27 de agosto de 2017

Brecha salarial de género: a la sombra del techo de cristal

La existencia de una brecha salarial de género, denominación que se da al hecho de que la retribución salarial de las mujeres sea inferior, en promedio, a la de los hombres, viene acaparando una creciente atención mediática y social. Este hallazgo estadístico se interpreta habitualmente como el resultado de una discriminación inaceptable de la mujer en el mercado de trabajo. 

Respecto a la discriminación de la mujer, en un artículo publicado hace algunos años (“Mujer y trabajo: una revolución silenciosa”, La Opinión de Málaga, 3 de marzo de 2010) ya me pronunciaba en el sentido de que “El logro de una igualdad efectiva entre el hombre y la mujer, objetivo irrenunciable de una sociedad democrática avanzada, va más allá del plano de los derechos fundamentales, en la medida en que tiene importantes implicaciones económicas”, al desaprovechar un valioso capital humano.

Al margen de la pérdida económica producto de la discriminación laboral, la adhesión al principio de igualdad lleva a rechazar categóricamente todas las situaciones en las que este canon se quebrante. En particular, en lo que concierne a la vertiente de la equidad horizontal, que propugna el pago de un mismo salario a dos personas que realicen las mismas funciones, en igualdad de condiciones. Este principio, al menos teóricamente, es fácilmente interpretable: iguales aportaciones deben tener iguales compensaciones. Eso sí, debemos asegurarnos de que definimos y medimos adecuadamente las aportaciones.

Algo más complicado resulta la aplicación de la equidad vertical, consistente en otorgar un tratamiento diferenciado a personas con funciones, cometidos y dedicaciones diferentes. Personalmente, creo que es adecuado respetar este criterio (de hecho, incluso es el inspirador de la política retributiva en la doctrina del socialismo), aunque considero que el recorrido entre las retribuciones extremas debe mantenerse dentro de los límites de la razonabilidad. Es una cuestión que abordo en el libro “Panorama económico y financiero: 100 cuestiones para la reflexión y el debate”, ya (auto)citado en este blog.

En este contexto, ante la aparición de estadísticas que reiteradamente muestran una brecha salarial de género, me resultaba bastante incomprensible su persistencia y me preguntaba cómo podía darse, y aún menos tolerarse, semejante discriminación. Así lo señalaba en un artículo (“Sobre la brecha salarial de género”, Sur, 15 de abril de 2015) en el que llegaba a plantear si dicha discriminación salarial podía responder, más que a una discriminación directa, como habitualmente se interpreta, al hecho de que el perfil de los puestos desempeñados por los hombres es diferente, en promedio, al de los ocupados por las mujeres. 

En un artículo publicado por el semanario The Economist (“Equal pay. Stop gap. Are women paid less than men for the same work?”, 29 de julio de 2017) se incide justamente en esa línea de análisis. Este artículo se hace eco de un informe realizado por la consultora Korn Ferry (Hay Group) (“The real gap: fixing the gender pay divide”). En este se analiza una base de datos de más de 20 millones de asalariados de 25.000 organizaciones en 100 países y se concluye que la brecha salarial es “remarcablemente pequeña para puestos similares”. El estudio muestra que las disparidades salariales de género desaparecen si las comparaciones se hacen en términos homogéneos, contemplando personas que hacen la misma función en la misma compañía.

Así las cosas, parece que sería aconsejable diferenciar claramente entre dos fenómenos distintos: por un lado, el de la posible discriminación salarial directa; por otro, el de las dificultades de acceso de la mujer a determinados sectores con mayor retribución y, con carácter general, a los puestos directivos más elevados.

Es preciso romper el techo de cristal, pero la tarea será más fácil si antes eliminamos las adherencias que puedan darle opacidad.

24 de agosto de 2017

La financiación del sector público en España: deuda vs. impuestos

Desde hace algún tiempo, por parte de algunos influyentes personajes de la vida pública española se viene haciendo hincapié en la supuestamente brusca alteración sufrida por la forma de financiación de los gastos públicos en España, singularmente a raíz de la crisis económica vivida desde los años finales de la pasada década. Entre otras consecuencias, especialmente a partir del año 2009 asistimos a un doble proceso: por un lado, un apreciable descenso de la ratio representativa de la presión fiscal; de otro, una expansión imparable del peso de la deuda pública. De esa tendencia cabría inferir, según el razonamiento difundido, que el recurso al endeudamiento público habría tomado el relevo como forma fundamental de financiación del sector público.

Sin pretender negar en absoluto la extraordinaria expansión de la deuda pública y los problemas para hacer frente a la misma, lo cierto es que los indicadores utilizados para medir la presión fiscal y el peso de la deuda pública son de naturaleza diferente. Aunque ambos se suelen expresar como porcentaje del producto interior bruto (PIB), existe una importante diferencia: el indicador de la deuda pública informa del saldo de la deuda viva a una fecha determinada; el de la presión fiscal, de los ingresos fiscales recaudados a lo largo de un año. 

Así, si tomamos como referencia un PIB aproximado de 1 billón de euros, un aumento de la ratio de la deuda pública del 80% al 90%, por ejemplo, de finales del año 1 a finales del año 2, implica que por esta vía se han captado 100.000 millones de euros adicionales entre ambas fechas. Si, por otro lado, la presión fiscal pasa del 35% en el año 1 al 30% en el año 2, significa que la recaudación ha pasado de 350.000 millones de euros en el año 1 a 300.000 millones de euros en el año 2. Una bajada, sin duda, muy sustancial, pero eso no impide apreciar claramente que, a pesar de la subida de la ratio de la deuda pública y de la bajada de la presión fiscal, por la vía de los ingresos fiscales se han captado muchos más ingresos que por conducto de la deuda pública.

Así lo ilustramos en una de las cuestiones incluidas en el libro “Panorama económico y financiero: 100 cuestiones para la reflexión y el debate” (Editorial El Toro Celeste, Málaga, 2015). A lo largo del período 2008-2013, la deuda pública registró en España un aumento equivalente a 548,2 miles de millones de euros, una auténtica enormidad, pero (afortunadamente) muy inferior a la cuantía aportada por los ingresos fiscales (impuestos y cotizaciones sociales), que fue de 2.115,7 millones de euros.

Recientemente, vuelven a oírse advertencias acerca del dominio de la deuda pública frente a los ingresos fiscales. Es cierto que entre finales del año 2007 y finales del año 2016 la deuda pública española se ha disparado, con un incremento de 0,75 billones de euros, hasta situarse en 1,14 billones de euros, importe superior al 100% del PIB. Es verdaderamente preocupante el nivel alcanzado por el endeudamiento público, cuya carga sería mucho más difícil de asumir en un escenario de tipos de interés elevados. Es, pues, crucial ver las alternativas para minorar un nivel tan alto, pero eso no debe impedir tomar conciencia de que, en el mismo período, el importe de los ingresos fiscales obtenidos por las Administraciones públicas españolas fue de unos 3,17 billones de euros, unas 2,8 veces el importe del incremento de la deuda.

23 de agosto de 2017

La TAE de un préstamo: significado y cálculo

Si alguien nos pide que le expliquemos, de una manera rápida y fácil, en qué consiste la TAE de un préstamo y cómo se calcula, lo más probable es que nos ponga en un buen aprieto. Sin embargo, lo verdaderamente importante es que cualquier demandante de dinero a crédito sepa que antes de contratar una operación tiene que prestar la máxima atención al valor de este indicador, ya que le informa del coste efectivo que anualmente habría de pagar por el dinero prestado. La TAE permite comparar de manera homogénea distintas operaciones de crédito sujetas a condiciones diferentes (tipo de interés nominal, comisiones, gastos, períodos de liquidación de intereses, formas de amortización, etc.). Al fin y al cabo, en numerosas esferas de nuestra vida estamos acostumbrados a prestar atención a una serie de indicadores o señales de alerta sin conocer el trasfondo técnico.

No obstante, para cualquier persona con vocación didáctica, aun reconociendo que la toma de conciencia de un indicador financiero es lo primordial, es difícil renunciar a tratar de transmitir también al menos los rudimentos para saber el terreno que se pisa. Ese espíritu, que guía a los participantes en el programa de educación financiera Edufinet, es el que nos lleva a ofrecer una explicación intuitiva y también más formal a la noción de TAE en nuestro portal de Internet (www.edufinet.com) (apartado de Cálculos financieros).

