30 de junio de 2018

El IVA y su tipo de gravamen en la UE

La historia de la Unión Europea (UE) revela claramente las dificultades para avanzar en el terreno de la armonización fiscal. Con carácter más general, la unión presupuestaria y fiscal sigue siendo hoy por hoy todavía una quimera, a pesar de constituir una de las carencias fundamentales para el adecuado funcionamiento de una unión monetaria. Unidos en la división sigue siendo la divisa de los países integrantes de la Eurozona. Y, desafortunadamente, la pertenencia a ese club monetario, cuando no su propio eje, el euro, que en su día parecían opciones sin marcha atrás, se ven ahora rodeados de inquietantes incertidumbres.

La aplicación del IVA (impuesto sobre el valor añadido) es uno de los pocos emblemas comunitarios. Al margen de ello, es una de las fórmulas impositivas más exitosas, extendida por casi todos los rincones del planeta. No vamos a entrar aquí a valorar si, pese a su fama y su protagonismo en los sistemas tributarios, es realmente un impuesto “racional” en su esencia: ¿es lógico implicar a todo el sistema económico en la exacción de un impuesto que pretende gravar el consumo de las familias?

Dentro de la Unión Europea, la armonización del IVA no ha alcanzado el techo esperado, y ni siquiera, después de veinticinco años de la entrada en vigor del mercado único europeo, se ha conseguido implementar el principio del país de origen. Según éste, las transacciones empresariales entre países de la Unión deberían estar sujetas al IVA, al igual que lo están las que tienen lugar dentro de un mismo país. Sorprendentemente, incluso ha llegado a insinuarse, en algunos informes de la Comisión Europea, la renuncia a ese objetivo.

Actualmente, el IVA europeo prevé la aplicación de un tipo de gravamen general, normal o estándar, así como la de un tipo reducido. En cinco países, entre ellos España, se utiliza también un tipo superreducido y en cuatro un tipo transitorio (“parking rate”).

Recientemente, se ha adoptado la Directiva (UE) 2018/912 del Consejo, de 22 de junio de 2018, que viene actualizar la disposición anteriormente vigente acerca de la existencia de un tipo normal mínimo, fijado en el 15%.

La promulgación de dicha Directiva se basa en que su objetivo, “establecer un tipo normal mínimo del IVA, no puede ser alcanzado de manera suficiente por los Estados miembros, sino que, debido a la dimensión o los efectos de la acción, puede lograrse mejor a escala de la Unión”.

A la luz del cuadro de tipos impositivos observados en la realidad puede llamar la atención semejante manifestación, y no se sabe si en ella subyace el temor a que, en ausencia de un suelo explícito de obligado cumplimiento, pudiese desatarse alguna suerte de competencia fiscal.

No obstante, si atendemos al panorama actual, vemos que la medida en cuestión, que ya era de obligado cumplimiento hasta diciembre 2017, resulta completamente irrelevante. El tipo normal más bajo, que corresponde a Luxemburgo, se sitúa en el 17%, y la mayoría de países superan holgadamente el umbral señalado del 15%:
17%: Luxemburgo.
18%: Malta.
19%: Alemania, Chipre y Rumanía.
20%: Austria, Bulgaria, Eslovaquia, Estonia, Francia y Reino Unido.
21%: Bélgica, España, Holanda, Letonia, Lituania y República Checa.
22%: Eslovenia e Italia.
23%: Irlanda, Polonia y Portugal.
24%: Finlandia y Grecia.
25%: Croacia, Dinamarca y Suecia.
27%: Hungría.

A tenor de lo expuesto, no resulta extraño que la referida disposición comunitaria haya pasado bastante desapercibida, circunstancia bastante llamativa en un panorama fiscal intrínsecamente controvertido, en el que, entre otros muchos, algunos principios se perciben con bastante nitidez: i) las reticencias para renunciar a la soberanía fiscal son enormes; ii) las dificultades para propugnar impuestos que recaigan sobre las grandes corporaciones, los bancos o el 1% más rico de la población no son excesivas; iii) la divergencia entre la incidencia legal (quién soporta formalmente un impuesto) y la incidencia económica (quién soporta realmente la carga tributaria o se ve afectado por efectos inducidos) carece de trascendencia en el debate público; iv) un mismo impuesto puede ser bueno malo en función de quien lo proponga… En fin, podrían añadirse bastantes más cánones empíricos a esta lista tentativa, entre ellos el genuino “principio berlusconiano”, pero ya me he desviado bastante del título de esta entrada.

24 de junio de 2018

Deuda pública y colchones fiscales

A finales del año 2007, la deuda pública española, computada según los criterios del Protocolo de Déficit Excesivo (PDE) de la Unión Europea, ascendía a la cifra de 384.662 millones de euros, equivalente al 36% del producto interior bruto (PIB). Después de una década marcada por una política reiteradamente calificada de “austeridad presupuestaria”, ¿en qué nivel cabría esperar que se situara dicha deuda?

Durante estos años de crisis económica hemos asistido a situaciones dramáticas y también a otras anecdóticas. Se ha hablado insistentemente de “austericidio”, cuando, en realidad, era a la austeridad a la que se imputaba un efecto devastador y no el carácter de exterminada que se desprende de la literalidad de ese vocablo de éxito. Menos anecdótico es que, lejos de haber descendido, los pasivos acumulados por el sector público se han disparado, de manera que, a finales de 2017, se elevaban a la suma de 1,14 billones de euros, esto es, se habían multiplicado por tres y llegaban al 98% del PIB. Y ello, como ha señalado el profesor Victorio Valle, sin computar determinadas partidas no incluidas según los mencionados criterios del PDE, cuya verdadera naturaleza y exigibilidad habría que dilucidar.

¿Es preocupante el nivel alcanzado por la deuda pública española? Para cualquier unidad económica, su capacidad de afrontar pasivos financieros depende de varios factores: la relación entre sus ingresos y gastos anuales, el plazo para la devolución, el tipo de interés y, entre otros, si tendrá que recurrir o no, a corto plazo, a nuevas solicitudes de financiación. Las administraciones públicas disfrutan de algunas ventajas nada desdeñables, como la posibilidad de aumentar los impuestos. También tiene una gran importancia quiénes sean los acreedores. En el caso que nos ocupa, el 55% de la deuda está en manos de sectores residentes y el 45% corresponde al resto del mundo. De la parte interna, el 67% lo mantienen las instituciones financieras, el 32% el Banco de España y solo un 1% otras personas o entidades residentes.

