27 de octubre de 2017

El impuesto de Harberger: una propuesta de propiedad compartida

La crisis económica y financiera global de 2007-2009 ha ocasionado enormes problemas, pero ha servido también de revulsivo para la revisión de las ideas, los modelos y los enfoques metodológicos de la Economía. También parece que ha fertilizado los terrenos donde brotan las semillas fiscales. ¿Quién decía que la imaginación fiscal estaba agotada? ¿Quién creía que el paisaje tributario solo admitiría lavados de cara? ¿Quién consideraba que la innovación impositiva había finalizado su recorrido, dejando margen tan solo para figuras pintorescas de escaso impacto recaudatorio? Basta repasar el listado de propuestas recientes de reformas fiscales integrales y, sobre todo, el de nuevos candidatos para ensanchar el sistema tributario para tomar conciencia de que en absoluto es así.

No es menos cierto, sin embargo, que no pocas de las propuestas planteadas encuentran antecedentes, más o menos explícitos, en formulaciones del pasado. Algunas de ellas habían permanecido como impuestos durmientes a la espera de que llegara la hora de saltar a la arena fiscal. La irrupción del best seller de Piketty con su propuesta de implantación de un impuesto progresivo sobre el patrimonio a escala mundial ha avivado enormemente las opciones de la tributación sobre la riqueza, concebidas como una potente arma para frenar la desigualdad económica. Históricamente, las opciones de reforma fiscal han exhibido movimientos pendulares y, en esta hora, la imposición patrimonial vuelve a gozar de mayores predicamentos. Aunque las opciones reales recientes de algunos países venga a desmentirlo.

En el año 1965, Arnold Harberger lanzó una curiosa y ocurrente propuesta, que, sorprendentemente, apenas había concitado atención en los manuales de Hacienda Pública ni, aún menos, había logrado posicionarse como una opción fiscal sólida. Tal vez aguardaba pacientemente su turno a la espera de que se produjera un cambio en los paradigmas económicos y en las relaciones de producción y distribución de los bienes y servicios, y hasta en las nociones de propiedad.  En un nuevo entorno en el que se abre paso la sociedad del coste marginal cero, se extienden los esquemas de economía colaborativa y se amplía el dominio de hegemónicas plataformas de servicios -aparentemente gratuitos- para usuarios individuales y para las redes sociales, lo que hasta ayer era una quimera cobra ahora visos de realidad.

El concepto de derechos de propiedad está en revisión en la era de Internet, pero esa revisión, teórica y práctica, afecta también a determinados bienes materiales. Bajo la denominación de “impuesto de Harberger”, Eric Posner (Universidad de Chicago) y Glenn Weyl (Microsoft Research) han retomado la propuesta de Harberger para lanzar una iniciativa auténticamente revolucionaria (“Property is only another name for monopoly”) basada en tres elementos clave: i) los individuos tendrían que declarar periódicamente a un registro público (catastro blockchain) el valor -que ellos mismos atribuyeran- a los distintos activos integrantes de su patrimonio; ii) cada año se pagaría un impuesto sobre el patrimonio en función de dichas valoraciones personales; iii) todas las personas declarantes vendrían obligadas a vender su activos a cualquier comprador que los demandase a los valores establecidos por su tenedor.

La aplicación de este paquete de medidas, tributarias y regulatorias, daría lugar, de manera automática, al fin de la propiedad privada. Nadie tendría poder de disposición plena sobre ninguno de sus activos, no ya solo sobre los que pudieran tener un interés general sino incluso sobre cualquier otro que se calificase como inventariable. Únicamente cabría la posibilidad de defender el mantenimiento de la posesión de los activos que más apreciara cada persona  mediante la fijación de unos precios muy elevados. Sin embargo, esta estrategia resultaría inviable en la medida en que  desembocaría en unas cargas fiscales sumamente onerosas, si se tiene en cuenta que llega a barajarse un tipo de gravamen del 7%.

El régimen resultante ha sido calificado por sus partidarios de “propiedad compartida” o “propiedad común parcial”. Así, los derechos de uso y de exclusión inherentes a la propiedad privada se traspasan parcialmente al público en general. El impuesto anual se encarga de transferir una fracción del valor de cada activo al sector público, que puede dedicar los recursos obtenidos a programas de gasto público. Dicho de otra manera, el poseedor del activo habría de pagar cada año una especie de canon para poder disfrutar de él, siempre de manera interina. Por su parte, la obligatoriedad de venta en caso de recepción de una oferta al precio declarado impide cualquier derecho de exclusión.

Sin perjuicio de la necesidad de abordar los problemas de diversa naturaleza que conllevaría la puesta en marcha de una combinación de medidas como las descritas -un análisis de ese tipo excede de los propósitos de esta nota-, ello no debe ser óbice para reconocer que la propuesta es altamente disruptiva y suscita un gran interés no solo desde la óptica tributaria. Su adopción nos llevaría a una suerte de comunismo capitalista. Todo es, aparentemente, de todos y nada es de nadie. Para poseer cualquier activo, debemos pagar por él, una especie de alquiler; no podemos oponernos a su transmisión si alguien llega con la oferta adecuada, decidida por nosotros mismos. El comunismo y el poder del dinero estrechan lazos. 

Frente a esta, la propuesta de un impuesto global sobre el patrimonio lanzada por Piketty, considerada como un importante instrumento para la corrección de las desigualdades económicas, queda empequeñecida como una opción menor.

22 de octubre de 2017

El problema de Monty Hall: un reto estadístico fascinante

Tuve noticia de él hace años, no por el, al parecer, famoso programa de televisión estadounidense, sino a través de un artículo encontrado por casualidad en la revista de una importante consultora mundial. Reconozco que quedé fascinado por el problema, por el desafío que plantea a la lógica aparente.

El programa televisivo en cuestión se llamaba “Let’s make a deal” (“Hagamos un trato”) y era presentado por Monty Hall, de ahí que se conozca popularmente con ese nombre. A él me refería en un artículo dedicado a la interesante obra de Charles Wheelan “Naked Statistics”, publicada en el año 2013 (eXtoikos, nº 18, 2016: www.extoikos.es).