TAE es es el acrónimo de tasa anual equivalente, aunque quizás sería más oportuno decir que es la tasa (o tipo de interés) anual igualadora de dos corrientes de entradas y salidas de efectivo que tienen lugar a lo largo del tiempo.

Existen simuladores (por ejemplo, en la página web del Banco de España, www.bde.es, Portal del cliente financiero, o en la ya mencionada de Edufinet) que permiten calcular inmediatamente la TAE una vez que se introducen los datos de la operación. Por tanto, sería absurdo, aparte de sumamente engorroso, realizar tales cálculos manualmente, pero no está de más tratar de conocer, de manera intuitiva, lo que subyace en el cálculo de la TAE.

Para ello es verdaderamente útil, como ocurre para estudiar cualquier operación financiera, tener un desglose de la secuencia de entradas y salidas de dinero, fechadas, a lo largo del tiempo.

Supongamos que estudiamos una operación de préstamo con las siguientes características: principal: 10.000 euros; tipo de interés nominal (fijo): 3% anual; comisión de apertura: 1%; plazo: 3 años; sistema de amortización: francés, en cuotas mensuales. Con la ayuda de un simulador, podemos calcular la cuota mensual fija resultante, que ascendería a 290,81 euros.

Así, nos encontraríamos que esta operación de préstamo tendría las siguientes entradas y salidas de dinero: 

- Inicialmente, al formalizarse la operación, por ejemplo, el 31 de agosto de 2017, habría una entrada de 10.000 euros (importe del préstamo) y una salida de 100 euros (1% de comisión).

- Al final de cada uno de los 36 meses siguientes habría una salida de 290,81 euros cada una, mediante las que se iría devolviendo el capital tomado a préstamo y pagando los intereses devengados.

El hecho de que los distintos importes correspondan a distintos momentos hace que no sean homogéneos. Normalmente, tendrán un menor valor las sumas de dinero más lejanas en el tiempo. Pues bien, los simuladores de la TAE lo que hacen es encontrar un tipo de interés que, aplicado a todos los importes para situarlos en un mismo momento temporal, iguala el valor de las entradas y el de las salidas de dinero. Para el ejemplo considerado, la TAE es del 3,73%.

¿Cómo juegan los diferentes elementos del préstamo en el valor de la TAE? Parece bastante claro que será mayor cuanto mayores sean el tipo de interés nominal y las comisiones aplicables. Por otro lado, el aumento del plazo tenderá a disminuirlo, pero no hay que perder de vista que se pagarían intereses durante más tiempo. ¿Afectaría a la TAE el hecho de solicitar una mayor o menor cantidad de capital?

22 de agosto de 2017

Gratitudes vitales y vitalicias

Hay gratitudes coyunturales, temporales, transitorias, instantáneas, hasta infinitesimales, todas ellas gratitudes, más o menos duraderas. Pero hay otras gratitudes especiales, distinguidas, singulares, que desafían el calendario; son aquellas que, por el simbolismo, el significado o la trascendencia de las causas que las motivan, llegan a ser signos vitales de nuestra existencia. Son aquellas que se convierten en vitalicias porque corresponden a deudas contraídas que son impagables, inextinguibles. Poder tenerlas y percibirlas como tales es uno de los tesoros más preciados que podemos acumular a lo largo de la vida.

Desde una temprana edad he tenido la fortuna de ir añadiendo cuentas a ese rosario de devoción personal. También, la desgracia, inexorablemente agravada con el paso de los años, de no haber sido capaz de expresar en su momento ese sentimiento a las partes acreedoras. Cuando, por fin, en algunas ocasiones me he decidido a hacerlo, era ya demasiado tarde. Así, cuando al cabo de treinta y cinco años, me dispuse -y en verdad tuve la oportunidad de hacerlo a través de un medio público- a rendir un modesto tributo de agradecimiento al claustro de profesores, de los primeros años setenta, de mi querido Instituto de Martiricos, la mayoría, desafortunadamente, ya se habían marchado. No obstante, sí tuve constancia de que al menos uno de ellos leyó el texto, publicado a primeros de 2009 en el diario La Opinión de Málaga, a tenor del cariñoso escrito que me remitió. En él valoraba particularmente que ese sentimiento se expresara después de tan prolongado período.

Algo que aprendí hace bastante tiempo, a pesar de haber tenido que afrontar costes por esa reticencia a ponerle remedio no extemporáneamente, es que aunque algo no se exprese abiertamente no significa que no exista; que un sentimiento no aflore no implica que no haya brotado en nuestro interior.

Otras veces, ni siquiera ha podido haber intento de reconocimiento, ni siquiera extemporáneo, al carecer de referencias de localización. Irremediablemente, el agradecimiento sigue latente a la espera de un encuentro imposible. Tal es el caso de un episodio acaecido en la niñez y protagonizado por un gentil caballero que, después de que mi abuela hubiese confundido su vehículo con un taxi, no solo no pasó de largo, sino que nos recogió y nos llevó a ella, a mi madre y a mí, con un grado de amabilidad sin par, hasta las dependencias de la Caja Nacional en la calle Córdoba. Me cuesta trabajo encontrar un trato más amable y condescendiente, y es una fuente de resquemor recurrente no poder siquiera mostrar un simple reconocimiento ex post por semejante comportamiento.

El inventario particular de ese tipo tan especial de gratitud es, a estas alturas, considerablemente amplio. Uno de los registros más antiguos que figuran en ese inventario, revestido de un halo distintivo, es el dedicado a la persona que, en mi paso fugaz por sus clases, llena de entusiasmo y afabilidad, me enseñó a leer.

En la Málaga de comienzos de los años sesenta, el acceso al sistema educativo, al menos en mi entorno más próximo, no se producía hasta haber celebrado -más bien acumulado, ya que las celebraciones eran un concepto bastante inédito- cinco cumpleaños. No se daban, ciertamente no, condiciones para la precocidad. Por lo que a mí concierne, antes de ingresar en el primer centro escolar a jornada completa, acudí informalmente a una amiga, tal era el nombre que se daba a esa peculiar forma de instrucción en un domicilio particular, bajo la tutela de la encantadora muchacha de mis recuerdos.

La amiga estaba instalada en el salón de la vivienda de su familia, una casita con una sola planta y con un jardín frondoso en la parte delantera donde crecía la hiedra. La casa está situada en la conocida como primera colectiva de Ciudad Jardín, conjunto residencial dotado de un peculiar diseño, con habitáculos que responden a una variada tipología.

Milagrosamente, Google Earth me transporta en un instante a aquel lugar y vuelvo a ver su fisonomía, que se me antoja bastante cambiada, con un patio que ha ganado espacio en detrimento del verdor del jardín. Desde esta insólita perspectiva recorro también los lugares donde transcurrió mi niñez y vuelvo a deambular por la azotea, desde donde solía divisar el Monte Coronado, en la que quedaron atrapados muchos sueños infantiles, ante el ir y venir de las palomas.

Pero la dicha no duró demasiado, ya que pronto tocó el turno de acudir a otra amiga ubicada en las cercanías y que, en realidad, era una enemiga en toda regla. Aunque esa es otra historia. El paso por la amiga auténtica fue efímero, como imborrable lo es la sensación de descifrar las primeras frases de la mano de la joven instructora.

Durante mi juventud solía frecuentar aquellas localizaciones, pero nunca me atreví a preguntar por mi primera maestra. Ahora me arrepiento profundamente. También acudí allí más recientemente, pero no pude encontrar ninguna pista. Tan solo un can iracundo poco conciliador.

No sé qué sería de ella, ni siquiera si se dedicó a la enseñanza. Lo único que sé es que en mí sí dejo una huella indeleble, y que mi gratitud y afecto hacia ella, mi primera profesora, se mantienen incólumes más de cincuenta años después.

21 de agosto de 2017

La TAE de un préstamo hipotecario: un concepto en evolución

La TAE (tasa anual equivalente), a pesar su nombre críptico y comprimido (¿tasa de qué?, ¿equivalente a qué?) es un indicador básico para evaluar el coste o el rendimiento efectivos de un producto financiero desde la perspectiva del cliente. Su información constituye en España un requisito imprescindible en el marco de la política de transparencia y protección de los derechos de los usuarios de servicios bancarios.

