista económico, le llevaría a plantearlo como impuesto único, con la supresión de todos los demás.

El análisis económico más reciente, como el contenido en el prestigioso Informe Mirrlees, respalda las virtudes del impuesto sobre la tierra: i) gravar el valor del suelo equivale a gravar una renta económica, esto es, unos rendimientos extraordinarios derivados de la propiedad de un recurso natural; ii) como consecuencia de lo anterior, el gravamen no frena ninguna actividad económica deseable; iii) al tener la tierra una oferta fija, esta no se ve afectada por la introducción del tributo, con lo que el impuesto no se puede trasladar en forma de mayores alquileres; iv) al margen del efecto sobre el precio de la tierra señalado más adelante, el impuesto no alteraría las decisiones relativas a la compra o al uso de la tierra. Una matización a considerar es la referente a la posibilidad de que la oferta de tierra efectiva se vea modificada por cambios en la regulación del planeamiento del suelo.

De aplicarse el impuesto, su carga económica prevista durante todos los años venideros se reflejaría en un menor precio de la tierra en el momento en el que se anunciara el establecimiento del tributo (capitalización impositiva). De esta forma, la carga real recaería en quien fuese propietario en ese momento, con independencia de que, formalmente, el impuesto fuese pagado cada año por quien fuese propietario.

Así pues, aunque con matices, el impuesto sobre la tierra es considerado casi unánimemente como el mejor de los impuestos. La pregunta que surge inmediatamente es que, si es así, por qué no se aplica en la práctica. De entrada, es preciso recordar que, en numerosos países, se utiliza ya el impuesto sobre la propiedad inmobiliaria (en España, el IBI), que grava tanto el valor del suelo como el de la construcción.

Como obstáculo se apunta la necesidad de disponer de una valoración de la tierra independiente de cualquier estructura levantada sobre la misma, lo que se considera complicado en ausencia de un mercado competitivo. Los críticos apuntan otros inconvenientes: i) posible posición de iliquidez de propietarios con suelos altamente valorados; b) escasa repercusión en la corrección de los déficits que han impulsado al alza el precio de las viviendas; y c) menor importancia de la tierra dentro del stock total de riqueza, en comparación con la situación a finales del siglo diecinueve.

A pesar de esos escollos, una situación de grandes aumentos de los precios de la propiedad inmobiliaria, que beneficia a los propietarios del suelo y condena a las nuevas generaciones a tener que vivir de alquiler, puede dar pie a la reaparición de la doctrina georgista. Su defensa se apoya en los argumentos mencionados relacionados con la equidad y la eficiencia. No obstante, el fenómeno de la capitalización impositiva antes descrito introduce verdaderas complicaciones. De manera particular, se verían afectados los actuales propietarios de viviendas que hayan adquirido sus propiedades a precios elevados, que se verían sometidos a una considerable pérdida en la valoración de aquellas, sin que recayera carga efectiva alguna en otros propietarios, ni anteriores ni, en caso de venta, posteriores.           

Aun cuando la meta georgista del impuesto único parece una lejana utopía, máxime cuando hoy día el gasto público representa elevados porcentajes del PIB, algunos países y algunos gobiernos locales han aplicado impuestos sobre la tierra a pequeña escala. Las valoraciones sobre tales experiencias no son unánimes.

Hay también otras figuras impositivas avaladas por sus ventajas económicas, pero las dificultades provenientes de la existencia de un sistema en funcionamiento, y los problemas originados por la transición de un modelo a otro, pueden representar obstáculos a veces insalvables.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)      

22 de junio de 2019

Coste amortizado: ¿un concepto a amortizar?

En España, el Plan General de Contabilidad (PCG) introdujo, en aplicación de las Normas Internacionales de Contabilidad, un nuevo criterio, denominado “coste amortizado”, aplicable para la valoración de los instrumentos financieros.

Ya sabemos el efecto nocivo que pueden tener los conocidos “false friends” cuando nos inducen a pensar en un significado de una palabra en nuestro idioma que nada tiene que ver con su significado real. Algo parecido, aunque a una escala más notable, sucede cuando alguien habituado a la noción de amortización de un activo se enfrenta por primera vez al criterio del “coste amortizado”. En esas me vi al toparme inicialmente con él y, de manera especial, en el proceso de actualización de contenidos de la “Guía Financiera para Empresarios y Emprendedores” de Edufinet (disponible en versión electrónica en la siguiente dirección de Internet: www.edufinet.com-Edufiemp-Fiscalidad-Sociedades).

