31 de agosto de 2019

“Rindiendo cuentas con el pasado: la cita”, por Eulogio Barrientos Zurita*

Durante el mes de agosto intento aislarme. Me desconecto del correo electrónico y compruebo el buzón de los envíos postales, a lo sumo, solo una vez por semana. Ahora me arrepiento de esa costumbre.

En el sobre no figuraba el nombre del remitente, pero sí tenía impresa la silueta de una estrella de mar con solo cuatro brazos. En el anverso, las letras, escritas con una impecable caligrafía de pluma antigua, simplemente componían dos palabras: Elso Helberg. Sin saber exactamente por qué, o más bien sí, me resistí a abrirlo inmediatamente. Lo deposité en mi escritorio, junto a un tintero ya vacío. Desde que era niño, siempre me ha costado trabajo enfrentarme a la realidad.

El agua estaba clara y cristalina. Y bastante fría. Era por la mañana, y no había ni un alma en la playa del Peñón del Cuervo. Era sábado, y habíamos ido de excursión, caminando desde las Cuatro Esquinas, para ver de cerca la fauna marina del entorno. Desde muy pronto, habían empezado mis aficiones por las asociaciones secretas. Corría el mes de marzo, y teníamos que darnos prisa para preparar el trabajo sobre algunos especímenes pobladores del litoral malagueño que nos había encomendado el profesor Luis Díez. Aunque escribió algunos libros sobre biología, “Antología del disparate” fue la obra que le dio fama. Todavía conservo el ejemplar que me dedicó, tras una ardua pugna en el encerado con uno de sus empollones predilectos, lo que, según me pareció, enojó al insigne docente, que habría deseado otro desenlace. Aquella fue una de las pocas batallas emocionales de las que he salido victorioso, pero tardaría bastante tiempo en darme cuenta de que, en realidad, era mi vida la que había sido un disparate, un disparate antológico.

Cogí una estrella de mar, a la que faltaba un brazo. Justamente lo que buscaba. Quise llevarla conmigo, a fin de comprobar la veracidad de su regeneración, pero, inesperadamente, la marea empezó a subir y en unos segundos el agua nos cubrió por completo. El pánico se adueñó de mí cuando me di cuenta de que no me respondían los brazos, lo que me impedía poder salir a la superficie.

Sobresaltado, me desperté. La noche era bochornosa, y el aire, espeso y asfixiante. Fui a la buhardilla. El sobre seguía donde lo había dejado, pero me dio la impresión de que alguien lo había movido ligeramente. Desde que me abandonó Laura, vivo solo, pero me quedó la duda de si había sido despegado y vuelto a pegar. O de si yo mismo, tal vez, lo había hecho. Llevaba algún tiempo temiendo recibir el apercibimiento disciplinario por mis deslices, debidos en gran parte a mi deseo, sucesivamente aplazado, de apartarme de una vez por todas de la organización, y temía que hubiese llegado la hora. La espera se había prolongado hasta entonces. Dentro no había ningún escrito, tan solo un tarjetón, con la misma imagen que la del sobre, una estrella de mar mutilada, grabada en la esquina superior derecha. Lacónicamente, contenía el siguiente texto: “EP, Palomar, jueves 22 de agosto, 19 h.”, seguido de unas extrañas siglas: “FBITLS”.

¿Cómo habían podido localizarme? ¿Quién conocía mi verdadera identidad, y ahora venía a pedirme cuentas de mi pasado? Empecé a sudar copiosamente, mientras el pulso se me aceleraba. Sabía que no tenía que haber vuelto nunca.

Acudí por primera vez al llamado palomar de El Pimpi cuando tenía quince años. Aún recuerdo emocionado aquellas tardes de domingo que marcaron el tránsito de una edad a otra, de la adolescencia temprana a la adultez prematura. Luego aquel sitio se convirtió en un santuario donde nos adentramos en disquisiciones filosóficas y literarias, y, casi sin solución de continuidad, en templo de juegos políticos y otros devaneos, a la postre, mucho más arriesgados. Allí hice votos de juramento a aquella causa oculta y subyugante que estaba llamada a cambiar nuestras vidas para siempre. Ahora el pasado llamaba a mi puerta. Los errores se perdonan, pero no las deserciones, me advirtió una vez el tutor que me habían asignado en el grupo de aspirantes.

