29 de septiembre de 2018

Steven Pinker, el defensor de la Ilustración


Me atrevería a decir que “En defensa de la Ilustración” está llamada a ser una obra sumamente relevante en el ámbito del conocimiento económico, pese a no estar escrita por un economista, sino por un especialista en ciencia cognitiva, Steven Pinker, profesor de la Universidad de Harvard. También aventuraría el pronóstico de que no gozará del entusiasmo dispensado a otros textos, aparecidos en los últimos años, centrados en la crítica a las deficiencias observadas en los sistemas económicos imperantes en los países occidentales desarrollados. No cabe esperar un gran respaldo de una comunidad como la de los intelectuales, a la que no se dirigen precisamente grandes halagos: “los intelectuales que se llaman a sí mismos ‘progresistas’ en realidad odian el progreso. No es que odien los frutos del progreso [de los que disfrutan]… Lo que exaspera a los intelectualoides es la idea de progreso: la creencia ilustrada en que nuestra comprensión del mundo puede mejorar la condición humana”.

A diferencia de tales evaluaciones demoledoras y, en algunos casos, apocalípticas, el propósito declarado de la obra del profesor Pinker es desmontar la “oscura visión” de que vivimos en un mundo lúgubre. Esa visión es, según él, no simplemente errónea, sino completamente errónea.

La Ilustración, identificada con los ideales de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, halló pronto en su camino la oposición de corrientes contrarias. Para Pinker parece una locura que, en pleno siglo XXI, los ideales anti-Ilustración sigan encontrándose presentes en una inusitada gama de movimientos culturales e intelectuales de las élites, además de en sectores como los del fundamentalismo religioso, el nacionalismo, el populismo, y las ideologías políticas de izquierda y de derecha, convertidas en religiones seculares.

La civilización moderna, según algunas tesis influyentes, está en un proceso de declive y camina hacia el colapso. El grueso del libro va dedicado a refutar ese dictamen, sin limitarse a una línea argumental en un plano meramente dialéctico. Su autor parte de exponer algunas de las causas que llevan a alimentar las visiones más pesimistas, entre las que señala la naturaleza de las informaciones que se difunden (las noticias conciernen a las cosas que ocurren, no a las que no ocurren).

Pinker se pregunta qué es el progreso y plantea una serie de dimensiones para su identificación, sobre la base de considerar que la vida es preferible a la muerte; la salud, a la enfermedad; el sustento, a la penuria; la abundancia, a la pobreza; la paz, a la guerra; la seguridad, al peligro; la libertad, a la tiranía; la igualdad de derechos, a la discriminación; la alfabetización, al analfabetismo; el conocimiento, a la ignorancia; la inteligencia, a la torpeza; la felicidad, al sufrimiento; las oportunidades de disfrutar de la familia, los amigos, la cultura y la naturaleza, al trabajo penoso y la monotonía. Dado que todos estos aspectos pueden ser objeto de medición, si se pudiese demostrar que los atributos preferidos han aumentado o mejorado a lo largo del tiempo, habría que concluir que ha habido progreso.

Su defensa de los logros y resultados de la Ilustración se basa, pues, en datos. Apoyándose en una amplia batería de indicadores socioeconómicos nos ilustra documentadamente acerca de cómo han evolucionado los principales elementos que definen el bienestar de las personas. Éstas son algunas de las conclusiones obtenidas:

  1. Sea cual sea la edad de una persona, tiene por delante muchos más años de vida, y en mejores condiciones de salud, que las personas de la misma edad en décadas y siglos anteriores.
  2. Más de 5.000 millones de vidas han sido salvadas, históricamente, gracias a los descubrimientos científicos.
  3. De los 70 millones de personas que murieron en las mayores hambrunas del siglo veinte, el 80% fueron víctimas de colectivizaciones forzadas de regímenes comunistas, de confiscaciones punitivas, y de la planificación central totalitaria.
  4. En 1800, un 95% de la población mundial vivía en una situación de extrema pobreza; hoy, la cifra es de un 10%.
  5. La desigualdad económica ha aumentado en los últimos años (dentro de los países), pero todo el mundo (en promedio) es hoy más rico. Un aumento de la desigualdad no es necesariamente malo, ni una disminución necesariamente buena.
  6. Los problemas medioambientales tienen solución, a partir de un conocimiento adecuado y de las medidas apropiadas. No se han cumplido algunas profecías catastrofistas, pero existe un problema primordial asociado a las emisiones de CO2.
  7. Pese a los conflictos bélicos subsistentes, el número de víctimas ha disminuido notoriamente, y ha cambiado la percepción social de la guerra.
  8. Se constata una disminución de las personas fallecidas como consecuencia de distintos eventos relacionados con la seguridad.
  9. Aun cuando sus efectos son menores en comparación con otros riesgos, el terrorismo logra crear un clima de pánico, amplificado por su alcance mediático. La graduación de la reacción ante este fenómeno es clave.
  10. En 1971, existían en el mundo 31 países democráticos; en 2015, 103. No obstante, desarrollos recientes muestran la fragilidad de algunos esquemas democráticos.
  11. Los derechos de las mujeres y de la minorías continúan avanzando.
  12. La alfabetización sigue progresando en el mundo.
  13. La combinación de una semana laboral más corta, un mayor tiempo de ocio retribuido y un retiro más prolongado hace que la fracción de la vida de una persona dedicada al trabajo haya caído un 25% desde 1960.
  14. El análisis estadístico revela una asociación positiva entre el nivel de riqueza de un país y el grado de felicidad de sus habitantes.
  15. De las amenazas existenciales que angustian a la humanidad, aunque algunas son infundadas, otras son perceptibles, en particular la de la guerra nuclear, lo que exige la adopción de medidas.

Después de dos siglos y medio, la Ilustración ha demostrado que funciona, posibilitando que, a través del conocimiento, se haya favorecido el florecimiento humano. Subsiste un amplio elenco de problemas, pero el progreso no es una utopía y existe margen para continuarlo. Para Pinker, es momento de defender las ideas de la Ilustración frente a nutridas huestes de enemigos, algunos de ellos sorprendentes. Su obra no es sólo una instructiva apología de la razón y del saber, sino también una impresionante fuente de conocimiento.

(Artículo publicado en el diario "Sur"),

26 de septiembre de 2018

Tirar la tiza vs no arrojar nunca la toalla

“Tirar la tiza”… Era una de las frases emblemáticas que repetían algunos avezados profesores cuando, allá por los primeros años de la década de los ochenta, me incorporé a la actividad académica universitaria. Se referían sobre todo a los supuestamente sufridos profesores de enseñanza secundaria.

Según aquella interpretación, un nutrido grupo de tales enseñantes ansiaba poder liberarse del yugo de dar clase, tarea asociada a la palpable imagen de mancharse los dedos de tiza. Aquellos que lo conseguían, mediante su acceso a los puestos, preferentemente directivos, surgidos al calor del proceso de desarrollo autonómico, se resistían por todos los medios a su alcance a retornar a su posición de procedencia, a volver a subir al entarimado. Quien soltaba la tiza pretendía que fuera para siempre.

Mi punto de vista discrepaba radicalmente de esa percepción. Coger la tiza había sido tal vez la mayor aspiración de mi vida, anhelada ya desde la infancia. Aunque es verdad que cuando se coge por fin en un escenario real no siempre se reproduce la película que habíamos proyectado, sigue siendo una gran película llena de alicientes.