Según el PGC, el coste amortizado “es el importe al que inicialmente fue valorado un activo financiero o un pasivo financiero, menos los reembolsos de principal que se hubieran producido, más o menos, según proceda, la parte imputada en la cuenta de pérdidas y ganancias, mediante la utilización del método del tipo de interés efectivo, de la diferencia entre el importe inicial y el valor de reembolso en el vencimiento y, para el caso de los activos financieros, menos cualquier reducción de valor por deterioro que hubiera sido reconocida, ya sea directamente como una disminución del importe del activo o mediante una cuenta correctora de su valor”.

Bien, a partir de la anterior expresión no cabe decir que se trate de una definición sencilla, ni tampoco que la forma de redactarla se ajuste a los cánones académicos (¿cuál era el número máximo de líneas que se recomienda sin que se interponga algún punto seguido?).

No obstante, durante bastante tiempo llegué a pensar que la apreciación de los rasgos señalados debía de obedecer a algún sesgo subjetivo personal -algo no sorprendente para alguien acostumbrado a mantener posiciones minoritarias cuando no solitarias-, pues no percibí en ninguna de las personas habituadas a manejar el referido criterio ningún atisbo de reticencia. Pese a todo, no podía evitar seguir manteniendo una cierta sensación de perplejidad.

Por ello, al encontrar, aunque con bastante retraso, un documento en el que se expresan fundadas reservas acerca del uso del criterio del “coste amortizado”, no he podido dejar de experimentar un cierto alivio. Así, el propio título de la comunicación presentada, en el año 2012, por Margarita Torrent Canaleta a un foro de expertos contables es ya más que significativo: “Los instrumentos financieros a coste amortizado: ¿quién entiende este concepto?” (AECA, Asociación Española de Contabilidad y Administración de Empresas). En dicho documento tomamos conciencia de que ya en 2008, a través de un foro virtual de contabilidad, alguien proclamaba un anhelo razonable: “¿Alguien me podría decir por qué se llama Coste Amortizado a algo que ni es coste ni está amortizado?

Con una lógica aplastante, Margarita Torrent defendía “utilizar un término intuitivo, de forma que el propio nombre induzca a una adecuada aplicación del concepto. Consideramos acertados nombres como valor intrínseco del activo o pasivo financiero, o también valor interno. Tales denominaciones tienen la ventaja, además, de asociarse de forma natural al término ‘tasa interna de rentabilidad’ (TIR)… ya que en realidad se trata de calcular el valor actual de los flujos de efectivo pendientes, actualizados a esa tasa TIR”.

El coste amortizado se ha ganado a pulso un lugar privilegiado entre el plantel de perlas que lucen en el panorama lingüístico económico, financiero y contable.



19 de junio de 2019

Séneca y la toma de decisiones financieras


En un artículo publicado a principios de 2019 en el diario Financial Times (“How to make better financial decisions”, 30-1-2019), Jason Butler, experto en bienestar financiero y columnista de dicho periódico, responsable de la sección “The Wealth Man”, efectuaba algunas consideraciones acerca del proceso más adecuado para la adopción de decisiones financieras relevantes, como, por ejemplo, cuánto ahorrar con vistas a la jubilación.

Como primera providencia, destacaba que es fundamental plantearse las preguntas correctas (cuánto tiempo viviremos y en qué estado de salud, si heredaremos algo, si pretendemos dejar algo en herencia, cuál será la inflación…).

Evidentemente, no puede perderse de vista que, en los años venideros, el riesgo estará presente de forma permanente, y puede hacer que las cosas vayan peor de lo que creíamos. Como indica Butler, “cuantificar el posible impacto de un mal resultado y la probabilidad de que ocurra es esencial para calibrar lo que nos podemos encontrar, y por si se desea o se requiere hacer cambios ahora”.

Una vez perfilados los posibles escenarios, llega el turno de otra pregunta: ¿Entonces, qué?

La planificación financiera es el marco adecuado para modular las decisiones a lo largo del tiempo.

Butler trae a colación un pensamiento de Séneca (una de cuyas máximas inspira el código canónico de Edufinet, como hemos señalado repetidamente) como soporte del esquema defendido: “Nada le ocurre a un hombre sabio que no pueda esperar, como tampoco todas las cosas resultarán para él como deseaba sino como estimaba, y, por encima de todo, estimaba que podrían impedir sus planes”.

