29 de marzo de 2018

La guerra arancelaria de Donald Trump: la visión de M. Feldstein

Del mandato presidencial de Donald Trump puede decirse cualquier cosa menos que sea rutinario o anodino. Desde un primer momento, las medidas de política económica, anunciadas o implementadas, no han dejado de soliviantar a amplios sectores dentro y fuera de Estados Unidos. Ya la reforma fiscal aprobada en diciembre de 2017, aunque finalmente con notables diferencias respecto a los planteamientos iniciales, tiene una importante incidencia en el ámbito internacional. Más recientemente, su gabinete ha anunciado otras medidas fiscales especiales centradas en el comercio internacional, con una aspiración netamente proteccionista. Barreras proteccionistas las hay de diversa naturaleza; el arancel, como impuesto sobre las importaciones es una de ellas. El acero y el aluminio, con tipos de gravamen del 25% y del 10%, respectivamente, centran la iniciativa del gobierno estadounidense.

Es evidente que un impuesto sobre las importaciones tiende a incrementar el precio de éstas y a dificultar su colocación, salvo que los vendedores soporten efectivamente la carga impositiva. Es el mismo caso que el de un impuesto sobre ventas. Todo depende de las magnitudes relativas de la oferta y de la demanda del producto en cuestión. También, cuando entran en juego distintas divisas internacionales, de cómo respondan los tipos de cambio.

Matizaciones aparte, desde hace siglos, los economistas han venido advirtiendo de los efectos negativos de los aranceles sobre el comercio, cuya restricción perjudica el bienestar de la población. 

Especialmente destacado es el papel desempeñado por Adam Smith en la defensa del comercio libre frente a las políticas mercantilistas. En “La Riqueza de las Naciones” (1776), Adam Smith sentó las bases económicas de las ventajas del comercio internacional para la creación de riqueza por las naciones. Entre los argumentos esgrimidos figuran los siguientes: i) mientras mayor sea la posibilidad de efectuar transacciones comerciales, mayor será la capacidad de especialización productiva, con las ventajas que ello conlleva; ii) las dificultades de acceso a mercancías más baratas producidas en otros países, debido a la aplicación de políticas comerciales restrictivas, hace que la industria del país que las aplica sea menos productiva y competitiva y, con ello, la nación se hace más pobre; iii) la aplicación de medidas comerciales restrictivas en un país tiende a desencadenar medidas similares en otros países, dando lugar a una espiral que acaba perjudicando a todas las partes implicadas.

Así pues, la defensa del libre comercio es un rasgo consustancial al liberalismo económico, por lo que el calificativo de “neoliberal”, tan en boga hoy día como etiqueta descalificadora, no sería de aplicación al gabinete de Donald Trump, sino la de mercantilista.

Ahora bien, como señala The Economist, justamente en su columna titulada “Free exchange” de fecha 17 de marzo de 2018, “en los años 1950s y 1960s, los norteamericanos asociaban la liberalización con un crecimiento económico rápido y generalizado. Ya no”, e incluso significados representantes del Partido Demócrata se han pronunciado a favor de los aranceles.

En un artículo anterior (10-2-2018), la misma revista apunta algunas claves significativas. De un lado, la escasa importancia relativa de las importaciones de acero y aluminio, que representan un 2% del total de bienes importados por Estados Unidos y un 0,2% de su PIB. De otro, el riesgo derivado de la justificación dada por la Administración, basada en una ley de escasa utilización que permite a un presidente proteger una industria por razones de seguridad nacional, y que puede dar pie a su réplica por otros países.

Por su parte, Martin Feldstein, catedrático de Economía de la Universidad de Harvard, expone una perspectiva que ayuda a completar la visión de la propuesta analizada. En su opinión (Project Syndicate, 15-3-2018), el objetivo real de los aranceles sobre el acero y el aluminio es China, país que ha venido posponiendo su compromiso de reducir su exceso de producción de acero, que ha vendido a Estados Unidos a precios subvencionados. Sin embargo, la mayor preocupación comercial actual respecto a China concierne, según él, a las transferencias tecnológicas, por considerar que se dañan los intereses norteamericanos al apropiarse de tecnología desarrollada por empresas estadounidenses. Éstas se quejan de que, para acceder al mercado chino, son a menudo requeridas a transferir su tecnología a empresas del gigante asiático.