Actuar decentemente en una puesta en escena requiere, naturalmente, de bastante preparación, de múltiples ensayos, desvelos y frustraciones. Renunciar a desempeñar el papel asignado en el guion tiene inconvenientes para quienes lo aprecien, pero también, sería absurdo negarlo, algunas ventajas en la medida en que se esfuman los costes asociados al antes, al durante y al después. Casi inevitablemente, puede surgir la duda de que si uno “suelta la tiza”, aunque sea transitoriamente, pueda luego encontrarse con dificultades insospechadas para retomarla.

No obstante haber tenido que afrontar condicionantes profesionales de otro tipo, he procurado, y he conseguido, no contrastar nunca tal hipótesis, ni siquiera literalmente ante el auxilio de los modernos utensilios hoy día utilizados para las exposiciones en el aula.

Un nuevo curso está a punto de comenzar (lo habrá hecho ya cuando esta entrada vea la luz) y una “carga” se vislumbra en el horizonte. Después de 37 años de actividad ininterrumpida cabría quizás esperar que el hastío se hubiese adueñado de lo que antaño representaba el inicio ilusionante de un camino inexplorado. Tras un período tan dilatado, no deja de sorprenderme que el desánimo no haya ganado la batalla, ni que, a pesar de no percibir las condiciones ideales, la llama del instinto docente no se haya extinguido. Un nuevo curso es siempre una oportunidad que la vida nos regala para tratar de reinventarnos, para explorar nuevas rutas, para pergeñar otros enfoques e itinerarios.

Tratar de innovar en una asignatura centrada en la teoría de la imposición no es una tarea sencilla, pero la diversidad de cuestiones que se suscitan en este ámbito de estudio ofrece una amplia gama de oportunidades. Los problemas relacionados con la fiscalidad tienden a ocupar un espacio cada vez mayor dentro dentro del debate económico, político y social.

El carácter teórico de una asignatura no impide que se introduzca un giro en el enfoque docente y que, en lugar de partir de una exposición sistemática de los fundamentos teóricos, lo hagamos de supuestos prácticos o de cuestiones vinculadas a la realidad. En vez de ir construyendo paulatinamente el entramado teórico desde el que abordar luego problemas doctrinales o prácticos, podemos zambullirnos directamente en la materia, ponernos manos a la obra.

Las fases serían las siguientes: i) cuál es la cuestión que se suscita; cómo podemos identificarla y acotarla; ii) qué elementos de la teoría nos resultan necesarios para llevar a cabo una evaluación lo más completa posible; iii) qué referencias empíricas existen sobre el particular; iv) cómo podemos aplicar el sustrato teórico y empírico al problema objeto de análisis; v) qué argumentos pueden esgrimirse; vi) qué conclusiones pueden extraerse; vii) qué conceptos deben apuntalarse; viii) qué información fundamental cabe recapitular; ix) qué lecturas merece la pena realizar; y x) qué actividades complementarias conviene efectuar.

En línea con el enfoque metodológico defendido a lo largo de los años, y plasmado en diversas iniciativas pedagógicas, el aquí reseñado de manera sumaria hace hincapié en los siguientes elementos: imbricación entre la teoría y la práctica, énfasis en la capacidad de razonamiento y análisis, interrelación de conocimientos y, especialmente, promoción del pensamiento crítico.

Dado que no es probable que los Estados accedan a hacer suyas las pautas sugeridas por Sloterdijk para la implantación de una “fiscalidad voluntaria”, no parece que el célebre adagio de Franklin corra el riesgo de quedar obsoleto: “En este mundo, no puede decirse que nada sea cierto, salvo la muerte y los impuestos”.

Para un profesor de Hacienda Pública que acumule ya muchos trienios de antigüedad se va aproximando el momento de “abandonar oficialmente la tiza”, si antes ha sido capaz de resistir la tentación de acogerse a fórmulas de retiro prematuro, que provocan pérdidas irreparables de un valiosísimo capital humano.

Pero, al margen de vinculaciones contractuales o de situaciones profesionales, es posible que el atractivo intelectual de los impuestos haga que los apasionados por su estudio no queden exonerados de la docencia y la investigación hasta que llegue la hora de la certeza frankliniana.

23 de septiembre de 2018

La caridad bien entendida empieza (y acaba) por… una buena evaluación

En una entrada de este blog del pasado mes de julio se hacía referencia a la “tiranía de la métrica”, que ha extendido de manera implacable su dominio por los campos más diversos. Un buen sistema de métricas puede servir para orientar una gestión y hacer un seguimiento de sus resultados. Un sistema de métricas mal diseñado o aplicado inadecuadamente puede llevar a situaciones incongruentes, a extraer conclusiones falsas, y a promover comportamientos contraproducentes. 

Para juzgar la validez y la eficacia de un programa de actuación, ya sea en la esfera pública, empresarial o no lucrativa, es imprescindible llevar a cabo evaluaciones rigurosas, independientes y objetivas. Sin tales evaluaciones no puede producirse una verdadera “rendición de cuentas”, ni se puede tomar conciencia de la utilidad extraída de la utilización de unos recursos siempre escasos y susceptibles de usos alternativos.

No hay ningún sector ni ningún tipo de organización que tenga el monopolio de la ineficiencia; tampoco el del despilfarro. Como tampoco ninguna forma jurídica o institucional otorga patente de corso para quedar exonerada de pasar por el tamiz de los controles de eficacia, eficiencia y economía.

En un artículo publicado en el diario Financial Times (13-7-2018), Caroline Fiennes analiza algunas de estas cuestiones en relación con las acciones filantrópicas. “La caridad comienza con la admisión de que hemos fallado”, se destaca en el título del artículo.

A tal efecto aporta algunas evidencias significativas, en particular la de la Bill & Melinda Gates Foundation, que aparentemente ha malgastado una cuantiosa suma (1.000 millones de dólares) en un programa para mejorar la efectividad de la docencia en los colegios estadounidenses. Según una evaluación, el programa tuvo efectos inapreciables sobre sus objetivos, que incluso empeoraron en algunos casos. Resultados similares han sido obtenidos en el estudio realizado acerca de un programa escolar en India promovido por la fundación Ark.

Pese a los decepcionantes resultados obtenidos, la autora del artículo considera que las mencionadas entidades filantrópicas no deberían ser reprendidas por despilfarro. Adoptando un enfoque “científico”, defiende un proceso de aprendizaje por el error. Y ensalza la postura de ambas instituciones en el sentido de promover evaluaciones externas e independientes a las organizaciones receptoras de los fondos. La propia Caroline Fiennes reconoce que, cuando ella misma gestionaba una organización no lucrativa, “amoldaba” los datos que eran objeto de publicación, expurgándolos convenientemente en función de sus intereses (“sesgo de publicación”). ¿Alguien conoce alguna autoevaluación corporativa cuyas conclusiones lleven a recomendar el cese de la recepción de fondos?

Al margen de este tipo de efectos, se estima que las organizaciones no lucrativas carecen de los medios o de la representatividad estadística necesaria para realizar evaluaciones apropiadas.