Y aquellas siglas no podían sino responder a los nombres de los tres filósofos estelares que tanta influencia habían tenido en aquellas reuniones clandestinas. En su día, los tres fueron una fuente inagotable de apertura de nuestras mentes aún por esculpir, y los tres dieron su aliento a los miembros de mi generación que fuimos captados por la red. Quizás de ellos no debía de temer represalias, sino que tal vez podía esperar su comprensión, si fuese verdad que siguieran teniendo el mismo talante. Pero, desde aquellos lejanos días, han ocurrido muchos cataclismos, no sé si han podido mutar en su pensamiento, ni, lo que es peor, si alguien ha suplantado su personalidad, o adquirido los derechos celosamente transferidos a lo largo de décadas. El cargo de sumo sacerdote siempre estuvo sujeto a una larvada pero dura disputa.

La cita era para ese mismo día. La ciudad proseguía con sus celebraciones festivas, pero yo anhelaba estar a miles de kilómetros de distancia. Pensé en huir, pero era consciente de que ya era demasiado tarde. No tenía ninguna alternativa. El ladrido de un perro me sacó de mi ensimismamiento. No pude volver a acostarme, me vestí y salí a caminar en busca del mar, siempre el mar, pero ya no sabía si podría recomenzar... Instintivamente, me encaminé al encuentro de la imagen del Peñón. Allí, en su playa, vi por primera vez un amanecer. Aún no había despuntado el alba cuando percibí su perfil, para ir descubriendo, poco a poco, cómo había cambiado el paisaje.

Desandé mis pasos hasta llegar a la barriada de El Palo, que en otro tiempo me parecía una ciudad adyacente. Fui a buscar mis lugares de antaño, pero casi todo me resultaba irreconocible. El sol empezaba su ascenso imparable cuando decidí volver a mi casa. En el teléfono móvil, tenía tres llamadas perdidas de un número oculto.

A las seis menos cuarto solicité un servicio de transporte a través de una aplicación del teléfono móvil. Extranjero en mi ciudad natal, recompuse mi antiguo itinerario, hoy totalmente transformado, desde la Plaza de la Marina hasta llegar a calle Granada. El establecimiento estaba atiborrado de gente que disfrutaba de la jornada de feria. A duras penas logré acceder al recinto superior, bastante más despejado. Faltaban quince minutos para las siete.

Allí estuve por primera vez en el año 1973; era invierno, y yo estrenaba la trenca de color azul que, después de mucho batallar, me compró mi madre, y que yo concebía como el pasaporte para la juventud y la modernidad. Cerré los ojos, y ante mí vi desfilar a mis amistades de entonces. No pude evitar sentirme triste y desamparado sin ellas. No visitaba aquel lugar sagrado desde hacía treinta años, cuando me marché de España. Para mi sorpresa, lejos de estar inquieto, me sentía completamente sosegado. Quizás porque sabía que no tenía demasiado margen. Habían pasado ya diez minutos de la hora de la cita, y allí no encontraba ningún rostro conocido. Cinco minutos más tarde, un joven, que tomé por un camarero, se dirigió a mí, me preguntó si yo era Eulogio Barrientos, y, tras la confirmación por mi parte, me dio un sobre con el emblema de la estrella de mar. Me dijo que se lo había entregado, con tales instrucciones, una mujer con acento alemán.

Lo abrí pausadamente. No me hizo falta acabar de leer la frase para reconocer su origen [“Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no que queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio”], ni para saber el destino que me aguardaba.