Particular relevancia tiene dicha noción en el caso de los préstamos hipotecarios, cuya contratación está sujeta a una serie de desembolsos económicos además del pago del tipo de interés correspondiente. Dadas la complejidad inherente al cálculo matemático de la TAE y las posibles interpretaciones de los conceptos a incluir, resulta cuando menos curioso que sea una cuestión normalmente asumida, en el plano formal, con bastante naturalidad y aparente comprensión procedimental, a diferencia de lo ocurrido con otros elementos de los contratos de escritura que podría pensarse que, al no basarse en complicadas fórmulas, son de más fácil entendimiento y comprensión.

Por otro lado, la TAE es un indicador que, desde su implantación como práctica en el sistema bancario español, ha venido registrando algunas significativas variaciones en su configuración. Así, en una primera etapa había una tendencia a incluir en el cómputo de la TAE solamente aquellas partidas que afrontaba el prestatario y que eran percibidas por el prestamista, es decir, sumas de las que fuera beneficiaria la entidad financiera. Algo, por cierto, que parece bastante lógico, si lo que se pretende es medir el coste de las operaciones que ofrece cada entidad que compite en el mercado.

Sin embargo, más recientemente, la normativa reguladora ha ampliado el foco de la TAE a fin de incluir, de una manera bastante genérica, todos los gastos en los que incurre el prestatario, correspondan o no a la entidad financiera.

Ahora bien, si pretendemos localizar una norma que recoja de manera consolidada y sistemática la metodología completa para el cálculo de la TAE, nos llevaremos una considerable decepción, toda vez que esa labor no está disponible, por lo que debemos acudir a la consulta de distintas fuentes en virtud de remisiones, a veces un tanto laberínticas.

Tanto es así que, hace varios años, el propio Banco de España hubo de dirigir un escrito a la Secretaría General del Tesoro y Política Financiera en solicitud de una interpretación de la Orden EHA/2899/2011, de 28 de octubre, de transparencia y protección del cliente de servicios bancarios.
En respuesta a esa misiva, el citado departamento del Ministerio de Economía determinó y aclaró que, en el cálculo de la TAE de los préstamos hipotecarios, deben incluirse todos los gastos, incluidos intereses, comisiones, impuestos y cualquier otro tipo de gasto, que el cliente deba pagar en relación con el contrato de préstamo y que sean conocidos por la entidad, con excepción de los gastos de notaría, así como el coste de todos los servicios accesorios relacionados con el contrato de préstamo, en particular las primas de seguro, si la obtención del préstamo en esas condiciones está condicionada a la prestación de dichos servicios. A los anteriores han de añadirse los gastos de tasación y los de comprobación registral.

Básicamente estos últimos, así como los relativos a los impuestos, son los conceptos añadidos en relación con la regulación anterior, derivada de la Circular 8/1990, de 7 de septiembre, del Banco de España, a entidades de crédito, sobre transparencia de las operaciones y protección a la clientela. No deja de llamar la atención la exclusión expresa de los gastos de notaría, que también encarecen, obviamente, el coste de la operación para el acreditado.

Por otra parte, aun cuando la Circular 8/1990 está actualizada por la 5/2012, de 27 de junio, también del Banco de España, esta última establece que, a efectos estadísticos, las entidades bancarias deberán informar al Banco de España acerca de la TAE de los préstamos hipotecarios con arreglo a los criterios de la Circular 8/1990, sin incluir, por tanto, los conceptos mencionados (impuestos, gastos de comprobación registral y gastos de tasación).

Aunque tenía previsto incluir algún ejemplo del cálculo de la TAE, después del despliegue conceptual efectuado, creo que será preferible dejarlo para una próxima entrada específica en este blog.

20 de agosto de 2017

Instrumentos financieros con rostro humano: los bonos pandémicos

La innovación financiera desaforada es uno de los factores que más activamente contribuyó a cebar la bomba de la gran crisis financiera internacional de 2007-2008. Se han escrito ríos de tinta sobre la toxicidad de algunos sofisticados instrumentos financieros, capaces no solo de enmascarar los riesgos financieros primarios, sino también de propagar el contagio de enfermedades letales urbi et orbi. Saludados en su día como exponentes del dinamismo económico, algunos de esos instrumentos (derivados, credit default swaps, bonos de titulización, participaciones preferentes…) han sido denostados y, en algunos casos, proscritos. 

Con carácter general, la imagen del sistema financiero ha quedado muy deteriorada, sin llegar a diferenciar entre el papel de la intermediación bancaria tradicional, de conexión entre el sector real y el sector financiero, y el de la realización de operaciones puramente financieras, aisladas de la economía real.

Sin embargo, una vez que las aguas están algo más calmadas, la realidad viene a demostrar que los instrumentos financieros no son intrínsecamente malignos. La mayoría de ellos pueden ser útiles, siempre que se usen adecuadamente y se sometan a estrictos controles en función de los riesgos que impliquen.

Prueba de lo anterior es que algunos organismos internacionales han venido utilizando instrumentos financieros a fin de captar fondos para programas de asistencia ante catástrofes naturales, para promover el desarrollo sostenible y para financiar proyectos vinculados a la protección del medio ambiente.

Dentro de esta línea de las finanzas éticas, recientemente el Banco Mundial (Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo) ha inaugurado un nuevo capítulo mediante la emisión de los denominados bonos pandémicos, realmente antipandémicos. Su objeto es captar recursos a fin de proveer apoyo financiero a la Pandemic Emergency Financing Facility, una facilidad creada por el Banco Mundial para canalizar financiación a los países en desarrollo que afronten el riesgo de una pandemia.

El diseño de la operación es bastante sofisticado y consta de dos componentes: la propia emisión de los bonos y la utilización de derivados que permiten transferir el riesgo al mercado. La emisión de bonos, por importe de 320 millones de dólares, ha quedado sobresuscrita al 200%. Los bonos son de dos clases, según las enfermedades contagiosas cubiertas en cada caso. En ambos, los títulos se han emitido por un plazo de 3 años, con tipos de interés con diferenciales muy importantes (6,5% y 11,1%) sobre el Líbor a 6 meses.No obstante, los inversores se exponen a perder el rendimiento o el capital si se desata una enfermedad infecciosa catastrófica. 

En suma, los bonos pandémicos ofrecen una rentabilidad muy elevada, pero conllevan un riesgo, desafortunadamente también elevado en los países más pobres. De no desencadenarse una pandemia, los inversores -entre los que se encuentran algunos fondos de pensiones- obtendrán una rentabilidad muy sustancial, especialmente en una época como la actual, marcada por tipos de interés ultrarreducidos o incluso negativos. De materializarse las pérdidas, se tiene la garantía de que el destino del capital es una causa humanitaria.

19 de agosto de 2017

¿Es regresivo el IRPF en España?

Para más de una persona, esta puede ser una pregunta ociosa. Se repite con tanta fuerza e insistencia la idea de que nuestro IRPF (impuesto sobre la renta de las personas físicas) es regresivo y que hace falta implantar otro modelo que haga que pague más quien más gane, que resultaría bastante extraño que no fuera así. Al fin y al cabo vivimos en la época de la “posverdad”, palabra del año 2016 según The Oxford Dictionaries y que “está relacionada o denota circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción o a las creencias personales”.  

En verdad, sin prefijos, no puede decirse que la anterior sea una definición demasiado clarificadora. Así expuesta, no aclara gran cosa. La opinión pública será acertada o desacertada, verdadera o falsa, en función cómo se configure la realidad, siempre que esté en juego alguna cuestión contrastable con arreglo a criterios objetivos.

¿Responde la proclamada regresividad del IRPF a una base objetiva o se trata, por el contrario, de una idea preconcebida?

Si no queremos dejarnos llevar por nuestros instintos o nuestras creencias, no tenemos más remedio que acudir a la información estadística oficial, suministrada por la Administración Tributaria, para tratar de clarificar el panorama.