Después de años de padecimiento, la economía española ha logrado recuperar el ritmo de crecimiento del PIB. Sin embargo, se encuentra lejos de superar los retos asociados al mercado laboral y ha salido de la fase de convalecencia con una pesada rémora que la condiciona en los años venideros. La crisis financiera global ha supuesto una gravísima enfermedad que, una vez superada, ha dejado enormes secuelas. El problema no es exclusivo de España, aunque el nuestro es uno de los países más afectados. En las economías avanzadas, la ratios de la deuda pública respecto al PIB se sitúan en promedio en el 105%, en unos niveles no conocidos desde la Segunda Guerra Mundial.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) apunta una serie de razones por las que las altas cifras de déficit y deuda del sector público son causa de preocupación:

i. Una abultada deuda pública puede hacer que un país sea vulnerable al riesgo de refinanciación, y puede originar una subida de la prima de riesgo si los inversores albergan dudas sobre la capacidad o la voluntad de pago de las autoridades.

ii. Asimismo, puede resultar difícil aplicar políticas anticíclicas, es decir, poner en práctica medidas para hacer frente a una caída de la actividad económica. Según las experiencias analizadas, la caída en la producción nacional tras una crisis financiera es inferior al 1% cuando un país dispone de espacio para la aplicación de una política económica anticíclica, y del 10% cuando no existe tal posibilidad.

iii. Por otro lado, puede generarse un freno para el crecimiento potencial, al inducir un posible desplazamiento de inversiones privadas y generar incertidumbre.

Ante este panorama, el FMI, al igual que, en su reciente visita a España, ha hecho el director gerente del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), insta a una actuación decidida para crear “colchones fiscales” (“fiscal buffers”). La receta no es demasiado imaginativa ni innovadora; se trata simplemente de que, en esta (supuesta) época de vacas gordas, se creen fondos o un espacio fiscal para cuando llegue de nuevo el tiempo de las vacas flacas.

El logro de un crecimiento robusto del PIB es una condición necesaria para ese propósito. Las denominadas políticas económicas “amigables para el crecimiento” están llamadas a jugar un papel primordial, mediante la promoción del capital humano, el emprendimiento, las inversiones y la productividad. Evidentemente, la ampliación del denominador hace disminuir la ratio deuda pública/PIB, pero, para reducir el montante absoluto de la deuda, es preciso no solo no incurrir en déficits presupuestarios anuales sino obtener superávits. Así, los impuestos, complementados con otros ingresos no financieros, han de ser suficientes para cubrir la totalidad de los gastos corrientes, llevar a cabo inversiones reales y dejar un remanente para amortizar la deuda.

El FMI sitúa en el 85% sobre el PIB el umbral de deuda pública más allá del cual la sostenibilidad de dicha deuda se torna de gran riesgo. Más de una tercera parte de las economías avanzadas supera ya ese listón, y ello sin tener en cuenta las obligaciones implícitas ligadas, entre otros, a los programas de pensiones y sanidad.

En suma, la recomendación de construir los referidos “colchones fiscales” responde a una lógica aplastante para poder tener una mínima capacidad de reacción ante eventuales situaciones adversas. Quizás la mejor forma de crear “espacio fiscal” sería disminuir primero el ingente volumen de deuda viva. Sin embargo, a tenor de las circunstancias apuntadas y de las presiones, automáticas o inducidas, sobre los programas de gasto público, la tarea es sumamente complicada.

Haría falta diseñar una estrategia presupuestaria nacional, sistemática y comprensiva de todos los ámbitos de actuación, al tiempo que avanzar hacia una mayor integración presupuestaria a escala de la Unión Europea. Se hace imprescindible activar una factoría, nacional y supranacional, de “colchones fiscales”. Mientras el “stock” de tales colchones no sea suficiente, no es posible descansar ni un minuto. No es cuestión de esperar hasta que haya pedidos en firme por parte de la coyuntura económica: la pasada “austeridad” ha dejado ya como herencia una impresionante carga de trabajo.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

Steven Pinker, el ilustrado ilustrador de la Ilustración

Acaba de aparecer la edición española de “Enlightenment now” (“En defensa de la Ilustración”), obra de Steven Pinker. Su propósito declarado es desmontar la “oscura visión” de que vivimos en un mundo lúgubre. Esa visión es, según él, no simplemente errónea, sino completamente errónea.

Para sustentar su tesis, este profesor de ciencia cognitiva no se limita a una línea argumental en un plano meramente dialéctico. Su defensa de los logros y resultados de la IIustración, identificada con los ideales de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, se basa en datos. Apoyándose en una amplia batería de indicadores socioeconómicos, algunos ciertamente sorpresivos cuando se contemplan con perspectiva histórica, nos ilustra documentadamente acerca de cómo han evolucionado los principales aspectos que definen el bienestar de las personas.

La obra de Pinker, claramente a contracorriente de las tendencias intelectuales predominantes, es todo un acontecimiento literario y científico. Una invitación difícil de declinar para valorar la senda del progreso social y ordenar las ideas para afrontar el futuro.

A pesar de ello, él mismo aporta implícitamente las claves por las que su libro, en un entorno donde la “progresofobia” cuenta con mejores condiciones para germinar que la “progresofilia”, no alcanzará la difusión ni la relevancia de otras publicaciones recientes que predican justamente lo contrario. El libro está lleno de afirmaciones y conclusiones que, probablemente, levantarán bastantes ampollas y desencadenarán furibundas reacciones por parte de los custodios de la verdad revelada.

La constatación, recogida en el capítulo dedicado al sustento alimenticio de la población, de que “De los setenta millones de personas que murieron en las mayores hambrunas del siglo veinte, el 80 por ciento fueron víctimas de colectivizaciones forzadas, de confiscaciones punitivas, y de la planificación central totalitaria de regímenes comunistas”, puede servir como botón de muestra de lo que puede encontrarse el lector en este, cuando menos, ilustrativo texto.

23 de junio de 2018

Elecciones democráticas y reglas de votación

Cuando, en unas elecciones generales, autonómicas o municipales en España, depositamos nuestro voto en la urna, hemos de ser conscientes de que, además de expresar nuestra preferencia por un partido político concreto (o persona, en el caso de las elecciones al Senado), estamos cediéndole también, de manera irrevocable, la potestad para la eventual formación de alianzas con otras fuerzas políticas, con total abstracción de nuestras inclinaciones personales secundarias. Eso, naturalmente, siempre que el partido votado haya obtenido representación; cuando no es así, la opinión de quienes han emitido su voto con tal resultado agregado queda completamente ignorada.

