28 de marzo de 2021

50º aniversario del email: productividad combinada con improductividad

 

Recuerda Tim Harford que el email celebra este año su 50º cumpleaños[1]. Menuda sorpresa. Cuesta bastante trabajo imaginarse a alguien utilizando el correo electrónico en el año 1971. Realmente su extensión se ha producido en los últimos 20 años. El avance propiciado por esta vía de comunicación ha sido espectacular. Su contribución potencial y efectiva a la eficiencia y a la productividad es inconmensurable.

Sin embargo, no siempre es una herramienta “win-win”. En la otra cara de la moneda nos encontramos con unos costes de magnitud nada despreciable, particularmente constatables en la ruptura de los ritmos de trabajo de cualquier persona que se preste a la cumplimentación de los mensajes recibidos de manera diligente[2]. La única alternativa sería atenderlos de manera sistemática (y selectiva) dentro de una franja horaria estricta. No sería, a tenor de la progresión de los flujos de comunicación, una franja estrecha ni, mucho menos, acumulable semanalmente. La vieja fórmula de la llamada telefónica tendría su papel para advertir de las cuestiones urgentes. Pero esto es una quimera, ante una tendencia irrefrenable a una inmediatez que campa a sus anchas.

Así, ante un panorama comunicacional cada vez más intenso, instantáneo y multicanal, el email genera también impactos negativos muy apreciables sobre la productividad, evidentemente, muy por debajo de sus ventajas. Si bien, tampoco hay que desdeñar los riesgos operativos a los que está sujeto el uso del correo electrónico.

En el artículo citado, T. Harford realiza una serie de recomendaciones para racionalizar el uso del email. Entre ellas, estima que, aunque uno debe ser siempre considerado, es un error categórico pensar que el correo electrónico debe estar gobernado por las reglas de la etiqueta: “El email es una herramienta para resolver cuestiones, y éstas no conciernen a salutaciones sino a la productividad”. Salvo en las comunicaciones con personas de mucha confianza, creo que es una batalla perdida.

De otro lado, recomienda hacer uso de las utilidades que ofrecen los programas, como el del “envío programado” para asegurarnos de que el mensaje llega en horas de trabajo, con independencia de lo que se envía (sic). Y como solución a la sobrecarga de correos plantea tomar decisiones claras, de forma rápida. Sin embargo, la inclinación a seguir esta pauta, incompatible a veces con el análisis y la reflexión, puede ser una fuente de problemas y de no pocos quebraderos de cabeza.



[1] Vid. T. Harford, “An economist’s tips on making email work for you”, Financial Times, 26 de marzo.

[2] Otras reflexiones se efectúan en la entrada de este blog de fecha 8 de marzo de 2021.


25 de marzo de 2021

La felicidad es un enigma

 

Happiness is a warm gun… La canción, incluida en el legendario White Album, era una de mis favoritas en la adolescencia. Han pasado muchos años, la canción mantiene su intensidad, pero sigo sin saber qué querría decir exactamente John Lennon. La tarea no es sencilla; parece ser que ni él mismo lo tenía muy claro cuando escribió la letra.

Realmente no sé qué puede significar eso de que “la felicidad es una pistola caliente”, pero sí me he quedado helado cuando he leído que, en el año 2020, en bastantes países ha aumentado la felicidad, particularmente entre las personas de mayor edad. Según un estudio de Gallup, la puntuación media para 95 países (sin ponderar por su población), en una escala de 0 a 10, ha pasado del 5,81 en 2017 al 5,85 en 2020[1]. La pauta no ha sido generalizada. Hay países, como Reino Unido, Dinamarca y Suecia, donde el índice de felicidad ha disminuido; en cambio, en otros, como Finlandia, Japón, India, Estados Unidos, y España, ha subido.

El artículo referido se hace eco de la extraña evolución reflejada para algunos países, singularmente respecto a Estados Unidos, cuyo índice (7,0) se sitúa por encima del de España (6,5). Se apunta la posibilidad de que, en aquel país, los confinamientos hayan podido mantener alto el ánimo, además de que los norteamericanos hayan podido vivir en un universo informativo alternativo, y de que creyeran que se estaba ante una simple gripe. Salvando las distancias, en el nuestro, el “Resistiré” y los aplausos diarios al abnegado personal sanitario probablemente jugaron un papel importante, al menos durante una fase crucial. El componente informativo, en sus diferentes facetas, merecería, por su importancia, alguna consideración específica.

Al margen de todo lo anterior, lo cierto es que, en situaciones de penuria, es cuando se aprecia el valor de detalles que antes pasaban desapercibidos. La pandemia ha trastocado toda la escala de valores. Aunque existe una tendencia por parte de los economistas a generalizar los modelos representativos de comportamientos, si es que puede concebirse una función matemática de la felicidad individual, hay que descartar que se puedan acotar las variables a incluir en la de cada persona, que se pueda cifrar el peso atribuido a cada una de dichas variables, en caso de que se pudieran cuantificar, y, por supuesto, la forma en la que interactúan entre sí. En fin, la felicidad es un enigma, un gran enigma, completamente indescifrable.

A finales de marzo y comienzos de abril de 2020, en las primeras horas del día, la ciudad estaba desierta. Luego, ya por la tarde, los transeúntes parecían almas errantes presas del pánico, y los automóviles, una especie a punto de extinguirse. Circular por la ciudad en la madrugada generaba una situación de angustia y desesperación, a la búsqueda de un destino incierto. Por primera vez en mi vida eché de menos no verme inmerso en una aglomeración de tráfico.