(Artículo publicado en “EdufiBlog”)

15 de junio de 2019

Llega la FB (Facebook) Coin: una vuelta más de tuerca

A raíz de las dramáticas consecuencias de la crisis financiera internacional de 2007-2008, se han multiplicado las posiciones de repudio hacia el mundo económico, especialmente hacia todo lo que tenga algo que ver con el mercado y, no digamos, con el dinero. La deshumanización de la ¿ciencia? económica tiende a aparecer cada vez más como causa de (casi) todos los males.

En contraposición, han ido surgiendo iniciativas que colocaban en un primer plano a la persona. Su encomiable finalidad era ofrecer servicios útiles para los individuos y para la sociedad. No sólo introduciendo grandes innovaciones tecnológicas, sino, además, prescindiendo del mercado. Éste quedaba tocado del ala, toda vez que, por fin, era factible generar un entramado de relaciones sociales sin límite con independencia absoluta del sistema de precios. Para asombro de muchos, pasábamos a disponer de una gama de servicios que mejoraban grandemente nuestra existencia de forma -al menos aparentemente- totalmente gratuita.

Algo extraño, dentro del nuevo entramado, es, sin embargo, que no sólo no hayan desaparecido, sino que se hayan elevado a altas potencias, las valoraciones económicas de algunas empresas, tocadas quizás por una varita mágica. Sí, desde la perspectiva antimercado y anticapitalista parece un poco raro que exista semejante actividad económica en segunda instancia, que no viene precisamente a corregir las desigualdades económicas provocadas por los mercados tradicionales.

De esta misma guisa, sorprende la proliferación de nuevas formas de dinero y, en particular, la senda expansiva de las monedas virtuales, que se cuentan por centenares. Hasta ahora, los gigantes tecnológicos y los que dominan la información de las personas se mantenían al margen de la operatoria financiera, pero, bien directamente o en alianza con otros operadores, están irrumpiendo ya en un ámbito en el que, en razón de su poderío omnímodo, tienen el éxito en gran medida asegurado.

Las aplicaciones financieras están llegando al terreno amigable de las redes sociales. No, no nacieron para esta finalidad, pero ya que estamos… qué inconveniente puede haber en seguir ofreciendo servicios a los usuarios. Así, el gigante Facebook tiene previsto lanzar el próximo año su propia moneda digital.

El proyecto de Facebook permitirá que los usuarios de esa inmensa red puedan enviarse dinero entre sí y, asimismo, que puedan efectuar pagos por Internet a través de Facebook, Instagram y WhatsApp. “Debe ser tan fácil enviar a alguien dinero como enviarle una foto”, ha señalado Mark Zuckerberg a los desarrolladores de programas (The Economist, “FaceCoin”, 1 de junio de 2019). Algunas aplicaciones ya en uso nos demuestran que, efectivamente, con los actuales adelantos técnicos, así es.

El proyecto de Facebook se basa en la tecnología del blockchain. Pretende crear una moneda digital propia, pero, a diferencia del Bitcoin, aspira a ser una moneda estable en su valoración, con un anclaje con el dólar o con una cesta de divisas.

Aun cuando los detalles del proyecto se han mantenido en secreto (se prevé su presentación inminente), su objetivo es que cualquier usuario pueda acceder a la cadena de pagos incluso si no tiene una cuenta bancaria (Gillian Tett, Financial Times, 13 de junio de 2019). 

Al margen de las señaladas, se plantean algunas otras cuestiones: ¿permitirá la nueva moneda solucionar fácilmente el problema de la exclusión financiera?, ¿tienen los bancos tradicionales los días contados?, ¿qué tipo de regulación se aplicará a los emisores de la nueva moneda?

Ahora bien, tal vez todo lo anterior no sea más que una mala interpretación, y la correcta sea la del Winnie the Pooh local: “Facebook llega a Coín”.

Pensándolo bien, ¿por qué no proponer al noble municipio malagueño como centro de coordinación o de información de monedas virtuales?


13 de junio de 2019

¿Son siempre necesarios los incentivos salariales?


No hace mucho, un conocido, que durante años ejerció como alto directivo de una entidad financiera, hoy ya jubilado, me comentaba que, cada vez que tenía que comparecer ante su consejo de administración para presentar una propuesta de sistema de incentivos salariales de los que él mismo era un potencial beneficiario, se sentía incómodo.