En el concurso televisivo, el concursante puede conseguir un coche, oculto tras una de las tres puertas cerradas que tiene ante sí; en las otras dos hay sendas imágenes de cabras:
  • El concursante puede elegir cualquiera de las tres puertas.
  • Una vez que elige una (por ejemplo, la nº 1), el presentador abre una de las otras dos puertas (por ejemplo, la nº 2), tras la que hay una cabra.
  • Y le ofrece la posibilidad de cambiar a la otra puerta (la nº 3) o de mantenerse en su opción inicial. 

¿Debe el concursante mantenerse en dicha opción (nº 1) o pasar a elegir la nueva puerta ofrecida (nº 3), permaneciendo ambas ocultas?

La primera impresión es realmente la de que nos encontramos ante una cuestión muy sencilla de resolver (por fin, encontramos algo en el intrincado campo de la Estadística al alcance de cualquiera, podríamos pensar), a partir de una lógica inmediata. Dado que las tras opciones son, en principio, idénticas desde el punto de vista de la elección sin saber qué hay detrás de cada puerta, la opción elegida por el concursante tiene una probabilidad de conseguir el premio de un tercio; la misma que, por tanto, tenía la opción restante que el presentador mantiene oculta. Así las cosas, dado que nos movemos entre opciones equiprobables, no merece la pena -cabe pensar- arriesgarse a cambiar, ya que podía haberse elegido inicialmente la opción premiada.

Pero no nos hagamos muchas ilusiones: las cosas a veces son más directas de lo que creíamos, pero otras veces nos sorprenden con alguna complicación que desafía la intuición. He aquí uno de tales casos. El problema de Monty Hall tiene una clara solución estadística: al concursante siempre le interesará (por supuesto, hablamos desde de una posición ex ante) cambiar su elección y optar por la otra puerta.

Antes de pasar a tratar de ofrecer la explicación, una consideración parece necesaria. Si alguien se ve sorprendido por la conclusión expuesta o discrepa de ella, no debe hacerse ningún reproche. Cuando la solución técnica al problema fue presentada en un artículo publicado en 1975 en una revista especializada en Estadística, miles de lectores -incluidos profesores de Estadística- alegaron que se trataba de un error.

En la obra mencionada de Wheelan se nos ofrece la explicación. Como se ha señalado, la probabilidad de que el premio se encuentre detrás de una de las tres puertas es de 1/3. Esa es la probabilidad asociada a la puerta elegida inicialmente por el concursante:
  • Si el concursante elige la puerta nº 1 y hay un coche detrás de ella, el presentador puede mostrar la nº 2 o la nº 3.
  • Si el concursante elige la puerta nº 1 y el coche está detrás de la nº 2, el presentador mostrará la nº 3.
  • Si el concursante elige la puerta nº 1 y el coche está detrás de la nº 3, el presentador mostrará la nº 2.
¿Por qué le interesa al concursante cambiar su elección? Su opción inicial, como se ha señalado, es de 1/3. Al tener ahora la oportunidad de cambiar y teniendo en cuenta que el presentador ha descartado una puerta, equivale en la práctica a cubrir dos de las tres opciones. De esta manera, con el cambio, se garantiza una probabilidad de dos tercios, frente al tercio que tendría de mantenerse en su elección inicial.

Wheelan lo explica de manera intuitiva, introduciendo un pequeño cambio en las reglas del concurso. Así, supongamos que el concursante comienza eligiendo una de las tres puertas, como en el juego, pero, una vez que lo ha hecho, el presentador le ofrece la posibilidad de renunciar a su elección inicial a cambio de las otras dos puertas no elegidas. De esta manera, si el concursante acepta, lo que hace es incrementar la probabilidad de ganar desde 1/3 a 2/3.

Hay incluso otras explicaciones más extremas, como la recogida por Tim Harford en un artículo publicado recientemente (Financial Times, 6-10-2017), en la misma línea de la incluida en el libro de Wheelan. En este caso se traza un paralelismo con un concurso en el que hay que hacer una elección entre 100 puertas. Después de abrir una puerta elegida por el concursante, el presentador abre 98 puertas con la imagen de la cabra. Quedarían solo dos puertas sin abrir, la elegida por el concursante y otras más. Hay solo un 1% de probabilidad de que la puerta elegida por el concursante sea la correcta, luego interesa claramente hacer el cambio.

No obstante, si alguien no queda convencido de las explicaciones, tiene la posibilidad de recurrir a pruebas empíricas realizadas por sí mismo. También, la de trazar el árbol de decisiones: 

1) El premio está en la puerta 1; el concursante elige la 1; el presentador descubre la 2 o la 3, y el concursante cambia a la 3 o a la 2, respectivamente; el concursante pierde. 
2) El premio está en la puerta 1; el concursante elige la 2; el presentador descubre la 3, y el concursante cambia a la 1; el concursante gana.
3) El premio está en la puerta 1; el concursante elige la 3; el presentador descubre la 2, y el concursante cambia a la 1; el concursante gana.

Así, para cada puerta premiada se dan tres situaciones posibles con el cambio, y el concursante gana en dos de las tres. En total (si repetimos el ejercicio para las otras dos puertas), gana en 6 de 9, lo que equivale a una probabilidad de 2/3.

En fin, para no desesperar del todo, cabe recordar que, en palabras de Harford, estamos ante “el más engorroso desafío en matemáticas”. Tales palabras están teñidas, obviamente, del genuino humor británico, pero no dejan de tener un poso de verdad.

20 de octubre de 2017

El Ejército de los Sonámbulos

No solo es extraño el título; también lo es el nombre del autor, Wu Ming, bajo el que se cobija un grupo de narradores italianos que, también extrañamente, trabajan de forma de colectiva. No acaban ahí las singularidades. En un mercado literario caracterizado por una hiperabundancia de títulos de la más variada especie, esta extensa obra estructurada en cinco actos brilla por su calidad e interés narrativo e histórico. Y si el texto es fruto de un trabajo en equipo necesariamente ha tenido que contar con un magnífico director de orquesta para haber podido lograr semejante grado de armonía y conjunción. A mayor abundamiento de la atipicidad, los personajes reales que dan vida a los que entran en juego en la novela son presentados en el epílogo, por lo que, de haberlo sabido, quizás me habría merecido la pena invertir el orden de la lectura.