[*: Recibí este texto de una persona que usaba el nombre -no sé si auténtico- de Eulogio Barrientos Zurita, para su publicación en este blog, por indicación de Irma Tagla. Dada tan significada, aunque ya bastante lejana, referencia, no podía negarme al respecto, si bien, he de confesarlo, no llego a entender el motivo de la petición, como tampoco el significado del relato. Ignoro si volveré a tener noticias de dicho remitente, que aseguraba conocerme de otra época. Es posible que así sea, ya que no parece que este sitio sea el más apto para una supuesta pretensión divulgadora. Tanto de aquel nombre como de ambos apellidos, por separado, tengo recuerdos de la etapa escolar. En ella conocí a un tal Eulogio, que ya, a los diez años, tenía gafas con gruesos cristales y era comunista declarado; también a alguien cuyo segundo apellido era Zurita, y que narraba sórdidas historias; y, asimismo, a una chica apellidada Barrientos, que era una enamorada de la literatura. Pero no recuerdo a nadie con esa conjunción patronímica. He intentado contactar reiteradamente con él, y, como respuesta, únicamente he recibido este críptico mensaje: “La clave está en Camus”.]

27 de agosto de 2019

Wanted: “Phillips Curve”, dead or alive

El pasado año, en distintas entradas de este blog realizamos una serie de consideraciones acerca de la curva de Phillips, uno de los ejes de la política económica desde los años sesenta del pasado siglo, aunque en una etapa más cercana había perdido gran parte de su glamour de antaño, sin que hayan faltado economistas que han pretendido firmar su certificado de defunción. La supuesta liberación del yugo de la elección entre el paro y la inflación ha sido saludada con entusiamo. La desaparición de la amenaza de la inflación permite abogar por políticas macroeconómicas expansivas sin tener que afrontar la amenaza de los brotes inflacionarios.

Sin embargo, investigaciones económicas más recientes sostienen que la curva todavía sigue viva. Cabe destacar el trabajo de L. Moretti, L. Onorante, y S. Z. Saber publicado por el BCE (Working Paper Series, nº 1295, julio 2019). En este documento se confirma la existencia de una curva de Phillips en el área euro, y se concluye que dicha curva es aún un instrumento válido de política económica, una vez que se estima de manera robusta.

M. Sandbu (Financial Times, 25 de julio de 2019) hace un resumen de algunas de las últimas contribuciones, como la de M. McLeay y S. Tenreyro (Banco de Inglaterra), en la que se sostiene que la relación entre el desempleo y la inflación puede no evidenciarse por el hecho de que los bancos centrales están amortiguando las fluctuaciones económicas, no porque la distancia de la economía respecto a su potencial pleno no tenga ningún efecto sobre los precios.

Se hace prioritario, pues, saber si la curva de Phillips está muerta, viva, o en estado de coma. La tradicional pugna entre los partidarios de posiciones de “paloma” (“dovishness”) y de “halcón” (“hawkishness”) en la conducción de la política económica se ve condicionada por cuál sea el diagnóstico real. La recompensa puede estar en una paloma, o en un halcón. Aunque, como ya sabemos, tanto una como otro nos pueden conducir a situaciones de misterio; en el segundo caso, especialmente si se trata de un halcón maltés.

24 de agosto de 2019

“Intrigo: muerte de un autor”: no todo es Economía

En una entrada de este blog dedicada a Winnie the Pooh (25-5-2019), afirmaba que era ciertamente difícil encontrar películas sin referencias directas o indirectas a cuestiones económicas. Qué bien, pensaba entonces. Extraer las connotaciones económicas del contenido de una obra cinematográfica debía de ser coser y cantar. Sin duda, fue aquella una declaración un tanto temeraria, probablemente fruto de un sesgo psicológico, concretamente el de la representatividad. Precisamente el recuerdo de alusiones significativas expresas conduce al error de sobrestimar la probabilidad de hallar tales atributos en las muestras del séptimo arte. Puede que haya un número relativamente elevado de irlandeses que sean pelirrojos, pero no todos los irlandeses han de ser pelirrojos.

Hago estas reflexiones tras haber visto “Intrigo: muerte de un autor”, aunque, en descargo del buscador de pistas económicas, haya que decir que la intensidad de la intriga es tan absorbente que todo lo demás queda relegado necesariamente a un segundo plano. La película está concebida para los amantes de la intriga, que, como dictan los cánones, deben estar atentos, muy atentos, para no perderse ni un solo detalle.