La felicidad no es ningún arma, es una entelequia, un resultado indescriptible que depende de una compleja estructura multifactorial. Hay felicidades conscientes y otras latentes que no se aprecian mientras existen. Las de este tipo sólo afloran cuando desaparecen algunos elementos que las sustentaban inadvertidamente. Es entonces cuando la infelicidad vivida puede tornarse en felicidad añorada.



[1] Vid. The Economist, “The pandemic has changed the shape of global happiness”, 20 de marzo de 2021. No obstante, no aparece la información relativa a la evolución de 2019 a 2020.


23 de marzo de 2021

Réquiem por el iPod

 

Desde que Spotify decretó su pase a la jubilación, sabía que, a pesar de su juventud, había quedado un tanto obsoleto, pero me resistía a aceptar la realidad y a desprenderme de él. Durante años había sido un fiel y extraordinario compañero de viaje, dispuesto siempre a arroparme sin moverse de su sitio. Su capacidad de registro era asombrosa, como también su adaptabilidad a distintos estados de ánimo o a caprichos ocasionales. Era un amigo imprescindible, uno de esos cuya ausencia nos deja desamparados.

Puede que, producto de la ola imparable de la innovación, se viera como una herramienta periclitada, pero seguía exhibiendo sus fortalezas, que no habían decaído del todo; ni mucho menos. Aportaba seguridad, autonomía y garantía, evitando tener que estar supeditados a factores exógenos. Es verdad que la espiral de comunicaciones a la que estamos permanente sometidos tiende a restringir cada vez más ese tipo de acompañamiento, pero yo seguía aferrándome a él como tabla de salvación.

Últimamente parecía dar signos de cansancio y pedía algunas pausas, pero siempre se recuperaba, volviendo a mostrar su brío y su versatilidad. Ésta vez, sin embargo, ha sido diferente. Da la sensación de que ha quedado completamente exhausto, después de tantas horas de actuación, y de que se ha desvanecido de manera irremisible. En su pequeña pantalla no aparece la temida fatídica imagen con la que el viejo Mac anunciaba un fallo en un programa o en el sistema operativo. El tono de la manzana es más amable en apariencia pero mucho más letal en la práctica. No hay posibilidad de recuperar las miles de grabaciones que atesoraba el dispositivo que revolucionó la forma de coleccionar y de escuchar música.

“Mi tiempo llegará”, proclamó en su día el colosal compositor que, con algunas de sus composiciones más significativas, ha acompañado al aparato en sus últimas horas. No estaba entre ellas la sexta sinfonía, pero sin duda la ocasión lo habría merecido.

Quise esta tarde retomar el hilo de la audición antes interrumpida, pero entonces, inesperadamente, el amigo irrepetible se quedó sin voz. Sin su presencia viva queda un vacío agobiante, un silencio atronador que nos deja inermes. Su tiempo, nuestro tiempo, ya no llegará, aunque nos cueste admitirlo.



22 de marzo de 2021

Costes relacionados con la vivienda y régimen de tenencia

 

El reto de la vivienda parece tener reservado un sitio de privilegio dentro del amplio repertorio de los problemas sociales. Pese a los reiterados intentos, declaraciones y planes, desafortunadamente sigue estando presente, de manera especialmente acuciante para quienes no tienen la posibilidad de acceder a una vivienda digna o se enfrentan a un esfuerzo desmedido con ese propósito. La evaluación de las opciones de adquisición o de alquiler de la vivienda propia es crucial para la adopción de una decisión coherente, en tanto que la toma en consideración de los niveles retributivos y de las condiciones financieras demanda una atención ineludible[1].

A escala personal, la vivienda acaba, de una manera u otra, condicionando nuestras vidas, pero también, en términos agregados, su evolución global puede impactarnos colectiva e individualmente. La crisis económica y financiera iniciada en 2007-2008 da buena prueba de ello. Dada su relevancia, no es de extrañar que el problema de la vivienda y sus posibles soluciones forme parte de la agenda de los distintos grupos políticos, ni que las medidas planteadas ejerzan una notable influencia en las posiciones tanto de los demandantes como de los promotores y financiadores, y, lógicamente, también de los propietarios de tales bienes inmuebles. Hay todo un mercado político basado en el mercado económico, pero con movimientos e influencias en ambos sentidos.

Recientemente, en un estudio del Banco Central Europeo (BCE) se lleva a cabo un análisis del coste de la vivienda en función del régimen de tenencia de ésta[2]. En él se presta atención a la denominada tasa de sobrecoste por tenencia de una vivienda, entendido como el porcentaje de la población que vive en una vivienda cuyos costes totales representan más del 40% de la renta disponible familiar[3].

Según dicho estudio, en 2019, en la Eurozona, en torno a un 10% de las familias afrontaban esa situación de exceso de costes por vivienda. La cifra agregada oculta, sin embargo, considerables diferencias, ya que las familias en régimen de alquiler presentaban una tasa del 24%, mientras que para aquellas con vivienda en propiedad libres de hipoteca no llegaba al 5%. Igualmente se apreciaba que, en general, la referida tasa de sobrecoste tiende a ser más baja en los países donde la proporción de viviendas en propiedad es más alta.

En el gráfico adjunto se observa cómo dicha tasa era en España, situada entre los países con mayor relevancia de la vivienda en propiedad, aunque ya por debajo del 80%, algo superior al 8%. Llama la atención la situación de algunos países, como Austria y Alemania, por su bajo porcentaje de viviendas en propiedad, así como, en este último caso, por su elevada tensión de costes. En este apartado Grecia aparece como un claro outlier.