“El Ejército de los Sonámbulos” nos propone una inmersión en toda regla en la época de la Revolución Francesa, a partir de una obertura, fechada el 21 de enero de 1793, cuando todo París se dispone a presenciar la ejecución de Luis XVI, después de que fuera sentenciado (democráticamente) a la pena capital haciendo uso de la tecnología revolucionaria, que no siempre es sinónimo de una revolucionaria tecnología.

El colectivo Wu Ming nos ofrece, sin tregua alguna, un fresco -ensombrecido por tintes dramáticos- de lo acontecido en París y otras regiones francesas a lo largo de los dos años siguientes, dominados por los excesos de los partidarios del nuevo orden y las conspiraciones de quienes trataban de recuperar las bases del antiguo régimen. La vida cotidiana en la capital republicana es descrita con una extraordinaria riqueza de matices. 

La utilización del hipnotismo con fines terapéuticos es uno de los hilos conductores de la trama para luego convertirse en la pieza clave que permite a un siniestro personaje, dominador de las técnicas más avanzadas, reclutar un ejército de soldados teledirigidos e insensibles al dolor para intentar quebrar el estatus republicano y restablecer la línea de sucesión monárquica.

Las vicisitudes con las que se enfrentan los personajes según su posición y fortuna son descritas con destreza, y la obra entera está impregnada de un sello de erudición y corrección literaria. No solo eso; la exposición de los avatares de la gestión de los asuntos económicos mundanos, en particular para hacer frente a la escasez y la carestía, constituyen una lección de valor impagable en la vertiente de la gestión de los asuntos económicos, al tiempo que un recordatorio de cómo hay problemas básicos, ligados a la limitación de los recursos, que perviven a lo largo del tiempo. En verdad, hay episodios en los que uno no llega a saber en qué época ni en qué latitud se producen, ni qué idioma hablan los chamanes de turno. Tampoco si aquellas cohortes de autómatas pueden tener su correlato en otras más reales vulnerables físicamente pero inamovibles doctrinariamente.

En fin, la obra alcanza elevadas cotas narrativas y de la misma pueden extraerse valiosas enseñanzas en ámbitos como los de la historia, la política, la sociología, la psicología y la economía. También con una peculiar interpretación de los derechos de autor, Wu Ming nos deleita con un magnífico regalo literario. El significado chino de su nombre lo aclara todo sin aclarar nada.

17 de octubre de 2017

¿Un impuesto especial sobre las bicicletas?

Recientemente, el Estado de Oregón, uno de los cinco Estados norteamericanos que no tiene implantado un impuesto sobre ventas, ha aprobado la aplicación, a partir del presente mes de octubre, de un impuesto específico sobre las bicicletas, con el propósito de recabar fondos para el mantenimiento y la mejora de los carriles reservados a los vehículos no motorizados y a los viandantes.

Concretamente, el nuevo tributo consiste en el cobro de una cuota fija de 15 dólares por cada bicicleta cuyo precio sea igual o superior a los 200 dólares. La recaudación proyectada es de 1,2 millones de dólares anuales, lo que equivaldría al gravamen de 80.000 bicicletas.

La controversia no se ha hecho esperar, como apunta Renu Zaretsky en una nota publicada por el Tax Policy Center (“The case of Oregon’s bicycle excise tax”, 2 de agosto de 2017). En ella se recoge la opinión del editor de BikePortland: “Estamos gravando la forma de transporte más saludable, más barata, más amigable del medio ambiente, más eficiente y más sostenible económicamente jamás diseñada por la especie humana”.

En el polo opuesto, un senador estatal concibe la utilización del impuesto sobre las bicicletas como una cuestión de justicia, basándose en una aplicación estricta del denominado principio impositivo del beneficio: dado que los ciclistas comparten las carreteras, deben ayudar a financiarlas, arguye de manera genérica. Para el senador Ray Scott, si no se gravan las bicicletas, no habría razón para gravar otros vehículos que circulan por las carreteras.

El referido principio del beneficio propugna que cada persona contribuya a las arcas públicas en función de los beneficios que disfruta de los servicios públicos. Desde esta perspectiva, todo beneficiario de la circulación de su vehículo por vías públicas, cuya construcción y mantenimiento generan costes, debería contribuir mediante el pago de un tributo.

De aceptarse ese planteamiento, cabrían esencialmente dos posibilidades: i) una primera sería establecer una tasa cuyo pago habilitara individualmente al acceso a la vía pública. Los inconvenientes serían mayúsculos, toda vez que a los enormes costes de administración y gestión se uniría el de excluir del acceso a las vías a las personas que no pagasen el canon, lo que, desde la óptica de la eficiencia, no tendría sentido en tanto no existiera congestión; ii) Otra opción sería permitir un acceso libre y gratuito a todos los usuarios de las vías públicas y establecer un impuesto sobre los vehículos, bien de exacción anual, que respondería mejor a la lógica expuesta, bien por una sola vez con motivo de su adquisición. Esta segunda es la alternativa elegida en Oregón, que, no obstante, prevé un mínimo exento para las bicicletas de precio inferior a los 200 dólares.

Hasta aquí el paralelismo entre las bicicletas y otros vehículos motorizados. Con vistas al tratamiento de estos últimos ha de tenerse en cuenta el impacto que su utilización genera para el medio ambiente, en la forma de externalidades negativas. El principio impositivo de eficiencia reclama que se establezca una carga tributaria sobre las actividades contaminantes. De esa función se encargan en la práctica otras figuras impositivas. 

Por último, no debe perderse de vista que una cosa es que se aplique formalmente un impuesto y otra distinta, quién acaba soportándolo realmente. En el plano legal, el impuesto sobre las bicicletas de Oregón lo pagarán los compradores, pero puede que, en algunos casos, los vendedores no tengan capacidad para repercutir íntegramente la cuantía del impuesto sobre los adquirentes. De hecho, algunos empresarios se han manifestado en tal sentido. En ese supuesto, la fundamentación del principio del beneficio quedaría desmantelada.

