27 de abril de 2019

Disquisiciones fiscales bíblicas

Según una evidencia bastante extendida, el hecho de pagar impuestos, al menos cuando ocurre de forma consciente, no suele agradar a casi nadie. Aquí mismo se han examinado los diversos costes que conlleva el cumplimiento de las obligaciones tributarias, que, como se señalaba en una entrada reciente, pueden llevar incluso hasta el suicidio. Dejando al margen todos esos costes, económicos y no económicos, dinerarios y no dinerarios, el terreno de la fiscalidad y sus zonas adyacentes están abonados de una penetrante y persistente carga semántica.

Manejarse como mero observador de ese hábitat poblado por variopintas especies puede convertirse en un verdadero calvario. Con mayor o menor cuota de poder, en él se dan cita ejemplares de impuestos, tributos, tasas, contribuciones especiales, cotizaciones, exacciones, arbitrios, derechos, cánones, compensaciones, gravámenes, prestaciones personales, prestaciones patrimoniales, cuotas, aranceles, cargos, recargos…

Aunque ya sabemos que, como, si se nos permite la licencia, se desprende de lo que establece la Ley General Tributaria en su artículo 2.2, “el hábito (denominación) no hace al monje”, no es en absoluto fácil, en ocasiones, ni siquiera identificar al personaje y, llegado el caso, atribuir su pertenencia a una u otra orden de clerecía.

La Biblia, a través de los testimonios de varios de los Apóstoles (Lucas, Marcos y Mateo), deja constancia de la sabiduría de Jesucristo para navegar por las turbulentas aguas de los principios de la imposición, al contestar a la inmortalizada “pregunta-trampa”: 

“… ¿Es lícito que nosotros paguemos tributos al César o no?
Habiendo advertido su astucia, les dijo:
-Mostradme un denario. ¿De quién es la imagen y la inscripción?
Le dijeron:
-Del César.
Y él les dijo:
-Pues bien, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Y no pudieron acusarlo ante el pueblo de nada de lo que decía; y se quedaron mudos, admirados de su respuesta” (Lucas, 20).

Admirable sin duda lo es semejante respuesta, que sirvió para zanjar la cuestión ante fariseos, herodianos, sumos sacerdotes y escribas, dejando un legado de valor incalculable para la reflexión de las pautas a seguir dentro y fuera de la esfera tributaria. Mucho es lo que sugiere respecto a la potestad para establecer tributos, a los obligados a soportarlos, a la separación de poderes, a la magnitud de la carga, a la forma de llevarla a cabo… Aunque, a decir verdad, a la hora de articular un sistema impositivo sea necesario recurrir a una variada gama de principios que deben plasmarse en una realidad concreta.

Por otro lado, la pregunta, a pesar de sus maliciosas pretensiones, no llegaba a una dificultad extrema, por cuanto focalizaba el asunto en un tributo específico; la dificultad técnica habría sido mayor de haber invocado una panoplia de cargas públicas. A su vez, la respuesta cuenta con la habilidad de centrarse en las obligaciones dinerarias, eludiendo la más difusa consideración, en cuanto a imagen, de las prestaciones en especie.

Y quizás, aunque solo sea como hipótesis, podría haberse producido un mayor aprieto de haber optado los interrogadores por la línea argumental descrita en la “Carta a los Romanos”: “Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios… Por tanto, hay que someterse, no solo por el castigo, sino por razón de conciencia. Por ello precisamente pagáis impuestos, ya que son servidores de Dios, ocupados continuamente en ese oficio. Dad a cada cual lo que es debido: si son impuestos, impuestos; si son tributos, tributos; si temor, temor; si respeto, respeto” (Romanos, 13).

Encontramos aquí, pues, una fuente inspiradora de la fundamentación del poder fiscal y de su aplicación efectiva, aparte de otras perspectivas de gran interés. Pero es la distinción entre impuestos y tributos la que, en el contexto de nuestro lenguaje actual y del marco jurídico vigente, llama nuestra atención.

La cuestión es fácil zanjarla desde nuestra posición en las coordenadas presentes: todo impuesto es un tributo, pero no todo tributo es un impuesto. Pero, ¿por qué en el texto bíblico de Pablo se recoge esa diferenciación?; ¿es algo atribuible a la traducción, o encierra algo más?

