30 de abril de 2020

¿Acabará la pandemia con el dinero en efectivo?


La pandemia del coronavirus ha subvertido las pautas sociales de una manera abrupta y radical. Ha acabado drásticamente con hábitos que parecían inmutables. ¿Acabará también con el uso del dinero en efectivo? ¿Pasarán a la historia los billetes y las monedas de curso legal?

El proceso de digitalización del dinero hace años que ha arrancado y algunos países van muy adelantados en ese recorrido. En cambio, en otros, hasta ahora, se constataba una firme resistencia a su desaparición. De hecho, tres cuartas partes de todas las transacciones de consumo en el área del euro tienen lugar por medio de efectivo, con un especial relieve en Alemania, España e Italia[1]. En el año 2016, un 79% de las compras en puntos de venta minorista en la Eurozona se realizaba por medio de dinero en efectivo, un 19% mediante tarjetas, y un 2% a través de otros instrumentos[2].

Los riesgos de contagio del virus han confinado también el dinero en efectivo y aupado el recurso a los medios electrónicos y telemáticos, incluso para el menudeo, preferentemente mediante las tarjetas contactless. La crisis sanitaria actúa como un potente factor de impulso de la digitalización.

Pero en épocas de crisis económicas, como la que también se ha desatado, hacen acto de aparición otros factores, que han podido agudizarse ante las insólitas situaciones vividas, de auténticas connotaciones medievales. La enorme incertidumbre existente aviva temores que encuentran en el dinero físico algún contrapeso. El atesoramiento de efectivo puede concebirse como una tabla de salvación si llegara a materializarse una temida situación de escasez o de colapso. Ya nadie se atrevería a descartar, al menos en el plano de la imaginación, ningún cisne negro, por muy grande y feroz que fuera.

¿Cuál de esas dos fuerzas contrapuestas cabe esperar que prevalezca, el empuje de la digitalización o el apego a los activos con soporte físico?

La constatación de que el virus puede permanecer durante algún tiempo en monedas y billetes actúa como un freno para su uso y, en la práctica, ha propiciado la extensión de procedimientos benignos de “lavado de dinero”. Algunos bancos centrales retienen durante una semana o más los billetes recibidos de países extranjeros, o los de circulación interna, y, en algunos casos, los someten a esterilización, antes de volver a ponerlos en circulación. Aunque no es fácil de determinar, hay estimaciones de la velocidad de circulación de los billetes, inversamente relacionada con el importe de su nominal (más de 100 veces al año los billetes de 5 dólares,  frente a las 20 veces de los de 100 dólares). Según la información disponible para Estados Unidos a través de la web “Where’s George”, los billetes viajan grandes distancias. Así, un billete de un dólar emitido en el año 2008 ha podido viajar más de 24.000 kilómetros, con una media de unos 5 kilómetros diarios[3].

También, de manera notoria, según informaciones preliminares, al menos en la fase inicial de la pandemia, la crisis sanitaria ha dado lugar a importantes disposiciones de efectivo en diversos países europeos[4]. El BCE ha corroborado que, cuando la pandemia se extendía por Europa, hubo un repunte de la demanda de efectivo: a mediados de marzo, el aumento semanal en el valor de los billetes en circulación casi alcanzó su récord histórico (19.000 millones de euros) (gráfico 1)[5]. Posteriormente, y en gran parte debido a la fase de confinamiento, las retiradas de dinero han caído por debajo de los niveles habituales.

Si hacemos caso de diversos testimonios[6], el temor al virus no derrotará el arraigo del uso del efectivo en Alemania, uno de los países donde las retiradas de fondos registraron un fuerte incremento a mediados del pasado mes de marzo.

Esa resistencia del efectivo resulta ciertamente llamativa ante el empuje de las fuerzas contrapuestas. Sin duda es un reflejo de lo potentes que pueden ser también los factores psicológicos, capaces en numerosas ocasiones de vencer la racionalidad de algunas decisiones económicas, así como de la dificultad de quebrar inercias tendenciales. En cualquier caso, el dinero en metálico –como medio de pago- tiene recambio; la vida de las personas, no.

Gráfico 1
Variación semanal de los billetes bancarios en circulación y tensión en el sector financiero
(enero 2008-marzo 2020)

Línea azul: Cambio semanal en el volumen de billetes en circulación (millones de euros) –escala izquierda
Línea amarilla: Indicador de tensión en el sistema financiero – escala derecha
Fuente: Panetta, op. cit.

(Artículo publicado en EdufiBlog, con fecha 30 de abril de 2020)





[1] Vid. F. Panetta, “Beyond monetary policy – protecting the continuity and safety of payments during the coronavirus crisis”, The ECB Blog, 28 de abril de 2020.
[2] En términos de valor: 54%, 39% y 7%, respectivamente. Vid. H. Eseelink y L. Hernández, “The use of cash by households in the euro area”, BCE, ocassional paper, noviembre 2017.
[3] Financial Times, “Coronavirus/bank notes germs: dirty money”, 22 de febrero de 2020
[4] M. Arnold y A. Beesley, “Cash demands surges in Europe despite coronavirus lockdown”, Financial Times, 15 de abril de 2020.
[5] Vid. F. Panetta, op. cit. Ese repunte se debió a las grandes compras efectuadas durante la tercera semana de marzo.
[6] Vid. M. Arnold, “Banknote virus fears won’t stop Germans hoarding cash”, Financial Times, 25 de marzo de 2020.

