10 de junio de 2018

Populismo y desigualdad: a lomos de un elefante

La ola del populismo se ha desatado en los últimos años. La Real Academia Española define este vocablo como la “tendencia política que pretende atraerse a las clases populares”. Resulta significativo que el término no aparezca en la edición del “Diccionario de la Lengua Española” de 1992. El populismo se ha extendido en muchos países, con distinta suerte en cuanto al acceso al poder formal. Con independencia de ello, su influencia real, en una sociedad en la que han alcanzado tanta relevancia las redes sociales, es notoria. Pese a las tendencias recientes, en modo alguno es un fenómeno novedoso.

Tampoco lo es ya la narrativa convencional que postula que el ascenso del populismo tiene sus raíces en la marginación de las clases medias (especialmente en sus estratos inferiores) en el reparto de los frutos de los cambios económicos acaecidos en el curso de las últimas décadas, marcadas por la globalización económica y el avance de las denominadas economías emergentes. El empeoramiento relativo de los “excluidos”, “marginados” o “relegados” (“the left behind”) aparece como uno de los principales factores desencadenantes de la ola de descontento popular.

Un estudio económico de gran impacto aportó un aval estadístico a dicha tesis. Christoph Lakner y Branko Milanovic, en un trabajo publicado en 2015 (“Global income distribution: from the fall of the Berlin Wall to the Great Recession”, The World Bank Economic Review Advance Access, 12 de agosto), ponían de manifiesto la variación acumulada de la renta entre 1988 y 2008 por grupos de renta, para la economía mundial en su conjunto.

El gráfico en cuestión muestra unos rasgos muy señalados: i) unos crecimientos muy altos, entre el 60% y el 80%, para las rentas medianas; ii) también un crecimiento muy elevado, entre el 40% y el 60%, para las mayores rentas; y iii) un estancamiento para los grupos integrantes del 20% situado a la izquierda de los más ricos.

Reconozco que la primera vez que vi este gráfico, cuyo tratamiento tenía -y tengo- pendiente desde hace tiempo en el marco de un trabajo sucesivamente aplazado sobre la desigualdad económica, no pude evitar evocar el artículo que el escritor Juan Ceyles publicó en el primer número de la revista eXtoikos (“¡Cuidado con los gráficos!”, nº 1, 2011): “Al pie de estos enormes escenarios figuraban edictos en diferentes idiomas, pero tan solo pude colegir los términos latinos y logré traducir el nombre del país y las cotas referenciadas”. Aun cuando en este caso esa tarea no resultara tan inmediata, sí se ha cumplido el vaticinio de que “… en estos juegos de pértigas y cordajes, en ese bajar y subir de rampas y escaleras, estaba trazada toda nuestra vida y que era fácil tomar conciencia de toda esa realidad con solo mirarla con un poco de atención; y hasta vivenciarla… en tal dimensión, que para mí fuera antes era terrorífica y ahora se me presentaba como felizmente mágica”.

La curva trazada por los datos calculados por Lakner y Milanovic no tardó en ser descrita como la “curva del elefante”, que ha llegado a ser calificada como “el gráfico más importante para comprender la política actual”, “el gráfico más influyente de la última década” o “el gráfico que explica el mundo”.

La identificación de la curva con el perfil de un elefante no requiere de demasiadas dotes imaginativas (sí de algunas), pero sí son precisas ciertas matizaciones para conciliar su forma con las conclusiones antes expresadas. La fundamental, que en la franja correspondiente a los percentiles 80º y 90º, claramente “ricos” dentro del ranking mundial, se sitúan las familias más pobres de los países más avanzados.

El éxito de la “curva del elefante” ha sido extraordinario, ya que, como señalaba antes, aportaba un soporte estadístico a la tesis predominante acerca del descontento social en los países desarrollados.
Sin dejar de reconocer en modo alguno la importancia de la desigualdad económica, la medición de esta, especialmente a lo largo del tiempo, se enfrenta con notables escollos metodológicos, como poníamos de manifiesto en el número 13 (2014) de eXtoikos.
En este contexto, hay que hacer mención del estudio realizado por Adam Corlett (“Examining an elephant”, Resolution Foundation, septiembre 2016), en el que se pretendía dilucidar si la “curva del elefante” resolvía realmente la explicación acerca de la evolución de las clases medias de los países ricos.

Según este estudio, el mayor crecimiento de la población en los países emergentes supone una dificultad para comparar la evolución de las familias con rentas medias-bajas a lo largo del tiempo, ya que su posición en el ranking de renta global ha cambiado. De hecho, la imagen del elefante se desvanece cuando se toman los datos a partir de una población constante con exclusión de China, Japón y los países excomunistas.

Igualmente, una actualización realizada por B. Milanovic con datos hasta 2011 sugiere un mayor crecimiento entre los grupos afectados por el estancamiento de sus rentas en los 30 años anteriores, y mucha menos ganancia para las personas situadas en el 1% más alto de las rentas globales (C. Giles y S. Donnan, “Globalisation ‘not to blame’ for income woes, study says”, Financial Times, 13 de septiembre de 2016).

La desigualdad económica tiene una enorme trascendencia. La realidad diaria de aquellas familias que no tienen suficiente capacidad adquisitiva o, aún peor, de aquellas otras que quedan excluidas económica y socialmente es un problema crucial que no puede desatenderse. De su adecuado tratamiento depende en gran medida la estabilidad política y social. Esa realidad condiciona las preferencias políticas, pero también lo hace de manera destacada la percepción social de los problemas económicos. De ahí la trascendencia de que los diagnósticos realizados reflejen lo más fidedignamente posible su verdadero alcance.

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