Al no poder dilucidarse este tipo de controversias en los foros internacionales, la amenaza de imponer aranceles sobre los productores chinos puede ser, según Feldstein, una forma de persuadir al gobierno chino de abandonar la política de las transferencias de tecnología “voluntarias”. Y no duda en afirmar que “si esto ocurre… la amenaza de los aranceles habrá sido un instrumento de política comercial muy exitoso”. ¿Estamos, pues, ante una política arancelaria con tintes ajedrecistas?

24 de marzo de 2018

Economía y juicios de valor: el valor de los antinegacionistas

¿Puede existir una ciencia neutral? ¿Puede establecerse una diferenciación entre una “ciencia burguesa” y una “ciencia proletaria”? ¿Puede haber una Economía libre de juicios de valor?

He de confesar que cuando, por primera vez, en la Facultad de Económicas, me explicaron la distinción entre la Economía Positiva y la Economía Normativa, sentí un considerable alivio. Aquella ciencia tan cuadriculada en sus esquemas metodológicos permitía incorporar, de manera abierta, juicios de valor en el análisis de los problemas sociales. Al fin y al cabo, todos tenemos juicios de valor, cuya expresión resulta bastante más fácil que la tarea de resolver complejas ecuaciones diferenciales. La vertiente normativa de la Economía parecía ser una válvula para su democratización, para que nadie quedase excluido de la posibilidad de adentrarse en una ciencia que, en su evolución, se había ido convirtiendo cada vez más en un satélite de las Matemáticas.

Es cierto que la incorporación explícita y diferenciada de juicios de valor es un pilar metodológico de suma trascendencia. De su formulación no cabe excluir a nadie. Sin embargo, ese enfoque es el que posibilita que la Economía sea más científica y, paradójicamente, libre, hasta donde resulta posible, de juicios de valor y de apreciaciones subjetivas. Por su propia naturaleza, no cabe discutir acerca de los juicios de valor; pueden plantearse los que se consideran oportunos (dentro de los límites una mínima racionalidad). Pero, una vez que se han manifestado, ya no hay lugar para la subjetividad. Debe buscarse la mejor solución para alcanzar el objetivo señalado desde el ámbito de los juicios de valor, a partir de un proceso de construcción científica. Las puertas que la Economía Normativa aparentemente abre a cualquier persona quedan pronto cerradas. Como en cualquier otra disciplina científica, hay que ser un especialista para elaborar proposiciones científicas.

Esta regla, que vemos con naturalidad respecto a la mayoría de las ciencias, no se cumple en la práctica en relación con la Economía. Cualquier intelectual ajeno a la Economía, cualquier artista o cualquier político se considera plenamente capacitado para sentar cátedra en los dominios de la ciencia económica y sus aplicaciones.

¿Por qué ese asimetría? Sin duda, el carácter social de la Economía es una causa explicativa, a la que viene a añadirse la influencia directa de los problemas económicos en la vida de las personas. Las enormes divergencias tanto en teorías explicativas como en las líneas de acción recomendadas son un elemento que tiende a desacreditar el oficio de economista y, de manera destacada, una suerte de invitación para todo tipo de ideas y propuestas.

¿A qué pueden obedecer tales contrastes entre los economistas? ¿Es posible que algunos de ellos no actúen como tales, sino que se vean condicionados por su ideología?

Esa es justamente la tesis que se sostiene en un libro reciente de los economistas franceses Pierre Cahuc y André Zylberberg, “El negacionismo económico”, publicado en Francia en 2016 y en 2018 en su versión española. En esta se añade un subtítulo bastante significativo: “Un manifiesto contra los economistas secuestrados por su ideología”.

No había tenido conocimiento del mismo hasta que una persona allegada me lo ha hecho llegar. Mi agradecimiento es doble. Ciertamente merece una lectura atenta; también, una profunda reflexión sobre las consideraciones expuestas. Se trata de una obra a contracorriente y poco complaciente con el estado de opinión prevaleciente social y políticamente respecto a las cuestiones económicas, además de abiertamente opuesta a los autodenominados “economistas aterrados”. Si lo pensamos bien, dadas las condiciones en las que en los últimos tiempos tiene lugar el debate sobre los problemas económicos, hay que tener poco juicio o mucho valor para posicionarse en tales términos como lo hacen los autores.

