24 de febrero de 2018

Federer vs Ronaldinho: las distintas rutas para la felicidad

Tan solo hace unos días, los medios de comunicación destacaban cómo el tenista Roger Federer había logrado encaramarse de nuevo a la primera posición del ranking de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP), añadiendo un hito más a su impresionante palmarés. La valoración de los logros acumulados a lo largo de su dilatada trayectoria deportiva agota todos los calificativos.

Ocupar el puesto número 1 del referido ranking es en sí una proeza. En el caso comentado se da la circunstancia de que se produce casi catorce años después de que, en 2004, accediera por primera vez a tan privilegiada posición. Ahora lo hace camino de los 37 años, tras una senda coronada de éxitos, que, en distintas ocasiones, ha propiciado momentos estelares para poner término plácidamente a su carrera deportiva y liberarse del yugo de un deporte tan exigente.

El tenista profesional está solo en la pista, no puede encontrar a nadie que lo releve en el esfuerzo, no puede acudir a un entrenador en demanda de consejo… Quienes compiten en el circuito profesional no pueden saber qué temperatura hará mirando simplemente el calendario, ni pueden permitirse la relajación en algún partido de un torneo, bajo el implacable sistema de eliminatorias. Seguramente tienen muchas compensaciones, pero los requerimientos deportivos y extradeportivos son enormes. En el peculiar método de baremación utilizado, los éxitos de una temporada son un dogal para la siguiente. Es en aquel donde se genera verdaderamente la dinámica de la defensa de los títulos, a diferencia de las competiciones de otros deportes. En fin, mientras que algunas disciplinas deportivas han ajustado sus normas para reducir la duración de los partidos como elemento de atracción de las retransmisiones televisivas, estas siguen abiertas, apenas sin restricciones, a encuentros de tenis que llegan a ser extenuantes para los jugadores.

A pesar de la extraordinaria colección de títulos que el tenista suizo ha ido atesorando, quizás en algunas coyunturas podría haber dado la impresión de que no se tensionaba al máximo ni ponía todo el empeño en seguir escalando cimas. Tal vez, en algunos encuentros, según tesis de comentaristas especializados, podía caer en una cierta relajación que motivara no haber ampliado aún más su apabullante porcentaje de victorias.

Al margen de lo anterior, la irrupción de Rafael Nadal en el circuito cambió el curso de la historia tenística con un gran impacto directo en la hoja de ruta del campeón suizo. Enfrentarse a semejante rival tuvo que ser una prueba colosal, no solo en el plano estrictamente deportivo. Ser capaz de afrontarla, una y otra vez, con el balance conocido en una primera y larga fase, es un reto sumamente difícil, mucho más incluso para alguien situado en la cúspide. Sin embargo, Federer supo asimilar el nuevo estatus y prosiguió serenamente su periplo por los continentes tenísticos. No solo eso, sino que, más recientemente, ha logrado invertir la pendiente de su curva de rendimiento, que, en toda lógica, mostraba un perfil suavemente decreciente.

En definitiva, aunque en algunas fases de su carrera o en momentos de partidos concretos pudiera dar la sensación de que estaban colmadas sus expectativas, en modo alguno era así. Como prueban los hechos, el comportamiento deportivo de Roger Federer responde al patrón (en grado excelso) de “maximizador”, movido por una determinación inquebrantable para alcanzar metas cada vez más desafiantes. Este atípico perfil lo describe palmariamente Toni Nadal, el mítico entrenador del astro español, al hablar de este y de Federer: “Hay algo común en ellos que va más allá de lo razonable. Solo un carácter sometido precisamente a algo tan irracional como la pasión desmedida por lo que uno hace es capaz de soportar lo que una carrera tan larga y fructífera como la de Roger Federer supone” (“El camino de la obsesión”, El País, 29-1-2018).