En fin, ante las dificultades existentes para abordar espinosos temas como el de las prestaciones patrimoniales, o el de las exacciones parafiscales, o para orientarse en el tupido laberinto de figuras fiscales y asimiladas, tal vez no haya más remedio que someterse a la imposición… de manos.

18 de abril de 2019

Un apartamento para disfrutar… un solo fin de semana al año: ¿merece la pena?

A la hora de disfrutar de los servicios de ocupación de una vivienda, ya sea habitual o con fines vacacionales, se suscita una elección fundamental: optar por la fórmula de la propiedad o por la del alquiler. Para la segunda de las finalidades apuntadas, la opción de recurrir a la oferta hotelera puede ser muy factible, pero, a los efectos aquí considerados, podemos hacer abstracción de ella, o incluso tomarla como equivalente o similar a la del alquiler.

La elección propiedad-alquiler, aunque a menudo se presenta llena de tópicos, no se presta a recetas simplificadoras. No puede enunciarse ninguna conclusión sin antes adentrarnos en un análisis exhaustivo de todas las condiciones y aspectos significativos.

Ahora bien, si alguien nos dice que el único uso que pretende dar a un apartamento es disfrutar un solo fin de semana al año, aparentemente la balanza parecería inclinarse claramente hacia la opción del alquiler. Así al menos se antoja a simple vista, si bien sin despreciar nunca la cautela de llevar a cabo un mínimo análisis con todas las variables en juego. Y en ese análisis no cabe desdeñar el valor de “bien de club” (posibilidad de disposición) que una persona pueda atribuir a la tenencia de un activo en propiedad.

Bien, sin más prolegómenos, un caso concreto en el que el propio interesado proclama que la tenencia de un apartamento con tales connotaciones le merece la pena nos la proporciona James Maxon, en un artículo publicado en el diario Financial Times (29-3-2019). Presentador de radio, él mismo se autodefine como experto en propiedades inmobiliarias, lo que no viene sino a añadir más interés. Eso sí, tampoco puede pasar desapercibido un detalle importante que aparece en el título del artículo: “Rich people’s problems: is my ski apartment worth it?”.

Otro detalle relevante es la necesidad, confesada por el referido presentador, de recuperarse del estrés y de la tensión de despertarse todos los días laborables a las tres y veinte de la mañana, para presentar un programa de radio.

¿Merece la pena gastarse 5.000 libras por pasar un fin de semana en la nieve, en Alpe d’Huez?

Maxon nos ofrece una contabilidad simplificada de los costes dinerarios en los que incurre para organizar su escapada, bien es verdad que sin derrochar en los vuelos. En concepto de viajes, bonos de esquí por tres días, alquiler de coche, y comidas, para dos personas, revela un coste de 1.500 libras. A este importe añade los de los servicios anuales del apartamento y los impuestos sobre la propiedad, partidas que, en su conjunto, ascienden a 3.500 libras. Así, en total, el coste de disfrutar del fin de semana de esquí se eleva a 5.000 libras (unos 5.800 euros).

El autor del artículo reconoce que mucha gente le plantea habitualmente que por qué no alquila el apartamento, con una vistas impresionantes de Los Alpes franceses. Es algo que desecha ante los inconvenientes que surgirían para un propietario ausente.

Pasando a la otra pregunta clave, la de recurrir al alquiler para una estancia tan corta, esgrime la confortabilidad de tener una estancia en la que todos los objetos estén en la disposición deseada, a la espera de la llegada de su propietario.

Y, cómo no, finalmente apunta un matiz en absoluto despreciable: “mi apartamento vale al menos tres veces más de lo que pagué por él (90.000 libras) hace casi 20 años. Así, realmente, mis vacaciones me salieron probablemente gratis. Si hay una cosa que agrada más a los ricos que una cosa barata, es una gratis”.

Ciertamente, la evolución del valor de una vivienda es un factor clave a la hora de evaluar la decisión de compra o de alquiler. Ahora bien, como bien saben muchas personas por experiencia propia, una cosa es el “valor en libros” de un apartamento y otra, el “valor efectivo de realización”. No obstante, si, como señala, puede conseguir 360.000 libras por el apartamento, incluso después de impuestos, quedaría un remanente para acomodar un buen montante de gastos. En cualquier caso, aparentemente se trata de una historia “ex post”. El análisis hay que hacerlo “ex ante”, aunque en verdad quizás esta sea una regla que no es de aplicación necesaria a los ricos.