Un inciso nos llevaría a decir que el producto está perfectamente “customizado”, como diría algún experto consultor en mercadotecnia, o, más bien, perfectamente diseñado para ese segmento de espectadores. Aunque tardíamente para quien suscribe estas líneas, el escritor Hakan Nesser resulta un descubrimiento altamente prometedor, dentro de un panorama de la novela negra caracterizado por una paralizante “hiperinflación”, que hace sumamente difícil separar el grano de la paja.

El protagonista principal llega a una remota isla griega, donde le espera un prestigioso y solitario escritor, residente en un faro, a quien solicita su cualificado dictamen de una novela. Y así comienza el relato de una historia dentro de la historia primaria, ambas llenas de giros inesperados. Sí, hay que estar muy atentos desde la primera hasta la última escena.

Sin entrar en detalles de la trama, de manera un tanto forzada podemos encontrar algunas referencias económicas, directas e indirectas: la inelasticidad, respecto al precio, de la demanda de encontrar una pista clave, el desplazamiento de la curva de demanda de un libro ante la difusión pública de noticias de impacto que conectan la obra con la realidad, la economía sumergida de los investigadores privados, los efectos externos de conocimiento de parajes de interés turísticos en varios países europeos, la valoración del tiempo invertido en atender una narración como coste de oportunidad de un escritor, la exaltación de una biblioteca pública como espacio de uso compartido y gratuito, o el posible “riesgo moral” por actuaciones con repercusiones en los seguros de vida.

Pero quizás la mejor lección a extraer es la invitación a abstraerse de análisis cognitivos, pretendidamente sesudos, y a centrarse en el disfrute de una historia, más exactamente, de unas historias, de intriga. Simplemente, como una actividad pasiva de evasión. Hay un tiempo para la Economía y otro para el relajamiento intelectual. Pese al título de la producción, afortunadamente, la intriga no ha muerto.

21 de agosto de 2019

La bendición como bien escaso e individual: la disyuntiva de Isaac

Como ya hemos comentado en repetidas ocasiones, la Biblia es una fuente incomparable de enseñanzas económicas. Aparcado el proyecto de abordar una aproximación integral a los textos sagrados desde una perspectiva económica, no por ello hay que renunciar a incursiones esporádicas con ese propósito, que tiene el efecto colateral del disfrute narrativo; o bien, en sentido inverso. Otros enfoques son asimismo planteables, pero, en algún momento u otro, es probable que haga acto de presencia el elemento económico.

Incluso en terrenos alejados de los recursos materiales. Con cierto grado de sorpresa, comprobamos cómo en la esfera de la espiritualidad o en la de los aspectos intangibles puede aparecer alguna restricción económica (en sentido amplio). Es lo que ocurre en el episodio del Génesis relativo a la bendición que Isaac, antes de morir, desea dar a su hijo mayor. En ese cautivador relato percibimos cómo, después del ardid urdido por Rebeca, Isaac, privado de la vista, otorga su bendición a Jacob, en lugar de Esaú.

Este último sigue los dictados de su padre para poder acceder a su bendición, pero se presenta después de que el engaño se hubiese materializado: “-Entonces ¿quién es el que me ha traído la caza? Yo la he comido antes de que tú llegaras, lo he bendecido y quedará bendito. Cuando Esaú oyó las palabras de su padre, lanzó un grito fuerte, amargado en extremo, y dijo a su padre: -Padre bendíceme a mí también. Pero él respondió: -Tu hermano ha venido con astucia y se ha llevado mi bendición… -¿Solo tienes una bendición, padre mío?...”.

Nos encontramos, pues, ante un buen ejemplo para ilustrar la categorización de los bienes y servicios. Dos son los criterios básicos: i) existencia de rivalidad o no rivalidad en el consumo (un mismo bien o servicio puede ser disfrutado por una sola persona o, por el contrario, simultáneamente por un conjunto de personas); ii) posibilidad de aplicar o no el principio de exclusión (si se puede evitar o no que alguien no dispuesto a pagar el precio acceda al disfrute del bien o servicio).

A resultas de la situación expuesta en el texto bíblico, podemos colegir que la bendición de Isaac presentaba estrictamente la característica de bien sujeto a la rivalidad en el consumo y, dado que el padre asignó, aunque movido por el engaño, los “derechos de propiedad” a Jacob, también el atributo de individual. Esaú estuvo dispuesto a pagar, y lo hizo, el “precio” estipulado, pero llegó tarde para formalizar la transacción. Y se encontró con que no había más bienes ofertables. El preciado bien de la bendición paterna era exclusivo, se había transferido y no podía ser repuesto.