Obtener una información “ex post” que permita una mejor asignación futura de los recursos es bastante positivo, aunque lo sería aún más poder disponer “ex ante” de indicios fiables que garanticen o al menos apunten hacia una buena utilización de los medios asignados. Si bien no hay que olvidar que el papel, sobre todo “ex ante”, lo aguanta todo, ni, por supuesto, que no puede costar más el collar que el perro.

19 de septiembre de 2018

Dividendos a cambio de impuestos: una propuesta radical de reforma del impuesto sobre sociedades

Hace ya algún tiempo, de manera un tanto fortuita, pues no había tenido noticias de ella por ninguna otra vía, tuve conocimiento de una propuesta verdaderamente radical y curiosa para reformar el impuesto sobre sociedades. Debo tal conocimiento a la difusión que de la misma efectuaba Mattew C. Klein en uno de los recovecos del Financial Times, bajo un título ya de por sí bastante elogioso: “The most elegant corporate tax reform” (31 de octubre de 2017).

La referida propuesta, “defendida seriamente por primera vez” por Dean Baker, en las páginas del New York Times (“A progressive way to replace corporate taxes”, 12 de enero de 2016), consiste en suprimir el impuesto sobre sociedades a cambio de que el Estado asuma una participación accionarial sin derecho a voto en las sociedades, aunque sí de participación en beneficios.

Dean Baker parte en dicho artículo de enfatizar la pérdida tributaria que suponen las prácticas de elusión fiscal de las corporaciones multinacionales. Mediante la toma de una participación accionarial por el Estado, que lo habilitaría con los mismos derechos económicos de cualquier accionista, la sociedad no tendría ya ninguna manera de eludir sus obligaciones con el fisco.

Baker, codirector del Centre for Economic and Policy Research, considera que no se trata de una idea nueva, sino que había sido planteada ya desde hace tiempo. Sin embargo, anteriormente no trascendió a las discusiones de política económica puesto que el impuesto sobre sociedades funcionaba bastante bien, lo que, según él, ya no es el caso.

La conversión del impuesto anual en un porcentaje de participación en los beneficios distribuidos tendría diversas implicaciones interesantes. Formalmente, desaparecería la diferencia entre beneficio antes y después de impuesto, por lo que habría que calibrar el hecho de que los ingresos obtenidos no sufrirían ninguna merma impositiva directa, como tampoco los gastos adquirirían la condición de deducibles en la base imponible, con lo que el erario público dejaría de “sufragar” parte de los mismos.

Ya en los impuestos sobre la renta el Estado es una especie de socio que participa tanto en los ingresos (computables) como en los gastos (deducibles) con un porcentaje que viene dado por el tipo de gravamen aplicable. Con la fórmula propuesta, ese carácter se afianzaría de manera más explícita. Los intereses del Estado se alinearían con los de los accionistas deseosos de percibir dividendos.

16 de septiembre de 2018

El laberinto del bien y del mal de Tomas Sedlacek

Si nos disponemos a leer un libro de cuyo autor se afirma en la solapa que fue nominado como una de las “five hot minds in economics” por la “Yale Economic Review”, su cotización se eleva considerablemente. Si, además, el libro tiene un título tan sugerente como “La Economía del bien y del mal. La búsqueda del significado económico desde Gil-gamesh hasta Wall Street”, y está prologado por Václav Havel, que nos dice que en la República Checa se convirtió en un “bestseller” a las pocas semanas de su publicación, en el año 2011, las expectativas se disparan. Y, una vez que comprobamos que nos invita a un largo y detallado viaje milenario a la búsqueda de las claves del pensamiento económico, atravesando los límites de la arqueología, la religión, la literatura y la filosofía, difícilmente no podremos quedar subyugados ante semejante propuesta y tan impactante puesta en escena.

El joven autor del libro puede que sea una distinguida “hot mind”, pero el lector que complete las más de 300 páginas de esta ambiciosa obra puede acabar con los cables fundidos. Tal es la profusión de detalles que, de forma explícita, figurada, cercana, lejana, intuida, antojada, o simplemente inventada, concernientes a la evolución del pensamiento económico, se recogen en una miríada de los textos más variopintos que son objeto de reseña o cita.

La acumulación de referencias documentales para seguir la senda de la conformación de las doctrinas económicas es la aportación más valiosa de esta especie de tratado enciclopédico de idas y venidas, en el que no es demasiado fácil identificar y aferrarse a un hilo conductor confortable. La motivación que llevó al autor a escribir el libro, según lo expresa en la introducción, es doble: “buscar pensamiento económico en los mitos antiguos y, viceversa, buscar mitos en la economía de hoy”. A esas dos tareas van dedicadas, respectivamente, cada una de las partes en las que se divide.

Profundamente crítico con el escoramiento de la Economía moderna hacia los modelos matemáticos sofisticados, considera que éstos no son más que la punta del iceberg de la Economía y que la mayor parte del iceberg del conocimiento económico consta de todo lo demás. Después de tan clarificadora delimitación, es difícil no evocar aquí las taxonomías borgianas comentadas en una reciente entrada de este blog.

En línea con planteamientos recientes que han brotado en numerosas universidades de todo el mundo, en demanda de una revisión radical del enfoque metodológico de la Economía, Tomas Sedlacek hace hincapié en las limitaciones autoimpuestas en una disciplina en la que se pone demasiado el énfasis en la metodología en vez de en la sustancia. Critica abiertamente, no sin fundamento, la corriente principal de los economistas, pero se muestra un tanto generoso, o tal vez ambiguo, cuando sostiene que “para ser un buen economista, uno ha de ser un buen matemático o un buen filósofo o ambas cosas”. ¿Ha de sobreentenderse que también hay que dominar el análisis económico, o es éste completamente innecesario?

Su rechazo a la posibilidad de una ciencia económica “objetiva” queda patente cuando critica que no se permita “a los estudiantes elegir su propia escuela de pensamiento económico; les enseñamos solamente la corriente principal”. Ante semejante tesitura, el futuro no puede pintar más que gris para esa frustrada disciplina aspirante al rango científico en la que queda convertida la Economía. Al fin y al cabo, una religión a la que cada uno libremente tiene la potestad de adherirse a cualquiera de sus confesiones. En efecto, prometedor porvenir, sobre todo ante los problemas económicos presentes en una tozuda realidad.

Los posicionamientos adoptados a lo largo de los distintos capítulos hacen que no resulte sorprendente que cuestione la necesidad de crecimiento económico, aunque sí lo sea algo más la conclusión en la que se concibe la idea de progreso como “una escatología secularizada”. Y, en esta misma línea, muy especialmente, la falta de comentario al argumento del sociólogo Zygmunt Baumann en el sentido de que “el Holocausto fue no solo un error o traspiés de la modernidad, sino su resultado directo”.

Tomas Sedlacek nos suministra una gran cantidad de indicios para encontrar el rastro del árbol del conocimiento económico del bien y del mal. Pero, a falta de un mapa certero para orientarnos en el laberinto en el que nos vemos inmersos, corremos el riesgo de extraviarnos y, lo que es mucho peor, de caer en un pozo sin fondo.