27 de abril de 2020

Sobre cuñas fiscales y cuñas ideológicas


Los impuestos –con permiso de Sloterdijk- son necesarios. Pero es bastante decepcionante que se hayan de concebir como “el precio de la civilización”. ¿Hemos de reconocer que, sin la amenaza de los poderes coercitivos del Estado, no seríamos capaces de mantener una sociedad civilizada? ¿Hemos de aceptar que, sin el establecimiento de un sistema tributario, no podríamos dotarnos de servicios colectivos de interés general, no se distribuirían recursos para las personas desfavorecidas o necesitadas…?

Pero dejemos aparcadas las trascendentales cuestiones filosóficas que plantea la propia existencia de los impuestos. Leer a Sloterdijk agita la conciencia y permite descubrir perspectivas insospechadas.

Los impuestos existen y adoptan muchas formas, la mayoría de ellas alejadas de la idealizada figura a la que los economistas llaman “impuesto neutral”, aquel que se limita a recaudar sin distorsionar las decisiones económicas de las personas, ya sean físicas o jurídicas, y que, en consecuencia, no introducen costes de eficiencia, ese exceso de gravamen que no se traduce en cantidades dinerarias pero que puede ser sumamente importante.

Los impuestos que se aplican en la práctica son impuestos distorsionantes. Un reto para el diseño de un buen sistema tributario es lograr un conjunto de piezas que respeten todo lo posible cuatro aspiraciones básicas: i) que se recaude lo suficiente; ii) que la carga se distribuya con equidad; iii) que se perturben lo menos posible las decisiones económicas; y iv) que los costes de aplicación sean razonablemente reducidos.

Cuando se aplican en un mercado, sobre cualquiera de las partes, ya sean oferentes o demandantes, introducen una cuña entre ambas, y dan lugar a que cada una de ellas se rija por un precio diferente. Tomemos como ejemplo el mercado de trabajo.

Supongamos que, inicialmente, en una hipotética situación sin impuestos, la retribución de una persona asalariada es de x (unidades monetarias), a la que se ha llegado por el juego de la oferta y la demanda. Habría un rasgo crucial, el precio de ese mercado sería el mismo para las dos partes, oferentes y demandantes de trabajo. Las dos se guiarían por la misma referencia.

Veamos qué sucede si ahora se introducen cargas fiscales sobre ambas partes, un impuesto sobre las retribuciones a cargo de los empleadores (del 30%), y otro a cargo de los empleados (del 20%). Cabe prever que las partes intenten ajustar sus posiciones para no verse afectadas en gran medida como consecuencia del establecimiento de tales cargas: los empleados demandarán una retribución íntegra más elevada, a fin de que, una vez detraído el impuesto, obtengan un neto equivalente al salario de la situación inicial; los empleadores, a su vez, querrían disminuir el salario bruto a fin de que, una vez sumada la nueva carga, incurrieran en el mismo coste total.

El nuevo salario bruto va a depender de la fuerza relativa de las dos partes, pero una cosa es segura (dentro de la economía formal): para una retribución dada, se aplicará un impuesto que elevará el coste total para los empleadores, y otro impuesto que mermará la retribución neta para los trabajadores.

Si, por ejemplo, la retribución bruta se sitúa en 100 (unidades monetarias), nos encontramos con que el coste total para los empresarios será de 130, mientras que la retribución neta para los asalariados será de 80. Ahora hay, pues, dos precios de referencia distintos para cada una de las partes intervinientes. La distancia entre ambos (130 – 80 = 50) representa una brecha, una cuña originada por la fiscalidad. En el contrato de trabajo se refleja un precio, 100, pero, en la práctica, por la interferencia de la imposición, se transforma en dos precios distintos, con implicaciones diferentes. ¿Cuál sería, entonces, el verdadero precio de este hipotético mercado?

Trasladémonos al ámbito general de los hechos sociales, para analizar un supuesto también hipotético: ante un problema social A, el gobierno de turno ha adoptado la medida Y. Pongamos por caso que, con arreglo a rigurosos y objetivos criterios técnicos, sin que nadie más lo sepa, conocemos que la medida adoptada merece una calificación de un 5 dentro de una escala de 0 a 10. Sería la nota “correcta” a otorgar. Debería ser la nota que los ciudadanos concedieran a dicha actuación si no hubiese ninguna carencia informativa, si no hubiese ninguna distorsión sobre las percepciones individuales.

Pero, aunque en el mercado político no se suscitan impuestos como los típicos de los mercados de bienes y servicios, no por ello son inmunes a las distorsiones de otro origen.

Al igual que la fiscalidad, la ideología introduce una cuña entre la percepción de los pertenecientes a uno de los polos del espectro ideológico y la de los situados en el polo opuesto. Así, una “realidad” de 5 se polariza entre, por ejemplo, un 8 y un 2, y esa divergencia obedece no a una valoración objetiva de la realidad sino a un sesgo ideológico, positivo o negativo, derivado del conocimiento de la identidad del gobierno ejecutor.

