Imaginemos que, con vistas a la valoración
de la situación de una empresa, dispusiéramos sólo de la siguiente información:
a) los resultados obtenidos en un ejercicio, calculados como la diferencia
entre los ingresos y los gastos, incluyendo entre éstos el importe total de las
inversiones realizadas en activos materiales, y sin tener en cuenta las
plusvalías o las minusvalías registradas; b) el montante de la deuda bruta
acumulada al final del ejercicio.
Podríamos considerar que se trataría de
una información escasa y limitada que ofrecería una visión muy parcial de la
posición económico-financiera de la empresa en cuestión. Para hacernos una idea
de esta última, como mínimo, sería preciso conocer la composición del balance
de situación de la empresa al término del ejercicio. Un balance nos proporciona
un inventario detallado y valorado, a una fecha determinada, de lo que tiene la
empresa (su activo) y de lo que debe (pasivo). La diferencia entre ambos conceptos
da lugar al patrimonio neto, que indica el montante económico que quedaría
disponible si se liquidara la empresa, después de atender todas sus
obligaciones. No hay que perder de vista, sin embargo, que el valor efectivo de
los activos puede variar del tomado como referencia en caso de tener que llevar
a cabo una venta inmediata o no ordenada.
El patrimonio neto es, así, una magnitud
esencial como expresión del valor de una empresa en un momento dado. Si esto es
algo normal en el mundo empresarial, la situación es muy distinta en el ámbito
del sector público. Pese a la trascendencia de las actividades que desarrolla y
a que es el principal agente económico de una nación, la información contable
del sector público empleada más habitualmente a gran escala suele limitarse a
los dos indicadores referidos al inicio, prescindiéndose del balance. Ambos indicadores
constituyen, de hecho, las referencias básicas para la aplicación de las reglas
fiscales de la Unión Económica y Monetaria.
Como señalan I. Ball, W. Buiter, J.
Crompton, D. Detter y J. Soll en una reciente obra (“Public net worth:
accounting-government-democracy”, 2024), “las prácticas contables
gubernamentales son anómalas. Los principales agentes económicos son los menos
comprendidos desde un punto de vista financiero”. Así, a pesar de las enormes
sumas implicadas, y de la complejidad de las decisiones que los gobiernos han
de adoptar, la gran mayoría de ellos utilizan instrumentos contables muy
simples para guiar tales decisiones.
Típicamente, dos son las métricas
empleadas, antes señaladas: el saldo presupuestario (superávit, equilibrio o
déficit) no financiero, y el nivel de la deuda pública, en ambos casos como
porcentaje del PIB. Con estos indicadores no puede establecerse una
diferenciación entre el gasto público en consumo y el gasto público en
inversión. No se sabe si el desembolso efectuado se limita al período en el que
se realiza, o si tiene efectos productivos en el futuro. Tampoco puede
conocerse el potencial ni la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Sería, por tanto, necesario disponer de un
balance completo del sector público, en el que se recogiera el valor de todos
los activos públicos, tanto financieros como no financieros, así como el valor
de todas las obligaciones, presentes y futuras. En el caso de algunos países
que cuantifican el patrimonio neto del sector público (en España, la IGAE
elabora las cuentas del Estado) se obtiene un importe negativo, lo que viene a
reflejar, aparentemente, que el valor actual de los pasivos supera el valor actual
de los activos. Ahora bien, no puede perderse de vista que el sector público
dispone de un “activo” exclusivo y de enorme potencial, el que se deriva de la
capacidad de aplicar impuestos. Por otra parte, asume una serie de
obligaciones, como los compromisos por pensiones, que no aparecen en las cifras
contables oficiales.
Si se calcula bien, como apuntan Ball y
los otros coautores mencionados, el patrimonio neto ofrece una valiosa
información acerca del estado de salud de las finanzas públicas, y también del
legado financiero que se deja a la siguiente generación. Como indican, sin una
buena contabilidad (“accounting”) no puede haber una adecuada rendición de
cuentas (“accountability”), ya sea ante los accionistas o ante el electorado.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)