Los impuestos –con permiso de Sloterdijk- son
necesarios. Pero es bastante decepcionante que se hayan de concebir como “el
precio de la civilización”. ¿Hemos de reconocer que, sin la amenaza de los
poderes coercitivos del Estado, no seríamos capaces de mantener una sociedad
civilizada? ¿Hemos de aceptar que, sin el establecimiento de un sistema
tributario, no podríamos dotarnos de servicios colectivos de interés general,
no se distribuirían recursos para las personas desfavorecidas o necesitadas…?
Pero dejemos aparcadas las trascendentales cuestiones filosóficas que plantea la propia existencia de los impuestos. Leer a Sloterdijk agita la conciencia y permite descubrir perspectivas insospechadas.
Los impuestos existen y adoptan muchas formas, la mayoría de ellas alejadas de la idealizada figura a la que los economistas llaman “impuesto neutral”, aquel que se limita a recaudar sin distorsionar las decisiones económicas de las personas, ya sean físicas o jurídicas, y que, en consecuencia, no introducen costes de eficiencia, ese exceso de gravamen que no se traduce en cantidades dinerarias pero que puede ser sumamente importante.
Los impuestos que se aplican en la práctica son impuestos distorsionantes. Un reto para el diseño de un buen sistema tributario es lograr un conjunto de piezas que respeten todo lo posible cuatro aspiraciones básicas: i) que se recaude lo suficiente; ii) que la carga se distribuya con equidad; iii) que se perturben lo menos posible las decisiones económicas; y iv) que los costes de aplicación sean razonablemente reducidos.
Cuando se aplican en un mercado, sobre cualquiera de las partes, ya sean oferentes o demandantes, introducen una cuña entre ambas, y dan lugar a que cada una de ellas se rija por un precio diferente. Tomemos como ejemplo el mercado de trabajo.
Supongamos que, inicialmente, en una hipotética situación sin impuestos, la retribución de una persona asalariada es de x (unidades monetarias), a la que se ha llegado por el juego de la oferta y la demanda. Habría un rasgo crucial, el precio de ese mercado sería el mismo para las dos partes, oferentes y demandantes de trabajo. Las dos se guiarían por la misma referencia.
Veamos qué sucede si ahora se introducen cargas fiscales sobre ambas partes, un impuesto sobre las retribuciones a cargo de los empleadores (del 30%), y otro a cargo de los empleados (del 20%). Cabe prever que las partes intenten ajustar sus posiciones para no verse afectadas en gran medida como consecuencia del establecimiento de tales cargas: los empleados demandarán una retribución íntegra más elevada, a fin de que, una vez detraído el impuesto, obtengan un neto equivalente al salario de la situación inicial; los empleadores, a su vez, querrían disminuir el salario bruto a fin de que, una vez sumada la nueva carga, incurrieran en el mismo coste total.
El nuevo salario bruto va a depender de la fuerza relativa de las dos partes, pero una cosa es segura (dentro de la economía formal): para una retribución dada, se aplicará un impuesto que elevará el coste total para los empleadores, y otro impuesto que mermará la retribución neta para los trabajadores.
Si, por ejemplo, la retribución bruta se sitúa en 100 (unidades monetarias), nos encontramos con que el coste total para los empresarios será de 130, mientras que la retribución neta para los asalariados será de 80. Ahora hay, pues, dos precios de referencia distintos para cada una de las partes intervinientes. La distancia entre ambos (130 – 80 = 50) representa una brecha, una cuña originada por la fiscalidad. En el contrato de trabajo se refleja un precio, 100, pero, en la práctica, por la interferencia de la imposición, se transforma en dos precios distintos, con implicaciones diferentes. ¿Cuál sería, entonces, el verdadero precio de este hipotético mercado?
Trasladémonos al ámbito general de los hechos sociales, para analizar un supuesto también hipotético: ante un problema social A, el gobierno de turno ha adoptado la medida Y. Pongamos por caso que, con arreglo a rigurosos y objetivos criterios técnicos, sin que nadie más lo sepa, conocemos que la medida adoptada merece una calificación de un 5 dentro de una escala de 0 a 10. Sería la nota “correcta” a otorgar. Debería ser la nota que los ciudadanos concedieran a dicha actuación si no hubiese ninguna carencia informativa, si no hubiese ninguna distorsión sobre las percepciones individuales.
Pero, aunque en el mercado político no se suscitan impuestos como los típicos de los mercados de bienes y servicios, no por ello son inmunes a las distorsiones de otro origen.
Al igual que la fiscalidad, la ideología introduce una cuña entre la percepción de los pertenecientes a uno de los polos del espectro ideológico y la de los situados en el polo opuesto. Así, una “realidad” de 5 se polariza entre, por ejemplo, un 8 y un 2, y esa divergencia obedece no a una valoración objetiva de la realidad sino a un sesgo ideológico, positivo o negativo, derivado del conocimiento de la identidad del gobierno ejecutor.
De igual forma que haría falta recurrir a un impuesto estrictamente neutral –no vinculado a ninguna retribución efectiva- para evitar distorsiones, una alternativa para atenuar la “cuña ideológica” sería que todos nos sometiéramos al esclarecedor “velo de la ignorancia” respecto a la identidad del gobierno actuante, o bien aplicar un esquema de evaluación prefijado y no sujeto a manipulaciones.
Mero ejercicio teórico, como el de la “fiscalidad voluntaria” de Sloterdijk. No parece que los “impuestos” puedan transmutarse en “propuestos”, como tampoco que las valoraciones vayan a desideologizarse.