14 de septiembre de 2018

Ecos perdidos del grito de la lechuza: Highsmith vs. Lowsmith

Antes que nada, para evitar equívocos, quiero reconocer mi culpabilidad, aunque con la eximente del afán interpretativo, que, hacia mediados de los años ochenta, hace ya más de treinta años, todavía exhibía, obsesivo, su marchamo juvenil. Ya fuera por deformación, originada por la asunción a ultranza de pautas estandarizadas para la concepción de una obra literaria, de pautas que inexorablemente buscaban o anhelaban un desenlace rotundo e inequívoco en la última página de cada una de ellas, por un sesgo de pretensiones aclaratorias en todo manejo de la información, oral o escrita, por el ansia de encontrar una explicación completa y de eliminar cualquier atisbo de duda, por unas expectativas desaforadas a tenor de la sublimación de la autora, o por alguna otra causa de origen más subliminal, lo cierto es que -he de confesarlo al cabo de los años- la precipitada e impetuosa lectura de “El grito de la lechuza”, una de las obras emblemáticas de la escritora Patricia Highsmith, me dejó completamente desconcertado al llegar a su término.

Tanto es así que, sugestionado, también hay que decirlo, por la sospechosa página en blanco insertada al final, llegué a estar convencido de que al ejemplar de la novela que tenía entre mis manos le faltaban algunos párrafos. Sin dudarlo, acudí a la papelería del barrio donde cada semana adquiría las sucesivas entregas de la colección de novela negra que por aquel entonces se publicaba, en una algo más que rústica edición.

Pasaron unos días hasta que Lourdes, la joven que atendía el establecimiento familiar, me avisó de que había recibido mi pedido. Conteniendo la respiración, me apresuré a efectuar la comprobación pertinente, con la esperanza de ver confirmada mi tesis. Pero el resultado fue para mí fatídico, pues el nuevo libro era una réplica exacta del anterior. La decepción fue enorme y, pese a la evidencia, me costó trabajo aceptar que una novela de intriga pudiese prolongarla de esa manera. Seguramente ese final que se me antojaba inconcluso respondiera a una de las genialidades de tan reconocida y reputada autora, pero eso no pudo evitar verla descender de su pedestal ni que, desde entonces, la excluyera, aunque fuera injusta y probablemente con altos costes de oportunidad, de mi círculo de lecturas.

Hace poco, treinta y tres años después de aquella decepción autoinfligida, en una tertulia literaria improvisada surgió el nombre de la afamada escritora, y no pude evitar evocar mi desencuentro con ella. Bajo la influencia de los efectos de una memoria desvaída, en el fondo me di cuenta de que aún mantenía el pálpito de que realmente existieran algunos párrafos ausentes. No en vano, sí recordaba la amarga experiencia con algunos de los libros integrantes de los lotes que, de vez en cuando, provisto de unos escuetos ahorros, solicitaba contra reembolso, en fechas aún más lejanas. El impacto inesperado de páginas no impresas, éstas sí con la certeza absoluta de su centralidad, representaba una frustración ciertamente inenarrable.

De pronto me di cuenta de que el grito de la lechuza no se había extinguido del todo. Al percibirlo de nuevo, comprobé que su tono iba in crescendo haciéndome ver que, a mi pesar, el caso no estaba cerrado.

En plena vorágine de una tertulia literaria en la que aparecían en cascada una pléyade de escritores tan variopintos como Joyce, Proust, Hugo, Hardy, McEwan, Dumas, Verne, Mankell, Harris, Cela, Dickens, Collins, Austen, Ishiguro, Pasternak, Góngora o Cervantes, estimulado por las nuevas oportunidades tecnológicas, no pude evitar solicitar la novela de marras en una edición más reciente. Después de todo, había alguna esperanza, aunque fuera remota, de que aparecieran los párrafos supuestamente perdidos. De manera insospechada, había surgido una ocasión para resolver definitivamente un viejo caso renacido.

A los pocos días llegó el libro, de apariencia más amable y con páginas desprovistas de la rugosidad y la aspereza de la publicación precursora. Tenía ante mí dos opciones, comenzar una nueva lectura pretendidamente incondicionada o ir directamente a su parte final para efectuar las comprobaciones de rigor. Después de tantos años de espera adormecida, no pude resistir la tentación… para volver a llevarme la misma decepción, tras constatar el mismo colofón, el mismo vacío, también acompañado por la misma inoportuna página de respeto.

No tenía más remedio que hacerlo, adentrarme de nuevo en sus páginas, con el firme propósito de no quedar traspuesto en la travesía, no fuera que ahí radicara la clave del enigma. Y después de todo, según el testimonio de una conocida escritora española, recogido en la contraportada del libro, las novelas de Highsmith merecen ser releídas.

Como tantas otras veces me ha ocurrido, el paso de los años puede cambiar completamente la percepción de obras que otrora pudieron parecer interesantes o incluso excelsas. Desde luego no era éste el perfil ni lo es a raíz de la nueva incursión. Situaciones y personajes inverosímiles se suceden en el desarrollo de la novela, aunque conviene ser prudentes; ya se sabe, la realidad puede llegar a superar holgadamente la ficción.

Más que de lectura placentera, era más bien una carga con fines comprobatorios. La sensación era la misma que antaño, había que seguir leyendo ese libro inquietante, meramente por curiosidad, por ver qué ocurre al final, por comprobar si se confirman las presunciones acerca del comportamiento del protagonista, y conocer el significado del grito de la lechuza. Pese a la surtida colección de debilidades de la trama, es difícil frenar esa inercia.

Simplemente, quizás cabría concluir, se trataba de una acción premeditada, como si se quisiera ceder el turno al sufrido lector. Tal vez para eso, aunque no con mucho margen en el ya de por sí retorcido guion, se ofrece la página en blanco, dispuesta a registrar algún epílogo latente en su imaginación. Pero tampoco puedo descartar la hipótesis de que haya seguido una pista equivocada y que, en realidad, la obra inconclusa sea otra distinta. No lo puedo asegurar, como tampoco aseverar cuál es el verdadero apellido de la autora.

11 de septiembre de 2018

¿Demasiadas finanzas? ¿Demasiados médicos?: los riesgos de la práctica de la Econometría

Como ya hemos señalado en diversas entradas de este blog, las consecuencias de la “Gran Recesión”, asociada a la crisis financiera internacional de 2007-2008, ha ido mucho más allá de las repercusiones en la marcha de la economía. Dicha crisis ha generado un cambio de paradigmas, una profunda revisión de los esquemas metodológicos y de las políticas económicas; también, una transformación radical de la percepción del papel de los economistas y, en particular, de todo lo concerniente al sistema financiero.

Hasta no hace mucho, el acervo doctrinal consideraba que la existencia de un sistema financiero moderno era un factor favorecedor del desarrollo económico. A lo largo de los últimos años, dentro ya del período de la “Gran Recesión” y posteriormente, una nueva corriente de análisis teóricos y de investigaciones empíricas ha venido a cuestionar ese saber convencional. En un mundo como el académico, acostumbrado a la aparición de estimaciones controvertidas a la búsqueda de un consenso académico, no deja de ser bastante llamativo cómo, en este caso, en un breve lapso de tiempo, se haya podido producir semejante alineamiento, avalado por equipos de investigación de los principales organismos económicos internacionales.

El nuevo consenso emergente es que, si bien el peso del crédito bancario como porcentaje del PIB ejerce una influencia positiva sobre el crecimiento económico, una vez que se supera un determinado umbral, dicha influencia se torna negativa. La financiación es una cosa buena, pero una dosis demasiado elevada de algo bueno lo transforma en una rémora para la economía y, en definitiva, para la sociedad.