De igual forma que haría falta recurrir a un impuesto estrictamente neutral –no vinculado a ninguna retribución efectiva- para evitar distorsiones, una alternativa para atenuar la “cuña ideológica” sería que todos nos sometiéramos al esclarecedor “velo de la ignorancia” respecto a la identidad del gobierno actuante, o bien aplicar un esquema de evaluación prefijado y no sujeto a manipulaciones.

Mero ejercicio teórico, como el de la “fiscalidad voluntaria” de Sloterdijk. No parece que los “impuestos” puedan transmutarse en “propuestos”, como tampoco que las valoraciones vayan a desideologizarse.

Jean-François Revel hablaba de las ideologías como una especie de máquinas para escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y rechazar los otros. ¿Han de ser necesariamente siempre así? Si en el ámbito tributario cabe, al menos teóricamente, concebir impuestos no distorsionantes, ¿podría lograrse algo parecido en el terreno de las ideologías? 

24 de abril de 2020

Cuidado con Church-ill


Desde siempre he admirado a Winston Churchill, el gran líder al que tanto le debe la Europa libre. A pesar de sus antecedentes como estratega bastante menos acertado y de su ingeniosa invectiva contra los economistas. Decía preferir a los economistas “mancos”; ya se sabe, la irrefrenable inclinación de los economistas les lleva a sermonear con discursos duales: “por un lado… por otro lado…” (“on the one hand… on the other hand”). Así, desde luego, no hay manera de aclararse, aunque nunca está de más identificar todas las consecuencias, positivas y negativas, de los distintos cursos de acción, estimar sus probabilidades, atribuirles un valor, y hallar una síntesis.

Dicha ocurrente frase, como tantas otras veces sucede, tiene una paternidad disputada. Fue también utilizada por presidentes norteamericanos. La autoría original de algunos de los grandes aforismos que forman ya parte del acervo popular permanece en el limbo. Nos encontramos así que una misma frase se imputa indiscriminadamente a distintos autores. Es una pena que no haya un registro veraz de los derechos de autor de las sentencias más celebradas.

Siempre he considerado que no es un demérito, sino todo lo contrario, utilizar una locución emblemática, en un contexto adecuado, citando expresamente a su creador. Sobre todo si éste es una autoridad de referencia indiscutible, el discurso no por ello decae sino que se engrandece. Recordar que “la democracia es el peor sistema político que existe… con excepción de todos los demás”, aparte de ser una afirmación cada vez más confirmada, puede ser una buena ocurrencia, pero adquiere su verdadero valor y su auténtica dimensión cuando se subraya que tal proposición procede del insigne mandatario inglés. Dotado, por cierto, de una gran capacidad –hoy día, por desgracia, bastante escasa- para discernir entre las intenciones democráticas y las totalitarias, amparadas a veces éstas en los más retorcidos ardides.

En los casos de mayor notoriedad, es posible que alguien se despiste o que considere que se sobreentiende que el público conoce el origen de los lemas elegidos, pero en las esferas alejadas del conocimiento generalizado es mucho más fácil y menos arriesgado omitir, a sabiendas, las fuentes originarias. De ese tipo de episodios, aunque a escala menor, estoy bastante curado de espanto. Hace ya algo más de treinta años me correspondió formar parte del tribunal de un concurso-oposición para el acceso a una plaza de profesor titular de Economía Aplicada en una Universidad de una provincia española. Atónito me quedé cuando oí cómo el concursante, en la exposición de los aspectos metodológicos de la disciplina, lanzaba, con total desenvoltura y frescura, una perorata en la que reproducía, palabra por palabra, los párrafos que yo mismo había escrito en la memoria que, años antes, había presentado en una convocatoria similar. Bastante tiempo después, en una suerte de prueba a la que concurría frente a otros candidatos, alguno de ellos, por la vía de las traslaciones indirectas, inconscientemente había recogido literalmente en su proyecto –por supuesto, sin cita alguna- partes de uno mío anterior. El repertorio es mucho más amplio, pero soy consciente de que, ante los nuevos paradigmas vanguardistas dominantes, este tipo de comportamientos carece completamente de importancia.

Haciendo un repaso de tales episodios debí de quedarme dormido. No sabía si aún lo estaba cuando noté que alguien me susurraba al oído, alargando extrañamente las palabras: “Cui da do vos te ner ha béis de a vec church ill… Cui da do vos te ner ha béis de a vec church ill…”. Después de escucharlas varias veces, recuperé la conciencia y me encontré con el rostro inefable del comendador. Desde que se escapó de la novela de Murakami no deja de tener contadas apariciones y de protagonizar esporádicas travesuras. Le pregunté que cómo se le ocurría despertarme a las tres de la madrugada, y le sugerí que, si tenía algo que decirme, me lo dejase por escrito, como otras veces hace. Además, le dije que no entendía qué quería decirme con aquel mensaje, confundido como estaba entre su extraña forma de hablar y su peculiar mezcla idiomática. ¿Qué puñetas pretendía a esas horas de la madrugada? Y lo que menos podía comprender era qué tenía que ver todo eso con Churchill, si era él a quien se refería. Como siempre, se escabulló a las primeras de cambio. Mientras se iba me pareció entenderle que no se trataba de “Churchill” sino de “churchhh illll…”.

