El principio impositivo de igualdad se considera una de las referencias esenciales para el diseño de un sistema tributario “óptimo”. El cumplimiento de este principio se desdobla en dos vertientes: la equidad horizontal y la equidad vertical[1]. Ambos criterios son muy fáciles de enunciar (debe darse el mismo tratamiento tributario a las personas que estén en la misma situación, y un tratamiento distinto a quienes se encuentren en situaciones diferentes, respectivamente), pero resulta bastante más complicado aplicarlos de una manera incontestable.
La utilización del criterio de equidad horizontal
parece que no presenta a priori demasiados escollos. Así, por ejemplo, si dos
personas tienen una renta anual de 30.000 euros, y están en la misma posición
personal y familiar, parece evidente que las dos deberían pagar la misma
cuantía de impuesto. Sin embargo, el ocio puede introducir algunas complicaciones.
El disfrute de ocio debería ser tenido en cuenta a la hora de determinar la
renta personal, pero no sucede así en los sistemas tributarios. Así, si dos personas tienen la
misma renta dineraria, pero difieren en la cantidad de ocio disfrutado,
realmente no se encuentran en la misma posición, con lo que otorgarles el mismo
tratamiento tributario no respetaría el principio de igualdad. Se trataría de
la aplicación en falso del criterio de equidad horizontal.
No obstante, si se obvia el ocio, como ocurre en la
práctica, con consecuencias negativas para la eficiencia económica y la
justicia tributaria, la aplicación del criterio de equidad horizontal resulta
algo bastante trivial.
El problema a resolver se agrava sobremanera cuando
nos enfrentamos a la vertiente de la equidad vertical. Ésta requiere otorgar un
tratamiento diferenciado a personas que estén en situaciones diferentes, por
ejemplo, A, con una renta de 30.000 euros, y B, con una renta de 60.000 euros.
Parece evidente que, para respetar la equidad vertical, A y B no deben pagar la
misma cuantía de impuesto, pero ¿cómo debemos graduar las contribuciones?
De entrada, si nos preocupamos simplemente de
respetar el extendido aserto de “que pague más quien más tiene (o gana)”,
bastaría con que, por ejemplo, A pagase 6.000 euros, y B, 6.001 euros. Queda
patente que la política impositiva necesita basarse en unos preceptos claros y
taxativos, sin propiciar unos márgenes interpretativos tan laxos.
Una referencia doctrinal utilizada tradicionalmente
para iluminar la plasmación del criterio de equidad vertical es el denominado
principio del sacrificio igual, propugnado por John Stuart Mill: “La igualdad
en la imposición, como una máxima política, significa… igualdad en el
sacrificio”[2].
Es difícil conjeturar si, con su densa y enrevesada
prosa, Mill pretendía dejar una especie de enigma, a resolver por las
generaciones posteriores, acerca de lo que él entendía realmente por la existencia
de un sacrificio igual. No era tal vez su propósito, pero lo cierto es que han
sido diversas las interpretaciones dadas por los economistas a dicho precepto.
La igualdad en el sacrificio ha sido interpretada en términos absolutos,
proporcionales y marginales. Y, lo que es más importante, aun superando los a
menudo supuestos heroicos a los que es preciso apelar para llegar a obtener
curvas de utilidad de la renta comparables entre sí, en general, no cabe
extraer unas conclusiones inequívocas respecto al carácter, progresivo,
proporcional o regresivo, de los impuestos asociado al cumplimiento de la equidad
vertical. Sencillamente, no se puede generalizar[3].
No obstante, pese a la indefinición de los
postulados teóricos respecto a la necesidad o no de la progresividad, en la realidad,
los sistemas impositivos suelen asumir el principio de redistribución. Éste
pretende conseguir que la distribución de la renta después de impuestos sea más
igualitaria que la distribución de la renta antes de impuestos[4].
Para lograr esta aspiración, la progresividad –al menos, a priori, en un plano
puramente estadístico- es un instrumento esencial.
Dicho todo lo anterior, como elemento de reflexión,
puede ser oportuno retornar a la fuente, a fin de releer detenidamente las
palabras del gran economista clásico. De hecho, llega a abordar expresamente
que debe procederse a “examinar si se hace esto en realidad [exigir a todos
iguales sacrificios] haciendo que cada cual contribuya con el mismo porciento
de sus medios pecuniarios”[5].
Del examen que lleva a cabo de dicha cuestión,
parece colegirse que se decantaba, más bien, por la aplicación de un impuesto
sobre la renta con tipo de gravamen fijo (proporcional), en el que habría un
mínimo exento para atender las necesidades básicas[6].
La combinación de un tipo fijo o proporcional con un mínimo exento da lugar a
un impuesto progresivo, cuyo tipo de gravamen medio va aumentando conforme
aumenta la renta[7]. Continuando con el ejemplo anterior, si se establece un mínimo exento de 10.000 euros, con un tipo de gravamen del 20%, A pagaría 4.000 euros (un 13,3%); B, 10.000 euros (16,7%).
[1]
Vid. José M. Domínguez Martínez, “Sistemas Fiscales: teoría y práctica”, ETC,
2014, págs. 85 y sigs.
[2]
Vid. J. S. Mill, “Principios de Economía Política con algunas de sus
aplicaciones a la Filosofía social” (1848), versión española, Fondo de Cultura
Económica, 1943, pág. 688.
[3]
Vid. Richard A. Musgrave y Peggy B. Musgrave, “Public finance in theory and
practice”, McGraw-Hill, 4ª ed., 1984, pág. 243.
[4]
Aunque normalmente hay una tendencia a considerar los resultados del mercado como
“injustos”, hay autores que sostienen que “solo hay un motivo legítimo para calificar
de ‘injustos’ los resultados del mercado y las consiguientes desigualdades,
concretamente, cuando la injusticia es una consecuencia del marco legal e
institucional que fija los términos de los procesos del mercado y sus
resultados”. Vid. Martin Rhonheimer, “Libertad económica, capitalismo y ética
cristiana”, Unión Editorial, Centro Diego de Covarrubias, 2019, pág. 274.
[5]
Vid. J. S. Mill, op. cit., pág. 689.
[6]
Ibíd., pág. 690.
[7]
Vid. “Sistemas fiscales: teoría y práctica”, op. cit., pág. 188.