Hay gratitudes coyunturales, temporales, transitorias, instantáneas, hasta infinitesimales, todas ellas gratitudes, más o menos duraderas. Pero hay otras gratitudes especiales, distinguidas, singulares, que desafían el calendario; son aquellas que, por el simbolismo, el significado o la trascendencia de las causas que las motivan, llegan a ser signos vitales de nuestra existencia. Son aquellas que se convierten en vitalicias porque corresponden a deudas contraídas que son impagables, inextinguibles. Poder tenerlas y percibirlas como tales es uno de los tesoros más preciados que podemos acumular a lo largo de la vida.
Desde una temprana edad he tenido la fortuna de ir añadiendo cuentas a ese rosario de devoción personal. También, la desgracia, inexorablemente agravada con el paso de los años, de no haber sido capaz de expresar en su momento ese sentimiento a las partes acreedoras. Cuando, por fin, en algunas ocasiones me he decidido a hacerlo, era ya demasiado tarde. Así, cuando al cabo de treinta y cinco años, me dispuse -y en verdad tuve la oportunidad de hacerlo a través de un medio público- a rendir un modesto tributo de agradecimiento al claustro de profesores, de los primeros años setenta, de mi querido Instituto de Martiricos, la mayoría, desafortunadamente, ya se habían marchado. No obstante, sí tuve constancia de que al menos uno de ellos leyó el texto, publicado a primeros de 2009 en el diario La Opinión de Málaga, a tenor del cariñoso escrito que me remitió. En él valoraba particularmente que ese sentimiento se expresara después de tan prolongado período.
Algo que aprendí hace bastante tiempo, a pesar de haber tenido que afrontar costes por esa reticencia a ponerle remedio no extemporáneamente, es que aunque algo no se exprese abiertamente no significa que no exista; que un sentimiento no aflore no implica que no haya brotado en nuestro interior.
Otras veces, ni siquiera ha podido haber intento de reconocimiento, ni siquiera extemporáneo, al carecer de referencias de localización. Irremediablemente, el agradecimiento sigue latente a la espera de un encuentro imposible. Tal es el caso de un episodio acaecido en la niñez y protagonizado por un gentil caballero que, después de que mi abuela hubiese confundido su vehículo con un taxi, no solo no pasó de largo, sino que nos recogió y nos llevó a ella, a mi madre y a mí, con un grado de amabilidad sin par, hasta las dependencias de la Caja Nacional en la calle Córdoba. Me cuesta trabajo encontrar un trato más amable y condescendiente, y es una fuente de resquemor recurrente no poder siquiera mostrar un simple reconocimiento ex post por semejante comportamiento.
El inventario particular de ese tipo tan especial de gratitud es, a estas alturas, considerablemente amplio. Uno de los registros más antiguos que figuran en ese inventario, revestido de un halo distintivo, es el dedicado a la persona que, en mi paso fugaz por sus clases, llena de entusiasmo y afabilidad, me enseñó a leer.
En la Málaga de comienzos de los años sesenta, el acceso al sistema educativo, al menos en mi entorno más próximo, no se producía hasta haber celebrado -más bien acumulado, ya que las celebraciones eran un concepto bastante inédito- cinco cumpleaños. No se daban, ciertamente no, condiciones para la precocidad. Por lo que a mí concierne, antes de ingresar en el primer centro escolar a jornada completa, acudí informalmente a una amiga, tal era el nombre que se daba a esa peculiar forma de instrucción en un domicilio particular, bajo la tutela de la encantadora muchacha de mis recuerdos.
La amiga estaba instalada en el salón de la vivienda de su familia, una casita con una sola planta y con un jardín frondoso en la parte delantera donde crecía la hiedra. La casa está situada en la conocida como primera colectiva de Ciudad Jardín, conjunto residencial dotado de un peculiar diseño, con habitáculos que responden a una variada tipología.
Milagrosamente, Google Earth me transporta en un instante a aquel lugar y vuelvo a ver su fisonomía, que se me antoja bastante cambiada, con un patio que ha ganado espacio en detrimento del verdor del jardín. Desde esta insólita perspectiva recorro también los lugares donde transcurrió mi niñez y vuelvo a deambular por la azotea, desde donde solía divisar el Monte Coronado, en la que quedaron atrapados muchos sueños infantiles, ante el ir y venir de las palomas.
Pero la dicha no duró demasiado, ya que pronto tocó el turno de acudir a otra amiga ubicada en las cercanías y que, en realidad, era una enemiga en toda regla. Aunque esa es otra historia. El paso por la amiga auténtica fue efímero, como imborrable lo es la sensación de descifrar las primeras frases de la mano de la joven instructora.
Durante mi juventud solía frecuentar aquellas localizaciones, pero nunca me atreví a preguntar por mi primera maestra. Ahora me arrepiento profundamente. También acudí allí más recientemente, pero no pude encontrar ninguna pista. Tan solo un can iracundo poco conciliador.
No sé qué sería de ella, ni siquiera si se dedicó a la enseñanza. Lo único que sé es que en mí sí dejo una huella indeleble, y que mi gratitud y afecto hacia ella, mi primera profesora, se mantienen incólumes más de cincuenta años después.