El hecho de que la transacción fraudulenta por parte del adquirente quedara convalidada en la práctica es otro asunto y, desde luego, sugiere interesantes cuestiones desde otros prismas.

18 de agosto de 2019

The Bromley Boys: afición deportiva en estado puro

Genuina comedia británica, fútbol, mucho fútbol, economía de la precariedad deportiva, sueños de la adolescencia, hasta dosis de intriga. Todos estos elementos y algunos más pueden encontrarse en la película “The Bromley Boys”, pero, sobre todo, afición deportiva en estado puro. Se trata de una cinta entrañable y emotiva, una auténtica sorpresa agradable con la que tratar de reencontrar las difusas coordenadas en estas extrañas jornadas de ferragosto.

La película presenta contenidos de interés para un público de perfil variado: para quien vaya buscando simplemente una comedia refrescante, para los aficionados recalcitrantes al fútbol, para los padres y educadores preocupados por los derroteros de los adolescentes, para los gestores de equipos deportivos, para los entrenadores ávidos de asumir retos imposibles, para quienes aspiran a que sus clubes alcancen la gloria deportiva, y para quienes no están dispuestos a sacrificar, bajo ningún concepto, el apego a sus colores.

El guion cuenta la historia de un seguidor del modesto club de fútbol de la localidad de Bromley, que, en los años sesenta y setenta del pasado siglo militaba en categorías inferiores de la competición futbolística inglesa. El muchacho protagonista, que a la postre escribiría el libro en el que se inspira la adaptación cinematográfica, David Roberts, es un completo apasionado del fútbol y, muy en particular, del Bromley, cuyo devenir se convierte en su razón de ser.

No me dispongo a revelar aquí, preventivamente, más detalles de los precisos, pero no hay hace falta ser un experto futbolístico para saber que el equipo en cuestión no ha ganado nunca la Champions League, tampoco la Premier League, ni otros títulos altamente reputados. No obstante, aquí mismo hemos comentado el caso del Leicester como “cisne negro”, por lo que librémonos de formular exclusiones categóricas. Sin embargo, en los años reflejados en la pantalla las aspiraciones eran bastante menos exigentes, pero no por ello menos fáciles, dadas las dificultades y condicionantes del entorno.

Eso lo saben muy bien quienes hayan participado en la dirección de clubes sujetos a rígidas restricciones presupuestarias, y a los normales avatares deportivos y extradeportivos, que han de competir en ligas desequilibradas. También, que poder rozar la gloria es un aliciente irrenunciable, aunque hay otras metas menores que, calibradas en función de las circunstancias, pueden representar igual o mayor mérito. El deporte es una fuente extraordinaria de enseñanzas en muchos órdenes de la vida y generador de valores perdurables.

El deporte aporta entretenimiento e ilusión, desata pasiones y da pie a testimonios impresionantes como el del muchacho Dave Roberts. La película que narra su historia aglutina todo lo demás. También la lección de que, como casi siempre, las apariencias engañan. Él no olvidaría nunca que algunos clubes de fútbol punteros tienen nombres coincidentes con el de prestigiosas universidades.

[Dedico esta entrada a la memoria de Raimundo Trespalacios y de José López, y, asimismo, al recuerdo de otros compañeros de reparto, junto a los que, como debutantes, asumimos el ingrato papel de tratar de cuadrar cuentas deportivas imposibles; también, el de sufridores pacientes, dentro del guion de una película real rodada en el pabellón de Ciudad Jardín, en los años 1991 y 1992. Entonces, inesperadamente, la lucha se tornó, no por conquistar un título, ni mucho menos, sino por tratar de eludir el descenso de categoría. Años más tarde, pudimos, por fin, saborear las mieles del triunfo, pero siempre me quedó la duda de cuál de los dos hitos debió ser, en el fondo, el más apreciado.
También los Bromley Boys llegaron al final de una temporada crucial jugándose la permanencia... ¿Lo conseguirían?... Sin duda, lo mejor es ver la película desde el principio. Afortunadamente, los guiones del deporte siempre están por escribir.]