En un artículo publicado hace varios años (“Pluripartidismo y sistema electoral”, diario Sur, 21-9-2015) reflexionaba acerca de las posibles alternativas para solucionar ambas deficiencias. Una de ellas es la del conocido como sistema de “voto ordinal” (“ranking-choice voting”); también, sistema alternativo o preferencial. Cuando se emplea éste, cada votante puede ordenar a todos los candidatos según sus preferencias, aunque siempre tiene la posibilidad de decantarse por uno solo. Si un candidato obtiene más de un 50% de los votos computando las primeras preferencias, gana la elección. Si no es así, el candidato con menor número de votos de primera opción es eliminado, y se procede a asignar las segundas opciones indicadas en las papeletas donde aquél figuraba en primer lugar. El proceso continúa hasta que un candidato obtenga la mayoría.

Los partidarios de este sistema esgrimen algunas ventajas (The Economist, “Multiple choice”, 10-6-2018), como la promoción de un mayor nivel de participación electoral y el incentivo a rebajar el tono negativo de las campañas en la medida en que los candidatos tratarían no sólo de captar a sus bases sino también de poder atraer segundas y terceras opciones. Quienes se oponen al mismo argumentan que es un sistema complejo, pero realmente parece una alternativa bastante interesante y más eficiente que la de recurrir a un régimen de segunda vuelta. Como ha expuesto Manuel Conthe (“Sistema electoral: ¿voto ordinal o doble vuelta?”, Expansión, 19-6-2018), el sistema de “ballotage” permite obviar los problemas del método mayoritario a una vuelta, pero está sujeto a una serie de inconvenientes, como la denominada “paradoja de Lionel Jospin”.

El sistema de votación con opciones jerarquizadas no es nuevo, ya que se utiliza en Australia, Irlanda y Malta, y en ciudades como Mineápolis, San Francisco, Portland y Santa Fe. Asimismo su uso es habitual en distintos certámenes artísticos.

Muy recientemente, en el Estado de Maine (Estados Unidos) se aplicaba por primera vez la “votación ordinal” -aprobada por referéndum en 2016- en las elecciones primarias de los partidos al puesto de gobernador del Estado. La utilización del sistema ha vivido una intensa controversia entre los dos grandes partidos estadounidenses. No es difícil averiguar por qué.

20 de junio de 2018

El presupuesto base cero: ¿mito o realidad?

El presupuesto base cero (PBC), o “zero-based budgeting” (ZBB), ha sido durante mucho tiempo como una especie de criatura mitológica. Tenía mucho protagonismo en los tratados sobre control presupuestario, muchos analistas y especialistas lo ensalzaban como el summum de las técnicas presupuestarias, pero nadie, al menos de carne y hueso, parecía haberse topado con ella en toda su plenitud. Tanto es así que podía dudarse razonablemente si alguna vez habría logrado hacerse realidad, si  habría pasado del plano prescriptivo al de la gestión.

El PBC arranca de una filosofía radical que no reconoce ningún derecho de antigüedad. El hecho de que durante mucho tiempo se haya venido incurriendo en un gasto o realizando una actuación no significa que hayan de seguir manteniéndose el próximo año ni que ostenten algún tipo de prioridad frente a otros gastos o actuaciones de nueva aplicación. Para aparecer en el presupuesto, cada partida ha de ganarse el derecho cada vez que aquél se elabora. No hay concesiones que valgan por muchos que hayan sido los méritos contraídos. El pasado acabó ayer y el futuro presupuestario está por escribir.

El PBC, como antítesis del incrementalismo, nos sitúa ante la revolución presupuestaria permanente. Como idea-fuerza no puede negarse la contundencia del enfoque, pero su alcance efectivo tiende a languidecer a la hora de llevarlo de la teoría a la práctica. No es fácil mantener el ritmo de sus exigencias ni barato articular un proceso de evaluación continuada y recurrente de todos los programas de gasto.

Peter Phyrr, contable de Texas Instrument en los años sesenta del pasado siglo, es reconocido como el padre del PBC. Sobre el papel, esta técnica presenta una serie de ventajas potenciales, pero está sujeta a importantes dificultades prácticas. El tiempo requerido para una elaboración ex novo de los presupuestos cada año, basada en una evaluación exhaustiva, es la principal. Tampoco han faltado críticas que cuestionan su vulnerabilidad a las presiones y a las influencias extraeconómicas, como recordaba The Economist en un artículo de 26 de enero de 2009 “Zero-base budgeting”).

A pesar de las complicaciones existentes para aplicar el PBC en todo su alcance en el mundo empresarial, algunas grandes corporaciones han hecho bandera del mismo. La estrategia seguida por 3G Capital ha sido adquirir una compañía, recortar drásticamente sus costes mediante la aplicación del PBC, adquirir luego otra sociedad y, finalmente, fusionar ambas (The Economist, “3G missed Unilever but its methods are spreading”, 25-2-107).

La técnica es particularmente recomendable en sectores maduros, con una tecnología compartida entre los operadores del mercado. Según Jonatan Guthrie, (“How and when zero-based budgeting boosts corporate productivity”, Financial Times, 21-2-1018), en tales condiciones, los incrementos de productividad solo pueden provenir de ganancias marginales en la eficiencia: “El ciclista que se afeita las piernas con la esperanza de arañar unos segundos al cronómetro está implicado en la misma cruzada”.

No nos vamos a entretener ahora en disquisiciones metodológicas acerca de los conceptos de eficiencia y productividad, pues el mensaje está claro. La aplicación del PBC parece limitada a la consecución de ahorros modestos. No obstante, habrá que ver y analizar cada caso en su realidad concreta. Recortar siempre es fácil; algo más complicado resulta dismuinuir costes sin mermar la calidad del servicio ni los estándares de producción.

16 de junio de 2018

La parábola de los talentos: la necesidad del talento financiero

En una de las primeras entradas de este blog, del mes de agosto de 2017, al hilo de un comentario de la obra “Las barbas del profeta”, de Eduardo Mendoza, ponderaba la fuerza y la destreza narrativas de los relatos bíblicos. Muchos de ellos tienen un valor extraordinario, ya sea en un plano puramente hedonista, como disfrute de la lectura, ya sea en el de su utilidad como elementos de referencia para la discusión filosófica o el análisis de las estrategias de comportamiento personal. Estas facetas se potencian por el desconcierto que en ocasiones se suscita en el lector ante la ambigüedad de los mensajes o las dudas acerca del sentido último de las historias descritas.

