27 de agosto de 2021

Lecciones de una derrota ajedrecística

 

Leí una vez que disputaba las partidas con una antelación de 27 jugadas. No podía dar crédito, pues es tan elevado el número de combinaciones posibles que hasta para una máquina sería difícil gestionar semejantes ramificaciones y sus sucesivas adaptaciones. Pero la maestría de Garry Kasparov, para muchos el mejor ajedrecista de todos los tiempos, era tal que su capacidad de estrategia y de análisis se tenía por ilimitada e insuperable. Los duelos Karpov-Kasparov marcaron una época y elevaron el ajedrez a las más altas cimas de la emoción, aunque quizás algo por debajo de las batallas entre Karpov y Fischer, en ambos casos teñidas con grandes significados extradeportivos.

Pese al empeño de mi padre, gran aficionado autodidacta, ese difícil y desafiante entretenimiento sólo me acompañó hasta la adolescencia. La vida, por aquel entonces, nos iba llevando por otros derroteros. Pero, en cierta medida, no era fácil sobrellevar la tensión generada por esa actividad, tan distinta de los deportes tradicionales, a la hora de la verdad tampoco ajenos a la presión autoinducida. Sin dejar de ser emocionante, era más apacible estudiar el desarrollo de partidas históricas que afrontar encuentros reales. Recuerdo con pavor una participación en una exhibición que un gran maestro ajedrecista belga celebró con escolares, en una partida simultánea con 30 jugadores. Dado que el maestro tenía que recorrer esa considerable cantidad de tableros, creía que dispondría de tiempo más que sobrado para pensar las jugadas. Sin embargo, antes de poder reaccionar, allí estaba plantado otra vez, a la espera del movimiento elegido. De una manera inusitadamente rauda, fue fulminando, uno tras otro, a aquella colección de ingenuos contendientes. Así empezó la curva del desánimo, que condujo progresivamente al abandono de una disciplina que, en descargo de los frustrados practicantes sujetos a distintas ocupaciones, es innegable que es bastante intensiva en tiempo. Salvo, eso sí, que se sufra una dolorosa derrota por alguna temible vía ultrarrápida.

Salvando las distancias, ni siquiera los más grandes campeones están exonerados de ese riesgo. Aunque seguramente son muchas las circunstancias atenuantes y más que justificados los factores explicativos, el ocasional retorno de Garry Kasparov a un gran torneo reciente no ha podido verse coronado por el éxito esperado en razón de su inmensa categoría. Llevar mucho tiempo “fuera de las pistas” pasa factura a cualquiera, pero, incluso así, un bagaje de una sola victoria en 18 partidas, con 14 derrotas y 3 empates, desborda toda previsión. Hasta un campeón como él llegó a verse desbordado por las limitaciones de tiempo establecidas en la modalidad de juego utilizada. Sólo 7 movimientos bastaron para que el excampeón mundial abandonara en una de las partidas, eso sí, con el actual número 6 del mundo[1].

El desarrollo de esta partida de ajedrez, a pesar de su corta duración, encierra seguramente bastantes aspectos técnicos interesantes -no faltó el hoy tan conocido “gambito de dama”-, pero, sin duda, también aporta otras lecciones en el plano de la dimensión humana. Esto no quita que la disputa de una contienda deportiva en sí misma sea un juego de suma cero. No así lo efectos externos y las extrapolaciones derivadas.

Hace tiempo conocí a un reputado economista, especialista en la teoría de juegos, que disfrutaba jugando partidas de ajedrez contra sí mismo. Siempre he considerado que la modalidad del “solitario”, en cualquier disciplina, es de las más difíciles de llevar correctamente a la práctica. Me cuesta trabajo pensar cómo se puede garantizar el “leveling the playing field”, pero dicha modalidad presenta una ventaja no despreciable. Es la única capaz de romper la tiranía del juego de suma cero. La cosecha de puntos siempre estará, aunque ficticiamente, asegurada.





[1] Vid. L. Barden, “Chess: all-time No1 Garry Kasparov, 58, loses in seven moves in disastrous comeback”, Financial Times, 13 de julio de 2021.

 

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