Desde entonces no paro de darle vueltas a lo que me pretendía insinuarme. La clave ha de  estar en saber en qué idioma pueden estar expresadas esas dos palabras. Le he dejado una nota escrita junto a los dos volúmenes de su libro, pero aún sigue sin respuesta.

Desvelado, no pude volver a conciliar el sueño. Entonces evoqué otra colosal frase de Sir Winston Churchill, aquella que decía que, en un país democrático, no hay que preocuparse mucho si alguien llama a tu puerta a las tres de la mañana. Los lecheros, en su época, madrugaban mucho.

Grande, grande, grande, Winston Churchill; su entereza, su clarividencia, su liderazgo y su ingenio siguen siendo fuente de inspiración. Como él nos enseñó con su palabra y su ejemplo, “no hay que darse por vencido jamás, salvo ante las convicciones del honor y del sentido común”.

¿Cabría interpretar, pues, que no hay que admitir la derrota ante la ausencia del honor y la inexistencia del sentido común? Tal vez, pero sin duda haría falta una resiliencia churchilliana, o la protección providencial de un hado como el de la seo paulina londinense.

20 de abril de 2020

Público vs privado: la importancia de los conceptos

Las cuestiones relativas al funcionamiento económico del sector público y del sector privado han levantado desde siempre grandes pasiones. No sólo entre los economistas. Las controversias se ven a menudo distorsionadas por la ambigüedad o los escollos conceptuales, que dan lugar a equívocos o confusiones interpretativas. No sólo entre el común de los ciudadanos. Definir las coordenadas es vital para que pueda darse un debate ordenado y sobre unas bases de conocimiento compartido. He aquí algunos de los aspectos requeridos a tal efecto:
               i.         Delimitación de sectores: desde un punto de visto jurídico, un ente pertenece al sector público si es controlado por una Administración pública. Las cuentas económicas nacionales combinan el anterior con otro criterio. Así, dentro de las Administraciones públicas se incluyen empresas (con control público) que se financian mayoritariamente con fondos públicos. En cambio, las empresas públicas que cubren sus costes mediante un precio de mercado se incluyen en el sector empresarial.
              ii.         El reparto de funciones: el sistema de contabilidad nacional nos da una idea clara del papel de cada sector. Las Administraciones públicas tienen como misión producir bienes y servicios destinados, de forma generalmente gratuita, a la comunidad, además de redistribuir la renta y la riqueza nacionales. A su vez, las empresas tienen como misión producir bienes y servicios destinados a su venta en el mercado. Ambas son funciones plenamente legítimas y absolutamente necesarias en cualquier economía. 
             iii.         Rasgo distintivo del sector público: radica en su exclusivo poder de coacción sobre la voluntad de los particulares, lo que, entre otras cosas, le permite financiarse con pagos coactivos procedentes de familias y empresas. El Boletín Oficial del Estado es un arma bastante poderosa.
             iv.         La respuesta a los problemas económicos básicos (qué producir, cómo producir y para quién producir): según cómo se organice una sociedad, será la autoridad quien impone esas decisiones, o bien la voluntad de los individuos. Hoy día, la mayoría de las economías son mixtas. Hay personas que prefieren que todas las decisiones sean adoptadas por los poderes públicos e impuestas de manera general, y otras que prefieren tener una cierta capacidad de elección.
              v.         Clasificación de los bienes y servicios: desde un punto de vista técnico, los bienes y servicios pueden ser individuales (afectan a una sola persona) o colectivos (afectan simultáneamente a un conjunto de personas o, incluso, a toda la población). Esta distinción fundamental no debe confundirse con la distinción entre los bienes y servicios públicos y privados. Los primeros son los que son sufragados por el Estado; los segundos, por agentes privados. En ambos casos, con independencia de sus características técnicas.
             vi.         Distinción entre financiación y producción: si hay un bien o servicio que deba contar con financiación pública, su producción puede llevarse a cabo por una entidad pública o por una empresa privada. Hay múltiples ejemplos, como el de los servicios sanitarios de los funcionarios, que tienen la opción de recibirlos de un centro público o de compañías privadas.
            vii.         Distintas visiones de la naturaleza del Estado: el Estado es objeto de sacralización por parte de quienes lo ven como un ente abstracto omnipotente, benevolente e infalible; en contraposición, hay quienes consideran que sus decisiones son adoptadas por personas concretas (políticos sujetos a elección y funcionarios) que no siempre están movidos por motivaciones altruistas, y que el sector público -no solo el mercado- puede incurrir en importantes fallos en sus actuaciones. 

          viii.         La relación entre sectores: durante bastante tiempo, los sectores público y privado se han visto como instancias enfrentadas e incompatibles. Se trata de una visión trasnochada y alejada de la dinámica de los problemas económicos y sociales. La multiplicidad y la complejidad de estos requieren ineludiblemente el establecimiento de fórmulas de cooperación entre ambos sectores

(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 21 de abril de 2020)

19 de abril de 2020

El factor X de la felicidad según Óscar Wilde

Y dijo el profeta: “Some cause happiness wherever they go; others whenever they go”. Algunos causan felicidad en cualquier sitio donde vayan; otros lo hacen siempre que se marchan.

