31 de agosto de 2021

¿Debe trabajarse (un poco) durante las vacaciones?

 

Ésta es la pregunta –“Should you work (a little) on your holiday?”- que da título a la columna “Bartleby” del número de The Economist de fecha 21 de agosto de 2021[1].

Quizás, antes de contestar la pregunta, habría que plantear lo siguiente: “Por favor, defina el término 'vacaciones'”. Dando por hecho que existen, total o parcialmente, a lo largo del mes de agosto, lo cierto es que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, al igual que las formas de trabajo, también han alterado potencialmente el alcance y la naturaleza de los supuestos períodos de descanso.

¿Puede realmente lograrse una “desconexión” total en esta era de flujos continuos de comunicación? En el artículo de The Economist se recomienda que los empleados de empresas estadounidenses (que trabajen en Estados Unidos) eviten remitir correos electrónicos a sus colegas en Europa durante el mes de agosto, a fin de ahorrarse ver la conocida respuesta automática de “try me again in September”.

No obstante, el autor cree que “es raro el empleado que abandona completamente su trabajo durante estos días. Muchas personas mirarán, al menos furtivamente, la bandeja de entrada de su correo mientras están en la playa. Todo el mundo ocasionalmente ha esquivado el trabajo. Ahora también muchos trabajadores están sorteando las vacaciones”. Hay experiencias para todos los gustos. Es verdad, como se señala, que antiguamente la vida en las oficinas tenía un carácter binario: estar o no estar en la oficina implicaba trabajar o no trabajar. Ahora la situación es muy diferente. Sin embargo, en algunas profesiones el cambio no ha sido tan radical. Para los profesores, sí respecto a las clases -presenciales o telemáticas, pero no respecto a las investigaciones o a la preparación de clases y de materiales docentes. No digamos para las figuras académicas exoneradas de “cargas” docentes.

Con carácter general, el debate, no ya sólo con relación a los períodos vacacionales, sino también en el caso de los fines de semana y las propias jornadas diarias, está servido: ¿debe haber un derecho a la desconexión digital total efectiva?, ¿debe ser de obligado cumplimiento?, ¿debe permitirse una graduación por parte de los afectados?...

En cualquier caso, no es lo mismo llevar a cabo un trabajo por obligación que por propia voluntad; tampoco, una actividad rutinaria que una actividad con algunas connotaciones liberadoras, de cambio de “chip”, o que responda a una hoja de ruta autónoma. Casi como un experimento, durante este mes de agosto pensé intentar maximizar el número de entradas en este espacio virtual, tratando de superar el mayor registro anterior. Aun sin estar premeditado, a medida que avanzaba el mes, a pasos agigantados, fue abriéndose paso la posibilidad de completar una por cada día. De manera un tanto imprevista, parece que se ha logrado esa pequeña meta simbólica: ¡(no) misión cumplida!

No han faltado, por supuesto, las connotaciones señaladas, pero he de reconocer que el proceso ha requerido más esfuerzo del esperado. Bastante más de un “poco”, si ha de contestarse la pregunta de arriba. A partir de ahora, en el supuesto de que siga con energías suficientes para ir rellenando este cuaderno personal de bitácora, será, desde luego, sin ningún tipo de objetivo cuantitativo.





[1] En la edición online; en la impresa aparece con el título “Nearly out of office”. Ignoro la razón por la que la revista utiliza títulos diferentes en uno y otro caso.

30 de agosto de 2021

El Día de la Liberación Fiscal: cautividad metodológica asegurada

 

El denominado “Día de la Liberación Fiscal” (DLF) ha adquirido una considerable popularidad como indicador que señala el momento del año a partir del cual un ciudadano “medio” queda liberado (ficticiamente) de sus obligaciones con la Hacienda Pública. Basado en cálculos anuales, el referido indicador nos informa del número de días que, en la práctica, estamos trabajando o generando ingresos para el Estado. Desde el DLF, puede ya conservar toda la renta obtenida y emplearla a su conveniencia. Es evidente que el indicador opera simplemente en términos de equivalencia, obviando los flujos reales de ingresos y de desembolsos tributarios. Por ello, parece un poco absurdo celebrar la llegada de un día concreto del año en el que, de facto, no se da ninguna liberación.