De todas formas, es preciso tener presentes algunos aspectos metodológicos. En primer lugar, naturalmente, hay que dilucidar los conceptos clave de progresividad y regresividad, lo que, en la teoría y en la práctica, se evidencia más complicado de lo que uno podría imaginar. En el trabajo “La noción de progresividad impositiva: de la teoría a la praxis” (Documento de Trabajo 05/16, Instituto de Análisis Económico y Empresariales de la Universidad de Alcalá de Henares) he abordado las cuestiones principales. Adoptando la definición más extendida, un impuesto sobre la renta es progresivo cuando el tipo medio de gravamen (relación entre la cuota pagada y la base imponible) aumenta conforme aumenta la renta; por el contrario, si el tipo medio desciende cuando aumenta la renta, el impuesto será regresivo. Un asunto diferente es por qué ha de regir la progresividad en lugar de la proporcionalidad.

Por otro lado, como ya se señalaba en el artículo sobre la distribución de la carga del IRPF publicado en este blog, los datos disponibles corresponden a los declarantes del IRPF, sin diferenciación entre las declaraciones individuales y las conjuntas. En puridad sería conveniente hacer el ejercicio tomando como referencia a las familias, pero, con los datos más recientes disponibles, no resulta posible. 

En tercer lugar, no podemos olvidar que los cálculos se efectúan en función de la renta declarada, por lo que no se tiene en cuenta la incidencia de los ingresos no declarados, por situarse en el ámbito de la economía sumergida o, dentro de la economía formal, por corresponder a supuestos de fraude fiscal.

Bien, en el caso improbable de que esta entrada tenga algún lector y, aún más, de tenerlo, que haya llegado hasta aquí, es hora de descender al análisis de los datos, concretamente los del año 2015.

¿Cómo evoluciona el tipo medio de gravamen del IRPF por grupos de renta? Lo calculamos comparando la cuota pagada con la renta total de cada grupo. Dicho tipo medio, dejando al margen los niveles más bajos, que no tributan, va desde el 2,7%, para los declarantes con renta entre 6.000 y 12.000 euros, hasta el 33,5%, para los contribuyentes con renta entre 150.000 y 601.000 euros. Entre estos extremos, el tipo medio evoluciona de la siguiente forma: 8,6% (declarantes con renta comprendida entre 12.000 y 21.000 euros), 14,4% (21.000-30.000 euros), 19,8% (30.000-60.000 euros) y 28,0% (60.000-150.000 euros).

La conclusión que se obtiene es que el IRPF es claramente progresivo en los términos descritos: el tipo medio va aumentando cuando aumenta el nivel de renta. Es decir, el impuesto detrae una proporción cada vez mayor de la renta, a medida que esta va aumentando en los intervalos considerados.

Hay, no obstante, una excepción en la que se quiebra esa tendencia, concretamente en el último intervalo, correspondiente a rentas superiores a 601.000 euros, para las que el tipo medio es inferior (31,5%) al del intervalo precedente (33,5%). Seguro que el hipotético lector que haya avanzado hasta aquí sabe ofrecer alguna explicación de esta evolución dispar, pero me permitiría formularle un ruego: por favor, no diga que se trata de una excepción que confirma la regla. Como toda desviación de una regla general, viene a cuestionarla, aunque en este caso concierna solo al último tramo. 

El análisis realizado se basa en datos agregados por tramos de renta. Para valorar casos de contribuyentes concretos tendríamos que hacer comparaciones específicas. La existencia de una doble tarifa, una general (que grava los rendimientos del trabajo) y otra del ahorro (con tipos más bajos), puede dar lugar a otros resultados en el caso de personas con elevados ingresos que perciban solo rendimientos del capital mobiliario. Esta es sin duda una cuestión que bien merece un estudio singularizado.

De manera complementaria, podemos utilizar otro enfoque que nos debería confirmar el carácter globalmente progresivo del IRPF, el que permite comparar los porcentajes de cada colectivo de contribuyentes sobre la renta total y sobre el impuesto total. Para los grupos de declarantes con renta hasta 30.000 euros, los porcentajes sobre el impuesto pagado son inferiores a los porcentajes respectivos sobre la renta total. A partir de unos ingresos de 30.000 euros ocurre justamente lo contrario.

Si hacemos la comparación de manera acumulativa, observamos que el total de declarantes cuya renta es igual o inferior a los 30.000 euros obtienen el 48% de la renta total y soportan el 27% del impuesto total; asimismo, quienes tienen renta por importe de hasta 60.000 euros perciben el 80% de la renta total y pagan el 64% del total. Los que tienen a partir de 60.000 euros, el 20% de la renta y el 36% de la cuota. A su vez, los declarantes que tienen los mayores niveles de ingresos (de 150.000 euros en adelante) obtienen el 8% de la renta total y contribuyen con un 15% del impuesto total.

A la vista de los datos reseñados, ¿existe alguna verdad, sin afijos ni calificativos, respecto al carácter del reparto de la carga tributaria del IRPF español?

17 de agosto de 2017

Luces en la neblina del ayer, cincuenta años después

Aquella era una época bastante gris y anodina. La realidad parecía atrapada en una fotografía en tono sepia, sin tener conciencia de hacia dónde nos dirigíamos y, aún menos, de hacia dónde nos podíamos dirigir. Los días transcurrían lánguidamente. Eran muy pocos los alicientes de un barrio desdibujado, del que el campo de fútbol de La Rosaleda era el principal icono. Los recuerdos acuden en tropel para recuperar los perfiles de aquella Málaga de mediados de los años sesenta del siglo pasado. Pero ha transcurrido mucho tiempo y solo quedan fragmentos en la memoria fatigada.

Era una época plagada de temores y de jerarquías. De estas las había en abundancia en aquellas calles que dan inicio a la barriada bautizada como Ciudad Jardín, de trazo rectilíneo y prolongado, paralelo al cauce del río Guadalmedina, que, por aquel entonces, antes de que se construyera la pasarela de La Rosaleda, había que vadear, en aquella zona, para acceder al estadio de Martiricos. Allí ejercían su condominio, entre otros moradores, el sargento de aviación, el practicante, la mujer del cartero, el policía, el mutilado de guerra, el locutor de radio y, por supuesto, María la del carrillo, la primera y abnegada empresaria que conocí. 
  
En ese hábitat ajeno al progreso y al bienestar la convivencia se tornaba a veces difícil a cuenta de controversias comunales. Los suministros y los saneamientos aún no habían llegado al umbral de la modernidad. Pero, entre todos aquellos personajes amoldados a su destino, era doña Elisa una de las figuras más emblemáticas e indiscutidas en su autoridad tutelar. De porte altivo y refinado, quién sabe si de antepasados de origen prusiano, su verbo era firme y enérgico; sus dotes de mando, implacables. Soltera acreditada, vivía en compañía de su hermana, Chon, también célibe y prototipo de devoción mariana. Enfermera en un centro hospitalario, doña Elisa ejercía también de practicante en el barrio; su mera presencia despertaba un temor reverencial y actuaba como vigía de las buenas costumbres y de la moral. En una ocasión señalada me regaló un librito de Julio Verne. Tal vez quiso erigirse en mi mentora y llevarme por el buen camino, preocupada como estaba por la juventud que tenía que levantar España. Probablemente se sintiera bastante decepcionada cuando comprobó que me apartaba de su diseño curricular. Lo siento de veras y le agradezco de todo corazón sus desvelos y, en particular, aquel regalo que tanto aprecio y que conservo entre mis reliquias personales.

Lo que nunca llegué a explicarme es cómo las dos hermanas, que llevaban una vida tan comedida, tradicional y recatada, llegaron a albergar, en una de las tres habitaciones de su modesto pero relativamente espacioso piso, a alumnos de la conocida popularmente como “Escuela Franco”, denominación abreviada de la oficial, ISFPFF, a saber, “Institución Sindical de Formación Profesional Francisco Franco”, situada al otro lado del río y cuyas instalaciones deportivas eran objeto del deseo de quienes no podíamos acceder libremente a ellas. Solo en ocasiones; en otras, dentro del turno de vigilantes más estrictos, teníamos que salir flechados cuando soltaban a los furiosos perros. 