Se olvidó Wilde de advertir de que esta última cualidad, aunque potencialmente al alcance de cualquiera, no entra en la agenda de algunas personas. No puede decirse que se trate de una excepción, ya que el enunciado no expresa ninguna categoría universal. La proposición no alcanza a los tiranos, a los enemigos de la libertad, a los obsesos del poder. Su marcha podría causar gran felicidad a la población, pero ellos no son como los demás. Creen que el pueblo llano no está dotado de suficiente capacidad para juzgar su verdadero bienestar. La mente preclara, la visión superior, su dimensión histórica, su pertenencia a la estirpe de los grandes líderes, son ingredientes necesarios para la definición de la voluntad colectiva. Sin ellos no seríamos nada. A ellos nos debemos y a su pensamiento único. Los tiranos, los obsesos del poder, los enemigos de la libertad, llegan para quedarse. Nunca se irán. Apoyados en sus instrumentos de poder, amparados por sus cómplices y acólitos, defendidos por los guardianes del pensamiento, cercenan todo atisbo de libertad, en su intento irrestricto de acabar con la dignidad humana. 

Algunos causan infelicidad cuando se van; otros causan infelicidad cuando se quedan, y quieren quedarse para siempre.

17 de abril de 2020

Dudas orwellianas

Ésta es hasta ahora la entrada más corta de este blog, y parte de una duda. Una duda orwelliana. ¿A qué año se refería “1984”?

En un post de fecha 11-2-2020 me refería a ella; en otro de fecha 18-3-2020, al libro “The life-changing magic of numbers”. La magia de los números es insospechada, como impresionante fue la clarividencia de Orwell en “1984”. ¿O era “1 + 9 + 8 + 4 = 22”? ¿Es preciso recurrir a mucha magia para suponer que apuntaba a “2020”?

No estoy seguro, pero sí de que releer “1984” en la atmósfera que se vive en 2020 es una experiencia realmente inquietante. A veces, la realidad no llega a superar la ficción, pero la imita.

11 de abril de 2020

La gobernanza en tiempos de pandemia

Desde que irrumpiera hace ya bastantes años, probablemente bajo el impulso del término “governance”, el concepto de gobernanza ha ido asentándose y consolidando sus dominios en los más diversos ámbitos. Se trata de un término relajado en su expresión sonora y también en su significado. Su uso es signo de que se está al tanto de las corrientes dominantes en el terreno de la gestión, de lo que sea, de lo más variopinto. ¿Quién podría oponerse a algo tan biempensante como la gobernanza, aprorísticamente tan neutra?

Bien entendida, la gobernanza, la buena gobernanza, es necesaria para procurar una correcta gestión. En el caso de tener que hacer frente a un mal mayúsculo como una pandemia, no sólo es necesaria sino absolutamente imprescindible. Una buena gobernanza puede ahorrar vidas humanas, mientras que una pésima puede provocar resultados calamitosos. Cada problema desconocido plantea retos imprevisibles, dificultades insospechadas, giros inconcebibles y reacciones desproporcionadas. No cabe pretender un inventario completo ex ante. Por eso es esencial poder disponer de un sistema y de un método antes que se desencadene un episodio de crisis.

Pensando ya en una futura pandemia, y en las nuevas generaciones que hayan de padecerla, puede ser interesante ir perfilando un manual de buenas prácticas de la gobernanza de pandemias. Como no hay mejor manera de hacer camino que echar a andar, comienzo en esta entrada una lista tentativa de posibles pautas con ese propósito:
1.     Apartar las ideologías de todo tipo en las fases de prevención y de combate de la pandemia.
2.     Erradicar el sectarismo en todos los órdenes de actuación.
3.     Evitar que los objetivos partidistas interfieran en el proceso.
4.     Aun sin caer en un alarmismo gratuito, difundir de manera responsable entre la población la información disponible avalada por criterios expertos.
5.     Mantener un contacto permanente con los organismos internacionales especializados.
6.     Crear un mando único a cargo de un comité integrado por personas capaces, formadas y solventes no sujetas a intereses electorales.
7.     Preparar un plan sistemático de contingencias.
8.     Identificar las fuentes de conocimiento científico contrastado, tomándolas como referencia fundamental.
9.     No pretender limitar la libertad de pensamiento ni de expresión con el pretexto de salvaguardar la unidad de acción.
10.  Establecer un plan de actuación, sujeto a continua revisión y adaptación en la búsqueda de la mayor eficacia.
11.  Otorgar la máxima prioridad a la preservación de vidas humanas y a la evitación del sufrimiento de las personas.
12.  Impedir que los enemigos de la libertad utilicen las situaciones de emergencia para afianzar su agenda totalitaria.
13.  Organizar un sistema de múltiples líneas de defensa por capas en las fases de prevención, detección, contención, curación, y recuperación.
14.  Articular un sistema de alertas tempramas.
15.  Crear una agencia independiente integrada por técnicos cualificados con la misión de actuar como observatorio de las pandemias.
16.  Saber valerse de asesores cualificados no sujetos a dictados políticos.
17.  Ser conscientes de la inexistencia de certezas en las oleadas de propagación de las enfermedades, pero sin despreciar los escenarios de probabilidades de ocurrencia.
18.  Evitar todo de conflictos de intereses en cualquier participante en el proceso de gestión.
19.  Establecer un sistema estadístico fiable de la incidencia efectiva de la enfermedad.
20.  Extremar la coherencia y la ejemplaridad por parte de todas las personas con alguna responsabilidad, especialmente en el caso de las de mayor rango.
21.  Valorar objetivamente las propuestas de actuación sin dejarse condicionar por apriorismos basados en etiquetas, utilizando una especie de “velo de la ignorancia programática”.
22. Promover la implicación de todos los sectores, de manera coordinada, para hacer frente a los males sociales.