Se trata de un indicador utilizado tradicionalmente por el Adam Smith Institute[1]. En España, desde hace algunos años, la Fundación Civismo proporciona información sobre nuestro DLF nacional. Según el último informe publicado, el DLF se ha situado en 2021 en el 13 de julio[2].

El DLF puede ser considerado un indicador de la presión fiscal soportada por las familias, pero, a diferencia del indicador estándar (impuestos -más cotizaciones sociales-/PIB), no suele ser objeto de mucha atención por parte de la comunidad académica y, aún menos, por la Administración tributaria. En este segundo caso, las razones pueden ser fácilmente entendibles, mientras que en el primero podrían esgrimirse -al margen de cuestiones semánticas- motivos técnicos asociados a las dificultades metodológicas existentes para calibrar la carga tributaria efectiva de las familias. Es así, pero ello no significa que la ratio normalmente utilizada para medir la presión fiscal no se vea afectada también por una serie de deficiencias y escollos metodológicos.

Siendo esto último verdad, los problemas no son, desde luego, de la misma relevancia. Una cosa es cuantificar la magnitud global del conjunto de los ingresos fiscales, y otra, identificar el montante de los gravámenes que recaen sobre una familia representativa. Nos encontramos con varias dificultades notables, entre otras, las siguientes: i) su importe va a depender de muchos factores y circunstancias (cuantía de la renta, categorías de ingresos obtenidos, lugar de residencia, situación patrimonial, utilización de la renta…); ii) algunos pagos obligatorios tienen (o, al menos, deberían tener) una compensación diferida; y iii) sin un estudio riguroso de incidencia fiscal económica no puede determinarse quién soporta realmente la carga tributaria.

Un intento de aproximación a la carga tributaria anual de una familia, basado en un ejemplo concreto, realizado hace unos años, arrojaba que la fiscalidad detraía un 42% de la renta familiar bruta[3].

En el referido estudio de la Fundación Civismo, mucho más sofisticado, “se obtiene como resultado 193 días necesarios de renta familiar para pagar los tributos de obligado cumplimiento durante el presente año” (2021)[4].

Puede que el DLF llegue a ser liberador en el sentido indicado, pero su utilización nos convierte en cautivos de una metodología que se adentra en un territorio sumamente complejo. El informe citado, por lo demás, a pesar del despliegue expositivo efectuado, no permite un seguimiento, y, mucho menos, una réplica, del proceso de cálculo.





[2] Vid. Javier Santacruz, “Día de la Liberación Fiscal 2021”, Fundación Civismo, 2021, pág. 11.

[3] Vid. J. M. Domínguez Martínez y R. López del Paso, “La carga impositiva anual de una familia: enfoque analítico y aproximación cuantitativa”, eXtoikos, nº 7, 2012.

[4] Op. cit., pág. 11.

29 de agosto de 2021

Estrategias familiares en inversión educativa: ¿expansión o repliegue?

 

Las clases en la escuela comienzan a las 8.25 horas y acaban a las 15.30 horas. El horario se prolonga con alguna actividad extracurricular, más tres horas en un centro de preparación de exámenes para el acceso a un centro de educación secundaria. Aparte, los desplazamientos y los deberes escolares. Así es una jornada estándar para muchos niños de 10 años en Tokyo[1].

En Japón y en otros países de Asia, la inversión en la educación de los hijos se ha convertido en una carrera ascendente e inacabable que origina diversas consecuencias, entre ellas, la de un elevado coste económico. Éste, a su vez, puede ser una de las causas de las bajas tasas de natalidad (Harding, 2021).

Por otro lado, aunque el análisis económico ha primado tradicionalmente la inversión en capital humano como una prioridad a escala personal y social, aporta también algunos puntos de reticencia al respecto. Como se señala en un reciente artículo de The Economist[2], la educación presenta en parte la naturaleza de “bien posicional”[3]. En este sentido, lo que importa no es tanto cuánto tiene una persona, sino si tiene más que otra. Resulta quizás un tanto duro aceptar este tipo de razonamiento cuando nos situamos en el campo del conocimiento, pero sin duda es una perspectiva atinada si estamos ante un proceso en el que compiten diversos contendientes.