No alcanzaba a entender cómo personas como él, que ocupaban puestos de alta responsabilidad, con grandes dosis de compromiso y dedicación, compensadas con una retribución fija adecuada, necesitaran estar sujetas a una remuneración variable para mejorar su rendimiento. Él estaba completamente volcado en sus obligaciones, con una entrega máxima, por lo que, por muy elevado que fuera el estímulo, difícilmente podría dar más de sí mismo ni hacerlo mejor.

Además, se mostraba reacio a los esquemas de incentivos, que, merced a una aplicación totalmente desvirtuada, habían tenido un papel tan negativo en determinadas entidades, constituyendo un factor que llevó a la asunción de riesgos excesivos y a empujar a la gestación de la gran crisis financiera internacional de 2007-2008. A pesar de que, con total coherencia, la nueva regulación ha adoptado normas que impiden un uso inapropiado e incitador de riesgos no ponderados, no podía evitar sus reticencias.

No obstante, la posición oficial, reflejada en la normativa vigente, considera que debe existir una relación equilibrada entre los componentes fijo y variable de la retribución de los directivos de instituciones financieras. Por añadidura, cualquier percepción de esta naturaleza ha de estar sujeta a una serie de cautelas, tales como la percepción parcial en forma de instrumentos de renta variable, a fin de que el importe efectivo a percibir esté relacionado con la valoración de la empresa a medio y largo plazo, y la introducción de cláusulas que, ante una evolución negativa de los indicadores económicos empresariales, hagan que el incentivo quede completamente anulado y, en su caso, deban retornarse las cantidades percibidas.

Ciertamente, mucho ha mejorado la regulación de las entidades financieras, que ha diseñado un marco consistente para el establecimiento y la aplicación de los esquemas de incentivos. Al margen de esa referencia normativa, la utilización de fórmulas de incentivos suele ser una práctica requerida por los inversores, que estiman necesario que los gestores de las entidades en las que arriesgan su capital se jueguen parte de sus retribuciones en función de la marcha de dichas entidades (“skin in the game”).

Pese a esta batería argumental, mi interlocutor no se mostraba demasiado convencido. Sorprendido de no encontrar trabajos académicos que avalaran su tesis, me planteó cuál era, como economista, mi punto de vista al respecto. No, no es una cuestión fácil de abordar. De entrada, si partimos de la premisa de que hay individuos que son maximizadores de su utilidad personal, dentro de unas determinadas restricciones, cabe esperar que estén dispuestos a intensificar su esfuerzo si, así, pueden obtener una compensación adicional. Un sistema de incentivos será eficaz si logra originar un cambio de comportamiento respecto a la trayectoria estimada en su ausencia. Será completamente ineficaz si se limita a retribuir un comportamiento ya previsto, o si los agentes beneficiarios se muestran insensibles a premios monetarios en el ejercicio de su desempeño profesional.

Una de las claves radica, pues, en el perfil motivacional del individuo. Aunque los modelos económicos estándares incorporan al “homo economicus”, nada garantiza que todas las personas respondan a esa motivación. De hecho, algunos experimentos sociales revelan que la posición retributiva en términos relativos es para muchas personas más importante que el nivel absoluto de su retribución. Y hay quienes valoran otros componentes de su puesto de trabajo que no tienen un carácter monetario (estatus, reconocimiento, relevancia del proyecto empresarial, equipo de trabajo, compromiso, vocación, proyección social…). Hay casos en los que un esquema de incentivos puede ser, no solo innecesario, sino incluso contraproducente.

Además, aun cuando los incentivos salariales han constituido tradicionalmente una pieza habitual de las políticas retributivas, hay contribuciones académicas que cuestionan abiertamente su utilización para los puestos ejecutivos de las compañías. Tal es el caso de la de Dan Cable y Freek Vermeulen (“Stop paying executives for performance”, Harvard Business Publishing, 2016), quienes abogan por la supresión total de los incentivos por desempeño de los altos directivos. Basan su planteamiento en cinco conclusiones derivadas de diversas investigaciones científicas:

  1. Las compensaciones variables funcionan bien para tareas rutinarias, pero pueden ser perjudiciales cuando las tareas no son estándares y requieren creatividad.
  2. Si lo que se pretende es promover un mejor desempeño, este no es el objetivo adecuado en el que fijarse. Los objetivos ligados al aprendizaje son más efectivos en la mejora del desempeño precisamente porque hacen lo contrario que la mayoría de los incentivos ligados al desempeño: se centran en el descubrimiento de nuevas estrategias y procesos.
  3. La motivación extrínseca expulsa la motivación intrínseca. Cuando los individuos se sienten intrínsecamente motivados, hacen las cosas que inherentemente desean hacer, por su propia satisfacción. Cuando las personas están motivadas extrínsecamente, hacen las cosas porque recibirán mayores recompensas, con lo que queda mermada la motivación intrínseca.
  4. La retribución variable puede llevar a moldear los objetivos y a manipular las métricas.
  5. Todos los sistemas de medición son imperfectos. Para un puesto complejo como es el de una persona con altas responsabilidades de gestión, no es posible medir de manera precisa lo que es la actuación “real”. El problema es que, una vez que se vinculan recompensas financieras a un indicador particular o a un conjunto de indicadores, se ve afectado el comportamiento de una persona, en términos de lo que hace y de lo que no hace.

En el supuesto de que el exdirectivo antes mencionado encuentre alguna utilidad en estas reflexiones, lamento no habérselas transmitido a tiempo. En cualquier caso, responden a una motivación exclusivamente intrínseca.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

9 de junio de 2019

La definición de EBITDA: ¿cuál es la opción más adecuada?


El EBITDA se ha convertido en uno de los indicadores dominantes en el análisis económico-financiero de las empresas. En la Guía Financiera de Edufinet y en los contenidos del portal de Internet de este proyecto de educación financiera (www.edufinet.com) se recoge una definición de dicho indicador, así como una justificación de su significado. En esencia, su pretensión básica es ofrecer una cifra del beneficio obtenido en un ejercicio, haciendo abstracción de determinadas partidas que provienen de decisiones adoptadas en el pasado, o bien dependen de factores exógenos a la gestión empresarial, como puede ser la carga impositiva sobre los resultados o el nivel de los tipos de interés, o de otros endógenos, para los que los gestores de la empresa disponen de una cierta capacidad de modulación en el tiempo.

Así, en su definición estándar, el EBITDA (acrónimo de “Earnings Before Interests, Taxes, Depreciations and Amortizations”) es igual a la cifra del beneficio antes de descontar los intereses de préstamos, los impuestos directos sobre el beneficio, así como las cantidades destinadas a cubrir la depreciación de los activos materiales e inmateriales.

Pese a la relevancia adquirida y a su extendida utilización, lo cierto es que, según otra acepción utilizada en la práctica, además de las anteriores partidas, tampoco se detrae la cifra de provisiones. Desde nuestro punto de vista, el criterio expresado en primer lugar es el más adecuado. Así, las provisiones por deterioro de los activos (por motivos distintos a los de su depreciación ordinaria) corresponden a una situación distinta de las que se pretende excluir con el cálculo del EBITDA, es decir, una cifra de beneficio aislada de determinados componentes potencialmente distorsionadores de la trayectoria de los resultados y, sobre todo, de cara a efectuar comparaciones homogéneas con otras empresas. Teniendo en cuenta que la contabilización de provisiones debe responder a la existencia de riesgos constatados, con la consiguiente posible reducción del valor de los activos por razones distintas a las antes apuntadas, su importe debe detraerse a la hora de vislumbrar el beneficio obtenido, ya sea el final o el intermedio proporcionado por el concepto de EBITDA.

Por último, a efectos de la consideración de la definición de EBITDA, no puede pasar desapercibida una relevante cuestión de carácter semántico. Tal y como se recoge en el “Diccionario de Economía y Finanzas (Inglés-Español)” de Gonzalo Gómez Hoyo (Aranzadi-Thomson Reuters, 2009), tanto el concepto de “depreciation” como el de “amortization” corresponden a “amortizaciones”, en el primer caso a activos materiales, y en el segundo, a activos intangibles.

(Artículo publicado en “EdufiBlog”)

5 de junio de 2019

MMT: ¿El maná esperado para los políticos ambiciosos?


En el campo de la Economía, no es infrecuente que algunos planteamientos teóricos desechados en su momento, o relegados al olvido, estuviesen en un estado durmiente, a la espera del acaecimiento de circunstancias favorables para su eclosión y florecimiento. La conocida como Teoría Monetaria Moderna (TMM; MMT, por sus siglas en inglés) representa un caso paradigmático. Una teoría esbozada hace algunas décadas, con antecedentes en enfoques alumbrados mucho antes, está adquiriendo ahora un protagonismo inusitado.