[1] Desde hace años, a través de una serie de artículos he tratado de abordar algunas de las principales cuestiones planteadas: “¿Comprar o alquilar la vivienda habitual?”, Málaga Hoy, 21 de abril de 2005 (reproducido en “Caleidoscopio en blanco y negro”,  págs. 430-432); “Vivienda, salarios e interés: ¿una ecuación irresoluble?”, La Opinión de Málaga, 16 de septiembre de 2009 (en “Caleidoscopio”,  págs. 445-446); “El tratamiento fiscal de la vivienda”, BTV, 14 de febrero de 2019; “La vivienda en propiedad, ¿un error garrafal?”, BTV, 17 de febrero de 2020.

[2] Vid. Moreno Roma, “Housing costs and homeownership in the euro area”, ECB Economic Bulletin, 1/2021.

[3] Los costes por vivienda incluyen los costes de los servicios (agua, electricidad, gas y calefacción), mantenimiento, y alquiler o pago de intereses de un préstamo hipotecario.

20 de marzo de 2021

Blog “Tiempo Vivo”: 500 entradas y una dedicatoria personal

 

Probablemente, en otro centro, el acto habría tenido lugar en algún salón distinguido, decorado con vestigios de una ancestral trayectoria académica. En aquel colegio, hace años  desaparecido, la estancia no era sino el resultado de dos habitaciones corridas de una modesta vivienda social reconvertida en escuela[1]. Sin embargo, lo recuerdo como uno de los actos más solemnes a los que he asistido en toda mi vida, y uno de los que me han infundido un mayor respeto. Hace tiempo, mucho tiempo, que se difuminaron los detalles, pero permanece la imagen difusa.

Era una tarde luminosa, y allí en el aula, y en el estrecho pasillo, se había congregado la población de aquel extraño centro. Los años sesenta estaban aún en su segunda mitad. Por aquel entonces las jornadas escolares cubrían mañanas y tardes, prolongándose a veces con permanencias, y los sábados eran un día lectivo como otro cualquiera. En aquel colegio privado, la biblioteca, el laboratorio, el salón de actos, el patio de recreo, o la conserjería eran lugares imaginarios. Para facilitar más las cosas, los alumnos que cursaban el bachillerato elemental debían presentarse a exámenes finales, a una sola carta, en un Instituto público, después de haber seguido textos distintos a los empleados en la enseñanza oficial.

Ante un auditorio expectante y temeroso, la enérgica codirectora del colegio presentó al autor de la redacción que había sido seleccionada, y que ensalzó en grado superlativo. Quedé deslumbrado ante sus dotes de declamación y, aún más, por el contenido de los párrafos a los que de forma tan brillante y enfática daba lectura. Ignoro cuál era el tema exacto de la redacción, pero sí recuerdo que en ella se hacía una defensa de algunos usos o tendencias de la modernidad que encontraban resistencia social para abrirse camino. En su alegato hacía una referencia, como contrapunto, al uso de pelucas en las actuaciones de la justicia británica. La profesora elogió extraordinariamente al autor, a quien, de manera apabullante, presentaba como un modelo a imitar, aun a sabiendas de que ello representaba una meta imposible.

Admirado y subyugado por la puesta en escena que había vivido, me preguntaba si alguna vez lograría componer algún texto similar, aunque, por supuesto, sin pretender alcanzar ese carácter sublime que había percibido en la composición expuesta.

No sé quién era aquel personaje, ni que habrá sido de él. Daría cualquier cosa por saber si llegó a convertirse en escritor, en periodista o en un magistral jurista, y, sobre todo, por poder leer hoy aquel texto que siempre ha permanecido en el recuerdo como imagen de una redacción modélica.

Como en tantas otras ocasiones, constato afligido que he dejado escapar el tiempo y las oportunidades para el reencuentro o, simplemente, para expresar a alguien sensaciones y sentimientos latentes.

A aquel escritor precoz, esté donde esté, va dedicada esta modesta entrada de este blog, la número 500 desde que, en el verano de 2017, de manera un tanto inopinada, se pusiera en marcha. Con el convencimiento de que ninguno de los 500 artículos, notas, comentarios, o reflexiones que aquí se acumulan pueda equipararse con aquella sensacional composición escrita, que una tarde muy lejana alguien leyó en el Colegio San José y San Rafael.

                                                                                                                                                         



[1] Vid. “Las incomparables ventajas de la educación privada”, Blog “Tiempo Vivo”, 1 de mayo de 2020.

18 de marzo de 2021

La placidez lingüística del sufijo “-ista”

 

Al hilo de la imparable corriente del “lenguaje inclusivo”, hace unos días reflexionaba acerca del realce que supone para un hombre que ejerza tal profesión ser mencionado como “economista”. Decir “soy economista” por parte de un varón no ha tenido jamás, a mi entender, ninguna connotación negativa. En el plano lingüístico, me apresuro a señalar. La reputación y el reconocimiento sociales son otro cantar. No me ha parecido percibir nunca ningún atisbo de posible discriminación ligada al uso de esa palabra como descriptiva de una ocupación desempeñada por alguien del sexo masculino. Antes al contrario, siempre ha sonado, y suena, con total naturalidad, sin que nadie cuestionase su concordancia gramatical.

No hay, sin embargo, demasiado de exclusivo en ese vocablo, que comparte con otros muchos el sufijo “-ista” como extendido descriptor de la dedicación de personas a oficios, empleos y ocupaciones, o de condiciones circunstanciales o permanentes (lingüista, taxista, ciclista, dentista, electricista, periodista, oficinista, telefonista, trapecista, bonista, rentista…). La lista es demasiado larga. Y no digamos la que genera el uso del mismo sufijo para expresar afinidad o inclinación hacia determinadas tendencias o movimientos (socialista, feminista, peronista, vanguardista, papista, cubista…).