Dado que los “bienes posicionales” tienen una oferta limitada, no todo el mundo puede tener acceso a ellos en las mismas condiciones. Si se generalizan, desaparece el efecto distintivo. El intento por mantenerlo llevaría a una carrera desenfrenada entre los aspirantes. Así, hay familias que invierten cada vez más tiempo y dinero en actividades de tutorización o extracurriculares después de clase, con la expectativa de que sus hijos estén lo mejor posicionados posible.

En algunos países donde las exigencias educativas han llegado a ser sumamente intensas, como Corea del Sur y China, según recoge The Economist, “los gobiernos de ambos países han tratado de orquestar una especie de desarme colectivo”, a través de restricciones y controles en los centros docentes.

Para The Economist, “es casi imposible frenar que las familias contraten a tutores privados para enseñar a sus hijos en sus propias casas. Y si la educación en la sombra es restringida eficazmente, la carrera armamentística puede adoptar diferentes formas”.





[1] Vid. R. Harding, “Halting east Asia’s education arms race could help birth rates”, Financial Times, 25 de agosto de 2021.

[2] Vid. The Economist, “Assume the positional”, 21 de agosto de 2021.

[3] Este concepto fue desarrollado por Fred Hirsch en la obra “The social limits to growth” (1976).

28 de agosto de 2021

Automóvil privado: ¿un medio de transporte imbatible?

 

Según algunos estudios prospectivos realizados hace unas décadas, a estas alturas del siglo XXI, el automóvil privado debería ser ya una pieza de museo. Yo mismo tenía esa visión. Esperaba que pudiera dar paso al transporte, no público, sino colectivo. Especialmente cuando llegaba al aeropuerto de Madrid y me desplazaba hacia el centro de la capital, me parecía milagroso llegar hasta allí, e inexorablemente me planteaba siempre la misma pregunta: ¿cómo tanta gente, durante tanto tiempo, soportaba la condena de los atascos a gran escala permanentes?

Aunque trate de evitarlos, su simple amenaza potencial puede llegar a causar un auténtico pavor psicológico a personas, como es mi caso, poco entrenadas en ese padecimiento. No es de extrañar que, cuando una exalumna me describía que, la primera vez que viajó a Los Ángeles, alquiló un vehículo en el aeropuerto para, con toda naturalidad, desplazarse al centro de la gran urbe, no dudé en calificarlo como una proeza que yo jamás habría podido realizar[1]. Al volver a ver, hace no mucho, la obertura de la película “La La Land”, no pude sino estremecerme al imaginarme atrapado en un colapso semejante. Para los angelinos, el tráfico denso debe de ser simplemente “another day of sun”, pero no sólo para ellos…

En fin, ha pasado bastante tiempo, y el automóvil sigue ocupando una posición hegemónica como medio de transporte en distintos segmentos, aunque es evidente que, a través de restricciones de diferente signo, está en fase de verse desterrado de los cascos urbanos.

Un magnífico libro que leí hace tiempo aportaba algunas claves para explicar la paradójica resistencia de los automóviles privados. Para Lester C. Thurow[2], “a menudo es sugerido un mejor transporte público como una solución a la congestión de automóviles, pero no lo es. El automóvil tiene tres ventajas que hacen que sea imposible que el transporte público pueda competir con él. Primero, es mucho más flexible respecto a los puntos de salida y llegada que cualquier otra forma de transporte… Segundo, el auto es una cápsula personalizada, cuyo diseño adaptado al cliente consiguen los propietarios en función de sus gustos y presupuestos… Y uno siempre consigue un asiento. Tercero, el automóvil tiene un enorme diferencial entre los costes medios y los costes marginales. Los costes de poseer un coche que nunca se mueve son enormes… El coste marginal de conducir el coche… es muy bajo”.



27 de agosto de 2021

Lecciones de una derrota ajedrecística

 

Leí una vez que disputaba las partidas con una antelación de 27 jugadas. No podía dar crédito, pues es tan elevado el número de combinaciones posibles que hasta para una máquina sería difícil gestionar semejantes ramificaciones y sus sucesivas adaptaciones. Pero la maestría de Garry Kasparov, para muchos el mejor ajedrecista de todos los tiempos, era tal que su capacidad de estrategia y de análisis se tenía por ilimitada e insuperable. Los duelos Karpov-Kasparov marcaron una época y elevaron el ajedrez a las más altas cimas de la emoción, aunque quizás algo por debajo de las batallas entre Karpov y Fischer, en ambos casos teñidas con grandes significados extradeportivos.