Jean-François Revel hablaba de las ideologías como una especie de máquinas para escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y rechazar los otros. ¿Han de ser necesariamente siempre así? Si en el ámbito tributario cabe, al menos teóricamente, concebir impuestos no distorsionantes, ¿podría lograrse algo parecido en el terreno de las ideologías?
Pero dejemos aparcadas las trascendentales cuestiones filosóficas que plantea la propia existencia de los impuestos. Leer a Sloterdijk agita la conciencia y permite descubrir perspectivas insospechadas.
Los impuestos existen y adoptan muchas formas, la mayoría de ellas alejadas de la idealizada figura a la que los economistas llaman “impuesto neutral”, aquel que se limita a recaudar sin distorsionar las decisiones económicas de las personas, ya sean físicas o jurídicas, y que, en consecuencia, no introducen costes de eficiencia, ese exceso de gravamen que no se traduce en cantidades dinerarias pero que puede ser sumamente importante.
Los impuestos que se aplican en la práctica son impuestos distorsionantes. Un reto para el diseño de un buen sistema tributario es lograr un conjunto de piezas que respeten todo lo posible cuatro aspiraciones básicas: i) que se recaude lo suficiente; ii) que la carga se distribuya con equidad; iii) que se perturben lo menos posible las decisiones económicas; y iv) que los costes de aplicación sean razonablemente reducidos.
Cuando se aplican en un mercado, sobre cualquiera de las partes, ya sean oferentes o demandantes, introducen una cuña entre ambas, y dan lugar a que cada una de ellas se rija por un precio diferente. Tomemos como ejemplo el mercado de trabajo.
Supongamos que, inicialmente, en una hipotética situación sin impuestos, la retribución de una persona asalariada es de x (unidades monetarias), a la que se ha llegado por el juego de la oferta y la demanda. Habría un rasgo crucial, el precio de ese mercado sería el mismo para las dos partes, oferentes y demandantes de trabajo. Las dos se guiarían por la misma referencia.
Veamos qué sucede si ahora se introducen cargas fiscales sobre ambas partes, un impuesto sobre las retribuciones a cargo de los empleadores (del 30%), y otro a cargo de los empleados (del 20%). Cabe prever que las partes intenten ajustar sus posiciones para no verse afectadas en gran medida como consecuencia del establecimiento de tales cargas: los empleados demandarán una retribución íntegra más elevada, a fin de que, una vez detraído el impuesto, obtengan un neto equivalente al salario de la situación inicial; los empleadores, a su vez, querrían disminuir el salario bruto a fin de que, una vez sumada la nueva carga, incurrieran en el mismo coste total.
El nuevo salario bruto va a depender de la fuerza relativa de las dos partes, pero una cosa es segura (dentro de la economía formal): para una retribución dada, se aplicará un impuesto que elevará el coste total para los empleadores, y otro impuesto que mermará la retribución neta para los trabajadores.
Si, por ejemplo, la retribución bruta se sitúa en 100 (unidades monetarias), nos encontramos con que el coste total para los empresarios será de 130, mientras que la retribución neta para los asalariados será de 80. Ahora hay, pues, dos precios de referencia distintos para cada una de las partes intervinientes. La distancia entre ambos (130 – 80 = 50) representa una brecha, una cuña originada por la fiscalidad. En el contrato de trabajo se refleja un precio, 100, pero, en la práctica, por la interferencia de la imposición, se transforma en dos precios distintos, con implicaciones diferentes. ¿Cuál sería, entonces, el verdadero precio de este hipotético mercado?
Trasladémonos al ámbito general de los hechos sociales, para analizar un supuesto también hipotético: ante un problema social A, el gobierno de turno ha adoptado la medida Y. Pongamos por caso que, con arreglo a rigurosos y objetivos criterios técnicos, sin que nadie más lo sepa, conocemos que la medida adoptada merece una calificación de un 5 dentro de una escala de 0 a 10. Sería la nota “correcta” a otorgar. Debería ser la nota que los ciudadanos concedieran a dicha actuación si no hubiese ninguna carencia informativa, si no hubiese ninguna distorsión sobre las percepciones individuales.
Pero, aunque en el mercado político no se suscitan impuestos como los típicos de los mercados de bienes y servicios, no por ello son inmunes a las distorsiones de otro origen.
Al igual que la fiscalidad, la ideología introduce una cuña entre la percepción de los pertenecientes a uno de los polos del espectro ideológico y la de los situados en el polo opuesto. Así, una “realidad” de 5 se polariza entre, por ejemplo, un 8 y un 2, y esa divergencia obedece no a una valoración objetiva de la realidad sino a un sesgo ideológico, positivo o negativo, derivado del conocimiento de la identidad del gobierno ejecutor.
De igual forma que haría falta recurrir a un impuesto estrictamente neutral –no vinculado a ninguna retribución efectiva- para evitar distorsiones, una alternativa para atenuar la “cuña ideológica” sería que todos nos sometiéramos al esclarecedor “velo de la ignorancia” respecto a la identidad del gobierno actuante, o bien aplicar un esquema de evaluación prefijado y no sujeto a manipulaciones.
Mero ejercicio teórico, como el de la “fiscalidad voluntaria” de Sloterdijk. No parece que los “impuestos” puedan transmutarse en “propuestos”, como tampoco que las valoraciones vayan a desideologizarse.
Jean-François Revel hablaba de las ideologías como una especie de máquinas para escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y rechazar los otros. ¿Han de ser necesariamente siempre así? Si en el ámbito tributario cabe, al menos teóricamente, concebir impuestos no distorsionantes, ¿podría lograrse algo parecido en el terreno de las ideologías?