Prestigiosos equipos de investigadores se han apresurado a contrastar empíricamente las predicciones que se derivan de dicho modelo. Para ese contraste es preciso adentrarse en el territorio de la Econometría, disciplina caracterizada por una complejidad creciente en la que no dejan de producirse revisiones metodológicas, con la incorporación de nuevos enfoques y la introducción de sofisticados test para verificar la robustez de las estimaciones.

No son nada fáciles los retos a los que se enfrenta la Econometría. Entre ellos, no los menores son el de identificar, dentro de la panoplia de variables que interactúan en las relaciones económicas, aquéllas que desempeñan un papel significativo y relevante, y el de discernir el sentido de la causalidad de las conexiones. La sombra del carácter espurio de la forma funcional, el signo de las variables y la magnitud de los coeficientes de éstas planea como una amenaza permanente.

William R. Cline, autor de “The right balance for banks” (Peterson Institute for International Economics, 2017), en línea con lo señalado, llama la atención sobre cómo prominentes estudios recientes elaborados en las principales instituciones financieras internacionales (BIS, FMI y OCDE) llegan a la conclusión de que un peso demasiado elevado del sistema financiero reduce el crecimiento. En dicha obra, ciertamente una “rara avis”, se invita a adoptar considerables cautelas en relación con los resultados de tales investigaciones.

Las alertas se efectúan acerca de los posibles errores interpretativos derivados de la existencia de correlación sin causación y, en particular, se focalizan en el sesgo de los coeficientes de las variables en forma cuadrática. La inclusión, en la ecuación a estimar, de una variable en dicha forma puede llevar a conclusiones erróneas acerca del papel de dicha variable sobre la variable explicada. Algunos estudios que analizan la relación entre el crecimiento del PIB per cápita y el peso del crédito bancario, para una muestra de países, incorporan esta última variable de dos formas, tal cual y elevada al cuadrado. Cline muestra que la utilización de un modelo similar con datos reales, pero con la inclusión del número de médicos, en lugar del crédito, como variable explicativa, lleva al resultado de que, a partir de un nivel, el número de médicos por habitante origina un efecto negativo sobre el crecimiento. Repite el ejercicio tomando como variables el número de teléfonos y el de técnicos en I+D, con resultados equivalentes.

Para Cline, es evidente que, en algunas situaciones, la magnitud alcanzada por las finanzas puede ser excesiva, pero es bastante prematuro adoptar como hecho estilizado el umbral identificado en estudios recientes más allá del cual la financiación crediticia reduce el crecimiento.
Aún más crítico se muestra con algún estudio en el que se obtiene una relación negativa entre el crecimiento económico y la ratio del crédito privado respecto al PIB. De estar fundamentada dicha relación, nos encontraríamos ante una implicación radical de política económica: el crecimiento se maximizaría eliminando completamente la financiación crediticia.

9 de septiembre de 2018

Los terribles jinetes del Apocalipsis igualadores


Sin perjuicio de que puedan efectuarse algunas precisiones y matizaciones no triviales, vivimos en un mundo caracterizado por una tendencia generalizada de mayores desigualdades económicas. Se afirma que las 62 personas más ricas del planeta son propietarias de tanta riqueza personal neta como la mitad más pobre de la población mundial, esto es, más de 3.500 millones de personas. ¿Merecería la pena recuperar situaciones de épocas anteriores en las que las diferencias interpersonales no eran tan acusadas? ¿Sería fácil lograrlo?

Son éstas preguntas bastante trascendentales para cuya respuesta Walter Scheidel (“El gran nivelador. Violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo XXI”, ed. Planeta, 2018) nos proporciona importantes claves sustentadas en la experiencia histórica.

La desigualdad económica no es un fenómeno que nació ayer; sus raíces se remontan a los orígenes de la Humanidad. Ya en el Holoceno, asevera el autor del libro citado, profesor de la Universidad de Standford, la desigualdad creciente y persistente se convirtió en un rasgo definitorio.

También según él, la historia global es imposible a menos que estemos preparados para inferir, por lo que declara que eso es justamente lo que intenta hacer en su obra. Y bien que lo hace a lo largo de sus 620 páginas, que, en buena parte, constituyen un ejercicio de “arqueología económica”.

En ella se constata que, a lo largo de miles de años, la civilización no se prestó a una equiparación pacífica. Las igualaciones más relevantes han resultado siempre de las sacudidas más brutales, protagonizadas por los “cuatro jinetes del Apocalipsis”: la guerra a gran escala, la revolución, el fracaso del Estado y la pandemia.

Los tres primeros tuvieron en común el recurso a una violencia extrema para alterar la distribución de la renta y la riqueza junto con el orden político y social. Las dos guerras mundiales fueron los dos niveladores más potentes de la historia, mientras que la revolución comunista, “que expropiaba, redistribuía y a menudo colectivizaba, erradicó la desigualdad de forma drástica”. A su vez, la descomposición de los Estados ha fulminado ocasionalmente la posición de las élites situadas en la cima del poder político o en sus aledaños. Por último, la historia está jalonada de dramáticas fases provocadas por el azote de enfermedades devastadoras, como la peste negra, que disminuyeron drásticamente el porcentaje de personas que vivían en situación de pobreza y también mermaron la riqueza de los estratos más altos.

Estos cuatro métodos, cada uno a su manera, han sido eficaces igualadores, aunque, en algunos casos, atribuyendo nuevos privilegios a minorías selectas. Pero ¿existían otros mecanismos más pacíficos y menos cruentos para reducir la desigualdad?, se pregunta Walter Scheidel.

Si lo que pensamos es en una igualación económica significativa, nos saca pronto de dudas. La respuesta es negativa: “No existe un repertorio de medios de compresión benignos (reforma agraria, democracia, educación, desarrollo económico, crisis macroeconómica) que haya conseguido resultados ni remotamente comparables a los causados por los cuatro jinetes”.

El grueso del libro está dedicado a un examen pormenorizado de las manifestaciones de la desigualdad económica a lo largo de las distintas etapas históricas y civilizaciones, desde las más remotas hasta llegar a nuestros días. De vez en cuando, uno tiene que frotarse los ojos para comprobar que no está leyendo una obra de ficción. Si hallar datos de indicadores de desigualdad de años recientes es a veces complicado, en el libro nos topamos con el cálculo del coeficiente de Gini para sociedades de hace miles de años. O bien, hay que tomar aliento para verificar que no se trata de un guion de alguna obra de terror, cuando se relatan pormenorizadamente episodios acontecidos en experiencias bélicas o revolucionarias.

Una de las etapas de mayor igualación económica de la historia alcanzó su máxima cota hacia mediados del siglo XX y se prolongó hasta la década de los 80: “En Europa occidental, la ratio de existencias del capital respecto del PIB anual disminuyó unos dos tercios entre 1910 y 1950 y quizá cerca de la mitad en todo el mundo… Dos de los cuatro caballos de la igualación violenta -la movilización militar de masas y la revolución transformadora- habían sido liberados con consecuencias violentas… Al igual que las guerras mundiales, [los regímenes comunistas] se cobraron directa o indirectamente hasta cien millones de vidas”.