Otro longevo deportista ha sido Ronaldo de Assis Moreira (más conocido como Ronaldinho), nacido un año y unos meses antes que Roger Federer. Hace poco, con 37 años, ha anunciado su retirada del fútbol profesional. Mérito tiene sin duda alcanzar esa edad estando en activo, aunque quizás en los deportes de equipo, por distintos motivos, pueda ser algo más fácil resistir las inclemencias del tiempo.

Janan Ganesh, prestigioso columnista del Financial Times, en un artículo reciente (2-2-2018) efectúa una comparación entre los ejemplos de Federer y Ronaldinho como estilos de vida: ¿Quién nos enseña cómo vivir?, es la cuestión que nos plantea.

En línea con lo señalado, Federer es catalogado, con arreglo a la terminología de los estudiosos de la toma de decisiones, como un “maximiser”, alguien que lucha siempre por alcanzar lo mejor posible: “Él tenía la riqueza y los títulos que justificaban una relajación en la mitad de su carrera, pero sufrió para lograr más. Adopta una disciplina monástica para sostener la primacía, no solo la competitividad”, en un deporte de tantas exigencias biomecánicas. Ronaldinho, por el contrario, es calificado como un “satisficer”, vocablo que, según el Collins English Dictionary, significa “actuar de manera tal que se satisfagan los requerimientos mínimos para alcanzar un resultado particular”. Ganesh recuerda cómo el futbolista brasileño, a la edad de 26 años, había acumulado ya los mayores logros deportivos, pero unos hábitos un tanto relajados ayudaron a que el F. C. Barcelona renunciara a sus servicios, iniciando desde entonces el trayecto de una curva descendente.

En suma, los dos deportistas referidos, Federer y Ronaldinho, comparten rasgos, un extraordinario talento, la fortuna de haber conquistado las cimas más altas a una temprana edad y el hecho de haber prolongado durante mucho tiempo sus carreras. Ahí acaban las coincidencias, toda vez que en el curso de aquellas han exhibido actitudes y talantes bastante diferentes. ¿Cuál de los dos modelos es el más recomendable? ¿Cuál de ellos es el que puede aportar una mayor felicidad personal?

Según el articulista del Financial Times, tanto a criterio de la población general como a tenor del veredicto de los eruditos, los “satisficers” tienden a ser más felices que los “maximisers”. Y él mismo, tras una serie de consideraciones y apreciaciones sobre la vida real de las personas, concluye que “lo que los desencantados seguidores ven en Ronaldinho como despilfarro o complacencia es en sí una clase de disciplina mental – quizás de la clase más alta”. Una conclusión bastante contundente, basada en percepciones de personas ajenas a los protagonistas, únicos jueces de su propia felicidad.  Los efectos causados por las decisiones de los deportistas, estrellas mundiales, sobre el bienestar de sus seguidores a escala planetaria no son objeto de ninguna ponderación en tal juicio, como tampoco la posible influencia ejercida en las pautas de comportamiento de las personas, niños, jóvenes o adultos, que se miran en el espejo de sus actuaciones.

19 de febrero de 2018

Responsabilidad social corporativa e impuestos


La responsabilidad social corporativa (RSC) o, más genéricamente, empresarial (RSE), es un mantra en boga. Pero no se trata de un concepto novedoso, como tampoco indiscutido en el ya largo proceso de asimilación e implantación en el mundo empresarial. Si numerosos y heterogéneos son los enfoques de la teoría económica de la empresa, no debería sorprender mucho que también existan diferentes interpretaciones del papel de una organización empresarial.

El economista norteamericano Milton Friedman, Premio Nobel de Economía en 1976, marcó un hito argumental al defender que “hay una y solamente una responsabilidad social de las empresas: usar sus recursos e implicarse en actividades encaminadas a aumentar sus beneficios, siempre que respeten las reglas del juego, es decir, que actúen en una competencia abierta y libre, sin engaño ni fraude”.

