La responsabilidad social
corporativa (RSC) o, más genéricamente, empresarial (RSE), es un mantra en boga.
Pero no se trata de un concepto novedoso, como tampoco indiscutido en el ya
largo proceso de asimilación e implantación en el mundo empresarial. Si
numerosos y heterogéneos son los enfoques de la teoría económica de la empresa,
no debería sorprender mucho que también existan diferentes interpretaciones del
papel de una organización empresarial.
El economista norteamericano
Milton Friedman, Premio Nobel de Economía en 1976, marcó un hito argumental al
defender que “hay una y solamente una responsabilidad social de las empresas:
usar sus recursos e implicarse en actividades encaminadas a aumentar sus
beneficios, siempre que respeten las reglas del juego, es decir, que actúen en
una competencia abierta y libre, sin engaño ni fraude”.
Merece la pena detenerse en
ese planteamiento. De entrada, si una empresa no logra tener una cuenta de
resultados saneada, que permita cubrir todos los costes de producción y
retribuir adecuadamente a todos los factores productivos, difícilmente será
viable a medio plazo. Adicionalmente, la realización de su actividad económica
y la generación de beneficios permiten la recaudación de impuestos con los que
financiar programas de gasto público. No habría mucho que objetar: la empresa
estaría produciendo bienes y servicios útiles para la sociedad propiciando al
mismo tiempo la obtención de recursos para su uso público.
Milton Friedman cuestionaba
de manera contundente las políticas de RSC desarrolladas por ejecutivos de
empresas: “… el ejecutivo corporativo estaría gastando el dinero de otros para
un interés social general. En la medida en que sus actuaciones son acordes a su
‘responsabilidad social’ reduce los rendimientos de los accionistas. Si elevan
el precio para los clientes, está gastando el dinero de estos. Si reducen los
salarios de algunos empleados, está gastando su dinero… Pero si hace esto, está
en efecto estableciendo impuestos, por un lado, y decidiendo cómo gastarlos,
por otro”.
Ahora bien, la situación se
complica si la actividad de la empresa acarrea algunas consecuencias negativas
que no son recogidas explícitamente como costes o bien no se cumplen
estrictamente las condiciones de libre y justa competencia. En tales casos, la
empresa estaría contrayendo una deuda con la sociedad. El ejercicio de la RSC
podría ser una vía apropiada para su resarcimiento. De manera general, el marco
real en el que operan las empresas dista mucho de reunir las condiciones en las
que los mercados competitivos permiten alcanzar soluciones óptimas desde el
punto de vista social. Así, una empresa que pretenda contribuir a esa meta de
promover la eficiencia global ha de ampliar su función objetivo para dar cabida
a la consideración de las distintas partes interesadas (stakeholders).
Esta es la línea que se viene
extendiendo en los últimos años y que ha llevado a que las empresas, de manera
voluntaria, asuman una serie de compromisos en relación con los distintos
grupos de interés (personas, territorios, sociedad, medio ambiente). Las modernas corporaciones se afanan en crear
un espíritu de comunidad colaborativa en la que se integren todos esos
colectivos y ámbitos.
En España, el Código de Buen
Gobierno de las Sociedades Cotizadas contiene recomendaciones sobre la política
de RSC. Y, recientemente, el Real Decreto-ley 18/2017 ha introducido, para las
sociedades que tengan la consideración de entidades de interés público y que
formulen cuentas consolidadas, la obligación de emitir un estado de información
no financiera o relacionada con la RSC.
Según diversos estudios, la
actitud de los clientes, los empleados y otros colectivos hacia las marcas se
ve condicionada cada vez más por la percepción de su actuación en materia de
RSC. La política de RSC se manifiesta a través de la implementación de
iniciativas o la realización de actividades promovidas directamente por las
empresas, pero también, qué duda cabe, mediante el pago de las cargas
tributarias con arreglo a las normas vigentes. La existencia de un conjunto de
reglas fiscales complejas, y huérfanas de la debida coordinación en el plano
internacional, deja cierto margen para que una empresa, manteniéndose dentro de
la legalidad, “optimice” sus contribuciones. ¿Puede una empresa que practique
la RSC hacer uso de técnicas de planificación fiscal? ¿Hasta dónde es
admisible?
Son los anteriores
interrogantes no fáciles de contestar de manera expeditiva, por lo que puede
ser más oportuno centrarse en los hechos: ¿son las empresas más activas en RSC
mayores contribuyentes que otras similares menos comprometidas con la RSC?
Diversas investigaciones se han ocupado de analizar empíricamente esta
cuestión. Una de ellas es la de Angela Davis, David Guenther, Linda Krull y Brian
Williams, quienes, para el caso estadounidense, concluyen que las empresas
socialmente responsables no pagan más impuestos.
Ante este panorama un tanto
desconcertante, son diversos los intentos de explicación. Por un lado, la
minimización de las cargas tributarias y la RSC pueden verse como mecanismos
independientes para maximizar el valor de la empresa. Pero, por otro, si las
empresas perciben que los impuestos tienen efectos negativos para la
innovación, la inversión, el empleo y el crecimiento económico, ambas actuaciones
pueden verse como sustitutivas entre sí. Las empresas socialmente responsables
pueden considerar que el pago de los impuestos corporativos no es el mejor
medio para alcanzar sus fines de responsabilidad social. Según esa
interpretación, el pago de impuestos representa una detracción al bienestar
social.
Aunque la tesis de Milton
Friedman haya sufrido una clara derrota dentro del ideario corporativo moderno,
ello no ha impedido el surgimiento de lo que The Economist denomina “escuela de
responsabilidad corporativa de los CEOs”, que sostiene que la principal
contribución de una empresa a la sociedad es crear empleos y renta. Entre los
extremos recogidos en el título de un artículo publicado en 2016 por dicha
revista, “santos sociales, demonios fiscales”, hay bastante espacio para buscar
un equilibrio adecuado. Pero difícilmente cabría predicar que la
responsabilidad social pudiera ser compatible con la irresponsabilidad fiscal.
(Artículo publicado en el
diario “Sur”, el día 19 de febrero de 2018)