9 de abril de 2020

En recuerdo del gobierno de los Pactos de la Moncloa

Recuerdo que, hace bastante tiempo, un destacado intelectual andaluz -de firmes e inequívocas convicciones democráticas y con una fama muy por debajo de su valía- me puntualizaba que en el antiguo régimen dictatorial español, al menos durante algunas etapas de su prolongada andadura, se nombraban como ministros a personas distinguidas por estar ubicadas en los primeros puestos de sus promociones académicas. No llegué a comprobar en detalle el alcance efectivo de esa pauta.

Hace pocos días, ese mismo intelectual, a quien no veo desde hace años, contactó conmigo para un encargo académico, y aprovechó para valorar la capacidad de gestión gubernamental ante la tremenda crisis sanitaria generada en España, como en otros países, por la propagación del coronavirus. Al hilo de esto evocaba cómo, a comienzos de los años setenta, cuando ambos estudiábamos en el mismo instituto de enseñanza media -aunque, entonces, sin conocernos-, era típico que se dijera que los mejores estudiantes llegarían a ser ministros.

Es verdad, por aquel entonces se asociaba la condición de ministro a la excelencia académica. Recuerdo que en mi clase había un alumno al que sus compañeros le pronosticaban ese destino. No fue, desde luego, un vaticinio muy atinado. Por circunstancias familiares adversas, no se pudo poner a prueba ante el reto planteado, ya que pronto tuvo que emplearse como botones en un hotel de Torremolinos y, poco después, abandonó los estudios. No sé si luego lograría recomponer su trayectoria estudiantil. Salvo que así fuera, de poco le sirvió que el profesor Luis Díez se quedara asombrado al comprobar que era capaz de acertar todas las preguntas que el autor de la “Antología del disparate” lanzaba en la clase de ciencias naturales.

Al margen de avivar recuerdos dormidos, aquellas palabras me llevaron a pensar en la composición del gobierno de España que propició los Pactos de la Moncloa, suscritos en octubre del año 1977. En una entrada de este blog de fecha 16-10-2017 se hace una ponderación de dicho hito con motivo de la conmemoración de su cuarenta aniversario.

En aquellos años convulsos, de tránsito incierto entre dos regímenes, no era fácil ser ecuánime con los personajes, en gran medida provenientes del antiguo, que fueron los encargados de pilotar el cambio al nuevo. Sobre muchos de ellos se proyecta una justicia diferida, no materializada en su momento justo. En fin, el paso del tiempo, que permite recabar y confrontar más información y más situaciones, altera en ocasiones el punto de mira. Escaso consuelo para los posibles agraviados por el desprecio o la incomprensión.

Este último sentimiento me persigue especialmente desde que, hace años, leí la obra “Anatomía de un instante”, dedicada por Javier Cercas a la inconmensurable figura -agrandada por el paso de los años, y el vértigo inevitable ante el peligro de derrumbamiento del sistema que él contribuyó decisivamente a forjar- de Adolfo Suárez.

Admirador como soy, desde su gestación, de los Pactos de la Moncloa, ahora que planea una especie de remake ante la excepcionalidad de la situación vivida, he querido rendir un pequeño homenaje simbólico y personal a los integrantes del gobierno de la nación de aquel entonces. Invito a repasar el currículum vítae de aquella quincena de mandatarios. Merece la pena hacerlo. Como también la merecería ver cómo ha ido evolucionando el “capital humano” de los sucesivos gobiernos de la democracia, tanto de la nación como de las diversas administraciones territoriales.

Los Pactos de la Moncloa jugaron un papel clave en la consolidación de la democracia española, sobre la que ahora se ciernen negros nubarrones. Y tales Pactos contaron con dos pilares esenciales, Adolfo Suárez, un grandísimo presidente de gobierno, y Enrique Fuentes Quintana, un insigne vicepresidente e incomparable ministro de Economía. Sinceramente creo que esas dos figuras son difícilmente repetibles. 

Pero, aun renunciando a ver replicada su inmensa talla y su elevada visión de Estado, una salida verdaderamente progresista -palabra muy devaluada por múltiples usurpadores- a los enormes retos que hoy tiene España exige ineludiblemente contar con gobernantes con bastantes atributos. Entre otros, los de conocimientos, experiencia, altura de miras, capacidad, credibilidad, honradez y determinación. La imagen del presidente Suárez y del vicepresidente Fuentes, desde su pedestal, alumbran el camino a los españoles.