Merece la pena detenerse en ese planteamiento. De entrada, si una empresa no logra tener una cuenta de resultados saneada, que permita cubrir todos los costes de producción y retribuir adecuadamente a todos los factores productivos, difícilmente será viable a medio plazo. Adicionalmente, la realización de su actividad económica y la generación de beneficios permiten la recaudación de impuestos con los que financiar programas de gasto público. No habría mucho que objetar: la empresa estaría produciendo bienes y servicios útiles para la sociedad propiciando al mismo tiempo la obtención de recursos para su uso público.

Milton Friedman cuestionaba de manera contundente las políticas de RSC desarrolladas por ejecutivos de empresas: “… el ejecutivo corporativo estaría gastando el dinero de otros para un interés social general. En la medida en que sus actuaciones son acordes a su ‘responsabilidad social’ reduce los rendimientos de los accionistas. Si elevan el precio para los clientes, está gastando el dinero de estos. Si reducen los salarios de algunos empleados, está gastando su dinero… Pero si hace esto, está en efecto estableciendo impuestos, por un lado, y decidiendo cómo gastarlos, por otro”.

Ahora bien, la situación se complica si la actividad de la empresa acarrea algunas consecuencias negativas que no son recogidas explícitamente como costes o bien no se cumplen estrictamente las condiciones de libre y justa competencia. En tales casos, la empresa estaría contrayendo una deuda con la sociedad. El ejercicio de la RSC podría ser una vía apropiada para su resarcimiento. De manera general, el marco real en el que operan las empresas dista mucho de reunir las condiciones en las que los mercados competitivos permiten alcanzar soluciones óptimas desde el punto de vista social. Así, una empresa que pretenda contribuir a esa meta de promover la eficiencia global ha de ampliar su función objetivo para dar cabida a la consideración de las distintas partes interesadas (stakeholders).

Esta es la línea que se viene extendiendo en los últimos años y que ha llevado a que las empresas, de manera voluntaria, asuman una serie de compromisos en relación con los distintos grupos de interés (personas, territorios, sociedad, medio ambiente).  Las modernas corporaciones se afanan en crear un espíritu de comunidad colaborativa en la que se integren todos esos colectivos y ámbitos.

En España, el Código de Buen Gobierno de las Sociedades Cotizadas contiene recomendaciones sobre la política de RSC. Y, recientemente, el Real Decreto-ley 18/2017 ha introducido, para las sociedades que tengan la consideración de entidades de interés público y que formulen cuentas consolidadas, la obligación de emitir un estado de información no financiera o relacionada con la RSC.

Según diversos estudios, la actitud de los clientes, los empleados y otros colectivos hacia las marcas se ve condicionada cada vez más por la percepción de su actuación en materia de RSC. La política de RSC se manifiesta a través de la implementación de iniciativas o la realización de actividades promovidas directamente por las empresas, pero también, qué duda cabe, mediante el pago de las cargas tributarias con arreglo a las normas vigentes. La existencia de un conjunto de reglas fiscales complejas, y huérfanas de la debida coordinación en el plano internacional, deja cierto margen para que una empresa, manteniéndose dentro de la legalidad, “optimice” sus contribuciones. ¿Puede una empresa que practique la RSC hacer uso de técnicas de planificación fiscal? ¿Hasta dónde es admisible?

Son los anteriores interrogantes no fáciles de contestar de manera expeditiva, por lo que puede ser más oportuno centrarse en los hechos: ¿son las empresas más activas en RSC mayores contribuyentes que otras similares menos comprometidas con la RSC? Diversas investigaciones se han ocupado de analizar empíricamente esta cuestión. Una de ellas es la de Angela Davis, David Guenther, Linda Krull y Brian Williams, quienes, para el caso estadounidense, concluyen que las empresas socialmente responsables no pagan más impuestos.