14 de abril de 2019

Refugios fiscales selectivos: el caso italiano

Los llamados “paraísos fiscales” están dispersos por los cinco continentes, y, aunque haya una acreditada tradición a su ubicación en jurisdicciones isleñas, en modo alguno es esta una característica intrínseca.

Desde años, numerosas autoridades fiscales, amparadas en acuerdos de coordinación internacional, vienen librando una batalla contra la evasión fiscal, acentuada en los últimos tiempos. No puede decirse que se trate de una tarea sencilla, a pesar de que existe un control cada vez mayor de las transacciones económicas y financieras. Las manifestaciones del fraude fiscal son muy diversas y, en ocasiones, no fácilmente delimitables de las prácticas de elusión tributaria, muchas de ellas cuestionables aunque permanezcan dentro de los límites de la legalidad.

El problema se complica cuando, en ausencia de una utópica coordinación internacional plena, son muchas las jurisdicciones que se lanzan a una carrera competitiva por atraer residentes, actividades, negocios y empresas mediante el ofrecimiento de ventajas fiscales selectivas.

A veces, tales ventajas implican directamente un tratamiento discriminatorio entre los residentes fiscales ya existentes y los que adquieren ex novo dicha condición. El incumplimiento del principio de equidad horizontal (tratamiento igual de los iguales) es flagrante en tales casos. En otros dicho incumplimiento se trata de atenuar merced al establecimiento de un enfoque dual para los nuevos residentes: la renta obtenida en el país en cuestión es sometida al mismo régimen que el de los contribuyentes ordinarios, circunscribiendo los beneficios fiscales para la renta procedente del resto del mundo.

El esquema implantado en Italia en 2017 responde a ese planteamiento. Dicho esquema permite que quienes fijen su residencia en Italia paguen una cuota fija anual por importe de 100.000 euros por el conjunto de sus ingresos procedentes de fuera de Italia. Para acogerse a él se requiere no haber sido residente fiscal en Italia al menos cinco de los diez años previos. La ventaja se extiende para un período de quince años. Las rentas obtenidas en Italia tributan según el régimen general aplicable en el país. Éstas son, a grandes rasgos, las líneas básicas del régimen, en el que se prevén una serie de reglas específicas.

La medida en cuestión presenta numerosos puntos de interés para los estudiantes de Hacienda Pública. He aquí algunos:

¿Cómo cabe valorarla desde la perspectiva de los principales principios de la imposición?
¿Se trata de una práctica de “competencia (fiscal) desleal”?
¿Puede calificarse como una buena iniciativa, en términos de coste-eficacia, para la Hacienda pública italiana?
¿A qué tipología de perceptores de ingresos le puede interesar?
¿Puede incurrise en una menor cuota tributaria en otras jurisdicciones?
¿Pueden considerarse discriminados los contribuyentes italianos “estándares”?
¿Sigue siendo progresivo el IRPF italiano con este aditamento?
¿Y qué decir de la combinación de IRPF italiano con cuota fija por renta foránea con la posibre residencia en Florencia?... Después de todo, una villa florentina típica ronda solo los 8 millones de euros.

En fin, dejo estos interrogantes planteados, por si a algún estudiante se le ocurriera sugerir alguno de ellos, en alguna clase presencial.

10 de abril de 2019

Nivel educativo y perspectivas laborales

Actualmente nos encontramos inmersos en un intenso proceso de cambios que afectan profundamente a las relaciones económicas y sociales. Nuevos y viejos esquemas conviven, de manera o inarmónica, en la antesala de un sistema a todas luces diferente del que prevalecía no hace muchos años. El entorno que se configura tiene especiales implicaciones en el mercado de trabajo. Las formas de los vínculos contractuales y su estabilidad en el tiempo, el alcance de la protección social, los modos de trabajo, los perfiles competenciales, la tipología de los puestos demandados, los abanicos salariales, los itinerarios profesionales; todo eso y mucho más está sujeto a una transformación cuyos límites no alcanzamos a vislumbrar.

En este contexto, la polarización del mercado de trabajo es una de las tendencias más destacadas en los análisis recientes. Sin embargo, la evolución dispar de las condiciones de los distintos colectivos dentro del mercado laboral no es un fenómeno nuevo. En un estudio presentado por David Autor, profesor del MIT, en la reunión de la American Economic Association de enero de este año, se pone de manifiesto que, en Estados Unidos, en el período 1963-2017, el salario real de las personas con formación de posgrado aumentó entre un 80% y un 100%; el de las personas en posesión de un grado universitario, entre un 40% y un 60%; en cambio, el de los trabajadores con un nivel educativo de enseñanza secundaria o inferior se mantuvo estancado, o incluso disminuyó en el caso de los varones.