Ignoro cómo se gestionaban las estancias, pero muchachos de otras provincias que aprendían oficios variados en aquel centro comían y pernoctaban en casa de doña Elisa, quien los controlaba con disciplina militar. Aquella condición de pupilos uniformados que se aplicaban celosamente en el aprendizaje de una profesión les confería un estatus y una distinción que los colocaba muy por encima, en todos los órdenes, de los impresionables alevines del lugar. Pese a que la diferencia de edad seguramente era escasa, daba la sensación de que estaban a gran distancia de nosotros, en un plano superior. El simple hecho de residir fuera del hogar familiar era ya de por sí casi una heroicidad.  

A los ojos de unos timoratos chiquillos, aquellos aspirantes a fresadores, impresores, electricistas, mecánicos, soldadores, carpinteros o fontaneros eran una especie de élite, idealizados como cadetes de una distinguida academia. En las largas horas que pasábamos en calles que tardarían aún años en familiarizarse con el asfalto, aquellos reclutas de la formación profesional nos impresionaban con sus conocimientos y experiencias, y nos acompañaban en nuestras prácticas de ocio callejero. La escasez de medios aguza el ingenio y la inventiva.

Han pasado muchos años, nada menos que cincuenta, pero desde entonces guardo un grato y entrañable recuerdo de aquellos sufridos y dignos aprendices. De todos ellos, hay un nombre que se ha mantenido especialmente grabado a lo largo de todo este tiempo, el de Celso Otero Longueira, quien, durante el período que disfruté de su compañía, me otorgó un trato sumamente afable y afectuoso, haciendo gala de lo que entonces me parecía una gran madurez, impregnada de un barniz de nostalgia. Celso transmitía una aureola de seguridad y sosiego, absolutamente impropios de su edad, aunque esa visión pueda estar algo distorsionada por el prisma infantil. 

Cuando retornó a su Galicia natal, sentí una pérdida dolorosa. Nunca después he vuelto a tener noticias de él. Hace algunos años, en un arrebato por recuperar los signos de la memoria, traté infructuosamente de encontrar su rastro, empeño que, ante el vacío de décadas, inevitablemente generaba una sensación de vértigo. A pesar de todo, hoy, medio siglo después, el recuerdo y la gratitud hacia aquel semihéroe discreto y tranquilo, con su halo de tristeza, siguen vivos. El ayer, distante e inaccesible, queda ahora sumido en la neblina, pero, si nos esforzamos, aún pueden percibirse algunas luces que tenuamente lo iluminan.

15 de agosto de 2017

El ser y el tiempo que nos queda

Aunque no de forma premeditada, algunas de las cuestiones que se suscitan en este blog acaban relacionándose con el objeto de su denominación. Al fin y al cabo, nos resulta muy difícil prescindir de la referencia de nuestro propio tiempo, el que, con mayor o menor fortuna, nos ha tocado vivir. Sí, el terreno está abonado para abordarlo, ya sea tangencial o medularmente, aunque, en esta ocasión, ha sido una fortuita coincidencia con el escritor y filósofo Lucio Ségel el hecho causante de esta breve reflexión.

Hacía tiempo que no me encontraba con ese incansable pensador, semioculto como acostumbra estar tras las máscaras de sus personajes literarios; hacía tiempo que no conversaba con ese polifacético creador, escasamente conocido y, bastante injustamente, apenas reconocido. De hecho, no lo mencionaba en mis textos -poco proclives en los últimos años a excursos literarios- desde el mes de diciembre del año 2010, cuando escribía un escueto artículo acerca de “El misterio de las excepciones que no confirman la regla”, que apareció en “Ymálaga” y que he podido releer gracias a “Hipérbaton”.

Decididamente, después de haber constatado, con crecientes dosis de sorpresa, que figuras tan importantes como Thomas Piketty, Edmund S. Phelps o Tim Harford son adictos a la extendida y tremendamente popular proposición de “La excepción que confirma la regla”, no tendré más remedio que replantear completamente mi esquema de razonamiento. ¿O tal vez podría ser de aplicación la regla de la excepción que confirma la regla? No lo sé, pero sí es seguro que será preferible dejarlo para otro momento más propicio para el sosiego y la meditación. La enjundia del asunto lo merece.

En los últimos años habíamos venido manteniendo un cierto contacto epistolar a través de las modernas herramientas de comunicación, que nunca podrán tener el encanto de una carta manuscrita a la antigua usanza. Esta, por otra parte, solía tener la ventaja de poder identificar la ubicación del remitente. Desde que se impuso el correo electrónico no he sido capaz de averiguar nunca en qué lugar del planeta se encontraba Lucio Ségel.

Quizás por esas misivas un tanto esporádicas y sus hábitos itinerantes que se dan por asumidos, no se entretuvo en salutaciones, sino que fue casi directo al grano para mostrarme su irritación por el título de una publicación reciente, de carácter recopilatorio, de la obra de uno de los escritores españoles consagrados: “Somos el tiempo que nos queda”. No, no se trataba en modo alguno ni de cuestionar ni de poner en duda la valía artística del autor, sobradamente reconocida. No, simplemente era una especie de rebelión testimonial contra el implacable dictado que emana de tan contundente frase.

En honor a la verdad, en una primera impresión yo no podía sino acoger ilusionado y esperanzado esa definición del ser, puesto que parece invitar a que siempre haya una nueva oportunidad para recomenzar, para poner el contador a cero… algo tan concomitante con la querida idea de tiempo vivo.

Pero no tuve tiempo de expresar esta apreciación, ya que el verbo desatado de Lucio Ségel seguía su curso: ¿Cómo vamos a ser el tiempo que nos queda? ¿Es que acaso nos podemos abstraer de lo que hemos vivido, de lo bueno y de lo malo, de nuestros fracasos, de nuestras pequeñas conquistas, de las personas que hemos conocido, con las que hemos compartido penas y alegrías, con las que hemos llorado y reído, con las que hemos emprendido viajes, proyectos y batallas…? ¿Dónde está la maestra que nos enseñó a leer, aquel muchacho que nos contó el primer cuento, aquel hombre que nos inculcó el sentido del honor, aquella mujer que se desvivió por nosotros? ¿Ha llegado a difuminarse alguna vez del todo la imagen del primer amanecer que viviste en la playa, a desaparecer el olor de la hierba después de la tormenta, a extinguirse el sonido de la lluvia tras los cristales en la tarde invernal, a acabarse la primera película que viste, a borrarse la primera mirada de la niña al llegar, a retornar el tren que alejaba al emigrante…?
 
Sabemos lo que hemos sido y también lo que no. Podemos ser, volver a ser, el tiempo que nos queda, aunque ignoramos cuál será su extensión. ¿Pero ha de estar supeditado el ser al capricho del estar? ¿Estamos condenados a la nada una vez que acabe la cuenta atrás?
 
Sí a las nuevas oportunidades que nos brinda el ignoto tiempo remanente, sí al renacimiento, a la reconstrucción, a la reconciliación con la vida, a la recreación, a la regeneración. Seremos lo que seamos capaces de hacer el tiempo que nos queda, pero, ante todo, somos lo que hemos sido, lo que hemos vivido, lo que hemos transitado.
 
Puede quedar tiempo, pero la amenaza de la privación de los recuerdos pende también sobre nosotros. ¿Podríamos ser, seguir siendo, sin ese bagaje vivencial? ¿Podemos encontrar la esencia temporal del ser sin que el pasado, el presente y el futuro queden entrelazados?

14 de agosto de 2017

¿Cómo se distribuye la carga del IRPF en España?

Las encuestas sociológicas revelan que la mayoría de los ciudadanos españoles (un 62%) consideran que reciben del Estado, en forma de servicios públicos y prestaciones sociales, menos de lo que individualmente contribuyen a las arcas públicas a través del sistema fiscal. Tampoco existe una buena opinión acerca de la justicia en la distribución de la carga de los impuestos.

En sintonía con esa posición mayoritaria, numerosos representantes de diversas formaciones políticas e intelectuales de variada extracción reivindican permanentemente que, de una vez, el impuesto sobre la renta de las personas físicas, el IRPF, el impuesto por antonomasia para el grueso de las familias españolas, cumpla adecuadamente su papel recaudatorio y redistributivo.

Periódicamente, la Administración Tributaria difunde información detallada acerca de las declaraciones del IRPF. ¿Valida la información estadística disponible esas percepciones tan extendidas?