Ante este panorama un tanto desconcertante, son diversos los intentos de explicación. Por un lado, la minimización de las cargas tributarias y la RSC pueden verse como mecanismos independientes para maximizar el valor de la empresa. Pero, por otro, si las empresas perciben que los impuestos tienen efectos negativos para la innovación, la inversión, el empleo y el crecimiento económico, ambas actuaciones pueden verse como sustitutivas entre sí. Las empresas socialmente responsables pueden considerar que el pago de los impuestos corporativos no es el mejor medio para alcanzar sus fines de responsabilidad social. Según esa interpretación, el pago de impuestos representa una detracción al bienestar social.

Aunque la tesis de Milton Friedman haya sufrido una clara derrota dentro del ideario corporativo moderno, ello no ha impedido el surgimiento de lo que The Economist denomina “escuela de responsabilidad corporativa de los CEOs”, que sostiene que la principal contribución de una empresa a la sociedad es crear empleos y renta. Entre los extremos recogidos en el título de un artículo publicado en 2016 por dicha revista, “santos sociales, demonios fiscales”, hay bastante espacio para buscar un equilibrio adecuado. Pero difícilmente cabría predicar que la responsabilidad social pudiera ser compatible con la irresponsabilidad fiscal.

(Artículo publicado en el diario “Sur”, el día 19 de febrero de 2018)

16 de febrero de 2018

Yo o yo mismo: el vértigo a la soledad del pronombre

En el transcurso de una intervención hablada, o en la redacción de un texto, ¿quién, en alguna ocasión, no se ha sentido incómodo, al tener que hacer referencia a su propia persona? ¿Cuál de las siguientes sería la fórmula más adecuada: a) ¿Fui yo el encargado de llevar a cabo esa tarea; b) Yo mismo fui el encargado de llevar a cabo esa tarea; c) El encargo de llevar a cabo esa tarea recayó en mi persona; d) Fuimos nosotros los encargados de llevar a cabo esa tarea…?

De las distintas opciones posibles, el recurso a un escueto “yo” suele resultar un tanto rotundo, parco, o incluso abrupto. Entonces surge la sensación de la necesidad de arroparlo de alguna manera o de acompañarlo a fin de atenuar lo que podría interpretarse como una proclamación de nuestro ego. Dependiendo del contexto, cada una de las alternativas puede parecer más o menos apropiada. Y no es infrecuente que la palabra “mismo” ejerza esa función de escolta, sin que, de antemano, podamos saber la causa última que lleva al orador o al escritor a hacer uso de ella.

Así, no deja de causar una cierta sorpresa saber que, en la lengua inglesa, según relata Michael Skapinker (Financial Times, febrero 2018), el uso de “myself” y “yourself”, catalogado como un error gramatical, produce una considerable irritación entre algunos lectores o interlocutores.

Son varias las teorías que el citado articulista plantea como posibles explicaciones de su empleo en lugar de, respectivamente, “me” y “you”.

La pomposidad es una de ellas. Es verdad que, a veces, el “yo mismo” tiende a enfatizar el hecho de que la acción considerada es realizada expresamente por quien habla, para reforzar el rango de aquella o el de la responsabilidad asumida. Pero, en otras situaciones, más que pretensiones de autoridad pueden encontrarse connotaciones de mera suficiencia.

La austeridad del parco monosílabo del que estamos hablando, que llega a su mínima expresión -escrita, que no oral- en Inglés, es otra de las líneas explicativas. Se combate la austeridad con algún gasto adicional.

El columnista del Financial Times añade otra posible causa, la de evitar la confusión potencial entre “you” y “I, algo que no se percibe con claridad en el ejemplo aportado (ante la duda entre “thank you for the information you sent to my colleague and me” y “...to my colleague and I”, utilización de “…to my colleague and myself”).

Finalmente, se alude a la visión de quienes defienden la corrección del uso de “myself” y “yourself” como pronombres no reflexivos, sobre la base de que la gramática correcta es la que la gente utiliza al hablar o al escribir, no la que se deriva de guías y libros prescriptivos. Los más puristas, en cambio, propugnan que se empleen solo como formas reflexivas o con una finalidad de énfasis.