El Estado de Oregón inaugura una curiosa senda tributaria con la introducción del impuesto especial descrito, una auténtica rara avis en el panorama internacional. Pero quizás aún lo sea más la inexistencia de un impuesto sobre las ventas. Del impacto de este no se suele librar la mayoría de las adquisiciones de bienes y servicios. El nuevo impuesto de Oregón equivale a un 7,5% si el precio es de 200 dólares; a un 3%, si es de 500. No obstante estos modestos tipos de gravamen en términos comparativos, en lugar de ser objeto de gravamen, ¿deberían subvencionarse las bicicletas, a tenor de los efectos externos positivos que pueden generar? ¿Cabe, sin embargo, la posibilidad de que su uso origine también ciertas externalidades negativas sobre los peatones en los recorridos urbanos?

16 de octubre de 2017

Lecciones de los Pactos de la Moncloa, 40 años después

En junio de este año se ha conmemorado el 40º aniversario de la celebración de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura franquista. El reconocimiento de la importancia de dicho evento no debe, sin embargo, eclipsar otro hito acaecido pocos meses después que aportó el soporte económico y social imprescindible para que la transición política pudiese coronarse con éxito, la firma de los Pactos de la Moncloa.

En el año 1977, España llegaba a un momento culminante en el proceso de reforma política sumida en una crisis económica que fue calificada como grave por su duración temporal, profunda por su huella en las principales variables, mundial por su dimensión y extensión, y, lo que era más preocupante, capaz de abortar la democratización en ciernes. La economía nacional presentaba un cuadro de indicadores ciertamente preocupante: la inflación se había disparado con crecimientos de precios superiores al 20% anual, mientras el paro iniciaba una senda ascendente, el déficit exterior llegaba a niveles preocupantes y, con una presión fiscal que no superaba el 20% del PIB, las finanzas públicas estaban sumamente limitadas para proveer los servicios y las prestaciones sociales que definen el perfil de un Estado moderno. Además, la economía española arrastraba una serie de características estructurales que la hacían muy vulnerable a una crisis con un alto componente de oferta, como fue la de los años setenta.

Qué duda cabe de que la designación del profesor Enrique Fuentes Quintana como Vicepresidente Económico del primer Gobierno de la democracia fue clave tanto para el enfoque como para el diseño del programa de política económica contenido en los Pactos de la Moncloa, respaldados, en el mes de octubre de 1977, por el conjunto de las fuerzas políticas con representación parlamentaria.

No hay recetas económicas que puedan aplicarse mecánicamente en cualquier situación. No hay ningún programa de política económica que pueda diseñarse en el vacío, sin atender a las circunstancias y condicionantes de cada momento y lugar, sin considerar las restricciones y los márgenes de actuación existentes. Sí hay, por el contrario, algunos principios básicos que, por su naturaleza y alcance, trascienden de situaciones concretas. Algunos de ellos fueron expuestos por Fuentes Quintana en el discurso que dirigió al país en una memorable intervención televisiva del día 8 de julio de 1977: “Los problemas económicos de un país sólo pueden superarse mediante el esfuerzo y la colaboración de todos... La situación de la economía española no autoriza a nadie a proponer y a prometer soluciones fáciles. Quien lo haga no construye la democracia, practica la demagogia...”.

Los Pactos de la Moncloa constituyen un valiosísimo legado por un doble motivo: primero, y fundamental, por representar un hito en la calidad institucional y de gobernanza, que aportó la imprescindible estabilidad política y social en una fase decisiva para la construcción del régimen democrático; segundo, por la metodología y el enfoque adoptados para la elaboración del programa de política económica necesario para abordar una crisis económica de connotaciones singulares e irrepetibles.

La política económica de los Pactos de la Moncloa se articulaba en dos componentes que respondían a dos estrategias primordiales: i) una política de ajuste global, encaminada a lograr el saneamiento macroeconómico; ii) una política de ajustes positivos, que, con una orientación microeconómica, pretendía, mediante reformas estructurales, que los mercados, tanto de factores como de bienes y servicios, funcionasen de manera eficiente y competitiva.

En definitiva, quienes estaban al frente de los destinos económicos del país eran conscientes de que el éxito en la superación de la crisis y, con ello, la consecución de la meta de la consolidación de la democracia, radicaban en la necesidad de acometer acciones urgentes simultánea y paralelamente en dos planos: por un lado, el de la estabilidad macroeconómica, tratando de cortar la peligrosa espiral inflacionista, asociada a unos tipos de interés hoy inconcebibles, y de frenar la sangría del déficit exterior, como tareas prioritarias; por otro, emprender la reforma de los mercados y de los sectores a fin de propiciar una estructura económica moderna con opciones de ser competitiva y de integrarse en el espacio económico europeo.

Algunos de los criterios previos recogidos en el documento aprobado son bien expresivos de la toma de conciencia de la situación, de la altura de miras y del ejercicio de la responsabilidad política: “Todos los partidos políticos presentes en la reunión coinciden con el Gobierno en la necesidad de adoptar una serie de medidas monetarias, financieras y de empleo… que permitirían restablecer en un período de dos años los equilibrios fundamentales de la economía española”.

Aun reconociendo la relevancia de la recuperación de los equilibrios macroeconómicos básicos, el documento contenía asimismo una amplia batería de acciones específicas para una serie de áreas con gran relevancia económica y social. Una simple enumeración de las mismas puede servir como recordatorio de la conveniencia de que el marco de actuación básico de las “cuestiones de Estado” cuente con un refrendo político lo más amplio posible: reforma fiscal, control del gasto público, política educativa, política de urbanismo, suelo y vivienda, reforma de la Seguridad Social...

Juzgar positivo y esperanzador para la superación de la crisis y la consolidación de la democracia el acuerdo referido, cuyo contenido estima necesario y adecuado... Llamar a las fuerzas sociales a prestar su apoyo solidario para la superación de la crisis económica que atraviesa nuestro país”.

