Leí una vez que
disputaba las partidas con una antelación de 27 jugadas. No podía dar crédito,
pues es tan elevado el número de combinaciones posibles que hasta para una
máquina sería difícil gestionar semejantes ramificaciones y sus sucesivas
adaptaciones. Pero la maestría de Garry Kasparov, para muchos el mejor
ajedrecista de todos los tiempos, era tal que su capacidad de estrategia y de
análisis se tenía por ilimitada e insuperable. Los duelos Karpov-Kasparov
marcaron una época y elevaron el ajedrez a las más altas cimas de la emoción, aunque
quizás algo por debajo de las batallas entre Karpov y Fischer, en ambos casos
teñidas con grandes significados extradeportivos.
Pese al empeño de
mi padre, gran aficionado autodidacta, ese difícil y desafiante entretenimiento
sólo me acompañó hasta la adolescencia. La vida, por aquel entonces, nos iba
llevando por otros derroteros. Pero, en cierta medida, no era fácil sobrellevar
la tensión generada por esa actividad, tan distinta de los deportes
tradicionales, a la hora de la verdad tampoco ajenos a la presión autoinducida.
Sin dejar de ser emocionante, era más apacible estudiar el desarrollo de
partidas históricas que afrontar encuentros reales. Recuerdo con pavor una
participación en una exhibición que un gran maestro ajedrecista belga celebró
con escolares, en una partida simultánea con 30 jugadores. Dado que el maestro
tenía que recorrer esa considerable cantidad de tableros, creía que dispondría
de tiempo más que sobrado para pensar las jugadas. Sin embargo, antes de poder
reaccionar, allí estaba plantado otra vez, a la espera del movimiento elegido.
De una manera inusitadamente rauda, fue fulminando, uno tras otro, a aquella
colección de ingenuos contendientes. Así empezó la curva del desánimo, que
condujo progresivamente al abandono de una disciplina que, en descargo de los
frustrados practicantes sujetos a distintas ocupaciones, es innegable que es
bastante intensiva en tiempo. Salvo, eso sí, que se sufra una dolorosa derrota
por alguna temible vía ultrarrápida.
Salvando las
distancias, ni siquiera los más grandes campeones están exonerados de ese
riesgo. Aunque seguramente son muchas las circunstancias atenuantes y más que
justificados los factores explicativos, el ocasional retorno de Garry Kasparov
a un gran torneo reciente no ha podido verse coronado por el éxito esperado en
razón de su inmensa categoría. Llevar mucho tiempo “fuera de las pistas” pasa
factura a cualquiera, pero, incluso así, un bagaje de una sola victoria en 18
partidas, con 14 derrotas y 3 empates, desborda toda previsión. Hasta un
campeón como él llegó a verse desbordado por las limitaciones de tiempo
establecidas en la modalidad de juego utilizada. Sólo 7 movimientos bastaron
para que el excampeón mundial abandonara en una de las partidas, eso sí, con el
actual número 6 del mundo[1].
El desarrollo de
esta partida de ajedrez, a pesar de su corta duración, encierra seguramente
bastantes aspectos técnicos interesantes -no faltó el hoy tan conocido “gambito
de dama”-, pero, sin duda, también aporta otras lecciones en el plano de la
dimensión humana. Esto no quita que la disputa de una contienda deportiva en sí
misma sea un juego de suma cero. No así lo efectos externos y las
extrapolaciones derivadas.
Hace tiempo
conocí a un reputado economista, especialista en la teoría de juegos, que
disfrutaba jugando partidas de ajedrez contra sí mismo. Siempre he considerado
que la modalidad del “solitario”, en cualquier disciplina, es de las más
difíciles de llevar correctamente a la práctica. Me cuesta trabajo pensar cómo
se puede garantizar el “leveling the playing field”, pero dicha modalidad
presenta una ventaja no despreciable. Es la única capaz de romper la tiranía
del juego de suma cero. La cosecha de puntos siempre estará, aunque
ficticiamente, asegurada.