Algunas de estas tienen evidentes connotaciones económicas tanto por el contexto en el que se desarrollan como por las pautas de actuación que pueden extraerse. Una de las más notorias a este respecto es la parábola de los talentos, contenida en el Evangelio según San Mateo. 

Un hombre que parte de viaje al extranjero llama a sus tres siervos para confiarles su hacienda, consistente en ocho talentos: a uno le entrega cinco, a otro dos y al último uno, a cada uno según su capacidad. A su regreso, comprueba que los dos primeros siervos, que habían negociado con el dinero recibido, habían logrado duplicar la suma recibida, entregando diez y cuatro talentos, respectivamente, y concitando así el beneplácito de su señor. El tercero, conocedor de los rasgos de su amo (“…sé que eres un hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste”), temeroso, se había limitado a esconder el talento, que devolvió sin rédito alguno. Esta actitud provocó la ira del señor, que le recriminaba no haber “entregado mi dinero a los banqueros, y, así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses”. Su veredicto fue privarle del talento y entregarlo al siervo que había recibido los diez, pronunciando esta terrorífica sentencia: “Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Y a ese siervo inútil, echadle a las tinieblas de fuera. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.

¡Qué gran pieza literaria para utilizarla en una prueba de Filosofía o de Economía! ¡Qué fábula tan magnífica para un debate sin condicionantes previos, partiendo de cero, sin recurrir a respuestas ya acuñadas!

Menuda joya para un profesor de Economía, ante la oportunidad de aplicar conceptos relacionados con la distribución de la riqueza, la redistribución, la justicia distributiva, la relación entre el propietario y los gestores, la gestión de la riqueza, el binomio riesgo-rentabilidad, el papel de la banca, los incentivos, las penalizaciones, la psicología financiera…, por no hablar de las cuestiones que se suscitan desde una perspectiva jurídica. 

Quizás no habría que olvidar que la explicación profunda de la esencia de la parábola no pertenece a este mundo. A pesar de ello, la teoría de las finanzas es capaz de aportar algunos ingredientes significativos y de abrir una vía para explicaciones provechosas en situaciones reales. Así se pone de relieve en el libro “The wisdom of finance”, de Mihir Desai, del que espero recoger próximamente una reseña en este blog.

Con independencia de ello, parece innegable la necesidad de disponer de algo más que sabiduría financiera para comprender plenamente el significado de la parábola de los talentos. Ya sabemos que “los caminos del Señor son inescrutables”, por lo que no debe de resultar muy sorprendente que algunas de sus palabras, ahormadas según la pluma de los escribas, también lo sean. Y tal vez gracias a ello podemos disfrutar de tesoros como el aquí descrito.

14 de junio de 2018

Renta y riqueza nacionales per cápita: España vs. Italia

La noticia saltó no hace mucho a los medios de comunicación: los españoles, según el Fondo Monetario Internacional (FMI), somos ya más ricos que los italianos. Sin embargo, a comienzos de este mismo año, el Banco Mundial difundía un informe, referido a una fecha anterior, del que se desprende justamente lo contrario. No es de extrañar, pues, que se origine una cierta confusión acerca de la posición comparativa de España respecto a algunas variables económicas fundamentales. Por ello, conviene partir de la constatación de que existen distintos indicadores económicos, que no siempre se utilizan en el sentido adecuado, y que, asimismo, admiten diferentes acepciones. Además de las cautelas interpretativas, la concreción previa de los detalles metodológicos es esencial antes de emitir valoraciones contundentes. Entre otros, puede ser oportuno tener en cuenta los siguientes aspectos:

i. Es bastante frecuente la inclinación a identificar la riqueza con la renta, pero son conceptos distintos, a pesar de la conexión existente entre ambos (la renta posibilita acumular riqueza y la riqueza permite generar renta). La riqueza representa el valor de los activos (netos de los pasivos) a una fecha determinada. Es lo que los economistas denominan una “variable de acumulación”. A su vez, la renta es el valor de los ingresos generados en un período, normalmente un año (“variable flujo”).

ii. La magnitud de la renta agregada de un país puede aproximarse a través del producto interior bruto (PIB), ya que los bienes y servicios producidos tienen una correspondencia directa con la remuneración de los factores que han contribuido a su producción. Aun cuando el PIB es una magnitud de referencia, está sujeto a una serie de limitaciones y deficiencias (no consideración de los impactos sobre el medio ambiente, falta de contabilización de la economía sumergida, desatención del ocio…) que lo convierten en un indicador imperfecto. Aparentemente resultaría más sencillo cuantificar la riqueza, pero surgen enormes escollos (valoración de los recursos naturales, cómputo del capital humano, reflejo de los pasivos ocultos…). A efectos de las comparaciones internacionales, es crucial aplicar la misma metodología a todos los países.

iii. Aun admitiendo, con reservas, el PIB per cápita como indicador de la renta media de los habitantes de un país, nos encontramos con varias opciones. La utilización de las cifras nominales o corrientes soslaya las consecuencias del nivel y de la evolución de los precios. Para corregirlas se utilizan los datos en paridades del poder adquisitivo del dinero en cada país.

iv. El adelantamiento de España a Italia en renta por habitante no es nuevo. Ya ocurrió en el año 2007, cuando el PIB per cápita de España, en paridades del poder de compra, era el 105% de la media de la Unión Europea (UE), frente al 104% de Italia. El impacto de la reciente crisis económica quebró la trayectoria de la economía española, causando un gran deterioro de los indicadores en términos absolutos y también comparativos. En 2013, el PIB per cápita de España había caído hasta el 89% de la media de la UE, quedando entonces bastante por debajo del de Italia (98% respecto a la UE).

v. Según datos del FMI, el PIB por habitante de España ascendía en 2017 a 25.115 euros, mientras que en Italia se elevaba a 28.326 euros. Ahora bien, en paridades del poder adquisitivo, se producía el adelanto comentado de España, aunque sumamente moderado (38.286 dólares internacionales, frente a 38.140).

vi. Las proyecciones actuales del FMI señalan que esa dinámica proseguirá en los próximos años y, en 2022, la renta española podría superar la italiana en algo más de un 7%.