En una próxima entrada espero poder recoger una reseña del referido libro. Hoy, al meditar sobre estas cuestiones, tampoco he podido evitar evocar un párrafo que leí en el conocido manual de N. Piskunov “Cálculo diferencial e integral” (Montaner y Simón, 1970). Durante mi prestación del servicio militar en Tenerife coincidí con un físico nuclear catalán, Joan Solà i Peracaula, a quien le pedí que me recomendara un buen texto para repasar y practicar dicha modalidad de Cálculo, tan relevante en la disciplina a la que pretendía dedicarme tras finalizar el período de conscripción. Compré el texto en la librería Rodin de Santa Cruz, en la que trabajaba a tiempo parcial otro recluta de nuestra misma unidad de Hoya Fría. El libro me costó, según consta en su primera página, 1.100 pesetas (31,21 euros a precios de hoy), aunque me hicieron algún descuento. Corría el año 1980.

En el capítulo primero, al hablar de magnitudes, variables y constantes, se recoge lo siguiente: “Federico Engels escribe en Dialéctica de la naturaleza: ‘La magnitud variable de Descartes señaló un cambio de rumbo en la matemática. Introdujo el movimiento y, con él, la dialéctica, y se hicieron inmediatamente indispensables, el cálculo diferencial e integral’”. La edición original del magnífico manual fue publicada en Moscú en el año 1966.

22 de marzo de 2018

Acciones caritativas, impuestos y democracia

El tercer sector, integrado por el conjunto de las asociaciones sin ánimo de lucro, ha estado tradicionalmente rodeado de una aureola de reconocimiento y prestigio social frente a los otros sectores básicos que conforman el entramado económico. El fallo del mercado es un elemento esencial de la teoría económica, eje esencial para la justificación de la intervención del sector público en la economía. Los hechos observados acreditan, a través de múltiples manifestaciones, que no se trata de una mera entelequia. Algo más tardíamente, el recinto de los fallos se ha abierto también para acoger formalmente al sector público, que acumula asimismo un amplio repertorio de actuaciones fallidas, potenciales y efectivas. La corrupción no es la única de ellas.

Desafortunadamente, la cruda realidad ha puesto de manifiesto que actuar dentro de una organización con orientación social y sin fines de lucro no constituye una garantía contra prácticas inadecuadas. Ningún sector tiene así el monopolio del fallo.
                  
El episodio protagonizado por algunos representantes de una de las organizaciones internacionales más significadas en la lucha contra la pobreza, y de gran influencia en la opinión pública sobre la desigualdad económica, ha suscitado numerosos análisis generales sobre la eficacia de los modelos de asistencia social y sus implicaciones para el erario público.

¿Deben ser objeto de un tratamiento fiscal favorable las aportaciones de particulares y empresas a organizaciones no lucrativas que estén reconocidas como entidades de interés social?

La teoría económica establece que si una acción concreta, por ejemplo, una donación para promover una acción educativa de personas excluidas socialmente, genera unos beneficios sociales que exceden del importe donado, puede estar justificado que el sector público otorgue una ayuda o subsidio a los donantes a fin de que aumenten sus acciones filantrópicas. Este es el principio económico que subyace a la aplicación de desgravaciones fiscales por las donaciones que cumplan los requisitos previstos. Evidentemente, la adecuación de las acciones elegibles y el buen uso de los recursos son fundamentales.

La desgravación fiscal vinculada a una donación es lo que se denomina un “gasto fiscal” o un “beneficio fiscal”, concepto plagado de escollos metodológicos, como expuse en un trabajo publicado hace algunos años (“Los gastos fiscales en la teoría y en la práctica: la merma recaudatoria de un concepto elusivo”, Instituto de Análisis Económico y Social, Universidad de Alcalá, DT-05/14).

Como ocurre con otros gastos fiscales, si una donación de 100 euros da derecho a una deducción del 20% en la cuota del IRPF, el coste efectivo de la donación para el donante se sitúa en 80 euros, en tanto que el Estado soporta un coste de 20 euros. El contribuyente se convierte así en la persona que decide sobre la asignación de este importe, que, sin la mediación de la donación, sería un recurso público en sentido estricto. ¿Es preferible este sistema o, por el contrario, que el sector público se encargue de obtener toda la recaudación y de decidir su destino?