8 de abril de 2020

La paciencia del agua: la inconmensurabilidad del lago Victoria

“La vida en el mar y en los ríos” fue uno de los libros emblemáticos de mi infancia, que cayó en mis manos antes de tener el privilegio de recibir clases de su autor, el inigualable profesor Luis Díez Jiménez. Siempre me he preguntado cómo habrían sido las clases con los medios de hoy al alcance de un docente que optimizaba tan bien los exiguos recursos de la época. Hoy me he acordado de él cuando, circunstancialmente, he tenido conocimiento de la monumental serie televisiva de la BBC sobre los grandes ríos del mundo. Uno de ellos, además -no sin todavía alguna controversia- es el más largo, El Nilo, río mítico navegado por el misterio y teñido por la grandiosidad. Para recorrer un camino tan largo como el que va desde las altas cumbres ultracentroafricanas hasta el Mediterráneo, sus aguas, torrenciales cuando descienden de las alturas, han de armarse de paciencia y de sosiego. Eso lo puede entender cualquiera. Recorrer cerca de 7.000 kilómetros no es un viaje de fin de semana.

¿Cuál sería una duración razonable para cubrir semejante trayecto? Podemos trazar una mera conjetura, si consideramos, por ejemplo, una velocidad media de 1 metro por segundo, o, lo que es lo mismo, 3,6 kilómetros por hora. Siendo así, se requerirían unos 80 días para, sin descanso, completar el viaje. Aunque, sin darme cuenta, me veo ahora navegando río arriba con el trasunto de Karl May. Así no hay manera de llegar a ninguna parte. Se ha cumplido la profecía de quien, cuando era todavía un niño, me decía que, con tanto libro de aventuras y fantasías en la cabeza, no llegaría a ningún sitio. Tener la cabeza llena de golondrinas… Por cierto, ¿dónde estarán aquellas oscuras golondrinas que, una tarde de primavera, dejaron para siempre tu balcón?

¿Por dónde iba? He perdido, como tantas otras veces, el hilo de la narración. Ah, sí, estaba especulando acerca del tiempo acuático. Phileas Fogg dio la vuelta al mundo en 80 días, ¿y es eso lo que podría tardar el agua primigenia del Nilo en completar su epopeya continental?

La verdad es que, cuando lo oí fugazmente, no tuve más remedio que rebobinar la proyección, atónito como me quedé. Según el documental de la BBC, la extensión del lago Victoria es tan grande que allí las aguas del Nilo quedan atrapadas durante un período promedio… ¡de 23 años!, antes de poder proseguir su afanosa ruta, río abajo, aunque en el mapa la veamos en sentido ascendente.

7 de abril de 2020

Tiempo de intraemprendedores


Vivimos -o vivíamos- en una era de transformación continua. Surgen y se extienden nuevos paradigmas económicos en los ámbitos de la producción, la distribución y el consumo. Y la transformación afecta también a la forma en la que se gesta la innovación. Pese a ello, el arquetipo del empresario schumpeteriano ha de seguir colocado en su pedestal, distinguido por su vitola innovadora y rupturista. Difícilmente alguien puede arrebatarle su carácter aventurero y heroico, su espíritu incólume capaz de sobreponerse a la adversidad y de abrir nuevas rutas para el progreso de la sociedad.

Sin embargo, eso no impide reconocer que hay otra clase de talento que, para dar su fruto, precisa de un entorno que desempeñe dos papeles duales, aparentemente contradictorios pero, en el fondo, complementarios: el de una organización que brinda su respaldo y que, al mismo tiempo, se presta a ser desafiada. Ahí surge el caldo de cultivo donde crece la estirpe de los intraemprendedores.

Hoy día, la innovación se ha extendido como un mantra ubicuo y omnipresente en los planes estratégicos casi de cualquier empresa. Pero, como expone E. Uviebinené, es altamente probable que tales estrategias fracasen si las empresas no propician una cultura real de innovación entre su personal y crean un “apetito” por los intraemprendedores.

Es ésta una palabra de moda, pero el término fue concebido en el año 1978 por G. Pinchot III, quien planteaba que los candidatos a ese calificativo deberían estar dispuestos a afrontar algunos costes personales en términos de dedicación adicional o de sacrificio dinerario. Anteriormente, Norman Macrae, en 1975, había pronosticado que la revolución del emprendimiento provendría de hacer cosas en competencia dentro de las propias empresas. Y Steve Jobs afirmaba que el equipo de personas que desarrolló el mítico ordenador Apple Macintosh encajaba en el ámbito del intraemprendimiento, a través de “un grupo de personas volviendo, en esencia, al garaje, pero en una gran compañía”. Veinte personas “(in)dependientes” generaron ese prodigio de la informática.

Frente a la tendencia de las corporaciones a seguir modelos de comportamiento establecidos, abstrayéndose de lo que sucede a su alrededor, el intraemprendimiento se consolida como la gran próxima tendencia en la innovación corporativa, como componente vital de cualquier organización que tenga la ambición de crear el mayor valor para sus clientes más allá de los productos y servicios tradicionales.