La falta de una forma tónica reflexiva para la primera persona en la lengua española nos lleva a una situación un tanto diferente a la descrita, pero la adición de “mismo” (o “misma”, aunque no es lo mismo “yo misma” que “ya mismo”) permite establecer un paralelismo.

En fin, a la hora de decir quién ha escrito un texto, si nos vemos afectados por el vértigo de la soledad del pronombre en primera persona, o si tenemos algún reparo en expresarlo abiertamente, podemos recurrir al “síndrome del padre de la hija de Ryan”. Así, por ejemplo, sin ir más lejos, esta nota ha sido escrita por el autor del texto que conforma la misma.

10 de febrero de 2018

El poder de una coma ausente

A veces da la impresión de que los signos de puntuación no son más que un uso, decadente o caduco, de otra época. La inmediatez de los millones de mensajes que cada instante circulan por las redes sociales parece poco compatible con el cuidado y el esmero en la redacción de los textos. La finalidad de la comunicación prevalece enteramente sobre la forma a través de la que se lleva a cabo; la ortodoxia, la corrección y la estética quedan relegadas a un segundo, o mucho más alejado, plano.

Una coma es un signo estilizado y, solo en apariencia, insignificante. Bien colocada, nos da un leve respiro, nos ayuda a comprender el sentido de la oración. Pero, si está desubicada, puede causar graves destrozos en el significado y confundir al lector. Son bien conocidos los ejemplos clásicos de las interpretaciones radicalmente opuestas que pueden derivarse de la colocación de una coma en uno u otro lugar de una frase.

No existe ese problema en algunas obras literarias en las que se prescinde completamente de ese modesto atributo ortográfico. En ellas el lector ha de poner de su parte a fin de tratar de desvelar las intenciones del autor. Al detenernos en una composición privada de pausas gráficas experimentamos una extraña sensación y, si caemos en el señuelo, podemos vernos imbuidos en sucesivas lecturas, con ritmos distintos y connotaciones divergentes. Así, por ejemplo, la frase “la vida fluye mientras encuentra cauce mientras haya sed inventa causa”, que podemos leer en “eMe. Diario de un transformista”, del escritor Juan Ceyles, nos mueve a preguntarnos cuántos sintagmas hay en ella. Aunque no debemos olvidar que, como en la misma página se indica a continuación, “cualquier camino lleva a cualquier camino”.

La ausencia de una coma, o de todas las comas, puede ser un recurso literario que adquiere legitimidad en el plano de la creación literaria, en el ámbito del deconstruccionismo, pero, en cambio, puede no ser inocua en el terreno más mundano de las relaciones contractuales. En un artículo publicado en el diario Financial Times (29-3-2017), Michael Skapinker nos relata un curioso caso con trascendencia económica.

En dicho artículo se recoge la sentencia dictada por David Barron, un juez del Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos, quien falló a favor de cinco conductores de camiones de Maine que habían reclamado que habían sido erróneamente privados de la percepción de retribuciones por horas extraordinarias. Los demandantes alegaban que su empresa, dedicada a la distribución de productos lácteos, había hecho una interpretación inadecuada de los signos de puntuación de la lengua inglesa.

Según señala Michael Skapinker, la legislación de Maine establece que las empresas han de pagar un suplemento a los trabajadores por trabajar más de 40 horas a la semana. Sin embargo, hay una excepción. Dado que algunos productos se estropean muy rápidamente, no se prevén pagos por horas extras por “el enlatado, procesado, preservación, congelación, secado, comercialización, almacenamiento, empaquetado para el envío o distribución” de productos agrícolas, carne, pescado y productos perecederos.

Los conductores argüían que no llevaban a cabo ninguna de las actividades relacionadas en primer lugar, ni tampoco “empaquetaban para el envío o distribución”. Se limitaban a conducir, por lo que, al superar las 40 horas semanales, debían recibir su compensación. Por su parte, la empresa esgrimía que la “distribución” era una actividad distinta de “empaquetar para el envío” y que, al distribuir productos perecederos, no se devengaba derecho a la referida compensación por horas extraordinarias.