Quizás alguien esté inclinado a pensar que las anteriores declaraciones pudiesen ser fruto de alguna fabulación narrativa, pero realmente corresponden a la resolución del Congreso de los Diputados de fecha 27 de octubre de 1977 en relación con los Pactos de la Moncloa. Cuarenta años después, dicho acuerdo, plasmado en un librito que entonces podíamos adquirir a un precio de 50 pesetas y que hoy podemos descargar inmediatamente y de forma gratuita de Internet, sigue siendo una fuente de inspiración de un valor inestimable para la actuación en las esferas política y económica.

(Publicado en el diario “Sur”, el día 16 de octubre de 2017)

15 de octubre de 2017

Las pasiones y los intereses

Es este el título de uno de los libros estelares del economista Albert Hirschman. De aquel, que vio la luz en el año 1977, se ha afirmado que se trata de una obra maestra, exquisita, brillante, original, maravillosa… Todo un clásico, un texto icónico, avalado por prestigiosos reconocimientos. No obstante, a estos acreditados atributos podrían añadirse otros, como el de su complejidad argumental y un desarrollo expositivo que no parece concebido para facilitar su asimilación por un lector no especialista. Tal vez el proceso de elaboración del manuscrito que el autor describe en el capítulo de agradecimientos ayude a explicar parcialmente dicho rasgo.

Como consta en la segunda parte del título de la obra, son los “argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo” los que se centran su contenido, que Amartya Sen, en el prólogo de una edición del año 1996, cataloga como una “breve monografía sobre la historia del pensamiento económico”.

Ya en el prefacio, el autor señala que su ensayo “tiene su origen en la incapacidad de la ciencia social contemporánea para arrojar luz sobre las consecuencias políticas del crecimiento económico". El leitmotiv es el rastreo histórico de la justificación del capitalismo antes de que este llegara a expandirse y consolidarse. Y es una proposición sostenida por Montesquieu, también refrendada por Steuart, la que se erige en el foco argumental. Según el autor de “El espíritu de las leyes”, las pasiones pueden hacer que la gente sea malvada, pero puede haber intereses que le hagan no serlo. Montesquieu es presentado como el exponente de mayor influencia de la doctrina del “dulce comercio”.

La búsqueda, documentada y analítica, de los antecedentes de dicha tesis acapara gran parte de la “breve monografía” de Hirschman, escrita con erudición y también con apasionamiento. Por otro lado, no son pocas las sorpresas que nos proporciona su lectura, algunas de ellas de gran calado. Entre ellas, frente a la posible expectativa de cohonestar la conocida argumentación de la defensa de la economía de mercado de Adam Smith con la mencionada tesis montesquiniana, nos encontramos con que, según Hirschman, el autor de “La riqueza de las naciones” no solo no compartió esa perspectiva sobre la capacidad del capitalismo emergente para mejorar el orden político a través del control de las pasiones más salvajes, sino que la socavó decisivamente: “Al sostener que la ambición, el ansia de poder y el deseo de respeto pueden ser satisfechos por la mejora económica, Smith minó la idea de que la pasión puede enfrentarse a la pasión, o los intereses a las pasiones”.

Y Hirschman, después de haber inducido al lector a abrazar la tesis de Montesquieu-Steuart, después de haberle invitado a jugar una partida de naipes en la que él mismo reparte algunas cartas marcadas, pone más adelante las suyas bocarriba: “Las especulaciones de Montesquieu y Steuart acerca de las consecuencias políticas saludables de la expansión económica fueron una gesta de imaginación en el reino de la economía política, una gesta que continúa siendo magnífica aunque la historia haya refutado la esencia de estas especulaciones”.

De manera rotunda llega a afirmar que “la idea de que los hombres, al perseguir sus intereses, serían para siempre inofensivos no fue definitivamente abandonada hasta que la realidad del desarrollo capitalista se mostró completamente. A medida que el crecimiento económico de los siglos XIX y XX desarraigó a millones de personas, empobreció a amplios sectores mientras enriquecía a algunos, causó desempleo a gran escala durante depresiones cíclicas y produjo la moderna sociedad de masas, fue quedando claro para diversos observadores que quienes estaban implicados en estas violentas transformaciones serían, cuando la ocasión lo propiciara, apasionados: apasionadamente furiosos, temibles, resentidos”.

Esta demoledora conclusión, no obstante su relevancia, viene a chocar frontalmente con algunos planteamientos recientes, apoyados en la explotación de series históricas revisadas acerca de las condiciones socioeconómicas, como el de Edmund S. Phelps recogido en una entrada de este blog. Y, como colofón más que significativo, especialmente para los admiradores de dos figuras míticas del pensamiento económico como son Keynes y Schumpeter, cabe reseñar las ácidas críticas que el economista de origen alemán vierte sobre ambos.

En cualquier caso, aunque, desafortunadamente, la historia se ha encargado de refutar la creencia de Steuart de que“el complicado sistema de la economía moderna” era “la brida más efectiva que jamás se inventó contra la locura del despotismo”, es quizás más discutible que una adecuada política de modulación de los intereses no pueda contribuir a domeñar algunas pasiones.

12 de octubre de 2017

¿Regreso del servicio militar obligatorio?

Aun cuando hay personas convencidas de la factibilidad de construir paraísos sociales en este mundo (también, por supuesto, hay quienes los visualizan en el más allá), muchas otras, influenciadas por un mayor pragmatismo, se conformarían con que su país llegara a convertirse en “Dinamarca”. Con el título “¿Cómo llegar a ser Dinamarca”? escribí un breve artículo a raíz de una relevante obra de Francis Fukuyama (diario Sur, 26 de enero de 2016).

Los países nórdicos (curiosamente, este gentilicio está reservado a los países septentrionales del continente europeo) suelen ser una meta anhelada como modelo social, por múltiples razones (nivel de vida, bienestar, tolerancia, igualdad, integración…, ya sea, también curiosamente, bajo esquemas de gobierno de corte republicano o monárquico). El listado de atributos típicos de estos privilegiados países es ciertamente atractivo. ¿Deberíamos imitarlos en todo?

Es posible, pero a un adolescente español, hombre o mujer, que estuviera considerando la posibilidad de trasladarse allí, con plenitud de derechos y de obligaciones, probablemente le interesaría saber que en alguna de las naciones nórdicas (Finlandia) rige el servicio militar obligatorio y que otra de ellas, como es Suecia, acaba de restablecerlo.