Pese al empeño de mi padre, gran aficionado autodidacta, ese difícil y desafiante entretenimiento sólo me acompañó hasta la adolescencia. La vida, por aquel entonces, nos iba llevando por otros derroteros. Pero, en cierta medida, no era fácil sobrellevar la tensión generada por esa actividad, tan distinta de los deportes tradicionales, a la hora de la verdad tampoco ajenos a la presión autoinducida. Sin dejar de ser emocionante, era más apacible estudiar el desarrollo de partidas históricas que afrontar encuentros reales. Recuerdo con pavor una participación en una exhibición que un gran maestro ajedrecista belga celebró con escolares, en una partida simultánea con 30 jugadores. Dado que el maestro tenía que recorrer esa considerable cantidad de tableros, creía que dispondría de tiempo más que sobrado para pensar las jugadas. Sin embargo, antes de poder reaccionar, allí estaba plantado otra vez, a la espera del movimiento elegido. De una manera inusitadamente rauda, fue fulminando, uno tras otro, a aquella colección de ingenuos contendientes. Así empezó la curva del desánimo, que condujo progresivamente al abandono de una disciplina que, en descargo de los frustrados practicantes sujetos a distintas ocupaciones, es innegable que es bastante intensiva en tiempo. Salvo, eso sí, que se sufra una dolorosa derrota por alguna temible vía ultrarrápida.

Salvando las distancias, ni siquiera los más grandes campeones están exonerados de ese riesgo. Aunque seguramente son muchas las circunstancias atenuantes y más que justificados los factores explicativos, el ocasional retorno de Garry Kasparov a un gran torneo reciente no ha podido verse coronado por el éxito esperado en razón de su inmensa categoría. Llevar mucho tiempo “fuera de las pistas” pasa factura a cualquiera, pero, incluso así, un bagaje de una sola victoria en 18 partidas, con 14 derrotas y 3 empates, desborda toda previsión. Hasta un campeón como él llegó a verse desbordado por las limitaciones de tiempo establecidas en la modalidad de juego utilizada. Sólo 7 movimientos bastaron para que el excampeón mundial abandonara en una de las partidas, eso sí, con el actual número 6 del mundo[1].

El desarrollo de esta partida de ajedrez, a pesar de su corta duración, encierra seguramente bastantes aspectos técnicos interesantes -no faltó el hoy tan conocido “gambito de dama”-, pero, sin duda, también aporta otras lecciones en el plano de la dimensión humana. Esto no quita que la disputa de una contienda deportiva en sí misma sea un juego de suma cero. No así lo efectos externos y las extrapolaciones derivadas.

Hace tiempo conocí a un reputado economista, especialista en la teoría de juegos, que disfrutaba jugando partidas de ajedrez contra sí mismo. Siempre he considerado que la modalidad del “solitario”, en cualquier disciplina, es de las más difíciles de llevar correctamente a la práctica. Me cuesta trabajo pensar cómo se puede garantizar el “leveling the playing field”, pero dicha modalidad presenta una ventaja no despreciable. Es la única capaz de romper la tiranía del juego de suma cero. La cosecha de puntos siempre estará, aunque ficticiamente, asegurada.





[1] Vid. L. Barden, “Chess: all-time No1 Garry Kasparov, 58, loses in seven moves in disastrous comeback”, Financial Times, 13 de julio de 2021.

 

26 de agosto de 2021

¿Puede derribarse completamente “la estatua de Friedman”?

 

“Ustedes han derribado hoy aquí la estatua de Milton Friedman”. Fueron las solemnes palabras que, en junio de 2020, pronunciaba el entonces CEO de Danone, Emmanuel Faber, después de que el 99% de los accionistas de la compañía acordasen adoptar el nuevo estatus legal aprobado en Francia en 2019, el de una empresa con misión, o empresa orientada a un propósito. Dicho estatus legal requiere que Danone no sólo genere beneficio para sus accionistas, sino que lo haga de forma que declare que beneficiará la salud de los clientes y el planeta[1].