Pensándolo bien, es un auténtico disfrute poder usar todos esos términos de una manera tan plácida, sin vernos ante el vértigo de tener que preocuparnos por encontrar la forma más adecuada según la identidad de la persona a la que vayan referidos.

Ahora bien, mientras que puede percibirse una cierta relajación en emplear la palabra “economista” (en el sentido antes descrito), la relajación se torna en tensión cuando aparece la de “economicista”. A veces, el problema no está en las terminaciones sino en los comienzos o en las partes intermedias.

Sólo cabe esperar, y rogar, que, por mor de algún posible insensato movimiento pendular, no se lleguen a plantear matizaciones aclaratorias en razón del sexo en los dominios reseñados, en los que la economía del lenguaje todavía encuentra algún reducto. Aprovechemos, mientras dure, la placidez que nos aporta ese sufijo con connotaciones tan “pacifistas”. 

15 de marzo de 2021

“Cigarras” vs. “hormigas”: ¿existe discriminación del sistema impositivo?


La fábula de la cigarra y la hormiga puede servir de referencia para evaluar el grado de equidad con el que el sistema impositivo trata a aquellos contribuyentes que, estando en las mismas condiciones de partida, eligen distintas pautas de comportamiento respecto al uso de los recursos de que disponen.

Una verdadera justicia tributaria debería descansar en el principio de equidad horizontal aplicado desde una perspectiva del conjunto del ciclo vital. Dicho principio exige tratar de igual manera a aquellas personas que están en la misma situación. Así, si dos personas disfrutan de los mismos ingresos, deberían recibir el mismo tratamiento fiscal en el conjunto de sus vidas, con independencia de que decidan ser consumidores de todos los recursos disponibles, o ahorradores de parte de estos.

Hay que tener presente que el sistema impositivo se ve dificultado para respetar ese principio de equidad horizontal debido a una especie de miopía estructural que lo lleva a centrarse en ejercicios anuales individualizados y a poner su foco en transacciones que son consideradas aisladamente, desprovistas de cualquier nexo secuencial. En este contexto, la controversia sobre el doble gravamen del ahorro es todo un clásico en la doctrina hacendística, en tanto que la tributación de las herencias que provienen de recursos no destinados al consumo es asimismo objeto de debate. Los partidarios del gravamen de dichas transmisiones gratuitas esgrimen que no existe doble tributación en la medida en que, en esa fase, el impuesto sucesorio recae sobre quienes las reciben. Los oponentes arguyen que, de haberse consumido los recursos en su momento, no se generaría posteriormente ningún hecho imponible.

Sin ánimo de zanjar tales controversias, con el único propósito de ilustrar con cifras las consecuencias tributarias de distintos comportamientos económicos, se expone un ejemplo sencillo. Se considera que dos personas, A y B, llegan a un país en el que van a recibir una asignación económica de 50.000 euros durante 10 años. Al finalizar dicho período, abandonan el país sin recursos económicos, ya que deberán donar a otra persona todo el patrimonio que hubiesen acumulado, o bien deberán consumirlo antes de salir. Se aplican los siguientes impuestos: impuesto sobre la renta (tipo de gravamen del 40%), impuestos indirectos sobre el consumo (20%), impuesto sobre el patrimonio (1%), e impuesto sobre donaciones (30%). La tasa de inflación anual es nula, y el tipo de interés del ahorro es del 5% anual. El individuo A consume todo el ingreso recibido neto de impuesto, mientras que el individuo B consume la mitad y ahorra la otra mitad.

Aplicando tales supuestos, observamos que el individuo A pagaría un total de 25.000 euros en impuestos cada año, y 250.000 en total; a su vez, B pagaría 22.500 euros cada año por los ingresos obtenidos y el consumo, además de una media de 2.653 euros por el ahorro realizado; en total, 251.534 euros. Adicionalmente, en caso de donar el patrimonio acumulado, el donatario debería hacer frente a una carga impositiva de 50.176 euros; si lo consumiese, dicha carga ascendería a 27.875 euros. La carga total acumulada sería un 21% (supuesto de la donación) o de un 12% (supuesto de consumo) superior a la de A.

Ahora bien, para que la comparación fuese más homogénea tendríamos que expresar las contribuciones impositivas en términos de valor presente, utilizando como tasa de descuento el 5% anual, para expresar con referencia a una misma fecha todas las cantidades pagadas a lo largo del tiempo. Así, obtenemos que el contribuyente B (ahorrador) incurriría en una carga superior a la de A (consumidor) en un 9%, cifra que se elevaría hasta un 16% si computáramos la donación en lugar del consumo.

Aun cuando la cuantificación concreta va a depender de los supuestos específicos que se utilicen, el sesgo contra los comportamientos ahorradores parece desprenderse con claridad. Y sin que haya que perder de vista que el dinero destinado a consumir, y que resulta gravado por los impuestos indirectos, proviene de unos recursos que ya han sufrido la merma de la imposición directa. En caso de que se opte por ahorrar para consumir en el futuro, nos encontramos –sin tener en cuenta los posibles impuestos patrimoniales- con una triplicidad de gravámenes.

(Artículo publicado en el diario “Sur”; complemento de la entrada en este blog de fecha 17-2-2021)

14 de marzo de 2021

La igualdad impositiva según John Stuart Mill: un legado controvertido

El principio impositivo de igualdad se considera una de las referencias esenciales para el diseño de un sistema tributario “óptimo”. El cumplimiento de este principio se desdobla en dos vertientes: la equidad horizontal y la equidad vertical[1]. Ambos criterios son muy fáciles de enunciar (debe darse el mismo tratamiento tributario a las personas que estén en la misma situación, y un tratamiento distinto a quienes se encuentren en situaciones diferentes, respectivamente), pero resulta bastante más complicado aplicarlos de una manera incontestable.