Varias son las circunstancias que explican esa insospechada irrupción: la persistencia de una fase, si no de “estancamiento secular”, sí de débil crecimiento económico, el agotamiento y la ineficacia de la política monetaria en un contexto de tipos de interés ultrarreducidos, y la ausencia de tensiones inflacionistas a pesar de las ingentes inyecciones de liquidez suministradas por los bancos centrales a través del “quantitative easing”. Pero hay otro factor que ha resultado decisivo, el respaldo de destacados líderes del ala izquierdista del Partido Demócrata estadounidense, tanto de la vieja (Bernie Sanders) como de la nueva ola (Alexandria Ocasio Cortez), que creen haber encontrado en dicha teoría una especie de piedra filosofal para llevar a cabo sus ambiciosos programas de gasto público.

Los defensores de la MMT efectúan sus proclamas impulsados por una suerte de fervor religioso, pero sus huestes se ven acrecentadas por la incorporación de académicos e incluso, sorpresivamente, han recibido el respaldo matizado de algunos analistas de Wall Street. Todo el edificio teórico de la MMT se sustenta en un pilar fundamental: un Estado soberano que pueda endeudarse en su propia moneda nunca se verá forzado a impagar su deuda, puesto que tiene la posibilidad de imprimir billetes para atender sus obligaciones. Con el mismo procedimiento, tiene la capacidad de sufragar todos los programas de gasto público que sean necesarios sin tener que recurrir a impuestos.

Así de claro: ¡no existe ninguna restricción financiera para la actuación del sector público! Para los defensores de la MMT, las únicas restricciones son las que se deriven de los recursos reales de los que disponga una economía, esto es, trabajadores, instalaciones, maquinaria, y recursos naturales. Mientras exista capacidad ociosa no hay ningún problema en “darle a la máquina de hacer billetes”, no habrá brotes inflacionarios. Y, de llegarse al límite, tampoco sería problemático: bastaría con recortar el gasto o con aplicar impuestos. Los tributos tendrían asignado ese papel, sin perjuicio del que se quiera establecer con fines redistributivos.

Puede que a algunas personas este planteamiento les parezca algo completamente disparatado. Así ocurre también en el caso de algunos economistas de primera fila, pero no es menos cierto que otros no se muestran tan radicalmente en contra. Algún paralelismo puede trazarse con las ingentes cantidades de dinero inyectadas por los bancos centrales mediante compras de deuda pública a través de las entidades bancarias. No ha habido repunte inflacionario y los tipos de interés se mantienen en niveles cercanos a cero o incluso se han adentrado en territorio negativo.

Además, en una situación como la actual, en la que la política monetaria ha agotado su recorrido, al no poder en la práctica reducir más los tipos de interés para promover la actividad económica (al menos mientras exista dinero en efectivo), el estímulo de la economía solo puede provenir del campo de la política fiscal, mediante el aumento del gasto público. La MMT parece aportar, pues, una prodigiosa receta (¿MMT = Magic Money Tree, el árbol mágico del dinero?).

La MMT encuentra sus raíces en dos planteamientos casi centenarios. Por un lado, el del “chartalismo” (no confundir con “charlatanismo”), que concibe el dinero como una construcción política. Por otro, el de las “finanzas funcionales”, de Abba Lerner, según el cual el gobierno debe gastar lo que se requiera para alcanzar sus fines.

En el debate actual acerca de la MMT nos encontramos con curiosas paradojas. Así, algunos de los iconos de las posiciones “progresistas”, distinguidos por sus críticas a las políticas de austeridad presupuestaria, tales como Paul Krugman y Larry Summers, se han distinguido por sus contundentes ataques a dicha teoría. Para Krugman, se generarían consecuencias ultrainflacionarias, mientras que Summers ha calificado la MMT como “Economía de vudú”, que ofrece falsas promesas de “almuerzos gratuitos”. Otros economistas hacen hincapié en las consecuencias que se producirían para el tipo de cambio.

Muchos años antes, John M. Keynes, padre intelectual del intervencionismo estatal con fines de estabilización económica, había marcado las distancias respecto a las propuestas de las “finanzas funcionales”, alertando de sus riesgos (relativos a la sostenibilidad de la deuda, la confianza del sector privado, y la inflación).

