Hasta no hace mucho, para alguien
residente en Málaga que tuviera que asistir a una reunión en Madrid de dos o
tres horas (o incluso menos) de duración, era ineludible tener que incurrir en unos
importantes costes fijos de tiempo, al margen de los dinerarios. Como mínimo,
unas siete horas entre viajes y desplazamientos. En la práctica, bajar de las
diez horas en total, en la “era AVE”, era ya un reto bastante exigente. La pandemia del
coronavirus ha decretado de manera implacable un parón en ese régimen de
reuniones, cuya manifiesta ineficiencia ha quedado retratada, obligando a buscar
alternativas telemáticas, algunas ya con visos de permanencia.
Tales alternativas presentan enormes
ventajas, aunque también significativos inconvenientes, más allá de su
incapacidad, hoy por hoy, de replicar las condiciones de un encuentro personal
y directo. Al menos de momento, no se pueden pedir peras al olmo.
En este contexto, ya sea a raíz
de la propia experiencia, como de la transmitida por otras personas,
constatamos, cada vez más, que los participantes en reuniones virtuales a
través de plataformas de comunicación virtual acusan síntomas de fatiga,
cansancio y saturación. La extensión del
fenómeno ha dado pie a la realización de estudios científicos como el llevado a
cabo por el profesor Bailenson en la Universidad de Stanford[1].
En éste, considerado el “primer artículo evaluado por pares que
sistemáticamente deconstruye la fatiga del Zoom desde una perspectiva
psicológica”, el autor valora dicha plataforma según sus aspectos técnicos
individuales[2].
Cuatro son las razones
identificadas como causa de la fatiga generada por las videoconferencias:
1. Una
excesiva cantidad de contacto visual de primer plano: en una videoconferencia,
aunque esto pueda ser matizable, en función de la configuración de la pantalla,
todo el mundo está mirando a todo el mundo, todo el tiempo. Un oyente es
tratado no verbalmente como un orador, incluso aunque no intervenga.
2. Contemplarse
a sí mismo constantemente durante una videoconferencia es fatigoso: es como
estar permanentemente delante de un espejo.
3. Las
reuniones virtuales reducen drásticamente nuestra movilidad usual, en formas
que no son naturales.
4. La
carga cognitiva es mucho más elevada en las conversaciones por
videoconferencia: mientras que, en una interacción cara a cara, la comunicación
no verbal es bastante natural y ofrece indicios útiles, en las
videoconferencias hay que esforzarse más para enviar y recibir señales.
El profesor Bailenson apunta
algunas pautas (aparentemente) simples para atenuar los referidos problemas: i)
reducir la cuadrícula general de intervinientes, y el tamaño de las caras; ii)
crear la opción de que no veamos nuestra propia imagen; iii) tratar de
incorporar algunos elementos de movilidad física, y también desconectar la
cámara de vez en cuando; iv) buscar pausas de “solo audio”.
Por lo que respecta a la docencia, a partir de la experiencia podría formular la hipótesis de que dar una clase por videoconferencia es mucho más agotador que una clase presencial, aunque quizás menos que grabar una sesión sin oyentes.
En un entrevista reciente, el
citado investigador ha reconocido que los problemas de la “fatiga del Zoom”
palidecen en comparación con el trauma diario soportado por el personal
sanitario en hospitales saturados[3].
[1]
Jeremy N. Bailenson, “Nonverbal overload: a theoretical argument for the causes
of Zoom fatigue”, Technology, Mind, and Behavior, febrero 2021.
[2] Vignesh
Ramachandran, “Stanford researchers identify four causes for ‘Zoom fatigue’ and
their simple fixes”, Stanford News, 23 de febrero de 2021.
[3]
Tim Bradshaw, “’Zoom fatigue’ brought into focus by Stanford study”, Financial
Times, 26 de febrero de 2021.