Veamos qué nos dicen los datos correspondientes al ejercicio 2015, para el que el número de declaraciones presentadas, en 2016, fue de casi 20 millones (19,5). Antes de proseguir conviene advertir de la necesidad de adoptar algunas cautelas, ya que dicho número de declaraciones incluye tanto las conjuntas como las individuales. Lo ideal, para analizar la distribución de la carga tributaria, sería tomar como referencia las familias, pero los datos ofrecidos no posibilitan efectuar las agrupaciones pertinentes. Aun así, nos permiten obtener algunos indicios interesantes. Así, esos casi 20 millones de declarantes soportaron una cuota final de 67.045 millones de euros, lo que arroja una media de unos 3.400 euros por declaración, una media poco representativa en verdad, dado el gran recorrido existente.

Si pasamos a observar cómo se distribuye la carga tributaria por los distintos grupos de     contribuyentes según niveles de ingresos, podemos señalar lo siguiente:
                 
- El 40% de los declarantes tiene una renta (por todos los conceptos) que no supera los 12.000 euros, cifra en torno a la que se sitúa la renta exenta para los perceptores de rendimientos del trabajo; su aportación a la cuota del IRPF es del 0,8%.

- Casi dos tercios de los declarantes (64,3%) tienen ingresos iguales o inferiores a 21.000 euros, y su aportación a la recaudación del IRPF es algo superior al 10% del total (10,7%).

- El 80% de los declarantes con menor renta (hasta 30.000 euros) aportan el 27% del total de la cuantía del IRPF.

- Solo un 3,5% de los contribuyentes declaran una renta de 60.000 euros o más, pero su contribución asciende al 35,7% del total.

- Únicamente un 0,4% de los declarantes (algo más de 80.000) perciben una renta igual o superior a 150.000 euros, en tanto que su cuota representa un 5,8% del total.

- En términos cuantitativos es también muy significativa la participación de los declarantes agrupados en el intervalo de renta entre 30.000 y 60.000 euros, unos 3.200.000 en total (un 16,4%), que proporcionan un 37% de la recaudación obtenida.

Por supuesto, el IRPF, aun siendo tan relevante para las familias, es solo uno de los tributos soportados por estas. No obstante, si tenemos en cuenta que la cuota media del IRPF para declarantes con renta entre 30.000 y 60.000 euros es de unos 7.700 euros, podemos hacernos una idea del valor que una persona perteneciente a este grupo habría de atribuir a los servicios públicos y a las prestaciones sociales para no percibir que existe una compensación adecuada.

Por otro lado, también podemos concluir que el exiguo colectivo de los denominados "ricos" tiene una aportación nada desdeñable proporcionalmente dentro de los ingresos obtenidos por el IRPF. Lo anterior no significa, desde luego, que, a pesar de ello, el impuesto sea justo ni, aún menos, óptimo. Ni siquiera que sea realmente progresivo, ya que para poder determinarlo necesitamos incorporar datos referentes a la renta acumulada en cada estrato. Pero esa tarea la dejaremos para otra entrada en este blog.

12 de agosto de 2017

El sorprendente caso económico Neymar

Estrategia: lo primero, desactivar al antihéroe; lo segundo, reclutarlo como sea, reconvirtiéndolo, de su condición de exponente de una pesadilla imborrable, en la punta de lanza de una nueva aventura, aunque su mera presencia reavive los recuerdos de aquella noche aciaga del 8 de marzo de 2017 en el Camp Nou. Neymar da Silva Santos Jr. fue el autor de dos de los seis goles del equipo catalán que impidieron el acceso del París Saint-Germain (PSG) a la fase de cuartos de final de la UEFA Champions League. Apenas importa que hubiese otros protagonistas en el terreno de juego.

Neymar Jr. llegó al FC Barcelona (FCB) en 2013, después de que este club abonase al Santos FC brasileño un importe, según informaciones periodísticas, de unos 90 millones de euros. Para alejar posibles tentaciones de que otros potentes clubes tentaran a la estrella brasileña se introdujo en su contrato una cláusula de rescisión un tanto disuasoria, nada menos que de 222 millones de euros. Ante semejante guarismo, no es de extrañar que los directivos del FCB proclamasen reiteradamente su seguridad en la continuidad del jugador en sus filas.

No se sabe qué era más difícil, en términos probabilísticos, que alguien desembolsara dicha suma o que el FC Barcelona levantara un resultado adverso de 0-4, a la postre agravado por otro gol adicional. Sin embargo, el fútbol no deja de sorprender con episodios inverosímiles, dentro y fuera de los estadios. El parque de “cisnes negros” no cesa de ampliarse cada temporada y, en el inicio de la actual, nos hemos topado con uno de tamaño descomunal, cuando el PSG ha afrontado el mencionado peaje económico para hacerse con los servicios del internacional brasileño. Los análisis se han desatado, no solo en los diarios deportivos. La singularidad del caso económico lo merece, aun cuando no sea fácil hacerlo con total precisión al tratarse de una operación ciertamente compleja y desconocerse todos sus detalles.

La transacción puede ser objeto de atención al menos en los siguientes planos: i) ¿Resulta viable dentro de las normas de la UEFA?; ii) ¿Quién puede estar dispuesto a pagar una suma de ese tenor?; iii) ¿Existe una posible justificación económica?

En el año 2010 la UEFA implantó las reglas del juego limpio financiero, que establecen unos límites sobre las cantidades que, por encima de sus ingresos, pueden gastar los clubes, y que pueden llegar a 30 millones de euros. Según la tesis dominante, incluida la mantenida por la Liga española, el acuerdo planteado por el PSG iría en contra de tales reglas. Algunos analistas consideran que, si la UEFA autoriza la operación, no se vendría sino a certificar la inoperancia de las referidas normas. No obstante, desde la UEFA se ha apuntado que el PSG tendría varios años para generar los ingresos necesarios para financiar la adquisición de los derechos de Neymar, ya que, entre otras cosas, podría vender los de otros jugadores por unas cantidades significativas.

¿Quién, en una transacción empresarial ordinaria, podría estar dispuesto a pagar 222 millones de euros por hacerse con los servicios de un deportista? Algunos especialistas deportivos advierten de que es absurdo plantear esta pregunta. Así, Simon Kuper, columnista del Financial Times, insinúa que ese dinero se gasta por el mero hecho de gastar: “La compra de Neymar es como la de una persona rica que adquiere un Picasso, para disfrutarlo y mostrarlo a sus amigos”. No se puede ignorar, en este contexto, que el PSG es propiedad de Qatar Sports Investments, un grupo respaldado por el Estado catarí. Para plantearnos la racionalidad del gasto en cuestión podríamos considerar cuántos inversores de a pie acudirían a una ampliación de capital para recabar fondos con ese propósito.

Con todo, la cláusula de rescisión es solo un elemento de los aspectos a tener en cuenta para llevar a cabo una evaluación económica de la operación. Para cuantificar los gastos hemos de tener en cuenta que el PSG contrata al jugador por 5 años, con lo que los 222 millones de euros pueden prorratearse a razón de algo más de 44 millones anuales; a esto hay que sumar el importe del salario anual, fijado en 30 millones de euros netos de impuestos, lo que, añadiendo las cargas fiscales y las cotizaciones sociales, nos sitúa en unos 45 millones de euros, cifra muy atenuada gracias al benigno y privilegiado régimen de impatriados aplicable en Francia a los deportistas; no acaban ahí las adiciones, ya que hay que sumar otras partidas tales como la comisión percibida por el agente o la prima por fichaje. El montante agregado dependerá de cómo se articulen los conceptos retributivos en salarios o en derechos de imagen, pero el coste total anual para el club puede colocarse en un entorno cercano a los 100 millones de euros anuales, durante 5 años. El monto sería bastante superior si la cláusula de rescisión, en lugar de por el PSG, se entendiera que ha sido abonada directamente por el jugador.

Naturalmente, no todo tiene signo negativo, ya que hay también fuentes de ingreso reales o potenciales vinculadas al fichaje estelar: explotación de los derechos de imagen, ventas de camisetas, incremento de los abonos, acuerdos de patrocinio, celebración de eventos, etcétera. Y, por supuesto, no hay que desdeñar la posible recuperación de parte de los derechos de traspaso al término de los cinco años de contrato, de un activo indefectiblemente depreciable con el paso del tiempo, o por hipotéticos mayores logros deportivos.