La utilización del criterio de equidad horizontal parece que no presenta a priori demasiados escollos. Así, por ejemplo, si dos personas tienen una renta anual de 30.000 euros, y están en la misma posición personal y familiar, parece evidente que las dos deberían pagar la misma cuantía de impuesto. Sin embargo, el ocio puede introducir algunas complicaciones. El disfrute de ocio debería ser tenido en cuenta a la hora de determinar la renta personal, pero no sucede así en los sistemas tributarios. Así, si dos personas tienen la misma renta dineraria, pero difieren en la cantidad de ocio disfrutado, realmente no se encuentran en la misma posición, con lo que otorgarles el mismo tratamiento tributario no respetaría el principio de igualdad. Se trataría de la aplicación en falso del criterio de equidad horizontal.

No obstante, si se obvia el ocio, como ocurre en la práctica, con consecuencias negativas para la eficiencia económica y la justicia tributaria, la aplicación del criterio de equidad horizontal resulta algo bastante trivial.

El problema a resolver se agrava sobremanera cuando nos enfrentamos a la vertiente de la equidad vertical. Ésta requiere otorgar un tratamiento diferenciado a personas que estén en situaciones diferentes, por ejemplo, A, con una renta de 30.000 euros, y B, con una renta de 60.000 euros. Parece evidente que, para respetar la equidad vertical, A y B no deben pagar la misma cuantía de impuesto, pero ¿cómo debemos graduar las contribuciones?

De entrada, si nos preocupamos simplemente de respetar el extendido aserto de “que pague más quien más tiene (o gana)”, bastaría con que, por ejemplo, A pagase 6.000 euros, y B, 6.001 euros. Queda patente que la política impositiva necesita basarse en unos preceptos claros y taxativos, sin propiciar unos márgenes interpretativos tan laxos.

Una referencia doctrinal utilizada tradicionalmente para iluminar la plasmación del criterio de equidad vertical es el denominado principio del sacrificio igual, propugnado por John Stuart Mill: “La igualdad en la imposición, como una máxima política, significa… igualdad en el sacrificio”[2].

Es difícil conjeturar si, con su densa y enrevesada prosa, Mill pretendía dejar una especie de enigma, a resolver por las generaciones posteriores, acerca de lo que él entendía realmente por la existencia de un sacrificio igual. No era tal vez su propósito, pero lo cierto es que han sido diversas las interpretaciones dadas por los economistas a dicho precepto. La igualdad en el sacrificio ha sido interpretada en términos absolutos, proporcionales y marginales. Y, lo que es más importante, aun superando los a menudo supuestos heroicos a los que es preciso apelar para llegar a obtener curvas de utilidad de la renta comparables entre sí, en general, no cabe extraer unas conclusiones inequívocas respecto al carácter, progresivo, proporcional o regresivo, de los impuestos asociado al cumplimiento de la equidad vertical. Sencillamente, no se puede generalizar[3].

No obstante, pese a la indefinición de los postulados teóricos respecto a la necesidad o no de la progresividad, en la realidad, los sistemas impositivos suelen asumir el principio de redistribución. Éste pretende conseguir que la distribución de la renta después de impuestos sea más igualitaria que la distribución de la renta antes de impuestos[4]. Para lograr esta aspiración, la progresividad –al menos, a priori, en un plano puramente estadístico- es un instrumento esencial.

Dicho todo lo anterior, como elemento de reflexión, puede ser oportuno retornar a la fuente, a fin de releer detenidamente las palabras del gran economista clásico. De hecho, llega a abordar expresamente que debe procederse a “examinar si se hace esto en realidad [exigir a todos iguales sacrificios] haciendo que cada cual contribuya con el mismo porciento de sus medios pecuniarios”[5].

Del examen que lleva a cabo de dicha cuestión, parece colegirse que se decantaba, más bien, por la aplicación de un impuesto sobre la renta con tipo de gravamen fijo (proporcional), en el que habría un mínimo exento para atender las necesidades básicas[6]. La combinación de un tipo fijo o proporcional con un mínimo exento da lugar a un impuesto progresivo, cuyo tipo de gravamen medio va aumentando conforme aumenta la renta[7]. Continuando con el ejemplo anterior, si se establece un mínimo exento de 10.000 euros, con un tipo de gravamen del 20%, A pagaría 4.000 euros (un 13,3%); B, 10.000 euros (16,7%).




[1] Vid. José M. Domínguez Martínez, “Sistemas Fiscales: teoría y práctica”, ETC, 2014, págs. 85 y sigs.

[2] Vid. J. S. Mill, “Principios de Economía Política con algunas de sus aplicaciones a la Filosofía social” (1848), versión española, Fondo de Cultura Económica, 1943, pág. 688.

[3] Vid. Richard A. Musgrave y Peggy B. Musgrave, “Public finance in theory and practice”, McGraw-Hill, 4ª ed., 1984, pág. 243.

[4] Aunque normalmente hay una tendencia a considerar los resultados del mercado como “injustos”, hay autores que sostienen que “solo hay un motivo legítimo para calificar de ‘injustos’ los resultados del mercado y las consiguientes desigualdades, concretamente, cuando la injusticia es una consecuencia del marco legal e institucional que fija los términos de los procesos del mercado y sus resultados”. Vid. Martin Rhonheimer, “Libertad económica, capitalismo y ética cristiana”, Unión Editorial, Centro Diego de Covarrubias, 2019, pág. 274.