vii. Pese a lo anterior, no podemos olvidar que el tamaño de la economía italiana sigue siendo bastante superior al de la española (1,72 billones de euros frente a 1,16).

viii. Por otro lado, según el referido informe del Banco Mundial, en el año 2014, la riqueza por habitante en España era de 342.470 dólares, un 20% inferior a la de Italia.

ix. Dicho informe divide la riqueza de un país en cuatro grandes categorías: a) capital producido (como carreteras, maquinaria y edificios); b) capital humano (basado en la estimación de los ingresos futuros de la población activa); c) capital financiero (activos exteriores netos); y d) capital natural (principalmente recursos energéticos en el subsuelo, minerales, bosques y terrenos agrícolas). Del total de la riqueza por habitante en España, casi las dos terceras partes corresponden al capital humano (63%), un 42% al capital producido y un 3% al capital natural; los activos financieros exteriores netos contribuyen negativamente con un 8%. Es verdaderamente preocupante percibir la evolución negativa de la riqueza por habitante en España entre 1995 y 2014, así como el enorme desfase respecto a los países europeos más avanzados. Pero aún lo es más comprobar cómo la diferencia es imputable esencialmente al menor capital humano per cápita, que representa tan solo un 46% de la cifra de Alemania, un 52% de la de Francia, y un 89% de la de Italia.

x. Por último, los indicadores usuales de la renta y la riqueza por habitante desatienden completamente la forma de reparto de los respectivos totales entre los habitantes. Uno de los indicadores más utilizados para medir la desigualdad en la distribución de la renta es el coeficiente de Gini, que puede oscilar entre 0 (igualdad total) y 1 (desigualdad total). Con valores de dicho índice (calculado para la renta disponible, después de impuestos y transferencias) cercanos a 0,33, España e Italia presentan un grado similar de desigualdad en la distribución de la renta.

A pesar de sus limitaciones, los indicadores económicos son útiles para disponer de una visión acerca de la situación y la tendencia de la actuación económica de un país. Pero más importante es poder identificar los factores que permiten impulsar una senda de crecimiento sostenible y, en concomitancia, diseñar las medidas más adecuadas para su estímulo. La experiencia histórica pone claramente de manifiesto que el progreso económico no es ni automático ni irreversible, y que las ideas y los programas de actuación económica tienen una gran trascendencia.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

13 de junio de 2018

¿Existe un impuesto selectivo sobre las salidas a bolsa?

Desde hace algún tiempo, los analistas vienen advirtiendo de una sequía en las operaciones de salida a Bolsa, incluso en el mercado estadounidense. Realmente, el tema no es nuevo. Tradicionalmente, los economistas han analizado las mejores opciones para el ejercicio de la actividad empresarial, así como la elección entre la apelación a recursos propios o a recursos ajenos. Hasta ahora, las grandes compañías y las firmas más dinámicas se han venido decantando en gran medida por la fórmula de la sociedad anónima y, adicionalmente, por la cotización en los mercados bursátiles. Son bien conocidas las ventajas de poder captar capital en dichos mercados y de disponer de activos líquidos sujetos a valoraciones continuas. Sin embargo, todas las decisiones mencionadas tienen importantes implicaciones para la propiedad, el gobierno, la gestión y el control de las sociedades. Conllevan, en suma, ventajas e inconvenientes desde el punto de vista del gobierno corporativo y distintas implicaciones desde el enfoque del principal-agente.

Recientemente, un comisionado de la SEC (Securities and Exchange Commission, la Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos), Robert Jackson, ha expuesto una línea argumental diferente a la predominante (costes regulatorios) para explicar la reticencia empresarial para saltar al parqué bursátil, centrándose en los costes financieros de dicha operación. En particular, señala que el coste financiero para las compañías de tamaño relativamente modesto es suficientemente elevado para mantenerlas fuera de los mercados públicos (Sujeet Indap, Financial Times, 8 de mayo de 2018).

En su discurso, publicado en la página web de la SEC, apunta al “middle-market IPO tax”, algo así como el impuesto sobre las ofertas públicas de suscripción (de acciones) del mercado mediano (sociedades con una capitalización entre 1.000 y 8.000 millones de dólares).

“When an entrepreneur decides to tap our public markets, she usually needs the help of a team of bankers, accountants, and lawyers to navigate the process…”, recuerda didácticamente el comisionado Jackson, vinculado al Partido Demócrata. Ciertamente sería difícil tratar de adentrarse en la ruta bursátil sin contar con un equipo especializado de banqueros de inversión, asesores contables y financieros, y juristas, de los que se requieren arduos y complejos trabajos preparatorios, a cambio de unas tarifas bastante sustanciosas.

Antes de entrar en ese terreno, cabe hacer un pequeño paréntesis. Como se desprende de la exposición transcrita, el comisionado -dentro de una corriente cada vez más extendida- se decanta por el uso explícito del femenino para designar al “entrepreneur”. Evidentemente, ese carácter, cabría suponer, ya implicaría alguna suerte de discriminación… Hace años, lo “correcto” en los manuales de Economía norteamericanos era hacer referencia a “he or she”, pero hay cosas que cambian, ¿para bien? Pero la economía del lenguaje es otro tema.

Jackson considera que las comisiones u honorarios satisfechos por los aspirantes a cotizados funcionan también como un impuesto, desviando un capital precioso de la inversión, la investigación y la creación de empleo. Se apoya en un trabajo de Jay Ritter según el cual más del 90% de las empresas del mercado mediano estadounidense pagan exactamente el 7% del valor empresarial con vistas a salir al mercado bursátil. Cifra esta corroborada en procesos más recientes.

Para Jackson, aunque los costes directos de las OPS de tamaño reducido son significativos, son solo una parte del mencionado impuesto. Además de tales costes directos, las compañías pagan indirectamente cuando los bancos de inversión valoran sus acciones para fijar el precio de salida, lo que a veces se denomina “IPO underpricing”. En el supuesto de que, durante los primeros días de cotización, la acción registre una revalorización apreciable, dicho resultado podría interpretarse como una compensación para los inversores institucionales que suscribieron inicialmente la oferta. Jackson considera que este efecto es también mucho más significativo para las compañías medianas que para las grandes.