¿Debería España, como una acción de un posible plan de convergencia con los países nórdicos, recuperar también la conscripción?

De hecho, con independencia de cualquier emulación, se oyen a menudo opiniones que abogan por ello, argumentando una serie de ventajas asociadas al servicio militar obligatorio (participación personal en un servicio de interés general, conocimiento directo de la sujeción a la disciplina, mezcla con personas de otras regiones y con otros perfiles sociales, sometimiento a unas reglas de igualdad absoluta, asunción de responsabilidades ante misiones concretas, etcétera). Dejo a criterio de quienes están en posesión de una cartilla militar sellada la elaboración de la lista de inconvenientes.

El servicio militar obligatorio puede concebirse en términos económicos como un impuesto en especie, que solo puede satisfacerse mediante una prestación personal, no redimible, en la época moderna, mediante el pago de una prestación pecuniaria. Es más, incluso puede considerarse que se trata de un impuesto neutral (“lump-sum tax”), es decir, que no genera ningún coste de eficiencia. Según la definición utilizada por los economistas, esto ocurre cuando el importe de la obligación impositiva no puede ser alterado mediante un cambio en el comportamiento del contribuyente. Así, si quisiéramos preservar la nacionalidad de nuestro país, manteniéndonos dentro de la legalidad, no tendríamos capacidad (teóricamente) de evitar nuestra incorporación a filas. 

Ahora bien, tal y como estaba concebido en España, el servicio militar era un impuesto selectivo sobre los varones cuya estatura se encontrara comprendida dentro de unas determinadas cotas. Un exjugador profesional de baloncesto me confesaba, hace ya muchos años, que por las noches se sometía a unos ejercicios de estiramiento con la intención de superar la barrera de los dos metros, establecida como umbral de exclusión. Y a nadie se le oculta que, además de los sesgos de sexo, el mencionado peculiar tributo, como ocurre en muchos tributos reales, adolecía de vías de agua debido al juego de fórmulas de “elusión fiscal” o del disfrute de “beneficios fiscales” no siempre reglados.

Al margen de las cuestiones relacionadas con el enfoque económico teórico, algunos analistas aportan argumentos económicos empíricos y militares a favor de la conscripción. Así lo hace, por ejemplo, Elizabeth Braw, miembro del Consejo Atlántico, en un artículo publicado recientemente en el diario Financial Times (10 de septiembre de 2017). 

En este recoge la opinión del ministro de defensa de Suecia, quien considera que el servicio militar aumentará las competencias para la gestión de crisis y propiciará un mayor compromiso y la participación en la defensa nacional. En Israel incluso ha llegado a acuñarse el concepto de “capital militar” como síntesis de los capitales supuestamente promovidos por el servicio militar (humano, social y cultural). De otro lado, también se hace eco de las conclusiones de un académico finlandés que sostiene que, a pesar del retraso que puede darse en las carreras profesionales de algunas personas, el servicio militar permite desarrollar competencias útiles en cualquier sector, en conexión con la adaptación, la gestión y las relaciones sociales. La creación de redes entre los reclutas ha tenido posteriormente aplicaciones en el mundo empresarial en algunos países.

La autora del artículo reseñado, como corolario, hace una constatación y lanza un interrogante: “Y no cabe duda de que algunos jóvenes de 19 años de edad vean el servicio militar como un carga. ¿Pero y si este les ayuda en sus carreras?”.

No deja de ser una sorpresa que algunos de los países más avanzados del mundo recurran al servicio militar obligatorio, pero no lo es que, desafortunadamente, en pleno siglo XXI, tras milenios de civilización, sigan siendo necesarios los ejércitos. Corresponde a los ciudadanos decidir, de manera democrática, cómo quieren que dicho servicio sea suministrado en la práctica. Reflexionar en torno a la función pública de la defensa suscita numerosas cuestiones de interés en el ámbito del análisis económico y sociológico, pero también en el filosófico: ¿Podemos vislumbrar, a estas alturas, algún desenlace de la pugna entre los planteamientos de Hobbes y Rousseau?