[5] Vid. J. S. Mill, op. cit., pág. 689.

[6] Ibíd., pág. 690.

[7] Vid. “Sistemas fiscales: teoría y práctica”, op. cit., pág. 188.

13 de marzo de 2021

La reiteración como piedra angular de la educación

 

Primero, de puertas adentro; luego abriremos la puerta, y saldremos al mundo exterior…”. Fue uno de los comienzos más ilusionantes que nunca tuve en una asignatura. Era el año 1978. Había elegido cursar como optativa la conocida como “OEI” (organización económica internacional) porque anhelaba poder descubrir los entresijos de las relaciones económicas internacionales, conocer el funcionamiento de los organismos económicos supranacionales, identificar los factores que condicionan los flujos comerciales entre países, interpretar las rúbricas de una balanza de pagos, saber cómo operaban las multinacionales, e indagar las claves por las que se mueven los mercados de divisas. La puesta en escena del encargado de abrir el cofre de esos conocimientos fue magnífica, estimulante y prometedora. Pero antes había que fijar las coordenadas del sitio donde nos encontrábamos. Primero había que mirar hacia dentro; luego iríamos hacia fuera: “Recuerden, primero, de puertas adentro; luego abriremos la puerta…”.

Hace unos días, tuve la oportunidad de asistir a una conferencia impartida por un eminente académico que versaba sobre la coyuntura económica española.

Según parece, dicho conferenciante, además de un vasto acervo científico, atesora un abundante elenco de anécdotas acaecidas en el mundo académico. De hecho, durante su exposición refirió una de ellas protagonizada por una de las figuras económicas más relevantes del siglo veinte de España, el ilustre profesor Valentín Andrés Álvarez. Personaje polifacético donde los haya, realizó, entre otros, estudios de Derecho, Economía y Física, además ser un consumado autor literario e incluso un habilidoso bailarín. En síntesis, algo así como un Schumpeter asturiano, aderezado con un ingenioso sentido del humor.

Cuando, a principios de los años cuarenta, se pone en marcha la Facultad de Económicas en Madrid, fue reclutado para formar parte de su claustro. Tras haberse doctorado en el año 1941 con una tesis centrada en el estudio de las “Valoraciones de comercio exterior de España”, en el año 1945 obtuvo la Cátedra de Teoría Económica en la Universidad Complutense. Allí impartió, hasta su jubilación en el año 1961, un curso introductorio de Teoría Económica[1].

En 1954 impulsó los trabajos preparatorios para la elaboración de la primera Tabla Input-Output de la economía española[2]. En vez de esa sofisticada denominación de “input-output” o “insumo-producto”, el profesor Álvarez abogaba por una expresión bastante más castiza: tabla “de metisaca[3].

Allí en el mítico Caserón de San Bernardo, comenzaba, cada curso, con la ceremonia del esperado encuentro con la Economía, ante un grupo de alumnos anhelantes por adentrarse en sus intrigantes y complicados vericuetos. La siguiente clase parecía, sin embargo, ser del mismo tenor y, sorprendentemente, según el relato del académico, también las posteriores. Luego, algún tipo de contratiempo le debió de impedir durante algún período comparecer por el Caserón, donde, según reseña el profesor Velarde, “Con subir unas escaleras, pasaba de la Física a la Metafísica”. Después de aquel paréntesis, el insigne catedrático regresó al estrado, para reiniciar la consabida introducción. En un momento dado, un avezado estudiante se atrevió a interpelarle de la siguiente forma: “Disculpe, profesor, pero esta lección ya la hemos dado”. “Puede que así sea, pero no se confunda: la reiteración es la clave de la educación”, le contestó el venerado maestro.

No lo decía cualquiera. Según consta en el informe realizado por el tribunal que juzgó las oposiciones para el acceso a cátedra, “en Valentín Andrés Álvarez sobresalían sus excelentes cualidades pedagógicas y de exposición, la claridad, lucidez, orden y amenidad en su estilo oral, unido a ello un elevado nivel cultural en todos los terrenos[4].

Recuerden… lo importante es ver primero lo que tenemos dentro, luego abriremos la puerta y saldremos fuera”. Así fueron pasando los días, a la espera de emprender el ansiado viaje por el mundo exterior.

Perdone, profesor, ¿cuándo saldremos de excursión?”, es la pregunta que uno de los alumnos comentaba entre bastidores, pero que nunca se atrevió a lanzar en público a aquel afable docente, que curiosamente se había formado en Madrid. No sé si llegó a ser alumno del irrepetible personaje que colaboró con Ortega y Gasset, pero, aparentemente, sí practicaba la misma metodología docente, basada en la reiteración.

Ya lo dicen los mayores expertos en didáctica. No conviene dar todo resuelto al alumno. Para el proceso de aprendizaje es fundamental que el estudiante, por sí mismo, sea capaz de hacer sus propias conexiones. No colmar las expectativas de adquisición de conocimientos es, quizás, una forma eficaz de mantener viva la inquietud intelectual. Es tal vez lo mejor y, desde luego, ahorra esfuerzos al proveedor y también, pero sólo a corto plazo, al receptor del saber. De hecho, en no en pocas ocasiones he recibido quejas de alumnos que argumentaban verse en situación de desventaja frente a los de otros grupos que llevaban “menos materia para el examen”.



[1] Vid. Juan Velarde Fuertes, “Valentín Andrés Álvarez y Álvarez”, Real Academia de la Historia, www.dbe.rah.es.