Ahora bien, la defensa de los conductores incidió en que para que el argumento empresarial tuviese fundamento tenía que haberse introducido una coma antes de “o distribución”, dejando claro que la distribución de bienes (la tarea de los conductores) era un trabajo diferenciado del expresado anteriormente en la relación.

Así las cosas, el tribunal determinó que la ausencia de la coma generaba una cierta ambigüedad que debía interpretarse a favor de los conductores.

Fuera de los confines de la creación y de los desafíos literarios, parece altamente recomendable que los textos escritos con la finalidad de comunicación no tengan contenidos ambiguos. En muchas ocasiones, la interpretación correcta se produce gracias al conocimiento del destinatario del texto, pero, cuando esto no ocurre, pueden suscitarse considerables dudas. A título ilustrativo, si Agapito nos dice que ha “vivido en las comunidades de Andalucía y Castilla y León”, ¿dónde deberíamos ubicar sus vínculos territoriales, si no conocemos la configuración regional española?

La coma, ese signo escurridizo, reivindica su protagonismo; en este caso, con la distinción de Oxford o, más prosaicamente, con el calificativo de serial.

3 de febrero de 2018

AVE Málaga-Madrid: 10 años de una infraestructura estratégica


Para un millennial, hacer el viaje Málaga-Madrid en dos horas y media puede ser una trivialidad; para un miembro de la pretérita generación de los baby-boomers es algo que todavía parece increíble. En el año 1973, en mi primer viaje en tren a Madrid, por motivo de mi incorporación al mercado de trabajo, invertí, en un moderno Talgo, casi siete horas; y, aún a mediados de los años ochenta, experimenté lo larga que podía ser una noche a bordo del Costa del Sol.

A finales de 2007, el AVE aterrizó en Málaga. No fue un camino fácil, plagado como estuvo de trabas y de posiciones escépticas cuando no contrarias. El AVE se fue expandiendo selectivamente por la geografía hispana, acompañado de muestras de satisfacción. Sin embargo, la aparición de estudios de expertos en la evaluación de proyectos públicos ha venido a aguar la fiesta, en la medida en que sus resultados no avalan la rentabilidad de nuestra joya de la corona. El escaso impacto en la sustitución de los desplazamientos en automóvil es una de las causas identificadas.

No obstante, cuando uno reflexiona acerca de los cambios acontecidos, que exceden de la mera actividad del transporte, no tiene más remedio que mostrarse un tanto refractario al dictamen de tales cálculos. Y hemos de dar gracias de que no nos viésemos abocados a una situación de “parálisis por el análisis”. De haber seguido el dictado de informes como los mencionados, aparecidos ex post, el AVE no habría alzado el vuelo en España.

Ahora bien, hubo estudios previos que respaldaron la construcción de la línea Córdoba-Málaga, como el encargado por la Junta de Andalucía a Analistas Económicos de Andalucía, que, en el año 1998, concluía que dicha iniciativa era “un proyecto con una significativa rentabilidad desde el punto de vista socioeconómico, del que se podrían generar resultados muy positivos para la economía andaluza”. ¿Se ha confirmado aquel pronóstico?

Antes de aportar cifras, no está de más constatar los cambios cualitativos inducidos por el AVE. Este ha conllevado un efecto global para el conjunto de Málaga y otras áreas beneficiarias que puede sintetizarse en su adscripción a la categoría de (macro)bien colectivo, que da la posibilidad de acceder a la red de Alta Velocidad. Gracias al AVE, se ha atenuado el carácter periférico de Málaga, a raíz de la alteración de la relación espacio-tiempo. Y con ello se han transformado las relaciones empresariales, profesionales, de ocio e incluso familiares.