Como se hace eco The Economist (12-1-2019), esa evolución ha coincidido con “cambios tectónicos” en la vertiente del empleo. En particular, la participación dentro de la ocupación total de los puestos que requieren mucha o muy poca formación ha crecido notoriamente desde 1970. En contraposición, numerosos puestos en las cadenas de producción y en las oficinas con requerimientos formativos medios han desaparecido, por la deslocalización a otros países, así como por el impacto de los ordenadores y de la robótica.

Si tomamos en consideración las pautas observadas en las últimas décadas, a tenor de las que ahora están en curso, se deja entrever un panorama preocupante dentro del que pueden ampliarse los contrastes en las posiciones de los diferentes estratos del mercado laboral y, como consecuencia, en el bienestar personal. Según el referido profesor del MIT, los nuevos tipos de empleos responden a alguna de las siguientes categorías: i) “trabajo frontera”, muy vinculado a las nuevas tecnologías; ii) “trabajo relacionado con la riqueza”, que engloba un variado conjunto de actividades orientadas a la satisfacción de las necesidades de los profesionales bien situados; iii) “trabajo de la última fase”, concretado en aquellas tareas que quedan una vez que la mayoría de las funciones han sido ya automatizadas (servicios de distribución, tareas rutinarias en almacenes, seguimiento de contenidos en redes sociales…).

Mientras que las dos primeras categorías tienden a estar abiertas a personas con titulación universitaria (siempre que se ajuste a las demandas existentes, con especialización y capacitación suficientes) y ofrecen retribuciones adecuadas, la tercera acoge de manera desproporcionada a trabajadores sin formación universitaria, sujetos a condiciones económicas precarias. Es verdaderamente difícil frenar los desarrollos impulsados por los factores de cambio, por lo que es cada vez más necesario garantizar que todas las personas tengan las mismas oportunidades para trazar y elegir su trayectoria formativa.

Por otra parte, dado que, para lo bueno y lo malo, las condiciones económicas de cada puesto acaban dependiendo del juego de la oferta y la demanda, se hace imprescindible que, sin perjudicar ni distorsionar los incentivos, se establezcan mecanismos y esquemas de protección para quienes “queden atrás”. El sector público tiene un considerable recorrido de mejora en términos de eficiencia y de eficacia, aparte de recurrir a otras fórmulas sobradamente conocidas, posibilitando la participación voluntaria y directa de los agentes privados.

Descendiendo al terreno de la evidencia estadística en España, podemos comprobar cómo los datos disponibles avalan la importancia de la educación en conexión con el mercado laboral. Así, según los datos ofrecidos por la OCDE (referidos a 2017), la tasa de ocupación de las personas con edades entre 25 y 64 años muestra una clara relación positiva con el nivel educativo: 56%, para personas con nivel inferior a la educación secundaria superior; 70%, para personas con este último nivel; y 80% para personas con educación universitaria.

También se da una relación similar para los individuos con edades de 25 a 34 años (61%, 69% y 77%, respectivamente), en tanto que la tasa de paro refleja el efecto educativo: 27,8%, 18,4% y 13,9%. Así, la tasa de desempleo del colectivo con educación superior es la mitad del colectivo situado en el escalón formativo más bajo considerado.

Las diferencias retributivas son asimismo significativas: los ingresos de los trabajadores con menor nivel formativo eran un 27% más bajos que los de quienes habían alcanzado el bachillerato, y algo menos de la mitad respecto a los titulados universitarios. El esfuerzo realizado en lograr una titulación universitaria es, al margen de otros aspectos no pecuniarios, una inversión rentable desde un punto de vista dinerario, si bien, lógicamente, la rentabilidad se ve condicionada por el tipo de interés que se utilice para descontar los ingresos futuros. En España, los rendimientos financieros netos adicionales para un varón con educación universitaria, en comparación con otro con un nivel equivalente de bachillerato, ascienden a una cifra de 176.600 dólares, si se utiliza una tasa de descuento del 2% anual, y a 22.200, si dicha tasa es del 8%.