[2] Vid. Luis Perdices de Blas y Estrella Trincado Aznar, “Valentín Andrés Álvarez (1981-1982)”, www.ucm.es.

[3] Vid. Juan Velarde, op. cit.

[4][4] Vid. Rocío Sánchez Lissen, “Los tres primeros catedráticos de teoría económica de la universidad española”, en Enrique Fuentes Quintana (dir.), “Economía y economistas españoles”, vol. 7, Funcas, Círculo de Lectores, 2002, pág. 153.

11 de marzo de 2021

La “fatiga de Zoom”: esperando a Godot… en holograma

 

Se ve que la denominada “fatiga de Zoom”, a la que se hacía alusión en una reciente entrada de este blog (9-3-2021), sigue acaparando atención, a tenor de la gran cantidad de artículos en los que se aborda, y de conversaciones en las que está presente. De forma paralela, el trabajo de Jeremy N. Bailenson, de la Universidad de Stanford, en el que se analizan las causas de dicho fenómeno y se aportan posibles soluciones, se ha convertido en una referencia cada vez más extendida[1].

Tales soluciones consisten, esencialmente, en poner distancia física entre el participante en una videoconferencia y la cámara, prescindir de su propia imagen en la ventana común, tratar de efectuar algún movimiento ocasionalmente, y desconectar el vídeo, manteniendo solo la conexión de audio, de vez en cuando. Curiosamente, sin embargo, el citado profesor no incluye en el artículo una solución adicional que, según ha comunicado en alguna entrevista periodística, podría ser su favorita: el uso de hologramas. Éstos se concebirían, no como “proyecciones al estilo de Star Wars sino como avatares realistas que podríamos ver a través de cascos o de gafas inteligentes de forma que parecerían estar en nuestra estancia”[2].

Según el profesor Bailenson, que ha dirigido el Virtual Human Interaction Lab de Stanford durante casi 20 años, la sustitución de los rostros en una pantalla plana por una representación 3D de una persona elimina un montón de problemas de las videoconferencias: “La cuestión clave es que retiene la geografía espacial para todas estas personas”.

La tecnología que haría posible esa experiencia aún no está disponible, pero puede que llegue más pronto de lo que se cree, según expone T. Bradshaw, quien describe diversas opciones en fase de prueba. En Silicon Valley está extendida la idea de que, para finales de la presente década, las gafas de realidad aumentada serán tan habituales como hoy lo son los smartphones. Mientras tanto, el corresponsal de tecnología global del Financial Times recuerda que hay una solución más económica, planteada por el mencionado prestigioso profesor, para la "fatiga de Zoom": recurrir al teléfono como alternativa (vaya inventiva, hay que reconocerlo).

Los sistemas de videoconferencia no sólo generan fatiga, sino que también dan lugar a importantes mermas de eficiencia y de eficacia. Tales defectos son especialmente apreciables en el plano educativo. Además de limitar enormemente el ejercicio de la función docente y de restringir las interacciones, aquellos son más proclives al infraaprovechamiento –léase despilfarro- de las acciones formativas. Como algunos testimonios de estudiantes ponen de manifiesto, “es fácil desconectarse de la clase cuando estás sentado en tu habitación”[3], lo cual no significa, en modo alguno, que no existan elementos de autodistracción en las aulas, ni que haya grandes dificultades para la no asistencia a las clases presenciales o para ausentarse en medio de una sesión.

Según los expertos, la enseñanza telemática muestra el poder de la “nube” para la transformación la educación, si bien advierten de que “el cambio a las clases fuera del aula ha sido un shock cultural para educadores y estudiantes”. Puede que sea así, pero, en el fondo, es la propia educación lo que constituye un descomunal reto, un desafío permanente, una tarea inacabada.



[1] Jeremy N. Bailenson, “Nonverbal overload: a theoretical argument for the causes of Zoom fatigue”, Technology, Mind, and Behavior, febrero 2021.

[2] Tim Bradshaw, “Are holograms going to put an end to Zoom fatigue?”, Financial Times, 9-3-2021.

[3] Vid. Nicholas Fearn, “Remote learning shows the power of the cloud to transform education”, Financial Times, 9-3-2021.

10 de marzo de 2021

La revolución de las SPACs

 

Da la impresión de que el sistema financiero funciona a impulsos, a golpes de tendencias que, a partir de un momento dado, se convierten en moda. Instrumentos que mantenían su existencia de manera discreta, o incluso pasaban desapercibidos, de pronto se encuentran situados en la rampa de lanzamiento e irrumpen como un aluvión. Paralelamente, el catálogo de siglas y acrónimos no para de ampliarse.

Las SPACs vienen protagonizando últimamente uno de estos episodios. SPAC es el acrónimo de “Special Purpose Acquisition Company”, esto es, “compañía de adquisición de propósito especial”. También conocida como “Blank Check Company” (“compañía con cheque en blanco”, o “compañía sin plan de negocio”), se trata de una sociedad que vende acciones al público con el compromiso de invertir el dinero captado -dentro, usualmente, de un plazo de dos años- en la compra de otra empresa y fusionarlas. De no llevarse a cabo ninguna operación dentro de dicho plazo, deben devolverse a los accionistas los recursos captados.

Han emergido como un instrumento nuevo, pero estaban en el mercado desde hace décadas. Ha sido en 2020 cuando se ha producido su despegue en Estados Unidos, donde, desde el mes de agosto de dicho año, superan a las operaciones tradicionales de IPOs (ofertas públicas iniciales, u ofertas públicas de venta, OPVs)[1].   