9 de octubre de 2017

Heroísmo deportivo y compromiso académico

Dos escenas distintas, una, deportiva; otra, académica; un mismo protagonista. La primera tiene lugar en la ciudad de Memphis, la tarde del domingo 26 de marzo de 2017. Se viven momentos cruciales de la “Locura de marzo” (“March Madness”), esa quincena larga en la que los 68 equipos clasificados disputan, a un ritmo frenético, las eliminatorias del campeonato de baloncesto universitario masculino de Estados Unidos. Después de tres rondas, está en juego una de las anheladas cuatro plazas para la fase final. Pugnan por ella los equipos de las universidades de Kentucky y North Carolina, conocidos, respectivamente, como los “Wildcats” y los “Tar Heels”, algo así como los “Gatos silvestres” y los “Talones de alquitrán”.
Hay quienes afirman que, de los partidos de baloncesto, solamente merece la pena ver el último cuarto; en ocasiones, únicamente los tres últimos minutos, ya que ahí es cuando se deciden los partidos. Otros, no obstante, lo hacen en la última fracción de segundo. Es cierto que, con marcadores igualados, se reinician sucesivos minipartidos. En el baloncesto, a diferencia de lo que ocurre en el tenis o en el voleibol, solo vale el saldo final, no los cómputos parciales.
Es un deporte en el que, con un tanteo igualado, únicamente sirven lo que los economistas calificarían como actuaciones marginales, las que se producen a partir de ese momento. Sin embargo, sería absurdo prescindir de las circunstancias que han llevado a esa situación de igualdad. Pero no deja de ser cierto que, hasta cierto punto, las estadísticas que miden el rendimiento de los jugadores no están muy perfeccionadas. Computan por igual cada canasta con independencia de la diferencia existente en el marcador, del tiempo restante y del referido valor marginal que puedan tener. ¿Qué valor podría haber tenido el mítico lanzamiento de Michael Ansley en el partido del Unicaja contra el FC Barcelona de mayo de 1995, de haber conseguido la canasta? (A pesar de que no fue así, tuvo y sigue teniendo un gran valor, por distintos motivos).
Según relatan las crónicas disponibles en Internet, el partido entre Kentucky y North Carolina fue tremendamente emocionante y trepidante de principio a fin, con oscilaciones en el marcador. Faltando menos de seis minutos, el equipo de Kentucky dominaba la contienda, pero posteriormente el de North Carolina tomó ventaja, que, a falta de diez segundos, fue neutralizada con un triple inverosímil. En línea con lo antes señalado, podría decirse que se disputó un micropartido de esa duración, que se decidió con una canasta del jugador Luke Maye cuando quedaban dos segundos. A los pocos días, su equipo se proclamó campeón de la competición.
Aunque el baloncesto es un deporte de equipo y es evidente que para poder tener la opción de triunfo es imprescindible todo el trabajo previo, es bien sabido el valor que se atribuye a ese tipo de canastas decisivas y la aureola que rodea a sus artífices, que adquieren el estatus de héroe en los anales de sus clubes.
Aun siendo muy trascendentales para la historia de las entidades deportivas, casos como el descrito ocurren con frecuencia en el mundo del deporte, en general, y del baloncesto, en particular. En el aquí comentado concurre una singularidad asociada a la actitud postpartido del mencionado jugador. Después del esfuerzo del domingo, del desplazamiento, de la emoción y del extraordinario logro, alguien podría pensar que quisiera tomarse un respiro de sus obligaciones académicas a la mañana siguiente.
Dada la costumbre de realizar apuestas deportivas en relación con la exitosa competición baloncestística universitaria, cabe hipotetizar sobre a cuánto se habrían cruzado las apuestas respecto a la actuación de Luke Maye en el campus universitario el día después: ¿asistiría o no a clase ese día y, en concreto, a la primera, de Economía, programada a las ocho de la mañana?
Un vídeo difundido por una televisión local nos da la respuesta “ex post”: antes de su inicio, una clase entera, con el profesor a la cabeza, dedica una emotiva ovación a un asistente inesperado, el deportista, que, discretamente, se pone en pie, un tanto incómodo. “Simplemente asisto a clase, es algo normal”, declaró, tras ser preguntado por su aparentemente atípico comportamiento. Circunstancialmente, en junio de este año también desafió los designios del azar al salir ileso, afortunadamente, de un aparatoso accidente automovilístico.
Reconozco que quedé impresionado por semejante testimonio gráfico cuando, hace meses, me mostraron el vídeo, que ahora he podido localizar gracias a un gran conocedor del baloncesto universitario norteamericano. Difícilmente, a mi entender, puede conjugarse mejor el doble compromiso con el deporte y con el esfuerzo académico. En tal sentido constituye un formidable ejemplo que, sin necesidad de teorización, sino por la vía de los hechos y de las actuaciones concretas, es sumamente valioso, no ya para la educación en valores (¿en qué valores?), sino para la propia educación, educación integral, de un joven. En breves segundos pueden visualizarse las imágenes de los instantes finales del partido que convirtió a Luke Maye en un héroe de su universidad y las de su comparecencia en su clase matutina. La combinación de ambas piezas nos ofrece una lección en toda regla, una lección que, más allá de los efímeros resultados deportivos, deja una huella aún más resistente que la del alquitrán.
También, en mi opinión, pueden tener gran utilidad, desde un punto de vista más pragmático, para personas dedicadas a la docencia. A mí en particular me serán de gran provecho para responder una de las preguntas más curiosas y difíciles que, cada año, suelen formular algunos alumnos el primer día del curso académico: “¿Es obligatoria la asistencia a clase?”

(Publicado en diario "Sur", el día 9 de octubre de 2017)

8 de octubre de 2017

La tiranía del PowerPoint

… O de cómo ese exitoso programa informático condicionó la palabra hablada y alteró la puesta en escena y el desarrollo de una conferencia o de una clase, transformando el modo de llevar a cabo una exposición y hasta la actitud del oyente.

El PowerPoint es para mí un viejo conocido, asiduo compañero de viaje, motivo de desvelos e inquietudes metainstrumentales. Hace ya algunos años publiqué un artículo a raíz de la curiosa irrupción de un partido político anti-PowerPoint (“Jaque al PowerPoint”, La Opinión de Málaga, septiembre de 2011). No parece que aquella iniciativa haya prosperado demasiado, como tampoco ha podido frenar su carrera la corriente de críticas que se remonta más de veinte años en el tiempo. El programa está instalado en más de 1.000 millones de ordenadores en todo el mundo y ya se hace rara una reunión de cualquier tipo en la que no esté presente: casi siempre está o, si no, se le espera.

Después de haber quedado ab initio maravillado ante las posibilidades que brindaba la aplicación, tras años de confinamiento (bendito confinamiento liberador) en el encerado y de recurrir al auxilio de las transparencias en el retroproyector, no he podido eludir, al cabo de los años, la presencia de una sensación ambivalente. Ni siquiera he podido evitar la tentación de renunciar a su utilización, de volver a las raíces, nunca abandonadas, para recuperar su plenitud. Ha sido en vano. El coste del uso del PowerPoint en modo alguno es desdeñable en algunos aspectos, pero el coste de no utilizarlo es considerablemente mayor.

Eso no quita para detestar la pauta imperante de la obligatoriedad de utilizar una presentación en PowerPoint en cualquier tipo de intervención, la idea de dar por hecho que toda exposición debe basarse ineludiblemente en ese tipo de soporte. No acaba ahí la cosa; a la exigencia de aportarla se une la antelación de su envío y, finalmente, la cesión para su distribución irrestricta. En el caso hipotético de que un ponente tenga la posibilidad o la osadía de declinar su uso, y lo haga, ha de afrontar el riesgo de ser visto como un bicho raro, como un representante de una especie en trance de extinción. Eso es lo que ha logrado el PowerPoint, que, en su ausencia, se perciba una sensación de oquedad, de vacío, de incompletitud. De hecho, se llega al extremo de que una de las slides de mayor utilización es la que sirve para rubricar multitud de presentaciones, con un contenido ciertamente creativo y ocurrente: “Muchas gracias”.