Hay quienes, como Merryn Somerset Webb (Financial Times, 24-2-2018), lo cuestiona abiertamente: “El ideal detrás de la recaudación progresiva de la imposición es la creación de un gran bolsa de fondos que puedan ser usados para pagar la provisión de los servicios demandados por un electorado. Dejar que las personas opten por salirse de este sistema y que dirijan el dinero que adeudan en impuestos a un interés especial socava la democracia. El problema es particularmente grave cuando prácticamente no se aplica ningún criterio para calificar a una organización como entidad benéfica”. Esto le lleva a proponer que se suprima este estatus para el 99% de las entidades que actualmente lo tienen reconocido en el Reino Unido.

En España, en el ejercicio 2014, 3 millones de declarantes del IRPF consignaron deducciones por donativos, con una merma recaudatoria de aproximadamente 222 millones de euros. Por otro lado, sin incurrir en coste recaudatorio, la legislación española prevé que los contribuyentes del IRPF decidan (genéricamente) el destino del 0,7% del importe de su cuota íntegra a la Iglesia Católica y/o a actividades de interés social (ambas opciones son compatibles, con el mismo porcentaje). En el ejercicio 2014, la cuota íntegra total del IRPF ascendió a unos 73.200 millones de euros, con lo que el referido porcentaje de asignación se cifró en 512 millones de euros. Para un contribuyente con una renta neta de unos 40.000 euros, el 0,7% de su cuota íntegra representaba unos 65 euros.

La experiencia histórica aconseja no aferrarse a verdades predeterminadas acerca de la capacidad de sectores, entidades y personas para hacer el mejor uso de los recursos. En este apartado, la única verdad que sigue prevaleciendo es que los recursos son escasos y susceptibles de usos alternativos. Su utilización, por tanto, debería estar presidida por las “3 Es” (Economía, Eficiencia y Eficacia), ya nos movamos en el sector privado, en el sector público o en el sector no lucrativo.

18 de marzo de 2018

La reforma de los planes de pensiones

La figura de los planes de pensiones llegó tarde a España, pero con expectativas de convertirse en un pilar importante del sistema de previsión social. La Ley 8/1987 dejaba claro su rol al señalar que dichos planes quedaban configurados como instituciones de previsión voluntaria y libre, con unas prestaciones de carácter privado y complementarias o no a las de la Seguridad Social, a las que en ningún caso venían a sustituir. Años antes, ya el artículo 41 de nuestra Constitución se había encargado de diferenciar entre el sistema público de pensiones y el de prestaciones complementarias.

Ante una situación de escasez de ahorro y de dudas incipientes acerca de la capacidad efectiva del Estado para mantener los compromisos adquiridos con los cotizantes, la habilitación del nuevo instrumento financiero posibilitaba ventajas al menos en dos apartados: por un lado,  fomentando el ahorro a largo plazo y canalizando los recursos captados a la financiación de proyectos diversos; por otro, permitiendo constituir una dotación personal para mejorar el nivel de vida en la etapa de la jubilación, a través de una fórmula más favorable fiscalmente que el resto de productos de ahorro.

Por una u otra razón, los planes de pensiones suscitan de manera casi permanente una serie de cuestiones, algunas recurrentes. Hacer un repaso de ellas es el propósito del presente artículo:

  1. Los planes de pensiones vuelven a estar de actualidad a raíz de la publicación del Real Decreto (RD) 62/2018, de 9 de febrero, encargado de arbitrar las disposiciones reglamentarias para llevar a efecto una medida ya aprobada dentro de la reforma fiscal de finales del año 2014 (Ley 26/2014. En esta se introdujo la posibilidad de que las aportaciones a los planes de pensiones puedan ser rescatarse una vez transcurridos 10 años. Así, a partir del 1 de enero de 2025 podrán recuperarse (junto con los rendimientos acumulados) las efectuadas hasta el 31 de diciembre de 2015 (se computa este año).
  2. No ha habido, pues, ninguna novedad respecto a la Ley 26/2014. Hasta entonces la liquidez de los planes de pensiones estaba limitada a supuestos de necesidad de los partícipes (paro y enfermedad). El habilitar la posibilidad de disposición transcurrido un plazo de 10 años puede ser un aliciente para invertir en dicho instrumento, para personas reticentes a renunciar completamente a la liquidez, pero es un rasgo poco coherente con la naturaleza de los planes de pensiones. Estamos ya, pues, ante un producto de ahorro a largo plazo, eso sí, con algunas singularidades.
  3. El tratamiento fiscal de los planes de pensiones es peculiar. Las aportaciones son deducibles en la base imponible del IRPF (con un límite absoluto de 8.000 euros anuales), mientras que las prestaciones son gravadas íntegramente como rendimiento del trabajo. Este tratamiento implica, si no varía el tipo de gravamen marginal de la persona en cuestión (como partícipe y como beneficiaria), que la remuneración neta del ahorro coincida con el tipo de interés ofrecido en el mercado. Así, por ejemplo, con un tipo de interés anual del 3%, una inversión de 5.000 euros efectuada hoy se convierte en 6.720 euros dentro de 10 años. Con un tipo impositivo del 40%, la inversión en el plan de pensiones tendría un coste neto de 3.000 euros (5.000 - 40% x 5.000) y permitiría obtener un ingreso neto de 4.032 euros (6.720 - 40% x 6.720) dentro de 10 años.
  4. Esto implica que se alcanzaría una rentabilidad efectiva del 3% anual. Ningún otro producto financiero permite respetar la regla de que el rendimiento efectivo coincida con el que ofrezca el mercado. Y, sorpresa, este es el tratamiento que garantiza que se cumpla la equidad desde la perspectiva del ciclo vital, aplicando la misma carga tributaria a dos personas con los mismos ingresos iniciales, con independencia de que decidan consumir o ahorrar.
  5. En suma, el tratamiento de los planes de pensiones es el más adecuado en términos de eficiencia económica y de equidad. Desde esta perspectiva, no habría que revisarlo y, por tanto, tampoco estaría justificado un gravamen de las prestaciones a un tipo inferior.
  6. El cálculo anterior puede variar si se altera el tipo del IRPF aplicable al beneficiario. Por otro lado, el rendimiento también se ve afectado por las comisiones aplicadas por las entidades gestoras de los fondos de pensiones, comisiones que se han visto reducidas por el RD 62/2018.
  7. Indudablemente, los planes de pensiones individuales son un instrumento que solo está al alcance, en la práctica, de aquellas personas que tienen un nivel de renta suficiente para tener capacidad de ahorro. Dicho instrumento es muy adecuado para el propósito para el que está concebido. Hay otras palancas, como los mínimos exentos, la progresividad y los programas de gasto público, para abordar las diferencias de rentas familiares.
  8. Los planes de pensiones representan algo menos de un 6% del total de los activos financieros de los hogares españoles. El patrimonio de los fondos de pensiones asciende a 111.000 millones de euros.  Las dos terceras partes corresponden a planes individuales (suscritos por personas físicas a título particular) y un tercio a los de empleo (ámbito de la negociación laboral), en tanto que los del sistema asociado (asociaciones o colectivos) no llegan al 1%. La referida cifra equivale al 9,5% del PIB, muy por debajo de países como Holanda (182%), Reino Unido (95%), Finlandia (49%) y Dinamarca (47%), pero por encima de otros como Italia (7%), Alemania (7%) y Francia (1%).
Desde esferas gubernamentales se ha instado recientemente a los trabajadores a incrementar su ahorro con objeto de complementar en el futuro la pensión de jubilación. Algunos analistas han calificado la posibilidad del rescate de los derechos consolidados de los planes de pensiones como un “empujoncito” en la buena línea, pero se trata un atributo poco coherente con la filosofía que inspira a dicho instrumento. El conocimiento de la función del ahorro y de las características de los productos de previsión puede ejercer, como se desprende de la experiencia internacional, una influencia positiva en la constitución de planes para la jubilación, pero difícilmente podrán expandirse si no se generalizan niveles retributivos que posibiliten una capacidad de ahorro efectiva.

(Artículo publicado en el diario “Sur”, el día 15 de marzo de 2018)

14 de marzo de 2018

La riqueza de las naciones según el Banco Mundial: el caso de España

Es bastante frecuente la tendencia a identificar la riqueza de un país con la cifra representativa de su producto interior bruto (PIB) o, lo que, desde otra perspectiva, con algunos matices, es lo mismo, renta por habitante. Dejando al margen los problemas derivados de asociar miméticamente un montante total con un indicador por persona, y de la completa desatención de la forma de reparto de dicho total entre los habitantes inherente a toda media aritmética, la renta y la riqueza son conceptos completamente diferentes. A pesar de la conexión existente entre ambos (la renta permite acumular riqueza y la riqueza permite generar renta), el primero es lo que los economistas denominan una “variable flujo” y el segundo, una “variable stock”.