No es de extrañar, pues, que se recopilen estadísticas de la tasa de emprendimiento de los empleados (N. Borma y D. Kelly, Global Entrepreneurship Monitor). Hay países, como Alemania, donde la probabilidad del emprendimiento dentro de las organizaciones es similar a la del emprendimiento a través de start-ups independientes (5% sobre el total de personas con edad entre 18 y 64 años). En Estados Unidos, la primera tasa (8%) es menor que la segunda, pero ésta es muy elevada (16%). En España, donde la tasa referente a los empleados es una de las más bajas entre los países avanzados, la brecha es muy apreciable (1,5% y 7%, respectivamente).

Según la consultora Deloitte, no se trata de crear intraemprendedores, sino de identificarlos y reconocerlos. Y otros analistas pronostican que las empresas que permanezcan ancladas en la complacencia, y no sean capaces de crear culturas que estimulen la creatividad de sus empleados, irán quedándose rezagadas y, eventualmente, se verán abocadas a la desaparición.

En una etapa marcada por grandes retos derivados del entorno, muchas empresas se enfrentan a la necesidad de mejorar su eficiencia, ajustando sus plantillas, seguir prestando servicios tradicionales, conjugarlos con los nuevos, y, al propio tiempo, dedicar recursos a desarrollos al margen del proceso productivo normal. En palabras de J. Birkinshaw, las corporaciones necesitan ser “ambidextras”. Todo un desafío para las capacidades y para la gestión.

Ante la crisis de la terrible pandemia que nos azota, el papel potencial de los intraemprendedores se acrecienta. De su creatividad innovadora puede depender el futuro de sus empresas.

(Publicado en el diario “Sur”, con fecha 6 de abril de 2020)

5 de abril de 2020

“Cómo mueren las democracias”: las advertencias de Levitsky y Ziblatt

En 2018, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, después de llevar quince años “reflexionando, escribiendo y hablando a [sus] alumnos [de Harvard] acerca de los fallos de la democracia en otros tiempos y lugares”, publicaron la obra “Cómo mueren las democracias”, en la que ponen el foco en su propio país, Estados Unidos, si bien abordan asimismo las situaciones, presentes y pasadas, de otros países que se alejaron de la democracia.

El libro identifica algunas pautas comunes que suelen acabar con la democracia para degenerar en regímenes autoritarios o totalitarios. Entre otros aspectos, nos alertan de que:
1.     “Todas las democracias albergan a demagogos en potencia y, de vez en cuando, alguno de ellos hace vibrar al público”. 
2.     “Ahora bien, en algunas democracias, los líderes políticos prestan atención a las señales de advertencia y adoptan medidas para garantizar que las personas autoritarias permanezcan marginadas y alejadas de los centros de poder”. 
3.     “Para poder mantener a raya a las personas autoritarias, en primer lugar hay que saber reconocerlas. Por desgracia, no existe ningún sistema de alerta anticipada infalible”.
4.     “Los políticos no siempre revelan la magnitud de su autoritarismo antes de ascender al poder”.

Al igual que los sistemas de control de riesgos de las entidades financieras utilizan los denominados EWIs (“Early Warning Indicators”, i.e., indicadores de alerta temprana”), la prevención de riesgos de un sistema democrático debería proveerse de un esquema eficaz de EWIs. A diferencia de los ciclos económicos, que suelen alternar “valles” y “crestas”, y, más tarde o más temprano, finalizan, los ciclos políticos dictatoriales no generan tendencias endógenas de cambio sino fuerzas intrínsecas de perpetuación en el poder. Sabemos ya que incluso puede haber repúblicas hereditarias.

A partir de las aportaciones del politólogo español Juan Linz, Levitsky y Ziblatt han concebido “un conjunto de cuatro señales de advertencia conductuales que pueden ayudarnos a identificar a una persona autoritaria cuando la tenemos delante. Deberíamos preocuparnos en serio cuando un político:
1)     Rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego.
2)     Niega la legitimidad de sus oponentes.
3)     Tolera o alienta la violencia.
4)    Indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación”.


Para evitar los cataclismos financieros, existe un marco regulatorio, y un complejo y sofisticado entramado supervisor, que tratan de poner coto a derivas peligrosas para la integridad del sistema económico. Sin embargo, no existe ningún esquema social de seguimiento y control de los riesgos de deterioro democrático. En la práctica, se aplica, mientras subsistan las elecciones libres, un sistema totalmente descentralizado, que descansa -no continuamente, sino cada cierto tiempo- en la suma de las voluntades individuales de los electores. Como en otros asuntos menos trascendentales dilucidados en procesos de decisión colectiva, el resultado real puede no corresponder con las expectativas iniciales. Los problemas del “free rider” (“polizón”) y del “dilema del prisionero” cobran especial protagonismo en este ámbito. Lo peor es que, llegado un momento que a veces ni se advierte, el primer arquetipo pierde su calificativo, mientras que el segundo pasa de los manuales de teoría económica a adquirir un significado real.

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