Es bastante frecuente la tendencia a identificar la riqueza de un país con la cifra representativa de su producto interior bruto (PIB) o, lo que, desde otra perspectiva, con algunos matices, es lo mismo, renta por habitante. Dejando al margen los problemas derivados de asociar miméticamente un montante total con un indicador por persona, y de la completa desatención de la forma de reparto de dicho total entre los habitantes inherente a toda media aritmética, la renta y la riqueza son conceptos completamente diferentes. A pesar de la conexión existente entre ambos (la renta permite acumular riqueza y la riqueza permite generar renta), el primero es lo que los economistas denominan una “variable flujo” y el segundo, una “variable stock”.
Ahora bien, con independencia de esa identificación metodológicamente inadecuada entre renta y riqueza, hasta ahora había un acusado contraste entre ambos indicadores. Mientras que existían estimaciones del PIB o de la renta nacional per cápita para todos los países del mundo, de forma que era relativamente fácil realizar comparaciones internacionales, las referentes a la riqueza eran prácticamente inexistentes. Además, respecto al PIB, a pesar de las deficiencias que presenta como indicador, existe una metodología de cálculo aceptada internacionalmente (lo cual no significa que no haya de revisarse). En contraposición, la forma de definir y calcular la riqueza de un país es una cuestión tan compleja como controvertida.
Ante este panorama, hay que celebrar la publicación de un nuevo informe del Banco Mundial (G.-M. Lange, Q. Wodon y K. Carey, eds., “The changing wealth of nations 2018: Building a sustainable future”, 2018) que contiene datos de la riqueza por habitante para 141 países, con una comparación de los años 1995 y 2014.
Dicho informe divide la riqueza de un país en cuatro grandes categorías: a) capital producido (como carreteras, maquinaria y edificios); b) capital humano (basado en la estimación de los ingresos futuros de la población activa); c) capital financiero (activos exteriores netos); y d) capital natural (principalmente recursos energéticos en el subsuelo, minerales, bosques y terrenos agrícolas).
La información aportada por el citado documento bien merece un análisis detallado y minucioso. Aquí nos limitaremos a señalar algunos aspectos básicos referidos al caso español.
Y lo cierto es que las alertas saltan bastante pronto, cuando constatamos que España figura entre la quincena de países que, en el mapamundi, aparecen señalados por haber registrado una disminución de la riqueza per cápita entre 1995 y 2014, a pesar de ser uno de los que lo hacen de manera más moderada. En un gráfico más explícito elaborado por el diario Financial Times (David Pilling, 8-2-2018) se subraya que “el alto desempleo ha reducido el capital humano en partes de la Europa del Sur, y la creciente población de España significa que sus exiguas ganancias globales son compartidas entre más personas”.
Para el año 2014, la estimación de la riqueza por habitante en España apunta una cifra de 342.470 dólares, muy por debajo de Italia (80%), Francia (53%) y Alemania (47%). Del total de la riqueza por habitante en España, casi las dos terceras partes corresponden al capital humano (63%), un 42% al capital producido y un 3% al capital natural; los activos financieros exteriores netos contribuyen negativamente con un 8%.
Es verdaderamente preocupante percibir la evolución negativa de la riqueza por habitante en España, así como el enorme desfase respecto a Alemania, Francia e Italia. Pero aún lo es más comprobar cómo la diferencia es imputable esencialmente al menor capital humano per cápita, que representa tan solo un 46% de la cifra de Alemania y un 52% de la de Francia. Antes de continuar este análisis es preciso reponerse del impacto.