Ahora bien, con independencia de esa identificación metodológicamente inadecuada entre renta y riqueza, hasta ahora había un acusado contraste entre ambos indicadores. Mientras que existían estimaciones del PIB o de la renta nacional per cápita para todos los países del mundo, de forma que era relativamente fácil realizar comparaciones internacionales, las referentes a la riqueza eran prácticamente inexistentes. Además, respecto al PIB, a pesar de las deficiencias que presenta como indicador, existe una metodología de cálculo aceptada internacionalmente (lo cual no significa que no haya de revisarse). En contraposición, la forma de definir y calcular la riqueza de un país es una cuestión tan compleja como controvertida.

Ante este panorama, hay que celebrar la publicación de un nuevo informe del Banco Mundial (G.-M. Lange, Q. Wodon y K. Carey, eds., “The changing wealth of nations 2018: Building a sustainable future”, 2018) que contiene datos de la riqueza por habitante para 141 países, con una comparación de los años 1995 y 2014.

Dicho informe divide la riqueza de un país en cuatro grandes categorías: a) capital producido (como carreteras, maquinaria y edificios); b) capital humano (basado en la estimación de los ingresos futuros de la población activa); c) capital financiero (activos exteriores netos); y d) capital natural (principalmente recursos energéticos en el subsuelo, minerales, bosques y terrenos agrícolas).

La información aportada por el citado documento bien merece un análisis detallado y minucioso. Aquí nos limitaremos a señalar algunos aspectos básicos referidos al caso español.

Y lo cierto es que las alertas saltan bastante pronto, cuando constatamos que España figura entre la quincena de países que, en el mapamundi, aparecen señalados por haber registrado una disminución de la riqueza per cápita entre 1995 y 2014, a pesar de ser uno de los que lo hacen de manera más moderada. En un gráfico más explícito elaborado por el diario Financial Times (David Pilling, 8-2-2018) se subraya que “el alto desempleo ha reducido el capital humano en partes de la Europa del Sur, y la creciente población de España significa que sus exiguas ganancias globales son compartidas entre más personas”.

Para el año 2014, la estimación de la riqueza por habitante en España apunta una cifra de 342.470 dólares, muy por debajo de Italia (80%), Francia (53%) y Alemania (47%). Del total de la riqueza por habitante en España, casi las dos terceras partes corresponden al capital humano (63%), un 42% al capital producido y un 3% al capital natural; los activos financieros exteriores netos contribuyen negativamente con un 8%.

Es verdaderamente preocupante percibir la evolución negativa de la riqueza por habitante en España, así como el enorme desfase respecto a Alemania, Francia e Italia. Pero aún lo es más comprobar cómo la diferencia es imputable esencialmente al menor capital humano per cápita, que representa tan solo un 46% de la cifra de Alemania y un 52% de la de Francia. Antes de continuar este análisis es preciso reponerse del impacto.

9 de marzo de 2018

El salto de Spotify al mercado bursátil

Las nuevas tecnologías han provocado una disrupción en muchos ámbitos; el de la distribución de la música ha sido uno de los más afectados. En dos artículos recogidos en el número 19 de la revista eXtoikos (www.extoikos.es) se da cuenta de las transformaciones registradas en dicho mercado, así como del insospechado giro que ha propiciado el streaming. Los 70 millones de suscriptores de pago (de un total de 140 millones) que ha logrado captar Spotify representan un hito que va más allá de la pura importancia de los ingresos generados (€1.400 millones en 2017). Derechos de propiedad intelectual, fraude, disposición a pagar por un servicio colectivo individualizable, comportamiento de free rider y valoración de la publicidad son algunas de las cuestiones, de gran interés, que se suscitan, entre otros, para economistas, sociólogos y psicólogos.

En estos días, sin embargo, la empresa sueca, fundada en 2006, es noticia por su decisión de convertirse en “sociedad pública”, expresión que inmediatamente hay que matizar a fin de precisar que el adjetivo “público”, fuente de considerables confusiones en el lenguaje económico, se refiere a su conversión en una sociedad cuyas acciones cotizan en un mercado bursátil.