La interpretación de la RSC por Milton Friedman ha sido tratada en este espacio[2], así como la nueva perspectiva del “stakeholderism”[3]. La visión tradicional de “creación de valor para el accionista” ha quedado bastante arrinconada en la práctica, aunque no totalmente erradicada.

La cuestión que surge es si, efectivamente, “la estatua de Friedman” ha quedado completamente derribada, en el sentido de que la adecuada consideración de las implicaciones para los distintos grupos de interés es ya suficiente, siempre, lógicamente, que se mantenga una cifra de resultados positivos.

La experiencia de Danone aporta un ejemplo real como significativo caso de estudio. Así, ya a comienzos de 2021, un fondo de inversión que había adquirido una participación en la firma reclamaba el relevo del primer ejecutivo debido a que la evolución económica no era satisfactoria desde su punto de vista. En concreto, destacaba que los rendimientos de las acciones eran inferiores a los de sus principales rivales, Nestlé y Unilever. Otros inversores se mostraban también escépticos respecto al énfasis de Faber en el triángulo ASG[4].

Poco tiempo después, el consejo de administración de Danone decidió sustituir a Faber como presidente y CEO de la compañía[5]. Los críticos con el enfoque de la empresa con misión se preguntaban que cuál era el propósito del “propósito”, en tanto que algunos analistas señalaban que el embrollo en el centro de decisiones de Danone “es un recordatorio de que las distracciones respecto al fin nuclear de obtener beneficios pueden ser peligrosas”[6].

Frente a esta interpretación, Faber esgrimía que su cese había tenido poco que ver con el comportamiento económico de la empresa, y que había obedecido a que antiguos dirigentes han querido recuperar su anterior influencia[7].

Es evidente que Milton Friedman ha sido apeado, enérgicamente y sin contemplaciones, de su pedestal, pero quizás desde su ahora menos privilegiada posición pueda seguir proclamando: “Eppur… returns matter”.

Habría que verificar, en todo caso, si es o no cierto lo que aseveran McCloskey y Mingardi en el sentido de que “la mayoría de las personas que han expresado conmoción o satisfacción con el artículo de Friedman [de 1970] realmente no lo han leído”[8].





[1] Vid. L. Abboud, “Danone adopts new legal status to reflect social mission”, Financial Times, 26 de junio de 2020.

[4] Vid. L. Abboud, “Activist fund Bluebell Capital takes aim at Danone”, Financial Times, 18 de enero de 2021.

[5] Vid. L. Abboud, “Danone board ousts Emmanuel Faber as chief and chairman”, Financial Times, 15 de marzo de 2021.

[6] Vid.: Financial Times, The editorial board, “Danone: a case study in the pitfalls of purpose”, 18 de marzo de 2021; S. Beer, “ESG must learn from tech bubble – returns matter”, Financial Times, 17 de agosto de 2021.

[7] Vid. L. Abboud y B. Nauman, “Former Danone chief says power struggle was behind his ousting”, Financial Times, 7 de mayo de 2021.

[8] Vid. D. N. McCloskey y A. Mingardi,“The myth of the entrepreneurial state”, The American Institute for Economic Research, 2020, pág. 133.

25 de agosto de 2021

El FMI saca su artillería pesada: los DEG vuelven a escena

 

Con fecha 23 de agosto de 2021, la Directora Gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, anunciaba la entrada en vigor de la mayor asignación de derechos especiales de giro (DEG) en la historia del FMI, por un montante de USD 650.000 millones[1]. La medida se concibe como un apoyo a la liquidez del sistema económico mundial en el contexto actual de la pandemia del coronavirus. Dado que la distribución entre países se realiza en proporción a sus cuotas relativas en el FMI, este organismo alienta a que algunos países puedan ceder parte de su posición a aquellos que estén en una situación más precaria. Esta idea ya fue planteada hace años por George Soros[2].

Como describe el propio FMI[3], “El DEG es un activo de reserva internacional creado en 1969 por el FMI para complementar las reservas oficiales de los países miembros[4]… El valor del DEG se basa en una cesta de cinco monedas: el dólar de EE.UU., el euro, el renminbi chino, el yen japonés, y la libra esterlina".