Aunque haya quien pueda estar inclinado a pensar que esto es el cuento de la lechera, Stefan Szymanski, autor de conocidas obras de economía del deporte, sostiene que no es imposible imaginar que el pago de la cláusula comentada pueda llegar a compensar. Sin embargo, no puede ignorarse que el PSG ha invertido en un producto un tanto singular: solo sirve dentro de un equipo, está sujeto a riesgos importantes, entre ellos el de lesión física o el de minoración de su rendimiento. Por otro lado, los ingresos adicionales son posibles, pero inciertos; lo único cierto es que, con independencia de la aportación efectiva del jugador, los costes previstos en el contrato son fijos. También lo es ya el éxito económico de la operación, no deseada, para el FCB. El reto, deportivo y económico, lo tiene ahora el equipo francés. ¿Le arrendaría usted la ganancia?

(Artículo publicado en el diario "Sur" el 13 de agosto de 2017)

11 de agosto de 2017

El coste de los contratos de deportistas profesionales

No se sabe muy bien por qué. Quizás porque los protagonistas son una especie distinguida de nómadas que recorren los continentes sin saber dónde aterrizarán cada temporada, que muchas veces tienen que buscar en el atlas la localidad hacia la que se encaminan sus próximos pasos deportivos, que saben que es muy difícil echar raíces en el sitio preferido, que son conscientes de que pueden pasar de héroes a villanos por un simple cambio de indumentaria...
Por eso, para ellos la mejor referencia de un posible contrato es una cantidad neta de impuestos, expresada en la que todavía sigue siendo la primera divisa del planeta, el dólar estadounidense. También se da por hecho que, al ser “trabajadores temporales”, adicionalmente hay que proporcionarles billetes de avión, vivienda, coche, seguro médico y alguna que otra prestación específica. La mayoría se mueven libremente, por lo que no es preciso efectuar pago alguno para hacerse con sus servicios, salvo que los derechos de contratación estén en poder de algún club o entidad.
No suelen negociar directamente, sino que esta función la encomiendan a agentes especializados que actúan como sus representantes. Sin embargo, curiosamente, el coste de tales servicios de intermediación recae normalmente en los clubes contratantes. Hasta cierto punto, esto constituye un detalle secundario, ya que, en caso contrario (lo que, por supuesto, parecería bastante más lógico), la retribución de referencia se incrementaría en el importe de la comisión correspondiente.
Esa costumbre, convertida en ley en los mercados profesionales, ha tenido un efecto ciertamente perturbador en la medida en que, intuitivamente, promovía una tendencia a comparar las retribuciones básicas netas de impuesto, en el caso de los jugadores extranjeros, con las retribuciones íntegras, en el caso de los jugadores nacionales. Consiguientemente, para evitar posibles episodios de ilusión financiera, así como llevar a cabo comparaciones no homogéneas, ante cualquier contratación, es preciso cuantificar correctamente el coste total desde el punto de vista empresarial: identificando primero todas las partidas, dinerarias o en especie, que impliquen un coste económico; calculando luego exactamente su cuantía, y, por último, computando la carga fiscal asociada.
Lógicamente, hay que considerar, adicionalmente, las posibles retribuciones variables, ligadas a objetivos deportivos individuales y/o colectivos, los importes a satisfacer en concepto de derechos de traspaso (prorrateándolos en función de la duración del contrato) y, también en su caso, las cantidades previstas por el no ejercicio de opciones para la renovación del compromiso contractual.
La cuantía total de un contrato dependerá, evidentemente, de muchas circunstancias y condiciones concretas, entre ellas si se utilizan, y en qué medida, derechos de imagen, y si se trata de jugadores residentes o no residentes desde el punto de vista fiscal o que puedan acogerse al régimen de “impatriados” (más conocido como “Ley Beckham”).
Simplemente a efectos ilustrativos, en el supuesto de que no se abonen derechos de traspaso, ni retribuciones variables ni indemnizatorias, y con un uso estándar de los derechos de imagen, el gráfico adjunto refleja los costes totales de un jugador con una retribución anual básica de 500.000 euros netos de impuesto, según se trate de residente o no residente a efectos fiscales. En el primer caso, el coste para el club contratante se transforma en unos 867.000 euros, lo que equivale a multiplicar por más de 1,7 la retribución de referencia; en el segundo, a unos 711.000 euros, lo que sitúa el factor multiplicador en algo más de 1,4.
En definitiva, el coste total para el club es la variable clave a considerar ante la toma de decisiones en la contratación, lo que permite evitar que luego surjan algunas sorpresas desagradables y desequilibradoras de las cuentas económicas.
(Este artículo fue publicado en "YMálaga" con fecha 3 de julio de 2009. Ante la próxima publicación de un artículo acerca del "caso económico Neymar", y aunque haya habido cambios notables desde entonces, se incluye aquí como un posible marco de referencia para quien pueda estar interesado en esta materia).

 

8 de agosto de 2017

Novela negra, distopía y realidad

Encontré el libro casualmente en la sección de ensayos de la librería, entremezclado con otros títulos editados al hilo de conmemoraciones más o menos relevantes o de manifestaciones diversas de la compleja situación política, económica y social que se vive en todo el mundo. El libro estaba en esa sección a pesar de ser una novela policiaca, aunque quizás su presencia allí no se debiera a un mero error clasificatorio sino a una decisión de marketing relacional. Pero, en el fondo, tal vez la decisión locativa era la correcta. Aunque el objeto de la novela es la investigación de la muerte de una adolescente en el Berlín oriental de mediados de los años 70 del pasado siglo, el marco en el que se desenvuelve el trabajo investigador -definitorio de un régimen- llega a ser dominante sobre el caso concreto, que simplemente la convierten en una más de la interminable serie de publicaciones recientes en el campo de la novela negra.
La trama se sitúa tres lustros antes de la caída del Muro de Berlín; hoy, casi 30 años después de ese crucial evento, las obras literarias o cinematográficas sobre la vida en la desaparecida RDA (República Democrática Alemana, ¿o, tal vez, si hacemos caso al autor de la novela, “República Distópica Alemana”?) despiertan un interés creciente: “La vida de los otros” o “El puente de los espías” marcan cotas difíciles de superar.
Pero es una pena no haber conocido hace más tiempo los verdaderos detalles de la vida cotidiana en aquel país relativamente pequeño, exponente de primera línea del “paraíso socialista” y del triunfo del “hombre nuevo”. En cualquier caso, incluso ahora, las crónicas de aquella época siguen teniendo utilidad aunque sea como ejercicio retrospectivo; también, como recordatorio del vuelco, aparentemente improbable, que pueden dar algunas situaciones.
Hace muchos años -siendo todavía un joven en la primera de las edades diferenciadas en la mítica frase de Willy Brandt-, en mis diálogos con un veterano militante comunista, tan honrado como convencido de sus ideales, le lanzaba toda una serie de preguntas típicas: ¿Cómo podía ocurrir que, en una sociedad que, aparentemente, había superado los problemas que lastraban al sistema capitalista, se hubiese erigido un muro de esas características? ¿Por qué los flujos de emigrantes eran unidireccionales, de Este a Oeste? ¿Por qué no había colas de personas, intelectuales y proletarios, que quisieran cruzar el Muro para afincarse en la RDA y contribuir al desarrollo del proyecto socialista? Aquel comunista, que, paradójicamente, había sido emigrante en la República Federal de Alemania, cuando su país de nacimiento, España, no le había brindado oportunidades de sustento, y luego en Francia, se encendía y se reafirmaba en la calificación de “Muro de la vergüenza”, pero de la vergüenza del deterioro capitalista occidental; esa barrera, aseguraba, era una necesidad para preservar la construcción y los logros del Estado socialista.

De esa visión deformada de una realidad bastante diferente, de la que ni siquiera sus mayores críticos llegaban a ser plenamente conscientes, participan algunos de los personajes de la novela de David Young “Hijos de la Stasi”. No obstante, incluso a los más firmes defensores del régimen llega a causar asombro que la adolescente fallecida que da origen a la trama sucumbiera en su intento aparente de acceder a Berlín oriental desde su parte occidental. 