Una fórmula habitual para acceder a dicho mercado es a través de una IPO (“initial public offering”), es decir, de una oferta pública inicial en la que la sociedad busca captar un determinado importe de capital a un precio de referencia. Se trata de un proceso largo y complejo en cuya recta final los bancos de inversión, después de haber explorado el mercado y cerrado operaciones con sus clientes, garantizan a la sociedad emisora la suscripción acordada al precio estipulado. Una vez iniciado el período de cotización, será el juego de la oferta y la demanda el que determine el precio efectivo en el mercado.

Spotify tiene previsto desembarcar en el mercado bursátil de Nueva York a través de un procedimiento alternativo, el del “listing”. Mediante este, los accionistas actuales pasan a vender sus acciones en el mercado sin que se emitan nuevas acciones y sin que se haya establecido un precio inicial de referencia.

Spotify representa un enorme éxito empresarial, producto de la visión estratégica de su fundador, Daniel Ek, dotado de una extraordinaria precocidad emprendedora. La sociedad ha sido valorada en cerca de $20.000 millones. A pesar de ello, registra pérdidas, que en 2016 ascendieron a la respetable cifra de €539 millones. El modelo de negocio de Spotify ha demostrado su enorme potencia, pero adolece, en la vertiente de los costes, de una patente debilidad, su dependencia de los grandes sellos discográficos, a los que ha de abonar elevadas sumas de dinero para poder distribuir la música. Spotify cuenta con un catálogo de 35 millones de canciones, pero se trata de una mercancía ajena. Se da, además, la circunstancia que de que cuanto mayores sean los accesos por parte de los usuarios, mayores son los desembolsos a realizar. No resulta extraño que la negociación de rebajas o de topes en los royalties sea un caballo de batalla del proveedor de música. Este también ha de afrontar  la competencia derivada de la incursión en el mismo mercado de los gigantes tecnológicos multiproducto como son Apple, Google o Amazon.

Aunque los episodios recientes de crisis finacieras han dejado bastante claro que la hipótesis de los mercados eficientes no resulta demasiado fiable, el precio que se establezca una vez que Spotify se convierta en una sociedad “pública” o “listada”, esto es, cotizada en un mercado abierto, dará sin duda algunas pistas acerca de cómo valoran los inversores su capacidad de adaptación ante los retos que afloran en el mercado de la distribución de la música.

4 de marzo de 2018

El impuesto Robin Hood


Pocas propuestas impositivas cuentan con un cúmulo de elementos tan favorables para su implantación, en los planos político y social, como las relacionadas con las instituciones financieras, especialmente a raíz de una situación de profunda crisis en la que la intervención del sector público ha sido esencial para salvaguardar la estabilidad del sistema financiero. Las iniciativas de aplicación de impuestos en este ámbito no solo no tienen coste político sino todo lo contrario. Máxime cuando la oferta política de un nuevo tributo se vincula al destino de la recaudación a una causa humanitaria o al mantenimiento de prestaciones sociales. Sin embargo, lo recomendable, con arreglo a los cánones de la teoría de la imposición, es evaluar una figura impositiva sin conectarla de antemano con una finalidad de gasto concreta.

Difícilmente puede un tributo contar con un reclamo más atractivo ante la opinión pública que su asociación con Robin Hood. ¿Quién podría oponerse a una acción redistributiva como la realizada por ese legendario personaje? Pero esa acción, a gran escala, hoy la lleva a cabo el sector público a través de los mecanismos propios de un Estado de derecho. Otras denominaciones, bastante más asépticas, son las de impuesto sobre las transacciones financieras (ITF) e impuesto Tobin. No acaban aquí las curiosidades, ya que se trata de un impuesto y no de una tasa, a pesar del uso extendido de “tasa Tobin”, y no responde a la propuesta efectuada en 1971 por James Tobin, orientada específicamente al gravamen de las operaciones especulativas en el mercado de divisas.