En fin, nos encontramos ante dos cuestiones de gran interés en relación con los procesos de salida a bolsa. El artículo antes citado del Financial Times plantea en su título una pregunta: “Is the ‘IPO tax’ a thing?”. Cabe responder que sí, estamos ante una “cosa”, pero, desde luego, no ante un impuesto. Dentro de la enorme “confusión de confusiones” en la que cada vez más nos vemos inmersos, nos encontramos con unos casos en los que no se llama impuesto a lo que es un impuesto, y con otros en los que se llama impuesto a lo que no es un impuesto. Todo impuesto es una transferencia de recursos, pero no toda transferencia de recursos es un impuesto.

10 de junio de 2018

Populismo y desigualdad: a lomos de un elefante

La ola del populismo se ha desatado en los últimos años. La Real Academia Española define este vocablo como la “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Resulta significativo que el término no aparezca en la edición del “Diccionario de la Lengua Española” de 1992. El populismo se ha extendido en muchos países, con distinta suerte en cuanto al acceso al poder formal. Con independencia de ello, su influencia real, en una sociedad en la que han alcanzado tanta relevancia las redes sociales, es notoria. Pese a las tendencias recientes, en modo alguno es un fenómeno novedoso.

Tampoco lo es ya la narrativa convencional que postula que el ascenso del populismo tiene sus raíces en la marginación de las clases medias (especialmente en sus estratos inferiores) en el reparto de los frutos de los cambios económicos acaecidos en el curso de las últimas décadas, marcadas por la globalización económica y el avance de las denominadas economías emergentes. El empeoramiento relativo de los “excluidos”, “marginados” o “relegados” (“the left behind”) aparece como uno de los principales factores desencadenantes de la ola de descontento popular.

Un estudio económico de gran impacto aportó un aval estadístico a dicha tesis. Christoph Lakner y Branko Milanovic, en un trabajo publicado en 2015 (“Global income distribution: from the fall of the Berlin Wall to the Great Recession”, The World Bank Economic Review Advance Access, 12 de agosto), ponían de manifiesto la variación acumulada de la renta entre 1988 y 2008 por grupos de renta, para la economía mundial en su conjunto.

El gráfico en cuestión muestra unos rasgos muy señalados: i) unos crecimientos muy altos, entre el 60% y el 80%, para las rentas medianas; ii) también un crecimiento muy elevado, entre el 40% y el 60%, para las mayores rentas; y iii) un estancamiento para los grupos integrantes del 20% situado a la izquierda de los más ricos.

Reconozco que la primera vez que vi este gráfico, cuyo tratamiento tenía -y tengo- pendiente desde hace tiempo en el marco de un trabajo sucesivamente aplazado sobre la desigualdad económica, no pude evitar evocar el artículo que el escritor Juan Ceyles publicó en el primer número de la revista eXtoikos (“¡Cuidado con los gráficos!”, nº 1, 2011): “Al pie de estos enormes escenarios figuraban edictos en diferentes idiomas, pero tan solo pude colegir los términos latinos y logré traducir el nombre del país y las cotas referenciadas”. Aun cuando en este caso esa tarea no resultara tan inmediata, sí se ha cumplido el vaticinio de que “… en estos juegos de pértigas y cordajes, en ese bajar y subir de rampas y escaleras, estaba trazada toda nuestra vida y que era fácil tomar conciencia de toda esa realidad con solo mirarla con un poco de atención; y hasta vivenciarla… en tal dimensión, que para mí fuera antes era terrorífica y ahora se me presentaba como felizmente mágica”.

La curva trazada por los datos calculados por Lakner y Milanovic no tardó en ser descrita como la “curva del elefante”, que ha llegado a ser calificada como “el gráfico más importante para comprender la política actual”, “el gráfico más influyente de la última década” o “el gráfico que explica el mundo”.

La identificación de la curva con el perfil de un elefante no requiere de demasiadas dotes imaginativas (sí de algunas), pero sí son precisas ciertas matizaciones para conciliar su forma con las conclusiones antes expresadas. La fundamental, que en la franja correspondiente a los percentiles 80º y 90º, claramente “ricos” dentro del ranking mundial, se sitúan las familias más pobres de los países más avanzados.

El éxito de la “curva del elefante” ha sido extraordinario, ya que, como señalaba antes, aportaba un soporte estadístico a la tesis predominante acerca del descontento social en los países desarrollados.
Sin dejar de reconocer en modo alguno la importancia de la desigualdad económica, la medición de esta, especialmente a lo largo del tiempo, se enfrenta con notables escollos metodológicos, como poníamos de manifiesto en el número 13 (2014) de eXtoikos.
En este contexto, hay que hacer mención del estudio realizado por Adam Corlett (“Examining an elephant”, Resolution Foundation, septiembre 2016), en el que se pretendía dilucidar si la “curva del elefante” resolvía realmente la explicación acerca de la evolución de las clases medias de los países ricos.

Según este estudio, el mayor crecimiento de la población en los países emergentes supone una dificultad para comparar la evolución de las familias con rentas medias-bajas a lo largo del tiempo, ya que su posición en el ranking de renta global ha cambiado. De hecho, la imagen del elefante se desvanece cuando se toman los datos a partir de una población constante con exclusión de China, Japón y los países excomunistas.

Igualmente, una actualización realizada por B. Milanovic con datos hasta 2011 sugiere un mayor crecimiento entre los grupos afectados por el estancamiento de sus rentas en los 30 años anteriores, y mucha menos ganancia para las personas situadas en el 1% más alto de las rentas globales (C. Giles y S. Donnan, “Globalisation ‘not to blame’ for income woes, study says”, Financial Times, 13 de septiembre de 2016).

La desigualdad económica tiene una enorme trascendencia. La realidad diaria de aquellas familias que no tienen suficiente capacidad adquisitiva o, aún peor, de aquellas otras que quedan excluidas económica y socialmente es un problema crucial que no puede desatenderse. De su adecuado tratamiento depende en gran medida la estabilidad política y social. Esa realidad condiciona las preferencias políticas, pero también lo hace de manera destacada la percepción social de los problemas económicos. De ahí la trascendencia de que los diagnósticos realizados reflejen lo más fidedignamente posible su verdadero alcance.