Afortunadamente, como recuerda Scheidel, ninguno de los mecanismos igualadores más contundentes está en activo en el presente: “los cuatro jinetes se han bajado de sus corceles. Y nadie en su sano juicio querría que volvieran a montar”. A este respecto, podrían suscitarse algunas dudas acerca de si este avezado historiador conoce tan bien las pretensiones de formaciones políticas que aún pululan por la Europa de hoy como los detalles de la historia económica, que maneja con profusión de datos.

La desigualdad económica plantea un gran desafío a las democracias actuales. Según Scheidel, incluso una combinación de las intervenciones públicas más radicales, basadas en medidas reguladoras, impositivas y de gasto público, como las que han propuesto recientemente algunos destacados economistas de la escena internacional, solo sería capaz de revertir parcialmente los efectos de la renaciente desigualdad. Entre tales medidas cabe mencionar las siguientes: elevación del salario mínimo, renta básica universal, representación de los empleados en los órganos de gobierno de las empresas, regulación de los flujos de capital internacionales, seguros sobre los activos de los grupos con ingresos más bajos, limitación de la transmisión de riqueza entre generaciones, tipo máximo del IRPF entre el 65% y el 80%... Sin embargo, la dotación de renta y de riqueza a repartir, como también la historia enseña, no es un fruto que surge espontáneamente y se mantiene intacto bajo todo tipo de condiciones ambientales.

“Todos aquellos que valoramos una mayor igualdad económica haríamos bien en recordar que, con las más raras excepciones, siempre ha venido acompañada de tristeza. Cuidado con lo que deseas”, es el mensaje inquietante que nos deja esta extensa, ilustrativa y aleccionadora obra.

(Artículo publicado en el diario "Sur")

5 de septiembre de 2018

“The new deal” de Roosevelt: el gran discurso de una época

Pronunciado en la Convención Nacional Demócrata celebrada en Chicago a mediados de 1932, el discurso de Franklin Delano Roosevelt, allí nominado como candidato a Presidente de Estados Unidos, marcó un cambio de época. “The new deal” se convirtió en un icono en la evolución del sistema económico y político occidental, como fuente de inspiración de una nueva política económica y, ante todo, en un éxito de comunicación.

Casi noventa años después de su puesta en escena, son muchas las lecciones que aún pueden extraerse y no pocas las reflexiones que su lectura suscita acerca de las declaraciones programáticas en él contenidas.

Al leer ahora ese histórico texto, gracias a la inmensa biblioteca instantánea de Internet, no he podido evitar pensar en su autoría. ¿Fueron esas memorables palabras exclusivamente fruto de la inspiración del mandatario norteamericano o tuvieron quizás el apoyo de alguna pluma desconocida? Después de haber visto la noticia acerca de las grandes habilidades desplegadas, no hace mucho tiempo, por excelsos redactores en la Casa Blanca o en El Eliseo, las dudas son inevitables. Aunque, en verdad, cuesta trabajo creer, sobre todo en el caso de los discursos que han marcado una época, que no procedan de la mente de los líderes encumbrados.

“The new deal” es un discurso de extensión considerable, adecuada para la ocasión, y, por supuesto, muy inferior a la de las disertaciones típicas de los dirigentes de las “democracias reales”. Ahora bien, su enorme densidad, a poco que se aderezara mínimamente con adornos superfluos o repetitivos, podría dar lugar a una pieza de tamaño más que respetable. Densidad de contenidos, que obliga a releer las frases para sacarle todo su jugo, unida a una más que notable falta de sistematización y de una estructura ordenada.

Y en él tampoco faltan paradojas. De hecho, Roosevelt proclama abiertamente su credo liberal, cuando en realidad está abrazando una política intervencionista. Es quizás el refrendo de la acepción estadounidense de dicha tendencia, totalmente opuesta a la europea, coherente con su significado histórico. No deja, pues, de resultar un tanto extraño identificar un posicionamiento propio mediante el uso de un antónimo. “El nuestro [el Demócrata] debe ser un partido de pensamiento liberal, de acción planeada…”, afirma en el discurso, para seguir alimentando la aparente contradicción.

Pese a su proclamado “liberalismo”, representantes genuinos de esta corriente no dudan en calificar el discurso rouseveltiano como “joya de de la demagogia antiliberal” (Carlos Rodríguez Braun, “El gran discurso de Roosevelt”, Expansión, 30-7-2018).

Mucha es la sustancia subsumida en los más de cincuenta párrafos que lo integran, y no es nuestro propósito reseñarla aquí de manera exhaustiva. Únicamente nos limitaremos a comentar algunos pasajes significativos, si es que hay alguno que no lo sea.

Especialmente lo es la profunda división, la extrema polarización, que se refleja a lo largo del mismo entre los sectores demócrata y republicano (otras denominaciones no demasiado afortunadas en cuanto a su alcance clarificador), contrapuntos respectivos de todo lo bueno y acertado, y de todo lo malo y lo erróneo.

Rousevelt presenta pronto sus credenciales al extender su invitación “a reanudar la marcha interrumpida del país por la senda del progreso real, de la justicia real, de la igualdad real para todos nuestros ciudadanos, grandes y pequeños”. El hincapié en el calificativo “real”, sobre todo en lo que concierne a la igualdad, viene así a marcar una clara diferenciación con las posiciones liberales tradicionales, que propugnan la igualdad pero de oportunidades. La universalidad de los beneficiarios de esos loables objetivos es pronto matizada, al quedar excluida la “minoría favorecida”, aunque no seamos capaces de advertirlo de manera tan directa como sugiere el profesor Rodríguez Braun.

En el discurso se sintetiza el relato económico de la génesis de la crisis de 1929: elevados beneficios empresariales que impedían la bajada de precios para los consumidores, falta de subidas salariales, escasez de dividendos y cortedad de los impuestos. El resultado conjunto de estos factores fue la acumulación de enormes excedentes empresariales que se destinaron a “plantas nuevas e innecesarias” (sic) y a los mercados financieros.

Particularmente relevante es el énfasis que se pone en la importancia de la estructura del crédito de “la Nación”, así como en las interrelaciones de los grupos de crédito. Algunas de las frases escritas servirían perfectamente para dibujar el panorama de colapso financiero producido en la crisis de 2007-2008 y para sustentar la habilitación del canal crediticio.

Para finalizar este breve recorrido, nos centraremos en tres aspectos que siguen presentes en los debates actuales sobre la actuación del sector público y que, en algunos casos, pueden llegar a sorprender a los admiradores del “new deal”:
De una parte, el reconocimiento de que el aparato de las Administraciones públicas es demasiado costoso, unido a la intención de eliminar puestos inútiles y de integrar órganos administrativos.
La emisión de bonos para financiar obras públicas que fuesen autosostenibles.
El respaldo a introducir “una razonable protección arancelaria” a los productos agrícolas básicos, a pesar de que, más adelante, con carácter general, se deploran los efectos negativos provocados por las barreras arancelarias.

El discurso finaliza con la promesa de “un nuevo pacto para el pueblo americano”, adobado con solemnes palabras que merece la pena evocar: “…Que todos nosotros aquí congregados nos constituyamos en profetas de un nuevo orden de capacidad y coraje. Esto es más que una campaña política; es un grito de guerra. Dadme vuestra ayuda, no sólo para ganar votos, sino para vencer en esta cruzada para restituir América a su propio pueblo”.