No acaban ahí las sorpresas. El análisis de la viabilidad de las políticas basadas en la MMT se sustenta en la hipótesis de que el tipo de interés se mantiene por debajo de la tasa de crecimiento económico. De lo contrario, la acumulación de deuda acabaría generando una situación explosiva. Pues bien, los difundidos postulados de Thomas Piketty acerca de la tendencia al aumento de la desigualdad económica se basan justamente en el supuesto, totalmente antagónico, de que el tipo de interés supera la tasa de crecimiento del PIB.

Otros analistas recuerdan algunos conocidos experimentos monetarios pretéritos que, pese a su aparente atractivo inicial, siguen proyectando hoy sus sombras tenebrosas. Por ejemplo, las teorías de John Law, basadas en la expansión del endeudamiento público, aplicadas en Francia en el siglo XVIII, acabaron desencadenando hiperinflación.

La controversia sobre la MMT está teniendo mucha incidencia en Estados Unidos, país que cumple la condición básica de poder endeudarse en su propia moneda, que, además, goza de amplia aceptación internacional. La MMT no sería aplicable en los países integrantes de la Unión Monetaria Europea, que han cedido su soberanía monetaria a una instancia central. Sin embargo, ante la panacea que nos ofrece la MMT, ¿podría ser una buena opción volver a una situación de naciones con soberanía monetaria y con un banco central dependiente del poder ejecutivo, prescindiendo de todo tipo de restricción financiera para los programas de gasto público?

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

1 de junio de 2019

Sondeos de opinión y resultados electorales

La celebración de las recientes Elecciones Generales en España ha estado marcada por una intensa controversia, antes, durante y después, en relación con el papel de los sondeos electorales. Todo ello ha estado condicionado por evidentes connotaciones políticas, de las que aquí se prescinde explícitamente. El único objetivo de esta nota es llevar a cabo una reflexión, más bien desde una perspectiva de consistencia interna, acerca de las conclusiones reflejadas por distintos medios de comunicación sobre la fiabilidad de las predicciones efectuadas.

Dada la finalidad perseguida, no es preciso entrar en detalles específicos, sino simplemente abordar la cuestión planteada en términos abstractos. A tal efecto hemos de tomar en consideración las siguientes proposiciones:

1. Se publican los resultados de un sondeo, que muchos analistas consideran inverosímiles. El estudio es objeto de descalificaciones.

2. Pese a esa expectativa, los resultados de los comicios confirman en gran medida los pronósticos arrojados por el sondeo que había sido descalificado.

3. Se concluye que, en realidad, el estudio había efectuado un diagnóstico fiable y certero.

Puede que sea así, pero eso implicaría que (salvo que se hubiesen producido trasvases compensatorios dentro del cuerpo electoral) el sondeo realizado antes de las votaciones había identificado, y anticipado, adecuadamente una foto que se mantuvo intacta en el momento del ejercicio del derecho al voto.

Ahora bien, entre la fecha de conocimiento de los resultados del sondeo y la celebración de las elecciones se formularon otras proposiciones, procedentes de diferentes fuentes, del siguiente tenor:

a) La continuación del ejercicio de la acción de gobierno mediante la aprobación de medidas de orientación social ha podido tener un impacto notable sobre las preferencias electorales de determinados colectivos de ciudadanos.

b) Han ocurrido otros eventos con incidencia en las inclinaciones de parte del electorado.

c) La campaña electoral ha tenido un importante peso, en sentido positivo o en sentido negativo, respecto al posicionamiento de las distintas fuerzas políticas. Se ha llegado a afirmar incluso que intervenciones de un minuto de duración en los debates televisivos han tenido una infuencia notable.

Tomados aisladamente, los dos bloques de proposiciones parecen razonables. Sin embargo, una vez que los analizamos conjuntamente se desprende un considerable grado de incompatibilidad entre los mismos. Así, si se sostiene que el primero responde a una percepción acertada, decae la fuerza del segundo, y viceversa. Para despejar las dudas sería necesario efectuar algunos contrastes a fin de evaluar el impacto real de los factores mencionados, lo que podría tener consecuencias valorativas.

En función del alcance de dicho impacto, la calificación de un sondeo puede pasar de mala a buena, o de buena a mala. Cabe así la posibilidad de que un sondeo que “falla” sea un “buen” sondeo, y de que un sondeo que “acierta” sea un “mal” sondeo.

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