A pesar del auge adquirido, las SPACs son un fenómeno un tanto controvertido[2]. En Estados Unidos, han comenzado a estar sometidas a regulación por la SEC, que califica las inversiones en SPACs como especulativas. Asimismo, son diversas las cuestiones que se suscitan en el plano del gobierno corporativo (relevancia de los pagos de comisiones y fondos destinados a facilitar la salida de los promotores o sponsors, carencia de planes de negocio, y falta de alineación de intereses en torno a un proyecto empresarial a largo plazo). 

La ola de las SPACs también llega a España, donde, de momento, no están habilitadas para cotizar en los mercados nacionales[3].      

No obstante, la operatividad de estos vehículos se está viendo frenada en algunos casos como consecuencia de las dificultades para aglutinar suficientes votos de los inversores minoristas para la materialización de los acuerdos en las juntas de accionistas. La aprobación de propuestas, que requieren una mayoría cualificada, resulta más fácil, en la práctica, cuando hay un mayor peso de los inversores institucionales[4]. 

Según J. Canals, “La abundancia de ahorro y el factor ‘rebaño’ de inversores ante una moda explica el reciente crecimiento de las Spac y la posible formación de una burbuja, que no beneficia a nadie más que a los especuladores”[5].

                       



[1] Vid.: D. Carnevali, E. Platt, C. Hodgson, y H. Lockett, “Markets shock in 2020 gives way to IPO boom”, Financial Times, 28-12-2020; B. Masters, “Year in a Word: Spac”, Financial Times, 31-12-2020.

[2] Vid. J. Canals, “Inversores, burbujas y gobierno corporativo”, Expansión, 4-3-2021.

[3] Vid. R. Casado, “Las 30 Spac que podrían buscar fusiones en España”, Expansión, 10-3-2021.

[4] Vid. O. Aliaj y J. Fontanella-Khan, “Retail investor apathy threatens to derail Spac deals”, Financial Times, 10-3-2021.

[5] Op. cit.

9 de marzo de 2021

Cansado sin causa, hastiado con razón

 

Hasta no hace mucho, para alguien residente en Málaga que tuviera que asistir a una reunión en Madrid de dos o tres horas (o incluso menos) de duración, era ineludible tener que incurrir en unos importantes costes fijos de tiempo, al margen de los dinerarios. Como mínimo, unas siete horas entre viajes y desplazamientos. En la práctica, bajar de las diez horas en total, en la “era AVE”, era ya un reto bastante exigente. La pandemia del coronavirus ha decretado de manera implacable un parón en ese régimen de reuniones, cuya manifiesta ineficiencia ha quedado retratada, obligando a buscar alternativas telemáticas, algunas ya con visos de permanencia.

Tales alternativas presentan enormes ventajas, aunque también significativos inconvenientes, más allá de su incapacidad, hoy por hoy, de replicar las condiciones de un encuentro personal y directo. Al menos de momento, no se pueden pedir peras al olmo.

En este contexto, ya sea a raíz de la propia experiencia, como de la transmitida por otras personas, constatamos, cada vez más, que los participantes en reuniones virtuales a través de plataformas de comunicación virtual acusan síntomas de fatiga, cansancio y saturación. La extensión del fenómeno ha dado pie a la realización de estudios científicos como el llevado a cabo por el profesor Bailenson en la Universidad de Stanford[1]. En éste, considerado el “primer artículo evaluado por pares que sistemáticamente deconstruye la fatiga del Zoom desde una perspectiva psicológica”, el autor valora dicha plataforma según sus aspectos técnicos individuales[2].

Cuatro son las razones identificadas como causa de la fatiga generada por las videoconferencias:

1.    Una excesiva cantidad de contacto visual de primer plano: en una videoconferencia, aunque esto pueda ser matizable, en función de la configuración de la pantalla, todo el mundo está mirando a todo el mundo, todo el tiempo. Un oyente es tratado no verbalmente como un orador, incluso aunque no intervenga.

2.   Contemplarse a sí mismo constantemente durante una videoconferencia es fatigoso: es como estar permanentemente delante de un espejo.

3.     Las reuniones virtuales reducen drásticamente nuestra movilidad usual, en formas que no son naturales.

4.   La carga cognitiva es mucho más elevada en las conversaciones por videoconferencia: mientras que, en una interacción cara a cara, la comunicación no verbal es bastante natural y ofrece indicios útiles, en las videoconferencias hay que esforzarse más para enviar y recibir señales.

El profesor Bailenson apunta algunas pautas (aparentemente) simples para atenuar los referidos problemas: i) reducir la cuadrícula general de intervinientes, y el tamaño de las caras; ii) crear la opción de que no veamos nuestra propia imagen; iii) tratar de incorporar algunos elementos de movilidad física, y también desconectar la cámara de vez en cuando; iv) buscar pausas de “solo audio”.

Por lo que respecta a la docencia, a partir de la experiencia podría formular la hipótesis de que dar una clase por videoconferencia es mucho más agotador que una clase presencial, aunque quizás menos que grabar una sesión sin oyentes.

En un entrevista reciente, el citado investigador ha reconocido que los problemas de la “fatiga del Zoom” palidecen en comparación con el trauma diario soportado por el personal sanitario en hospitales saturados[3].



[1] Jeremy N. Bailenson, “Nonverbal overload: a theoretical argument for the causes of Zoom fatigue”, Technology, Mind, and Behavior, febrero 2021.

[2] Vignesh Ramachandran, “Stanford researchers identify four causes for ‘Zoom fatigue’ and their simple fixes”, Stanford News, 23 de febrero de 2021.

[3] Tim Bradshaw, “’Zoom fatigue’ brought into focus by Stanford study”, Financial Times, 26 de febrero de 2021.


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