En palabras de Rodríguez Braun, “El New Deal, que anunció entonces, fue un éxito propagandístico sin parangón, como lo prueba el hecho de que tanta gente siga creyendo que también fue un éxito económico”.

¿En qué posición del espectro político deberíamos colocar el eje del célebre discurso y a su autor? ¿Cuál de los programas de los partidos políticos hispanos de la actualidad se asemeja más al contenido de dicho discurso?

En otro momento me dispondré a meditarlo. Mientras tanto, es difícil no quedarse atónito al toparnos con la información que recoge Carlos Rodríguez Braun para finalizar su columna: “En esos años 1930, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando ambos se guardaban mutua admiración, Mussolini definió a Roosevelt como un ‘verdadero fascista’”-                                                  

3 de septiembre de 2018

Los requerimientos óptimos del capital de los bancos: la contribución de W. R. Cline

La gran crisis financiera internacional de 2007-2008, convertida en eje de la Gran Recesión, ha desatado numerosas reacciones en los planos más diversos. El regulatorio es uno de los que, en toda lógica, ha registrado una mayor actividad, impulsada por el firme propósito de reforzar la arquitectura del sistema financiero a fin de evitar la repetición de episodios como los vividos en la primera mitad de la presente década, que han causado tan elevados costes económicos y sociales.

Dentro de las medidas arbitradas o propuestas no han faltado algunas movidas por una voluntad ejemplarizante y redentora, alimentadas por un deseo de que las principales entidades identificadas como causantes del descalabro expiaran sus culpas. Sin que ello implicara, en ningún momento, pararse a pensar que, en el camino, pudieran pagar justos por pecadores. Una vez activado el mecanismo de la condena generalizada al sector financiero es difícil abstraerse de la fuerza de la corriente imperante. Ese espíritu se percibe incluso en el estilo y el contenido de los trabajos académicos, que en no pocas ocasiones parten de axiomas a los que posteriormente se trata de buscar alguna justificación teórica y/o empírica.

Hasta tal punto es así que encontrarse con un trabajo como el de William R. Cline (“The right balance for banks. Theory and evidence on optimal capital requirements”, Peterson Institute for International Economics, Washington, DC, 2017), que, de entrada, no se alinea con las tesis dominantes sino que, siguiendo una rigurosa metodología científica, trata de llegar a conclusiones fundamentadas, no deja de constituir una cierta sorpresa.

Una de las prioridades de la reforma regulatoria de los últimos años ha sido el incremento del nivel requerido de los recursos de capital de primera categoría, complementados con otros recursos que puedan convertirse contingentemente -esto es, si se cumplen determinados supuestos de debilidad financiera- en capital, de manera que puedan ser utilizados para compensar pérdidas. La finalidad de que las entidades bancarias puedan disponer de suficiente margen para absorber pérdidas inesperadas es doble: por una parte, limitar la presencia en el mercado a instituciones con adecuados niveles de solvencia; por otra, aislar al presupuesto público del impacto de situaciones de crisis bancarias, aparcando así la vía de los controvertidos rescates públicos.

Aparte de un claro reforzamiento de la actividad supervisora, tanto en extensión como en intensidad, las entidades son sometidas a pruebas periódicas de estrés con objeto de calibrar la capacidad de aquéllas para hacer frente de forma autónoma a situaciones adversas. Asimismo, las entidades han de tener aprobados un plan de recuperación en el que se detallen las medidas disponibles para obtener capital o disminuir los requerimientos de éste. Igualmente, han de preparar un plan de resolución, de forma que, ante una eventual situación de inviabilidad, no reversible, se pueda llevar a cabo una finalización ordenada de la actividad o propiciar su continuidad en el marco de otra entidad viable, todo ello sin incurrir en un colapso perjudicial para el sistema.

Los recursos de capital puro tienen una importancia crucial para la solvencia de cualquier sociedad mercantil. Su característica básica es que no existe ninguna exigibilidad externa respecto a los mismos, por lo que pueden ser utilizados libremente por la sociedad para hacer frente a cualquier pérdida inesperada. En sentido estricto, el capital puro efectivo es lo que quedaría disponible después de que la sociedad haya hecho frente a todas sus obligaciones con terceros. Evidentemente, mientras mayor sea el “sobrante” de recursos por encima del importe de las obligaciones, mayor será la solvencia de la entidad, y mayor el margen para asumir pérdidas no previstas.

Hay dos vías básicas para nutrir los recursos propios de primera categoría, bien la emisión de nuevas acciones, bien la retención de beneficios netos mediante la dotación a reservas.

¿Cuál es el nivel mínimo de tales recursos que debe exigirse a una entidad bancaria? En una entidad de este tipo concurren una serie de características que le confieren unas connotaciones singulares respecto a otras entidades no financieras. En su versión tradicional, los bancos desempeñan una función económica como intermediarios financieros. Ésta se ha sustentado esencialmente en la captación de depósitos del público con objeto de realizar préstamos también al público. La transformación de vencimientos llevada a cabo, a fin de compatibilizar la existencia de depósitos a la vista y a corto plazo con préstamos a largo plazo conlleva ineludiblemente un problema de gestión de la liquidez. Eventualmente, un banco solvente, cuyos recursos totales permitan atender todas las obligaciones, podría devenir en inviable en la práctica si no dispone de fuentes adecuadas de liquidez.

Pero el problema de la solvencia es distinto. En esencia radica en la calidad de los activos en los que se invierten los fondos captados por una u otra vía. Dado que, en circunstancias normales, una parte de los activos sufrirá algún deterioro por el curso normal de los negocios, la entidad, dentro de sus costes ordinarios, deberá ir constituyendo unas provisiones para hacerles frente cuando finalmente se materialicen. Supongamos que una entidad ha captado recursos por importe de 100 unidades monetarias que invierte en un activo de igual cuantía. Puede darse el caso de que el valor estimado del activo se sitúe, como consecuencia de una pérdida esperada, en 90 unidades monetarias. Puesto que el valor de la deuda contraída no baja sino que mantiente intacto su valor nominal, el banco, a partir de los recursos generados, deberá apartar un importe de 10 unidades monetarias para poder atenderla en su integridad.

Bajo este esquema, las pérdidas esperadas deben cubrirse por la vía de las provisiones ligadas a la gestión normal del negocio. Puede ocurrir, sin embargo, que la entidad haya de hacer frente a otras pérdidas no esperadas. De no tener recursos propios suficientes, la entidad sería insolvente y no podría cumplir sus obligaciones financieras. Mientras mayor sea el volumen de recursos propios, mayor será la capacidad de la entidad para hacer frente a circunstancias sobrevenidas sin poner en peligro su estabilidad.

Ésa podría ser una regla a aplicar, la mejor sin duda desde la perspectiva de la solvencia. Sin embargo, como suele ocurrir, lo que es bueno desde un punto de vista puede tener inconvenientes desde otro distinto. De manera simplificada, para poder conceder crédito no sólo hace falta disponer de recursos ajenos para poder canalizarlos, sino también de capital. Si éste es escaso o difícil de captar, unas mayores exigencias de capital implicarán una menor capacidad de concesión de crédito. Por tal motivo, las autoridades públicas han tratado de buscar una solución que permitiese un equilibrio entre ambos objetivos, preservar la solvencia y posibilitar el canal del crédito bancario.