16 de agosto de 2019

La lotería del tiempo de los deportistas de élite

En algunas entradas de este blog nos hemos planteado diversos interrogantes acerca de la legitimidad de las retribuciones de los deportistas y otros profesionales de élite, y de la carga impositiva adecuada sobre las mismas. En su obra “Termites of the state. Why complexity leads to inequality” (Cambridge University Press, 2018), de la que próximamente aparecerá una reseña en la revista “e-pública, revista electrónica sobre la enseñanza de la economía pública”, Vito Tanzi ofrece una perspectiva llena de interés.

El prestigioso economista italiano lleva a cabo un análisis de los factores explicativos del éxito alcanzado por algunas empresas e individuos en la actualidad y, a raíz del mismo, de los elevados niveles de renta y de riqueza asociados. Uno de esos factores concierne a la disponibilidad de las tecnologías de la comunicación, que posibilitan la venta o la distribución de servicios a millones de personas alrededor del mundo. En su opinión, no todos los nuevos productos o servicios que se benefician de la protección ofrecida al capital intelectual tienen una base científica o intelectual. Tal es el caso, entre otros, de los deportistas de élite.

Para ilustrar su argumentación aborda la situación del tenista Novac Djokovic, de origen serbio, pero que opera a escala mundial. Tanzi señala que si Nole hubiese nacido un siglo antes (¡en 1887!, por lo que habría sido casi coetáneo de J. M. Keynes, nacido en 1883), y hubiese sido un jugador de tenis igualmente tan bueno, “su renta habría estado limitada por la renta media de su país y por el número de espectadores de pago que pudieran ser acomodados y estuviesen dispuestos a comprar una entrada para verlo jugar en las pistas de tenis de su país”. Ya sabemos las ventajas que conlleva la globalización desde el punto de vista de la difusión de los espectáculos deportivos, y los sustanciosos beneficios cosechados por los protagonistas más exitosos.

Tanzi argumenta que el incremento de la renta logrado por Djokovic no han requerido de un esfuerzo extra por su parte, por lo que sus ingresos revisten la característica de ser, en gran medida, una renta económica pura. En suma, arguye que la capacidad y el esfuerzo de los deportistas no ha tenido que cambiar apreciablemente para lograr unas rentas tan elevadas: “Las estrellas simplemente tuvieron la suerte de haber encontrado una política y un entorno tecnológico que les ha permitido multiplicar enormemente sus emolumentos. La lotería del nacimiento no ha hecho sino proveerlos de talento, pero la lotería del tiempo ha actuado muchísimo en su favor, al haberlos hecho nacer en un período en el que sus actuaciones podían atraer a muchos más espectadores y más valor, y cuando podían ser protegidos por los derechos de propiedad”.

12 de agosto de 2019

¿Keynesianismo o clasicismo en “Bienvenido, Míster Marshall”?

Desde hace años, cada vez que, circunstancialmente, tomo conciencia de alguna de las recurrentes reposiciones televisivas de una de las más emblemáticas películas españolas de todos los tiempos, “Bienvenido, Míster Marshall”, aparte de tener la oportunidad, no aprovechada, de volver a deleitarme con algunas de las portentosas interpretaciones inmortalizadas en esa cinta, siento la inclinación de tratar de extraer el jugo, que también lo tiene, en la vertiente económica. Eso exigiría un ejercicio pausado, con las necesarias dosis de paciencia y dedicación. Es una aspiración que sigue, entre otras muchas, incluida dentro de la larga lista de las tareas pendientes.