A partir de ahí la novela discurre en dos planos, el de la investigación policial, encomendada a una mujer policía (del Pueblo), ayudada por un asistente con el que mantiene algunos vínculos extraprofesionales y teledirigida por un responsable del omnipresente cuerpo para la seguridad del Estado, más conocido como Stasi; el otro, el de la experiencia de varios jóvenes en un reformatorio del que tratan de escapar.

Los relatos paralelos transcurren perezosamente, alternándose, con un perfil bastante plano hasta que, poco a poco, se va incrementando el ritmo en cada uno de ellos. El libro está escrito con un lenguaje sencillo, con escasas muestras de barroquismo y sin recurrir a grandes exageraciones; sin apenas provocar efectos impactantes. El autor se desenvuelve de manera aceptable en la narración de los acontecimientos, mas se echa en falta una contextualización en la realidad social. Se tiene la sensación de que asistimos a una representación teatral en un escenario dotado de escasos medios. Hay una especie de vacío que marca el discurrir de la historia, un halo de incompletitud. Pese a ello, en contraposición, sí se perciben más claramente los atributos del control que fue el eje de aquella República a lo largo de los cuarenta años de su existencia.

Califica el autor de distopía la construcción social de la RDA, pero aquello no era una representación ficticia de una sociedad futura, sino un experimento real en toda regla que transmitía una imagen maquillada hacia el exterior. La RDA dejó de existir el 3 de octubre de 1990, cuando su territorio se integró en la República Federal de Alemania.

Cayó el Muro de Berlín y el mundo empezó a conocer el auténtico rostro del socialismo real allí donde supuestamente había alcanzado las mayores cotas de perfección. Se derrumbó el Muro y algunos analistas vaticinaron el fin de la Historia, pero fue solo un espejismo. La libertad, muchos años después, sigue contando con enemigos sumamente poderosos. Y no sabemos con certeza si narraciones como la de David Young pueden en el fondo tener algún rasgo de distopía.

4 de agosto de 2017

Las sagradas escrituras de Eduardo Mendoza

Hace ya bastantes años, concretamente en el mes de julio de 2010, en el “bloc” antecesor de este blog glosaba la figura del escritor Eduardo Mendoza con motivo de la lectura de los relatos incluidos en su obra “Tres vidas de santos”. Al releer lo que entonces decía, gracias a la recopilación casera de “Hipérbaton", dado que no quedan rastros de aquella etapa en la descomunal y caprichosa colosal tela de araña, me da la sensación de encontrarme en un bucle del tiempo, pero este no ha dejado de avanzar. O así lo creemos.

Pero al transitar por las páginas de “Las barbas del profeta” (Fondo de Cultura Económica, Universidad de Alcalá, 2017), publicación reciente del escritor barcelonés, adonde en realidad me he sentido transportado se remonta bastantes más años atrás, cuando solo era un niño, que, como tantos otros, entre el asombro y el miedo, la estupefacción y la desolación, la incomprensión y el desánimo, el anhelo y la impotencia, el lamento y la consternación, la incredulidad y el dogma, se acercaba a las versiones simplificadas de los textos bíblicos preparadas para el adoctrinamiento escolar.

Me cuesta trabajo encontrar otros ejemplos de la época colegial donde pueda hallarse una relación de tanta magnitud, tan poderosa, entre los recursos utilizados y la repercusión obtenida. Hoy me causa verdadera admiración evocar cómo a través de unas imágenes tan prosaicas, de unos relatos tan sorprendentes y de unos mensajes tan simples pudiera lograrse semejante impacto en la mente y el comportamiento de los escolares. Aquello era la eficacia comunicativa en grado superlativo.
 
Y qué fácil era entender todo, o casi todo, a pesar del misterio encerrado en algunos capítulos. Aunque algunos profesores se empeñaban en complicarnos la vida con la advertencia de que no siempre las palabras respondían a su tenor literal, apelando a una obtusa simbología, no nos requería mucho esfuerzo saber cómo se había creado el mundo. En cambio, es un padecimiento tratar de discernir las tupidas explicaciones cosmogónicas de algunas de las obras recientes de físicos prominentes pretendidamente divulgativas. Quizás por ese motivo haya guías y guías de las guías.
 
Puede que, con el paso de los años, la asignatura de Religión se convirtiera en una maría, pero su influencia y su huella fueron de primer orden. El estudio de la Historia Sagrada, en un período que no destacaba por sus estímulos visuales, ayudaba a despertar la imaginación, invitaba a la iniciación narrativa y, sobre todo, a atormentarnos con preguntas sin respuesta: ¿Cómo serían nuestras vidas si Eva no hubiese mordido la manzana? ¿Y si Caín no hubiese puesto fin a la vida de su hermano? ¿Habrá garantía de recompensa divina si siempre somos tan obedientes a la autoridad divina como Abraham, incluso ante situaciones extremas? ¿Cómo se las pudo apañar Noé para albergar a representantes de todas las especies animales en su providencial arca? ¿Podríamos algún día llegar a emular a David? ¿Qué es lo que realmente ocurría en Sodoma y Gomorra que parecía tan misterioso? ¿Por qué los babilonios tuvieron que ser tan vanidosos para haber provocado las barreras lingüísticas que hoy nos separan?...

Sabíamos el desenlace de cada episodio, la inmutabilidad de un destino inexorable, pero quién no se sentía cautivado por esas historias que parecían cobrar vida una y otra vez, quién podía permanecer impávido ante su torrente narrativo, quién podía dejar de experimentar emoción, quién era capaz de interrumpir la lectura sin conocer el desenlace de cada drama, y así, una y otra vez, como si los relatos se regeneraran sin agotarse nunca para volver a atraer en una suerte de tramas renacidas. Aquellos eficaces fabuladores, con siglos de antelación, habían sentado las bases del realismo mágico, de un realismo mágico hiperbólico y subyugante.

La influencia de aquellas soberbias narraciones, dentro de los currículos escolares de un régimen con connotaciones pías, fue extraordinaria para los miembros de algunas generaciones que se formaron en unos aspectos y se deformaron en otros a lo largo de la prolongada etapa predemocrática. Para beneficio ex post de los lectores, el escritor Eduardo Mendoza fue uno de aquellos sufridos sujetos pasivos, aunque, como él mismo confiesa, también beneficiario directo. A través de “Las barbas del profeta” viene a reavivar nuestra memoria y a hacernos revivir historias que no nos han abandonado desde nuestra niñez. Y lo hace con su estilo habitual, en su variante de prosa elegante aderezada de fina ironía, de sarcasmo contenido, de divertimento comedido, sin llegar a las exageraciones, en ciertos casos verdaderamente prescindibles, a las que es proclive en algunas de sus creaciones literarias. Quizás en este caso cabe pensar que era ciertamente difícil poner más alto el listón.
 
Leer la escueta obra de Eduardo Mendoza dedicada a las Sagradas Escrituras es un deleite en varios sentidos. En primer lugar, por la oportunidad de disfrutar de su maestría relatora, lo que me lleva a reafirmarme en la valoración que de él hacía en el mencionado artículo de opinión hace siete años. En segundo lugar, por redescubrir la riqueza de una colección de pasajes reconvertidos en sabrosas píldoras comentadas por el autor de “La verdad sobre el caso Savolta”. Y, en tercer lugar, y de manera especial, por ser capaz de embarcarnos en un viaje al pasado en el que descubrimos claves y matices que antaño pudieron haber pasado desapercibidos. De la mano de Mendoza, en verdad merece la pena sacar el billete para emprenderlo.

Hace años que el galardonado con el Premio Cervantes en 2016 es un escritor consagrado. En una carrera atípica, en puridad casi lo es desde la aparición de su primera novela en 1975, que, en justicia, debe agradecer a los censores contar con un título mucho más atractivo y estimulante que el originario. Y se cuentan por decenas de millares los fieles de su congregación, que, normalmente con razón, adoran sus dosificadas producciones literarias, casi elevándolas a la categoría de sagradas escrituras. Aun así, “Las barbas del profeta”, al igual que la edición de la Biblia para niños, uno de los libros más entretenidos que recuerdo, y que aprovechaba para husmear durante algunas estancias vacacionales en un entorno más versado en la materia que el mío propio, puede ser objeto de una sentida crítica, la de su exacerbada concisión. Aunque, bien pensado, quizás esta sea solo una estratagema para el proselitismo.

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