Pocas propuestas impositivas
cuentan con un cúmulo de elementos tan favorables para su implantación, en los
planos político y social, como las relacionadas con las instituciones
financieras, especialmente a raíz de una situación de profunda crisis en la que
la intervención del sector público ha sido esencial para salvaguardar la
estabilidad del sistema financiero. Las iniciativas de aplicación de impuestos
en este ámbito no solo no tienen coste político sino todo lo contrario. Máxime
cuando la oferta política de un nuevo tributo se vincula al destino de la
recaudación a una causa humanitaria o al mantenimiento de prestaciones
sociales. Sin embargo, lo recomendable, con arreglo a los cánones de la teoría
de la imposición, es evaluar una figura impositiva sin conectarla de antemano
con una finalidad de gasto concreta.
Difícilmente puede un
tributo contar con un reclamo más atractivo ante la opinión pública que su
asociación con Robin Hood. ¿Quién podría oponerse a una acción redistributiva
como la realizada por ese legendario personaje? Pero esa acción, a gran escala,
hoy la lleva a cabo el sector público a través de los mecanismos propios de un
Estado de derecho. Otras denominaciones, bastante más asépticas, son las de
impuesto sobre las transacciones financieras (ITF) e impuesto Tobin. No acaban
aquí las curiosidades, ya que se trata de un impuesto y no de una tasa, a pesar
del uso extendido de “tasa Tobin”, y no responde a la propuesta efectuada en
1971 por James Tobin, orientada específicamente al gravamen de las operaciones
especulativas en el mercado de divisas.
Lo que sí puede decirse es que,
como opción tributaria de alcance internacional, es un “impuesto Guadiana”. La
idea fue defendida, ya en 1936, por Keynes, quien abogaba por el
establecimiento de un tributo de pequeña cuantía sobre las operaciones en los
mercados de valores. El insigne economista británico sostenía que si, por
interés público, los casinos debían tener un acceso restringido y caro, lo
mismo debería ocurrir con los mercados de valores. Sin embargo, a pesar de la
preocupación acerca de los peligros de las burbujas especulativas, hasta la
fecha no ha logrado implantarse ningún tributo de esta naturaleza de manera
concertada. Las posibilidades de elusión del impuesto, si no se adopta en todas
las jurisdicciones, han sido un obstáculo de primer orden. Ahora bien, algunos
países sí han implantado impuestos sobre ciertos tipos de transacciones
financieras (Reino Unido, Francia e Italia, entre otros), y dentro de la Unión
Europea (UE) se ha habilitado la vía de la cooperación reforzada para su
adopción por parte de un grupo de Estados.
El resurgimiento de esa
figura impositiva está ligado al encargo que los líderes del G-20, reunidos en
la Cumbre de Pittsburgh de 2009, realizaron al FMI a fin de analizar las
posibles opciones para que el sector financiero hiciera una contribución justa
y sustancial para financiar las intervenciones públicas para reparar el sistema
bancario. En septiembre de 2011 se publicó la primera propuesta de directiva
impulsada por la Comisión Europea, que pretendía ayudar al fortalecimiento del
mercado único europeo mediante el establecimiento de un esquema coordinado para
el conjunto de la UE, teniendo en cuenta que 10 Estados miembros disponían
entonces de alguna modalidad de ITF. Al no conseguir un respaldo unánime, la
directiva propuesta quedó relegada, pero 11 naciones (Bélgica, Alemania,
Estonia, Grecia, España, Francia, Italia, Austria, Portugal, Eslovenia y
Eslovaquia) expresaron su deseo de arbitrar entre sí una cooperación reforzada
en dicho ámbito fiscal.
El propósito era aplicar en
tales países (de los que luego se descolgaría Estonia) un impuesto sobre todas
las transacciones de instrumentos financieros en los mercados secundarios, siempre
que, al menos, una de las partes de la transacción estuviera establecida en uno
de los referidos Estados miembros y que una entidad financiera, igualmente
establecida en dicho espacio, fuese parte de la transacción. El tipo impositivo
no podría ser inferior al 0,1% (0,01% para las transacciones relacionadas con
instrumentos derivados). Se ha estimado que, para el conjunto de los 10 Estados
proponentes, la recaudación anual podría ascender a unos 30.000 millones de
euros. Para España, las estimaciones oscilan entre 4.000 y 7.000 millones de
euros. Pese a los avances registrados, el tributo aún no se ha puesto en marcha.
En un trabajo publicado por
el IAES de la Universidad de Alcalá (DT 01/2017), realizado conjuntamente con
José Mª López, llevamos a cabo un análisis de los aspectos jurídicos y
económicos del impuesto. Del mismo se desprende que, si bien puede aplicarse en
la realidad tributaria sin los efectos catastróficos esgrimidos por sus más
acérrimos detractores, puede igualmente generar una serie de distorsiones y consecuencias
negativas en las vertientes de la equidad, la eficiencia y la estabilidad
económica:
- Tal impuesto representa una aproximación indiscriminada e injusta respecto a entidades financieras que han tenido un comportamiento dispar durante la crisis.
- Su carga real puede recaer en gran medida sobre los usuarios de los servicios financieros, incluidos ahorradores y pensionistas.
- Como gravamen que penaliza las transmisiones de activos, puede frenar intercambios mutuamente beneficiosos, y el hecho de que su carga sea acumulativa puede disparar los tipos efectivos hasta porcentajes muy elevados.
- Dicho tributo puede acarrear un aumento del coste del capital y una reducción de la liquidez del mercado.
- Aunque un ITF tiende a desincentivar las operaciones especulativas, no existe una sólida evidencia respecto a su papel para minorar la volatilidad.
Los partidarios del referido
impuesto consideran que las repercusiones reseñadas responden a supuestos
concretos que no tienen por qué darse en la realidad. Es esta, en definitiva,
una cuestión empírica que dependerá de circunstancias específicas. Más difícil es
rebatir el argumento de que algunos de los problemas básicos de la estabilidad
financiera no se revuelven mediante la utilización de impuestos sino por la vía
de una regulación adecuada. Un ITF habría sido bastante inocuo para atajar una
crisis asociada a un boom
inmobiliario y una expansión desmedida del crédito.
(Artículo publicado en el
diario “Sur”, el día 4 de marzo de 2018)