A medida que escribo estas líneas me voy dando cuenta de que la consideración del mundo del PowerPoint suscita múltiples perspectivas, y abre muchas vías de análisis, que darían para elaborar un tratado. No es, desde luego, el propósito que ahora me planteo en este artículo, que simplemente recoge algunas reflexiones desordenadas al hilo del publicado recientemente en el diario Financial Times (1-10-2017) por Pilita Clark, con un título muy expresivo: “¿El problema real con el PowerPoint? Somos nosotros, estúpido” (¿para cuándo un partido antiproclamadores de supuestas estupideces ajenas?).

El PowerPoint, como todo programa informático, no deja de ser un instrumento, al que se puede dar distintos tipos de uso: excelente, bueno, aceptable, deficiente o deleznable, entre otras posibles categorías. Lo mismo ocurre con el programa Word mediante el que se escriben estas líneas: el output puede ser bastante variopinto.

Recuerdo el acto de lectura de una tesis doctoral, hace años, en una universidad española, en el que el doctorando llevó a cabo su defensa utilizando una presentación de PowerPoint en la que, sucesivamente, se reproducían párrafos completos de su trabajo, que iba leyendo íntegramente. Aquello sí que fue un acto de lectura (en pantalla) en toda regla. La extrema densidad de contenidos en una diapositiva es, por otro lado, práctica habitual en las presentaciones de expertos consultores. En cambio, hay otras que ofrecen esquemas o gráficos sumamente ilustrativos y clarificadores, de gran ayuda para seguir el hilo de la exposición o para comprender aspectos clave de la argumentación.

Lo anteriormente señalado es aplicable a una presentación profesional, una conferencia académica, una exposición ante un público diverso o una clase, ya sea universitaria o no: la tecnología puede ser un eficaz aliado del discurso expositivo, para la transmisión de ideas y para el ahorro de tiempo o, por el contrario, un apéndice inconexo, inservible y contraproducente.

Algunos prestigiosos colegas universitarios se vanaglorian de no ser PowerPoint-dependientes en la impartición de sus clases, que siguen desarrollando según pautas tradicionales, a veces, eso sí, complementadas con la distribución de fotocopias de cuadros o gráficos. Por cierto, ¿constituye este recurso a la tecnología de la reproducción una desviación de los cánones?, ¿lo es escribir un texto en un programa de ordenador, en vez de a mano?

Las nuevas tecnologías crean efectivamente una diferencia. Hace años, cuanto tenía que explicar algún ejemplo numérico muy detallado, no me quedaba más remedio que copiarlo pacientemente en la pizarra. Lo mismo ocurría si se trataba de mostrar un gráfico de cierta complejidad. Las clases tenían otro ritmo y otra cadencia. Los nuevos instrumentos han potenciado enormemente la productividad. No obstante, hay que tener en cuenta el tiempo invertido (por quienes no actúan como free riders) en la preparación de los contenidos a incluir en los soportes informáticos. Y no hablemos del riesgo operativo de última hora…

Esos nuevos instrumentos han transformado los procedimientos y los requerimientos de tiempo, pero en absoluto afectan a la esencia del proceso docente, ya que los contenidos de base siguen siendo la clave. Pueden modularse las formas, las apariencias, el modo de transmisión, todo el envoltorio, pero es la sustancia de los contenidos lo que sigue siendo la piedra angular de toda labor pedagógica.

En mi opinión, no debe verse como algo problemático que a partir de unos buenos contenidos puedan elaborarse unos esquemas divulgativos apropiados. Además, desde estos últimos se puede emprender el camino inverso hasta la fuente originaria, en toda su amplitud. El problema surge cuando se carece de contenidos y todo empieza y acaba en una plasmación inadecuada, desde la que no resulta posible iniciar ningún recorrido, no ya hacia una ubicación concreta sino ni siquiera hacia una dirección genérica. El test de una buena presentación de PowerPoint es si verdaderamente aporta algún valor añadido en la cadena de transmisión del conocimiento. En este sentido, el contenido de una diapositiva no ha de ser una mera reproducción de un texto escrito ni tampoco un diagrama ininteligible. Como señala Pilita Clark en el artículo antes mencionado, nos encontramos con un gran dilema, el de “la tendencia a confundir la complejidad con la pericia. Todo el mundo sabe que los oradores más efectivos explican las cosas de manera simple. Y todo el mundo conoce a innumerables personas de éxito que no lo hacen”.

Un buen documento de PowerPoint no debe ser completamente autónomo, no debe tener vida propia sin su intérprete, pero sí debe ser capaz de servir de orientación a cualquiera que lo vislumbre.

Lo anterior no significa en modo alguno que pretenda ejercer de apóstol del supuesto uso canónico del programa. Se trata solo de reflexiones personales que ahora fluyen tras muchas horas de vuelo sin otro motor que tratar de allanar el camino, en distintos escenarios, a los receptores de contenidos.

Y, a pesar de mi acreditada condición de sostenedor no minoritario sino solitario de opiniones, no puedo dejar de suscribir la expresada por la columnista del Financial Times cuando afirma que “En última instancia, el PowerPoint y sus muchos derivados no deben ser culpados por ello [de la falta de claridad], aunque el mundo podría ser un lugar mejor si más personas hablaran sin aquellos. Hasta entonces, es mejor recordar que la cosa más importante que uno puede hacer con el PowerPoint es usarlo de una forma que ayude realmente a decir algo importante”.

La idea, la palabra, la habilidad comunicativa, el ingenio expresivo han de seguir ejerciendo su preeminencia. En lugar de convertirse en esclavos de algún programa informático, este debe quedar siempre subordinado al rango primigenio de aquellos. Si se dan las condiciones adecuadas, hay ocasiones en las que puede lograrse una alianza fructífera entre la esencia y el instrumento.

Panorama económico y financiero: respuestas a las cuestiones planteadas

A continuación se adjunta el cuadro de respuestas correspondientes a las cuestiones planteadas en una entrada anterior de este blog ("Panorama económico y financiero: algunas cuestiones"), publicada el día 3 de octubre de 2017:


Cuestión nº

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