Asimismo, “El DEG no es ni una moneda ni un crédito frente al FMI. Más bien representa un derecho potencial frente a las monedas de libre uso de los países miembros del FMI. El DEG se puede canjear por monedas de libre uso”.

Su finalidad originaria era ser una alternativa al dólar, pero fracasó en ese empeño[5]. En el año 2009 fueron utilizados con éxito (USD 250.000 millones), a propuesta del primer ministro británico, Gordon Brown. Al posibilitar que las economías emergentes pudiesen adquirir dólares vía el FMI, en lugar de en el mercado abierto, la medida sirvió para aliviar la situación en el mercado de divisas y en otros mercados[6].

Ante la crisis pandémica, se han reactivado las propuestas de recurrir al uso de los DEG.[7] Los defensores de su uso señalan que aportarían dinero a los países que más lo necesitan, sin incurrir en deudas propias adicionales[8]. Y, de cara a la efectividad de la acción, se incide en la cesión por parte de los países de alta renta a los de baja renta[9]. Los DEG tienen la ventaja, para los países receptores, de que son provistos sin la condicionalidad normalmente aparejada a los préstamos del FMI, y no tienen que ser devueltos, por lo que los gobiernos quedan libres para utilizarlos como deseen sin tener que adoptar medidas compensatorias en sus finanzas públicas[10].





[1] Vid. FMI, Comunicado de Prensa No. 21/248, 23 de agosto de 2021.

[2] Vid. G. Davies, “The SDR is an idea whose time has come”, Financial Times, 19 de abril de 2020.

[3] Vid. FMI, “Derechos especiales de giro (DEG)”, Ficha Técnica, 2 de agosto de 2021.

[4] La idea originaria proviene de Keynes, quien, en la cumbre de Bretton Woods, propuso el “bancor” como nueva moneda de reserva internacional. Los países con superávit comercial registrarían saldos positivos, en tanto que los deficitarios tendrían una cuenta con saldo negativo. Vid. R. Cooper, “How John Maynard Keynes’ most radical idea could save the world”, The Week, 27 de mayo de 2016.

[5] Vid. O. Mandeng, “Time to transform the world’s currency system”, Financial Times, 23 de junio de 2015.

[6] Vid. Davies, op. cit.

[7] Vid. C. G. Collins y E. M. Truman, “IMF’s special drawing right to the rescue”, Peterson Institute for International Economics, PIEE BR 20-1, abril.

[8] Vid. J. Wheatley, “IMF prepares to bolster developing countries’ finances”, Financial Times, 5 de abril de 2021.

[9] Vid. M. Wolf, “A windfall for poor countries is within reach”, Financial Times, 1 de junio de 2021.

[10] Vid. J. Wheatley y C. Smith, “IMF allocates $650 bn to boost pandemic-hit economies”, Financial Times, 2 de agosto de 2021.

24 de agosto de 2021

El destino de Afganistán: la importancia del factor económico

 

Incluso en un país con unos rasgos tan singulares como Afganistán sería bastante anómalo que el factor económico no hubiese ejercido ninguna influencia en la evolución de su rumbo político y social. A raíz de la situación creada tras la retirada de la coalición militar liderada por Estados Unidos, no han faltado los analistas que han puesto de relieve ese componente. Algunos de ellos, dotados de especial clarividencia, exponen lo que habría que haber hecho y no se hizo. Lo cierto es que, después de haber derrocado a los talibanes (“buscadores del conocimiento”, según la interesante etimología del vocablo), éstos han recuperado el poder.

Entre tales comentaristas se incluye alguien con un estilete, tan incisivo como de selectivo uso, como Martin Sandbu. Para este articulista de referencia del diario Financial Times, la construcción de un estado operativo y de una economía era un deber para Occidente, deber que ni siquiera ha intentado cumplir[1].

Recuerda que “evidentemente, unas estructuras estatales resilientes y la actividad económica requieren de un entorno seguro y estable”, e incide en que “la dependencia opera en ambos sentidos. Un estado y una actividad económica que sirviesen al pueblo afgano habrían dado lugar a que cualquier cantidad de gasto militar hubiese sido más efectiva, dando a las fuerzas afganas algo por lo que mereciera la pena luchar y a los talibanes un terreno menos propicio para el reclutamiento”.