De manera llamativa, en 2016 España encabezaba, junto a Dinamarca, la clasificación de países de la OCDE según la tasa de graduación (por primera vez) en educación terciaria, con un 58%. Y se espera que el 50% de la población nacional se gradúe en dicha educación antes de cumplir los 30 años. Cabe reseñar que, con una diferencia de 14 puntos porcentuales a favor de las mujeres, en este indicador se da una “brecha de género invertida”.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)








6 de abril de 2019

Maximín vs maximax: la aceptación de la excepción a la regla de la igualdad absoluta

Las percepciones sobre cuál debe ser el alcance efectivo de la justicia distributiva son sumamente heterogéneas. Hay muchas personas provistas de fuertes convicciones igualitarias que ponderan por encima de todo la existencia de una situación homogénea de todos los individuos, anteponiendo la ausencia de diferencias de renta y riqueza interpersonales a la consideración de los niveles absolutos de bienestar económico alcanzados por cada uno. Desde esta perspectiva de justicia, es preferible que todas las personas sean iguales en la pobreza a que haya diferencias de estatus, aunque ello implicara que los peor situados estuvieran mejor, en términos absolutos, que en la referida hipotética situación de igualdad total.

Quien profese esta visión tenderá a rechazar la alternativa propuesta por Rawls en el sentido de favorecer todo lo posible a la persona que quede peor situada (criterio del maximín). Este último criterio respaldará aquellas medidas que representen una mejora para el peor situado aunque ello conlleve que se amplíe la distancia con los colocados en las posiciones de privilegio. Con mayor motivo, quien defienda el igualitarismo rechazaría una “mejora paretiana”, aquella que da lugar a un avance para alguien sin perjudicar a nadie.

Se trata, en fin, de un planteamiento que prima ante todo la igualdad como valor intrínseco y que podría utilizarse para la organización de una sociedad, preferiblemente, de manera ideal, con carácter previo al conocimiento de la posición real a ocupar por cada uno. Si se adopta dicho planteamiento, sí resulta, sin embargo, extraño que las mismas personas que, con las mejores intenciones, lo defienden a rajatabla admitan una importante quiebra en su aplicación efectiva, avalando una especie de “criterio del maximax”: no solo no se cuestiona, sino que puede llegar a fomentarse, que los integrantes de la cúspide política tengan derecho a disfrutar de condiciones privilegiadas. Algunos de los episodios narrados por Bertrand de Jouvenel en su obra “La ética de la redistribución”, de la que se recoge una reseña en una entrada de este blog (27-2-2019), son bastante significativos al respecto.

La historia ofrece ejemplos -con más o menos márgenes de libertad- incluso de lo que podríamos denominar “cambios antiparetianos”, esto es, cuando una medida debe ser respaldada, aunque implique un retroceso de algunas personas, si permite una mejora del líder supremo.

1 de abril de 2019

¿Qué nos queda de “Lo que queda del día”?

No es frecuente encontrarnos ante una disyuntiva en la que no nos resulta fácil inclinarnos por la bondad relativa de una película o de la novela en la que se basa. La obra de Kazuo Ishiguro “The remains of the day” (“Los restos del día”) (1989) y la cinta cinematográfica asociada, “Lo que queda del día”, dirigida por James Ivory (1993), protagonizan uno de los raros casos capaces de colocarnos en una difícil tesitura.

Como recoge Mihir Desai en “The wisdom of finance”, referida en diversas entradas de este blog y en un artículo publicado en la revista eXtoikos (nº 21, 2018, “La teoría de las finanzas como fuente para la enseñanza de la Economía: la contribución de M. Desai”), el personaje central de la referida novela de Ishiguro, Mr. Stevens, encarna el paradigma extremo del “exceso de deuda” o “sobreendeudamiento” (“debt overhang”), una situación en la que una persona es incapaz de emprender nuevas actividades debido al peso de compromisos preexistentes.

La dedicación absoluta de Stevens a la que él considera suprema misión, la atención de su señor, Lord Darlington, se convierte en la meta exclusiva de su vida, no solo en la esfera profesional sino también en la personal. Su implicación en los preparativos de las reuniones organizadas por Darlington, para él una tarea superior, le llevará a renunciar a los cuidados de su propio padre, empleado en el cuerpo de servicio de la mansión, y, en particular, a atenderlo en su lecho de muerte. También, a no dar cabida en su vida a relaciones amorosas que, a la postre, al desembocar en la constitución de una familia, podrían perturbar el ejercicio de su cargo de mayordomo con arreglo a los cánones venerados. No obstante, de la lectura de la novela no se desprende la más mínima inclinación hacia ese tipo de relaciones ni la menor frustración por no cubrir ese flanco.