En el año 1988, los principales países industrializados adoptaron el (primer) Acuerdo de Basilea sobre los requerimientos mínimos de capital exigibles a las entidades bancarias. A tal efecto se estableció un nivel mínimo del 8% de los activos ponderados por riesgo (APR). Éste se conoce como el modelo estándar. Posteriormente, merced a la revisión efectuada en el año 2004 (Basilea II), entre otros aspectos, se permitió que los bancos aplicaran modelos internos para determinar sus necesidades de capital.

A pesar del avance que habían supuesto, como amargamente ha mostrado la realidad, las reglas de Basilea no fueron suficientes para impedir el desencadenamiento de la crisis financiera internacional de 2007-2008. Ya en plena vorágine, hacia finales de 2010, el Comité de Basilea sobre Supervisión Bancaria difundió nuevas reglas, que pasaron a conocerse como Basilea III, que, además de elevar las exigencias cuantitativas, endurecieron los criterios de calificación de los recursos como capital. Su aplicación, no obstante, ha sido gradual. Una vez que acabe el período transitorio, a partir de 2019 los requerimientos mínimos de capital serán los siguientes: i) ratio de capital de primera categoría (CET1) del 4,5% de los APR, que, unida al colchón de conservación del capital (2,5%), implica una ratio del 7%; ii) ratio de capital total (incluyendo los recursos de primera y de segunda categorías) del 10,5%.

Hay que tener en cuenta, adicionalmente, que la normativa se basa en la articulación de tres pilares: el primero, que se corresponde con los requerimientos mínimos regulatorios; el segundo, que comprende asimismo los requerimientos adicionales que se derivan del proceso de supervisión prudencial; el tercer pilar, vinculado a la disciplina de mercado.

El referido estudio de W. R. Cline tiene como propósito cuantificar los costes y los beneficios para la economía por el hecho de requerir recursos adicionales de capital a los bancos, con vistas a valorar si la normativa de Basilea III mantiene un adecuado equilibrio entre los dos objetivos antes señalados, fortalecer la seguridad de los bancos y evitar un corsé excesivo sobre la actividad económica.

Su análisis se basa en una confrontación de los beneficios y los costes de ampliar los mencionados requerimientos de capital: comprobar si las ganancias adicionales derivadas de reducir el riesgo de crisis compensan los costes adicionales de exigir un mayor capital. Según este investigador, las reformas de Basilea III, que establecieron una mayor capitalización de los bancos, no han sido suficientes. Con base en sus estimaciones, dicha capitalización debería elevarse en torno a un tercio, lo que equivaldría a una ratio de capital total del orden del 13,7% de los APR.

A pesar de que el planteamiento de W. R. Cline supone un notable incremento de las exigencias de capital, resulta bastante modesto en comparación con el realizado por Anat Admati y Martin Hellwig, en una obra (“The bankers’s new clothes: what’s wrong with banking and what to do about it”, 2013), que ha alcanzado una amplia difusión. En dicha obra, de la que se ofrece una reseña en el número 12 de la revista eXtoikos, se propugna situar la ratio de capital de los bancos en niveles del 35% al 55% de los APR (entre un 20% y un 30% de los activos totales).

1 de septiembre de 2018

Por sus acciones los conoceréis: el secreto del gran cocinero de la manzana tentadora

Un adicto al “velo de la ignorancia” rawlsiano como criterio destilador de las valoraciones y actitudes personales, como quien suscribe estas líneas, no podría enfocar la cuestión aquí planteada sin recurrir al mismo. Dicha cuestión guarda relación con una comunicación bastante especial presentada recientemente por una gran corporación a la SEC (Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos). En ella se declara que se atribuye al primer ejecutivo de esa empresa una importante cantidad de acciones de la propia compañía, que, según el valor actual de mercado, ascendían a la suma de 121 millones de dólares, como parte de su paquete retributivo plurianual.

Supongamos que seleccionamos una muestra representativa de personas, todas ellas capaces de desempeñar funciones directivas, de lo que están plenamente convencidas, y les pedimos que nos valoren la percepción de la referida compensación económica, en dos supuestos diferentes: i) existe una probabilidad nula de que una de esas personas pueda ser la beneficiaria; ii) existe una probabilidad del 99,99% de que cada persona lo sea. ¿Cómo reaccionaría “ex ante” cada una de esas personas?

La respuesta dependerá, lógicamente, del perfil de cada uno, pero la verdad es que, a pesar del juego hipotético, jugamos con algo de ventaja. En la mencionada declaración a la SEC, que podemos descargar a través de Internet, figura el nombre de “COOK TIMOTHY D”. Fin de la partida.

Tim Cook fue designado CEO de Apple en el año 2011 y ya entonces se le adjudicaron 1 millón de acciones de la compañía, que se consolidarían con el paso de tiempo, la mitad al cabo de los cinco primeros años y la otra mitad, pasados otros cinco. En 2013, el acuerdo fue revisado, de tal manera que la mitad seguía quedando vinculada al devengo temporal, y la otra pasaba a depender de los rendimientos obtenidos por los accionistas de Apple en comparación con el índice S&P 500.

Lo cierto es que, según la comunicación a la SEC, de fecha 28 de agosto, el CEO de Apple ha recibido ya un total de 560.000 acciones, que, según el precio de mercado a esa fecha, alcanzaban un valor de 121 millones de dólares. Al haber superado los rendimienntos totales de los accionistas los de la mayoría de las otras compañías incluidas en el S&P 500, se ha devengado la máxima cantidad prevista de acciones para el período 2013-2018.

No todos son buenas noticias para el agraciado receptor del paquete accionarial, ya que la empresa le retuvo las correspondientes para cubrir sus obligaciones tributarias, por importe de 64 millones de dólares (un 53% en total). De todas formas, le quedaba un neto nada despreciable, valorado en 57 millones de dólares.

Ese importe, como se desprende de lo expuesto, correspondía a incentivos en forma de acciones. En 2017, en concepto de retribución salarial obtuvo 3 millones de dólares, más un bonus de 9,3 millones de dólares en metálico.

Hasta aquí la descripción de los hechos y procedería, en su caso, adentrarse en otros derroteros. ¿Tienen algún sentido unas retribuciones tan exorbitantes? ¿Son estrictamente necesarias para que la firma de la manzana siga innovando y aportando utilidades a los usuarios de sus productos? ¿Podrían lograrse los mismos resultados con menores desembolsos? ¿Son éticamente asumibles? ¿Van en interés de la plantilla? ¿Qué opinaríamos si fuésemos accionistas que han visto casi triplicar el valor de sus títulos en los últimos cinco años? ¿Debería aplicarse alguna cláusula de “claw-back” (retorno de cantidades percibidas en el supuesto de eventos negativos aflorados ulteriormente)? ¿Es coherente una política retributiva de ese calibre con prácticas de planificación fiscal agresiva? En fin, son muchos los interrogantes planteados.

De la retribución de los CEOs me he ocupado en alguna entrada de este blog y en otros trabajos previos. A ellos me remito, no sin antes lanzar una última reflexión. En 2015, Tim Cook declaró que tenía previsto donar (por tanto, transmitir antes de su fallecimiento) la mayor parte de su fortuna personal, estimada en unos 700 millones de dólares, para causas benéficas. ¿Debería esta declaración de intenciones modular nuestra valoración sobre las impactantes retribuciones comentadas?

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