4 de agosto de 2018

A Valero Enfedaque López, in memoriam

Él era el exponente de la tercera generación de Valeros, para nosotros los malagueños, acostumbrados a verlo antaño en el rótulo de un establecimiento comercial emblemático del centro histórico, un nombre extraño, propenso a ser confundido con un apellido. Estaba muy orgulloso de sus ancestros homónimos.

Su abuelo, Valero Enfedaque Blasco, que había trasladado a estas tierras sureñas el nombre del patrón zaragozano, fue pionero en la promoción de la imagen de Málaga, su ciudad adoptiva y querida. En el año 1930 comenzó a publicar el “Anuario General de Málaga. Guía Oficial Comercial, Industrial, Profesional y del Vecindario”, al que el Ayuntamiento, en el año 1938, otorgó el rango de guía oficial. A su editor, “hombre de lucha por el bien de la sociedad”, como él mismo se definía y acreditó sobradamente, muchos años después, el nombre de una calle.

Su hijo, Valero Enfedaque Ruiz, compaginó sus funciones como funcionario del histórico cuerpo de telegrafistas con una permanente labor de difusión ciudadana y cultural. En uno de los números del folleto de publicidad “Cicerone de la Costa del Sol”, que él editó, del año 1965, podemos recrearnos hoy con curiosas imágenes como la de la sala de fiestas “El Pimpi”.

Él, Valero Enfedaque López, continuó la saga valeriana pero dirigió sus ansias profesionales hacia otros derroteros, sin por ello renunciar a su amor por su tierra natal ni a la condición transmitida por vía genética, como genuino luchador por el bien de la sociedad, desde sus profundas raíces humanistas.

Conocí circunstancialmente a Valero, Valero III, hace cuarenta años. Él cursaba los primeros años de Medicina; yo me disponía a enfilar los últimos de Económicas y, poco después, la ineluctable incorporación a filas. Yo aspiraba a convertirme en un profesor dedicado a la docencia y a la investigación; él, en un profesional consagrado a la medicina, más que como ejercicio de una prestigiosa especialidad, como una forma de plasmar una vocación de servicio a la sociedad, de entrega incondicional para procurar el bien de los demás.

Era un estudiante despierto, ávido por aprender, deseoso de ponerse manos a la obra. Y ya como estudiante dio muestras de su valía y de sus cualidades para afrontar cuadros clínicos complicados. A la postre, esa intensa y precoz experiencia extramuros de los torreones universitarios le llevó a tener que asumir un esfuerzo añadido, pleno de sacrificio y abnegación, alimentado por su férrea voluntad de forjarse como un médico en su más auténtica expresión. De lejos y de cerca, yo no dejaba de admirar su perseverancia y su entrega, su capacidad para sobreponerse a la adversidad. Y me maravillaba cómo mantenía imperturbable su talante personal, benefactor, siempre optimista y lleno de sensatez.

Al término de su periplo formativo, además de haber formado una familia, Valero había logrado aunar grandes conocimientos teóricos con una valiosa experiencia, profesional y humana, que contribuyeron a completar el magnífico especialista y la excelente persona que hemos tenido la fortuna de compartir en nuestro entorno más o menos cercano.

Los pertenecientes a ese colectivo privilegiado han dado innumerables muestras y testimonios de los rasgos que definían su carácter. La lista es bastante extensa: afabilidad, aplomo, amabilidad, discreción, esmero, disponibilidad, tolerancia, espíritu de sacrificio, resistencia, altruismo, empatía, cordialidad, ingenio, sensibilidad, prudencia, generosidad, encanto, dulzura, desvelo, condescendencia, templanza, resiliencia, autocontrol, pundonor, diligencia, ternura, sabiduría…

Puede que alguien considere que incurro en la exageración al hilvanar esta ristra de virtudes, pero seguramente son muchos más -todos los que lo han conocido- los que piensen que estas palabras en abstracto, por mucho que se dilaten, no pueden hacerle totalmente justicia. En mi caso concreto es así. Durante estos cuarenta años he sido beneficiario directo de su amistad, de su respeto, de su comprensión, de su ánimo, de su aliento y de su afecto fraternal. Una pausada conversación con él, fuera cual fuera la materia, acababa de la misma manera, teniendo efectos terapéuticos. Ha sido para mí un ejemplo en todos los órdenes. Y ese ejemplo, profesional y humano, humano y profesional, es de tal valor y de tan gran magnitud que debe prevalecer en el tiempo.

La conmoción causada por su repentina pérdida, los testimonios surgidos espontáneamente, las muestras de aflicción recibidas, y el cúmulo de gestos callados de personas que lo han conocido no vienen sino a corroborar la licitud de los epítetos vertidos hacia él.

El día 26 de julio llegó el primer zarpazo, bajo una apariencia engañosa. Como engañosa fue la tregua después ofrecida. La última vez que lo vi, al día siguiente por la tarde, su semblante mostraba la afabilidad de siempre; su ánimo, también como siempre, transmitía entereza y entusiasmo. En esa visita improvisada, le acerqué dos libros que tenía preparados para uso propio, uno de Jöel Dicker y otro de Kazuo Ishiguro, que precisamente, sin haberlo elegido por tal motivo, narra la historia de un personaje que encarna el paradigma del profesionalismo más extremo, el de alguien que es capaz de sacrificarlo todo en aras del cumplimiento de su misión y de su compromiso.

Durante estos días tristes, marcados por la consternación, han sido muchos los testimonios hacia Valero que me han impresionado y, en algunos casos, emocionado profundamente. Entre éstos, no puedo dejar de mencionar el de las madres que acudieron a visitarlo a su postrera estancia transitoria acompañadas de sus bebés, a los que él trajo a este mundo, como una especie de conmovedora ofrenda simbólica y sentimental.

Ingenuamente, al hacerle entrega del libro con ese título alusivo, pensaba que era mucho lo que quedaba del día y mucho lo que, en su madurez profesional, Valero podía aportar y, también, disfrutar tras su incesante y agotadora carrera. Sin embargo, de pronto, implacablemente, se echó encima la noche cerrada.

No podemos encontrar consuelo, pero alguien me dijo ayer que una nueva estrella ha aparecido en el firmamento. Hoy he salido a buscarla. Es una estrella muy peculiar y, al verla, he sabido inmediatamente por qué despide un brillo tan especial y por qué lucirá para siempre, ayudando a las demás. 

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