Como se ha señalado, “Los restos del día” permite ilustrar el problema del “exceso de deuda”, con sus negativas consecuencias. Desai alerta de sus peligros: “Negociar nuestros compromisos para permitirnos asumir otros nuevos es la competencia vital crítica que las finanzas destacan. El exceso de deuda es la manifestación de no ser capaces de renegociar tales compromisos para emprender nuevas oportunidades –y con la pérdida resultante para todas las personas implicadas. Y Mr. Stevens es la manifestación del miedo de que aceptar nuevos compromisos es inconsistente con los compromisos preexistentes -una creencia que le lleva a una vida de pobreza emocional” [“Miss Kenton, no me juzgue mal si no subo a ver a mi padre en el estado en que se encuentra, se lo ruego. Estoy seguro de que a él le gustaría que siguiera con mi trabajo”… “Por lo que a mí respecta, Miss Kenton, no veré colmadas mis ambiciones hasta que haya hecho todo lo posible por ayudar a mi señor en los grandes cometidos que se ha impuesto”.]

No acaba ahí la cosa. El sacrificio del camino elegido es enorme, inconmensurable. La única recompensa es haber contribuido a la consecución de una meta elevada. ¿Pero qué ocurre cuando al final del camino, cuando el día se agota, se toma conciencia de que se trataba de una meta espuria y de que la misión ha resultado fallida desde su propio origen? Stevens se llena de orgullo al ser consciente de que él es el responsable de la logística que permite celebrar cumbres extraoficiales de altos personajes cuyas decisiones pueden marcar el futuro de Europa y acaso del mundo entero. Por ello, tras la muerte de su empleador, se resiste a aceptar la tesis de que había seguido un rumbo equivocado al tratar de allanar el camino para un acercamiento al régimen nazi. Para él, Lord Darlington encarnaba una especie de deidad cuyos designios eran inapelables. La ejecución del despido de una criada por su condición de judía, pese a la resistencia del ama de llaves, Miss Kenton, deja patente el grado de enajenación mental en el que estaba inmerso.

La novela de Ishiguro no solo ejemplifica el fenómeno del “exceso de deuda”, sino que contiene también otros elementos de interés socioeconómico. Sirve asimismo para rememorar el período de entreguerras y evocar algunas de las causas que llevaron a la Segunda Guerra Mundial. En particular, el papel de las reparaciones impuestas a los perdedores de la Primera Guerra Mundial late en las discusiones entre los ilustres visitantes de Darlington Hall, entre los que llega a mencionarse al mismísimo John Maynard Keynes. La estrategia más adecuada ante el régimen germano, que llegó a dividir las filas del gobierno británico, es otro de los grandes temas que dan contenido a los encuentros narrados en la novela. La historia y la intrahistoria se dan así cita en la pulcra pluma de Kazuo Ishiguro. Los grandes eventos, el entorno y sus circunstancias se combinan con la introspección de uno de los figurantes que asiste como testigo mudo al curso de los acontecimientos, ufano de su papel instrumental. De un lado a otro, la obra de Ishiguro solo reúne ingredientes de la mayor calidad e interés, aderezados con una prosa sosegada y exquisita en su estilo.

Son ciertamente diversas las lecciones que pueden extraerse de “Los restos del día” en varios planos: histórico, social, económico, político y psicológico, además del literario. Desai asimila, como se ha indicado, la actitud del protagonista de la novela con una situación de “exceso de deuda”. Ahora bien, las deudas que se contraen en el mercado financiero lo son con prestamistas, de manera que al acreedor no le cabe otra opción, si quiere cumplir su compromiso, que atender sus obligaciones. En cambio, las deudas como las descritas en la novela, como la asumida por Stevens, lo son con carácter voluntario. Pero el problema es que, a veces, precisamente ese carácter le otorga una naturaleza más férrea e inevitable, de modo que, con el transcurso del tiempo, a pesar de las amortizaciones parciales, el volumen de la carga no solo no decrece sino que se acrecienta. El drama puede ser que, cuando se toma conciencia del enredo, especialmente si la misión era vacua, reste ya demasiado poco para que se extinga el día.

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