26 de junio de 2019

El resurgimiento del impuesto sobre la tierra


Los sistemas tributarios se enfrentan en la actualidad a una amplia gama de problemas y desafíos en todo el mundo. Los cambios tecnológicos, la globalización, y los nuevos paradigmas asociados a la economía colaborativa dejan en evidencia las carencias y limitaciones de unos esquemas concebidos para épocas pretéritas caracterizadas por una menor interconexión y regidas por otros cánones. Al margen de ello, el hecho de que tales sistemas pivoten en gran medida sobre el factor trabajo actúa como una rémora para el equilibrio del mercado laboral. En fin, la complejidad y las distorsiones económicas, muchas de ellas no traducidas en corrientes monetarias explícitas, son rasgos comunes en casi todas las latitudes.

Las propuestas de reforma fiscal se suceden de manera ininterrumpida, pero la mayoría de los cambios llevados a la práctica consisten en medidas aisladas sobre los impuestos tradicionales, o en la introducción de fórmulas impositivas para cubrir nuevos hechos imponibles. De manera un tanto sorprendente, dentro de ese torbellino de recetas fiscales ha hecho acto de presencia una figura con gran pedigrí doctrinal (Adam Smith) y político (Winston Churchill). Al menos sobre el papel, resurge con fuerza la opción del impuesto sobre la tierra.

La propuesta de implantación de un impuesto de esta naturaleza está asociada primordialmente al nombre de Henry George, economista estadounidense de la segunda mitad del siglo diecinueve. En su obra “Progreso y Pobreza”, sostenía que la desigual distribución de la riqueza era una maldición, en tanto que la amenaza para la civilización moderna radicaba en la institución de la propiedad privada de la tierra. Defendía que solo con base en el trabajo puede reclamarse algo como propio. La justicia sería satisfecha si se declarara toda la tierra propiedad pública, salvaguardando el derecho privado a las mejoras realizadas. Sin embargo, consideraba que se podía lograr el mismo fin de una manera más fácil y simple: en lugar de confiscar la tierra, bastaría con confiscar la renta mediante la imposición. El valor de la tierra no expresa ninguna retribución a la producción, sino el valor de intercambio de un monopolio, creado por el crecimiento de la comunidad. La exaltación del impuesto sobre la tierra, basada en sus ventajas desde el punto de vista económico, le llevaría a plantearlo como impuesto único, con la supresión de todos los demás.

El análisis económico más reciente, como el contenido en el prestigioso Informe Mirrlees, respalda las virtudes del impuesto sobre la tierra: i) gravar el valor del suelo equivale a gravar una renta económica, esto es, unos rendimientos extraordinarios derivados de la propiedad de un recurso natural; ii) como consecuencia de lo anterior, el gravamen no frena ninguna actividad económica deseable; iii) al tener la tierra una oferta fija, esta no se ve afectada por la introducción del tributo, con lo que el impuesto no se puede trasladar en forma de mayores alquileres; iv) al margen del efecto sobre el precio de la tierra señalado más adelante, el impuesto no alteraría las decisiones relativas a la compra o al uso de la tierra. Una matización a considerar es la referente a la posibilidad de que la oferta de tierra efectiva se vea modificada por cambios en la regulación del planeamiento del suelo.

De aplicarse el impuesto, su carga económica prevista durante todos los años venideros se reflejaría en un menor precio de la tierra en el momento en el que se anunciara el establecimiento del tributo (capitalización impositiva). De esta forma, la carga real recaería en quien fuese propietario en ese momento, con independencia de que, formalmente, el impuesto fuese pagado cada año por quien fuese propietario.

Así pues, aunque con matices, el impuesto sobre la tierra es considerado casi unánimemente como el mejor de los impuestos. La pregunta que surge inmediatamente es que, si es así, por qué no se aplica en la práctica. De entrada, es preciso recordar que, en numerosos países, se utiliza ya el impuesto sobre la propiedad inmobiliaria (en España, el IBI), que grava tanto el valor del suelo como el de la construcción.

Como obstáculo se apunta la necesidad de disponer de una valoración de la tierra independiente de cualquier estructura levantada sobre la misma, lo que se considera complicado en ausencia de un mercado competitivo. Los críticos apuntan otros inconvenientes: i) posible posición de iliquidez de propietarios con suelos altamente valorados; b) escasa repercusión en la corrección de los déficits que han impulsado al alza el precio de las viviendas; y c) menor importancia de la tierra dentro del stock total de riqueza, en comparación con la situación a finales del siglo diecinueve.

A pesar de esos escollos, una situación de grandes aumentos de los precios de la propiedad inmobiliaria, que beneficia a los propietarios del suelo y condena a las nuevas generaciones a tener que vivir de alquiler, puede dar pie a la reaparición de la doctrina georgista. Su defensa se apoya en los argumentos mencionados relacionados con la equidad y la eficiencia. No obstante, el fenómeno de la capitalización impositiva antes descrito introduce verdaderas complicaciones. De manera particular, se verían afectados los actuales propietarios de viviendas que hayan adquirido sus propiedades a precios elevados, que se verían sometidos a una considerable pérdida en la valoración de aquellas, sin que recayera carga efectiva alguna en otros propietarios, ni anteriores ni, en caso de venta, posteriores.           

Aun cuando la meta georgista del impuesto único parece una lejana utopía, máxime cuando hoy día el gasto público representa elevados porcentajes del PIB, algunos países y algunos gobiernos locales han aplicado impuestos sobre la tierra a pequeña escala. Las valoraciones sobre tales experiencias no son unánimes.

Hay también otras figuras impositivas avaladas por sus ventajas económicas, pero las dificultades provenientes de la existencia de un sistema en funcionamiento, y los problemas originados por la transición de un modelo a otro, pueden representar obstáculos a veces insalvables.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)      

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