Lo que sí puede decirse es que, como opción tributaria de alcance internacional, es un “impuesto Guadiana”. La idea fue defendida, ya en 1936, por Keynes, quien abogaba por el establecimiento de un tributo de pequeña cuantía sobre las operaciones en los mercados de valores. El insigne economista británico sostenía que si, por interés público, los casinos debían tener un acceso restringido y caro, lo mismo debería ocurrir con los mercados de valores. Sin embargo, a pesar de la preocupación acerca de los peligros de las burbujas especulativas, hasta la fecha no ha logrado implantarse ningún tributo de esta naturaleza de manera concertada. Las posibilidades de elusión del impuesto, si no se adopta en todas las jurisdicciones, han sido un obstáculo de primer orden. Ahora bien, algunos países sí han implantado impuestos sobre ciertos tipos de transacciones financieras (Reino Unido, Francia e Italia, entre otros), y dentro de la Unión Europea (UE) se ha habilitado la vía de la cooperación reforzada para su adopción por parte de un grupo de Estados.

El resurgimiento de esa figura impositiva está ligado al encargo que los líderes del G-20, reunidos en la Cumbre de Pittsburgh de 2009, realizaron al FMI a fin de analizar las posibles opciones para que el sector financiero hiciera una contribución justa y sustancial para financiar las intervenciones públicas para reparar el sistema bancario. En septiembre de 2011 se publicó la primera propuesta de directiva impulsada por la Comisión Europea, que pretendía ayudar al fortalecimiento del mercado único europeo mediante el establecimiento de un esquema coordinado para el conjunto de la UE, teniendo en cuenta que 10 Estados miembros disponían entonces de alguna modalidad de ITF. Al no conseguir un respaldo unánime, la directiva propuesta quedó relegada, pero 11 naciones (Bélgica, Alemania, Estonia, Grecia, España, Francia, Italia, Austria, Portugal, Eslovenia y Eslovaquia) expresaron su deseo de arbitrar entre sí una cooperación reforzada en dicho ámbito fiscal.

El propósito era aplicar en tales países (de los que luego se descolgaría Estonia) un impuesto sobre todas las transacciones de instrumentos financieros en los mercados secundarios, siempre que, al menos, una de las partes de la transacción estuviera establecida en uno de los referidos Estados miembros y que una entidad financiera, igualmente establecida en dicho espacio, fuese parte de la transacción. El tipo impositivo no podría ser inferior al 0,1% (0,01% para las transacciones relacionadas con instrumentos derivados). Se ha estimado que, para el conjunto de los 10 Estados proponentes, la recaudación anual podría ascender a unos 30.000 millones de euros. Para España, las estimaciones oscilan entre 4.000 y 7.000 millones de euros. Pese a los avances registrados, el tributo aún no se ha puesto en marcha.

En un trabajo publicado por el IAES de la Universidad de Alcalá (DT 01/2017), realizado conjuntamente con José Mª López, llevamos a cabo un análisis de los aspectos jurídicos y económicos del impuesto. Del mismo se desprende que, si bien puede aplicarse en la realidad tributaria sin los efectos catastróficos esgrimidos por sus más acérrimos detractores, puede igualmente generar una serie de distorsiones y consecuencias negativas en las vertientes de la equidad, la eficiencia y la estabilidad económica:

  1. Tal impuesto representa una aproximación indiscriminada e injusta respecto a entidades financieras que han tenido un comportamiento dispar durante la crisis.
  2. Su carga real puede recaer en gran medida sobre los usuarios de los servicios financieros, incluidos ahorradores y pensionistas.
  3. Como gravamen que penaliza las transmisiones de activos, puede frenar intercambios mutuamente beneficiosos, y el hecho de que su carga sea acumulativa puede disparar los tipos efectivos hasta porcentajes muy elevados.
  4. Dicho tributo puede acarrear un aumento del coste del capital y una reducción de la liquidez del mercado.
  5. Aunque un ITF tiende a desincentivar las operaciones especulativas, no existe una sólida evidencia respecto a su papel para minorar la volatilidad.

Los partidarios del referido impuesto consideran que las repercusiones reseñadas responden a supuestos concretos que no tienen por qué darse en la realidad. Es esta, en definitiva, una cuestión empírica que dependerá de circunstancias específicas. Más difícil es rebatir el argumento de que algunos de los problemas básicos de la estabilidad financiera no se revuelven mediante la utilización de impuestos sino por la vía de una regulación adecuada. Un ITF habría sido bastante inocuo para atajar una crisis asociada a un boom inmobiliario y una expansión desmedida del crédito.

(Artículo publicado en el diario “Sur”, el día 4 de marzo de 2018)

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