Por lo que se refiere al análisis económico de la inversión en infraestructuras, a corto plazo es relevante el multiplicador del gasto, que, en el caso que nos ocupa, se cifró en 1,7. Así, la inversión inicial en la línea Córdoba-Málaga, de 2.450 millones de euros, dio lugar a un incremento adicional de producción de más de 1.700 millones de euros, para alcanzar un total de más de 4.200 millones. Para hacer frente a dicha demanda se crearon 30.800 puestos de trabajo durante el período de ejecución.

A fin de calibrar el impacto a largo plazo, Analistas Económicos de Andalucía ha efectuado estimaciones de la elasticidad de la producción respecto al stock de infraestructuras ferroviarias, resultando un valor de 0,14. Es decir, si dicho stock aumenta un 1%, el PIB se incrementaría un 0,14%. A partir de la reconstrucción de series se concluye que el crecimiento del PIB de la provincia de Málaga en el período 1992-2017, sin el AVE, habría sido del 2,6% en promedio anual, en lugar del 2,8% alcanzado. Así, cabe imputarle un diferencial de crecimiento de 0,2 puntos porcentuales al año. De no haberse realizado las inversiones referidas, el PIB actual de Málaga sería inferior al real en un 6,5%, y el número de personas ocupadas, en un 5,3%.

Pero su verdadero impacto va más allá de las cifras macroeconómicas, al generar una serie de efectos positivos, muchos de los cuales no se computan en los cálculos económicos. El AVE ha reconfigurado las conexiones entre las ciudades, propiciando un efecto escala y, en general, ha favorecido la vertebración y la integración territorial. La transformación del sistema de transporte origina importantes ventajas para el desarrollo del tejido productivo y la realización de actividades económicas, e impulsa los flujos turísticos, favoreciendo su diversificación.

Asimismo, el sistema de Alta Velocidad permite cosechar otros beneficios para la sociedad, tales como el ahorro del tiempo de viaje y la minoración de diversos efectos externos negativos (en relación con la siniestralidad, la congestión y el medio ambiente).

La realización de un análisis coste-beneficio en el que se computan algunos de los efectos mencionados, que, aunque no se materialicen en flujos monetarios efectivos, se prestan a estimaciones económicas, pone de relieve que, adoptando un horizonte temporal de 30 años, la línea de AVE Córdoba-Málaga arroja un valor actual neto claramente positivo, con una tasa interna de rentabilidad algo superior al 5%.

A lo largo del período 1992-2017, la economía malagueña creció a una tasa anual media acumulativa del 2,8%, claramente superior a la de España (2,1%). A pesar de ello, el PIB per cápita sigue por debajo de la media española, situándose en un 79,3% de esta. Esa dificultad de convergencia viene en parte explicada por el mayor ritmo de crecimiento poblacional en Málaga, de más de un 40%, frente a un 20% en España. Tampoco puede olvidarse que el PIB per cápita de Málaga aumentó en términos reales más de un 41% entre los años señalados.

En cualquier caso, los retos económicos y sociales planteados son enormes. Para que la provincia de Málaga pueda prolongar su etapa de dinamismo y superar tales retos se hace necesario crear las condiciones adecuadas. Las infraestructuras se conciben como uno de los pilares de la prosperidad, junto con unas instituciones sólidas y eficaces, y la estabilidad macroeconómica. Y para que esos pilares se traduzcan en competitividad resulta imprescindible la contribución del capital humano y la de una fuerza impulsora integrada por empresarios con connotaciones schumpeterianas.

Todo ello requiere de un análisis específico. Ahora, al conmemorar el décimo aniversario del AVE Málaga-Madrid, lo que procede es celebrar que se dispone de esa infraestructura tan beneficiosa para Málaga y Andalucía, y recordar a quienes, en 1988, comenzaron a enarbolar la bandera de este proyecto estratégico, y a quienes luego lograron que se mantuviera izada.

(Artículo publicado en el diario "Sur", el día 3 de febrero de 2018)

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