8 de junio de 2018

Manual de regulación bancaria en España

La figura de un miembro del consejo de administración de una entidad de crédito ha ido adquiriendo un perfil tan exigente que, en mi opinión personal, basada en una dilatada experiencia profesional cercana a lo acontecido en el sector a lo largo de las tres últimas décadas, casi requeriría de la creación de un cuerpo profesional de profesionales habilitados para el ejercicio del cargo. La suma de los conocimientos, experiencia y competencias exigibles a un consejero es de tal calibre que impone respeto. Y tales características quedan incluso relativizadas una vez que incluimos en la coctelera las posibilidades de dedicación efectiva y de digestión de la ingente cantidad de información corporativa necesaria para atender los requerimientos regulatorios y supervisores, amén, por supuesto de otros atributos básicos como son la honorabilidad comercial, la ausencia de conflictos de intereses y la independencia de criterio.

La dificultad de elaborar una guía recopilatoria de los contenidos precisos para proporcionar un adecuado nivel de conocimientos solo es equiparable a la utilidad que cabría atribuir a un manual capaz de integrar todos los ingredientes requeridos en el plano regulatorio. Recuerdo con frustración la búsqueda de un compendio de esas características que pudiera auxiliarme cuando me incorporé, hace ya cerca de treinta años, al sector financiero. Llegué a la conclusión de que, para manejarse con un mínimo de desenvoltura, por lo que ya entonces eran intrincados vericuetos del mundo financiero, era preciso, si no pertenecer al cuerpo de inspectores del Banco de España, sí al menos estudiar los textos preparatorios para esa distinguida meta. Aunque realmente aquel, en el año 1990, fue un retorno no programado a ese sector, después de un acceso más temprano, pero no menos aleccionador, a principios de los años setenta.

Quien se haya visto en una tesitura similar y, especialmente, quien haya percibido el aluvión de cambios normativos en los que se ha visto inmerso el sistema bancario español en el curso de los últimos años no podrá sino acoger con el mayor entusiamo el “Manual de regulación bancaria en España” editado por Funcas. Este sería sin duda un magnífico manual para el hipotético opositor al supuesto cuerpo de administradores de entidades de crédito. Pero si descendemos del campo de las hipótesis al de la realidad, la obra es de enorme utilidad para consejeros o aspirantes a consejeros de tales entidades, así como para técnicos, investigadores, consultores e incluso miembros de los equipos de supervisión bancaria.

No en vano el Manual aporta una recopilación completa, rigurosa y actualizada de todos los elementos constitutivos del entorno regulatorio de las entidades bancarias en España. La obra se estructura en siete capítulos: I) Marco regulatorio e institucional, II) Creación de entidades de crédito y ejercicio de la actividad, III) Solvencia de las entidades de crédito, IV) La normativa de reestructuración, recuperación y resolución de las entidades de crédito, V) El Fondo de Garantía de Depósitos, VI) Normativa de conducta de las entidades de crédito, VII) Régimen sancionador, y VIII) Otras entidades del sistema financiero español.

Hoy, después de haber asistido al “tsunami regulatorio” que no cesa, no puedo sino, con más motivo, corroborarme en aquella impresión sobre los requerimientos formativos que antes evocaba. Por eso no me resulta en absoluto sorprendente que los autores de la obra, Mario Deprés, Rocío Villegas y Juan Ayora, sean inspectores de entidades de crédito y hayan desarrollado su carrera profesional en el Banco de España.

Para evitar equívocos, ya en el comienzo de la introducción, los autores expresan con claridad meridiana que “A medida que la actividad bancaria se ha ido tecnificando… la regulación a la que están expuestas las entidades de crédito ha seguido la misma senda, lo que dificulta tanto a los analistas como a los propios responsables de las entidades el conocer y entender los diferentes requisitos a los que están expuestas”. Así, aun cuando coincidamos con la aseveración que en el prólogo efectúa el profesor Santiago Carbó en el sentido de reconocer como uno de los “grandes logros de este esfuerzo realizado por Deprés, Villegas y Ayora” “la accesibilidad y versatilidad de un volumen de más de 600 páginas”, nadie debe llamarse a engaño. Quien quiera adentrarse en este arduo terreno y sacar el máximo provecho de ese ímprobo esfuerzo recopilatorio, didáctico y expositivo debe estar dispuesto a realizar también un considerable esfuerzo intelectual. La complejidad y la sofisticación de los esquemas regulatorios introducen una serie de rigideces y restricciones no fácilmente plegables ni prescindibles. En este caso no es nada fácil encontrar un cómodo equilibrio entre las facilidades didácticas y la preservación del alcance de los contenidos.

Hay que agradecer el trabajo de sistematización, estructuración y desarrollo llevado a cabo por los autores del Manual. Poder disponer de este arsenal de conocimientos unificados es en sí mismo un activo de gran valor. Sacarle todo el partido no requiere opositar a un cuerpo de élite, pero sí afrontar su estudio con el espíritu de un opositor, al que más le vale estar equipado con otras habilidades como el manejo de las técnicas estadísticas para no perderse en los entresijos de los nuevos modelos de estimación de riesgos. 

Hay que estar dipuestos a hincar los codos. Aunque, quién sabe, si prospera la propuesta “Vollgeld” (“Dinero soberano”) en el referéndum suizo del día 10 de junio de 2018, y cunde el ejemplo, desaparecerían los intermediarios financieros tradicionales y, tal vez, en ese escenario, el pulso regulatorio bajaría su ritmo. 

6 de junio de 2018

Ratios de desigualdad retributiva y desigualdades comparativas

La obsesión por las métricas es una corriente imparable que se extiende por todos los campos. Vivimos bajo la tiranía de las métricas. Nadie duda de la utilidad de un indicador bien construido, alimentado con datos completos y exactos, y que se utilice adecuadamente. El reto no es fácil. La tendencia a la simplificación acaba frecuentemente imponiendo su ley, a costa de sacrificar los detalles de una realidad capaces de aportar una visión más amplia y matizada.

La publicación de indicadores apropiados puede ser de gran utilidad para juzgar la actuación de empresas e instituciones en diferentes ámbitos. Son un ingrediente básico para la transparencia y la rendición de cuentas, en general, y para conocer la situación en la vertiente de la desigualdad retributiva, en particular. Es tradicional el uso de índices para medir el grado de desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza entre el conjunto de la población de un país. Más recientemente, al hilo de la preocupación social por el avance de la desigualdad económica, también se está extendiendo su utilización a escala empresarial.

De esta cuestión nos ocupábamos en el libro “Panorama económico y financiero: cien cuestiones para la reflexión y el debate” (Ed. El Toro Celeste, 2015). Allí se hace alusión a un indicador, el de la relación entre la retribución más alta y la más baja, que, según un criterio tradicional, podría situarse en 20. De seguirse este criterio, con una retribución mínima de 20.000 euros, la máxima debería situarse en 400.000 euros.