La corrupción aparece asimismo como un factor importante, dándose la circunstancia de que “más de la mitad de los ciudadanos cre[ían] que los niveles de corrupción [eran] menores en las áreas controladas por los talibanes que en las áreas controladas por el gobierno”[2]. A partir del testimonio de una antigua asesora militar del bloque occidental, Sandbu escribe lo siguiente: “Expuesto de una manera brutal, el estado corrupto fue una creación del poder estadounidense”.

“Estados Unidos y sus aliados podrían haber actuado de forma diferente. Podrían haber distribuido dinero como pagos efectivos individuales en lugar de instalar guardianes locales para los recursos”. Según el informe del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán, se identificó una cifra de 27.000 millones de dólares en “costes cuestionados como resultado de deficiencias de control internacionales y problemas de no cumplimiento”[3].

No todos los numerosos comentarios suscitados por el artículo de Sandbu se muestran conformes con su interpretación. En uno de ellos se puede leer lo siguiente: “Sandbu should have used his vast experience gained on the ground in Afghanistan to distribute the funds himself”.

Entre 2001 y 2021, Estados Unidos invirtió 946.000 millones de dólares en Afganistán. De dicho importe, el 86% correspondió a los gastos en las tropas. Según Jeffrey Sachs, menos del 2% del gasto total llegó a los afganos en forma de infraestructuras básicas o servicios de reducción de la pobreza[4].

No obstante, de manera llamativa, a tenor de lo expuesto, “en las dos décadas desde que los talibanes perdieron el control de Afganistán, las condiciones de vida han mejorado marcadamente, incluyendo un gran progreso en sanidad, educación, esperanza de vida y mortalidad infantil. Pero la corrupción endémica y la violencia frenó la senda de progreso, y la retirada de tropas y de ayuda en los años recientes redujo una de las principales fuentes de ingreso, con consecuencias económicas”[5].

Aun cuando el país asiático continúa estando en la parte más baja de la mayoría de los indicadores socioeconómicos[6], la evolución de algunos indicadores seleccionados refleja un avance notable, particularmente en relación con las mujeres, cuyas vidas han mejorado según una serie de indicadores: “el enrolamiento de las chicas en la educación se ha disparado, las tasas de fertilidad adolescente han caído y muchas más mujeres están trabajando”[7].

Otro de los comentarios del artículo de Sandbu recoge lo siguiente: “It’s also this belief that western liberal free market democratic values are somehow universal and can be introduced into any system. Time and again it is shown they are not, and can’t”.

¿Será cierta esta aseveración? Con independencia de la respuesta, estamos ante un buen momento para que los acreditados analistas expongan ahora lo que debería hacerse respecto a los países que están en la cola del indicador de gobernanza, preferiblemente con alguna forma, aunque sea meramente simbólica, del enfoque de “skin in the game” propuesto por Taleb.

Según el indicador de gobernanza recogido en The Legatum Prosperity Index 2020[8], Afganistán ocupaba el puesto 142º de 167 países. Pregunta: ante el nuevo panorama, ¿qué puesto cabría esperar que ocupe a finales de 2022, o incluso de 2021?





[1] “The west has paid the price for neglecting the Afghanistan economy”, Financial Times, 22 de agosto de 2021.

[2] Vid.  Integrity Watch Afghanistan, “National Corruption Survey 2020”, iwaweb.org.

[3] SIGAR, “Quarterly Report to the United States Congress”, 30 de enero de 2021, www.sigar.mil,

[4] Vid. “Blood in the sand”, Project Syndicate, 17 de agosto de 2021.

[5] Vid. V. Romei, “The Afghanistan economy in charts: what has changed in two decades”, Financial Times, 22 de agosto de 2021.

[6] Si bien no en las últimas posiciones. Curiosamente, en gobernanza se encuentra bastante distanciado del país que aparece en último lugar, Venezuela. Vid. Romei, op. cit.

[7] Vid. Romei, op. cit.

[8] Vid. www.prosperity.com.

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