En Estados Unidos, en el año 2010 se aprobó la publicación por parte de las grandes empresas de la ratio de la retribución salarial del primer ejecutivo (CEO) respecto a la del empleado posicionado en la mediana (aquel que se sitúa en el centro de la distribución de retribuciones: el número de empleados que tienen una retribución superior es igual al número de empleados que tienen una retribución inferior al mismo).

Los indicadores pueden ser de provecho, pero, si no tienen consistencia interna, pueden dar lugar a una visión distorsionada y, como muestra la experiencia, pueden coadyuvar a la instalación de falacias sociales. El terreno de las comparaciones retributivas se presta bastante a tales distorsiones. Así lo ponía de relieve hace varios años Javier Santana en un artículo titulado “¿Aceptaría usted un rebaja de su sueldo de un 90%?” (http://www.econosperides.es/joomla2511/images/Temas_de_interes/Art.%20Javier%20Santana.pdf).
De manera similar, podríamos preguntar lo siguiente: ¿Aceptaría trabajar usted por un salario anual de 1 dólar?

A pesar de las expectativas derivadas de la lógica imperante en el mercado laboral, nos encontramos en la práctica con que hay personas que, estrictamente, perciben una retribución de ese tenor, incluso siendo -o precisamente por ello- el CEO de su compañía.

Tal es el caso, entre otros magnates, de Larry Page, primer ejecutivo de Alphabet, sociedad tenedora de las acciones de Google. Ahora bien, no obstante, ese salario, claramente situado por debajo de la línea de la pobreza, parece que no hay riesgo de que ese directivo, cofundador de Google, pase verdaderos apuros económicos, si se tiene en cuenta que se ve auxiliado por la tenencia de un paquete accionarial valorado en 43.000 millones de dólares (Financial Times, “Pay ratios: Faangs for the money”, 28 de mayo de 2018).

Como se destaca el artículo de ese influyente diario, la referida ratio de la retribución salarial del CEO respecto a la del trabajador de la mediana se sitúa en Alphabet en 1:197.274 o, lo que es lo mismo, en 0,000005.

Las ratios retributivas presentan un amplio recorrido en las “Faangs” (Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Google). Debido a discrepantes criterios subyacentes,  las cifras faciales quedan privadas de significación, lo que lleva a proclamar que “las ratios en sí misma demuestran carecer de sentido”.

Y es casi inevitable, en recuerdo del malogrado Javier Santana, formular otra pregunta: ¿En qué empresa preferiría trabajar usted: en una con una ratio salarial de 133 a 1 o en otra, algo  menos divergente, con una ratio de 59 a 1? 

(Pista: la primera corresponde a Netflix, donde la retribución mediana es de 183.304 dólares; la segunda, a Amazon, donde dicha retribución es de 28.446 dólares). (Sin embargo, no sabemos la dispersión salarial efectiva en cada caso, ni tampoco el lugar exacto de la escala salarial donde nos ubicaríamos).

2 de junio de 2018

Una sombrilla para el “impuesto al sol”

Cada vez estás extendida la costumbre de utilizar la denominación de “tasa” para aludir a un impuesto. El impuesto sobre las transacciones financieras, el también llamado “impuesto Tobin” o impuesto “Robin Hood”, se lleva la palma en este terreno. A él se ha sumado recientemente la “tasa Google”. De ambos impuestos nos hemos ocupado en este blog. Curiosamente, nos encontramos con otros casos en los que se dan las situaciones contrarias: cuando se utiliza la denominación de “impuesto” para hacer referencia a algún pago que no tiene naturaleza impositiva.

El denominado “impuesto al sol” nos introduce en un terreno lleno de nubarrones conceptuales. De entrada, su nombre se antoja un tanto desafortunado. El poder fiscal es cuasiomnímodo, pero parece un tanto exagerado pretender convertir al mismísimo astro rey en un sujeto pasivo común. Impuesto sobre el aprovechamiento de la energía solar podría ser tal vez un nombre más apropiado para un tributo cuyo hecho imponible consistiera en tal aprovechamiento. Pero el popularmente conocido como “impuesto al sol” responde a otras motivaciones y tiene una naturaleza diferente.

En España, la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, del Sector Eléctrico, regula el autoconsumo de energía eléctrica y establece que las instalaciones que estén conectadas al sistema deberán contribuir a la cobertura de los costes y servicios del sistema eléctrico en los mismos términos que la energía consumida por el resto de sujetos al sistema (artículo 9.3).

A este respecto, debe tenerse presente que los consumidores eléctricos abonan en sus facturas tres conceptos económicos: el coste de las redes, el resto de costes del sistema y la energía. La tarifa eléctrica no deja de ser una caja negra en la que se incorporan conceptos ajenos al coste del servicio consumido.

El Real Decreto 900/2015, de 9 de octubre, hace hincapié en que un consumidor acogido a la modalidad de autoconsumo, cuando su red se encuentre asociada al sistema, se beneficiará del respaldo que le proporciona el conjunto del sistema eléctrico.

Enfocado de este punto de vista, este tipo de contribuciones no reviste, pues, el carácter de un impuesto, sino más bien el de tasa, en la medida en que se trata de pagos por los que el sujeto pasivo obtiene algún tipo de contraprestación. Cuando el receptor del ingreso no es una administración pública, no nos encontramos ante un tributo, sino ante un precio regulado públicamente.

Con motivo de la implantación de la referida contribución, el entonces Ministro de Industria declaraba lo siguiente: “de lo que se trata es de decir al consumidor que está muy bien el autoconsumo, pero cuando va a utilizar la red que pagamos entre todos también tiene que contribuir porque, si no, los demás estaríamos pagando una parte del autoconsumo” (Gloria Rodríguez-Pina, El Huffington Post, 9-10-2015).

Sin embargo, el Parlamento Europeo ha iniciado los trámites para desplegar un escudo protector para las contribuciones de los autoconsumidores eléctricos. Así, en el mes de enero de 2018 aprobó una enmienda a un apartado de la propuesta para una directiva sobre la promoción del uso de la energía procedente de fuentes renovables (COM(2016)0767-C8-0500/2016-2016/0382(COD)), en la que se prevé el derecho a consumir la electricidad renovable de generación propia “sin sujeción a ninguna carga, tasa o impuesto”.

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