Sin embargo, al cabo de los años, uno se va dando cuenta de que es un grave error funcionar en términos binarios, moverse entre el todo y la nada. Algo, aunque sea insignificante, es preferible a nada. Por eso, ayer, aturdido por los rigores meteorológicos del terral, hice una fugaz incursión en la primera parte de la película. Aunque algunos de los diálogos transcurren a un ritmo muy intenso y con un sonido, en ocasiones, bastante deficiente, me llamaron la atención tres detalles (no recogidos aquí literalmente) protagonizados por el Alcalde de Villar del Río, papel interpretado por un algo más que genial Pepe Isbert:

i. El primero, cuando el Delegado gubernamental y su equipo le dan cuenta de la próxima visita de una representación estadounidense en el marco del Plan Marshall, que incluso uno de ellos expresa con el nombre original del programa, “European Recovery Program”.  Y, tras la aclaración por otro de los trajeados visitantes del nombre con el que se le conoce popularmente, el mandatario municipal, totalmente ufano, remata su intervención con un memorable “Ahí la has clavado”.

ii. Sin embargo, el propio Alcalde manifiesta su estupefacción cuando, después de que le encomendaran realizar los mejores preparativos para impresionar a los ilustres y acaudalados visitantes, lo ponen ante un dilema: “Si no, ¿qué impresión se van a llevar los americanos?”. Cómo que se van a llevar, esgrime con toda lógica, ¿no venían a repartir?

iii. Llega el momento de exponer a los habitantes del pueblo el plan improvisado para el esperado acontecimiento. Distribuidos ya algunos atuendos para la ocasión, procurados por el avispado y locuaz representante de la artista que actúa en la localidad, el Alcalde atempera la inquietud de los congregados recalcando que “ni un solo céntimo ha salido del dinero de la caja municipal”, entre otras cosas, “porque la caja municipal nunca ha tenido ni un solo céntimo”. E informa de que los costes del prometedor plan se financian gracias al crédito concedido por el mencionado representante, convertido en el organizador de las actividades, con las que espera captar la presencia de los norteamericanos en el municipio no sólo durante varios días sino durante meses.

Creo recordar, por cierto, que el narrador de la película (un rasgo que tal vez plantearía como un pero, no únicamente en este caso) llega a mencionar la palabra “contribuyente”, pero será algo que procuraré comprobar en otra ocasión. Baste aquí señalar que en aquel pueblecito de la España autárquica el jefe del consistorio podría disponer ya de una amplitud de miras keynesiana. O, quizás, en ese contexto de precariedad extrema de la hacienda municipal, tendríamos que convenir, de manera más conservadora, que se regía por la regla de oro de las finanzas públicas clásicas: el recurso al déficit estaba proscrito para financiar gastos corrientes, pero era legítimo para financiar inversiones públicas. Y los réditos potenciales asociados a la llegada de la legación estadounidense bien que permitían catalogar el gasto incurrido como una inversión, aunque, desgraciadamente, con más riesgo del que se desprendía del optimismo de Manolo Morán.

8 de agosto de 2019

Los riesgos de la autoestima

Seguramente la autoestima es un ingrediente necesario, hasta imprescindible, para poder superar los sucesivos obstáculos que encontramos en nuestro camino. Si no somos capaces de apreciarnos mínimamente, difícilmente podremos ocupar una posición digna, ya sea en la esfera familiar, social o profesional. A la vista de la experiencia, observamos que se trata de un atributo que presenta un recorrido amplísimo. No es de extrañar, dado su carácter subjetivo, aun cuando su nivel venga influido por los estímulos o frenos provenientes del entorno.

Dada una distribución de puntos de autoestima para un conjunto de personas, cabe esperar que haya diferencias significativas al acoplar la de la estima manifestada -aún más, la de la no manifestada- por observadores externos. Probablemente, el ajuste estadístico entre las puntuaciones de la autoestima y las de la estima así entendida presenta grandes desviaciones.

Ésta, sin embargo, es una cuestión distinta a la aquí abordada, la relativa a cómo la autoestima puede condicionar nuestras decisiones y, en algunas circunstancias, llevar a adoptar algunas que se apartan clamorosamente de las más básicas pautas de racionalidad. Incluso en relación con personas que no destacan por exhibir sus egos, no es infrecuente que se baje la guardia ante eventuales contingencias negativas, al asentarse la creencia de exoneración ante la ocurrencia de determinados males o desgracias. Igualmente, en sentido positivo, podemos sentirnos acreedores a vivir sucesos extraordinarios, o a merecer consideraciones o tratos excepcionales; en el fondo, en un momento dado, podemos vernos como alguien especial a quien le puede suceder algo especial.

En un reciente artículo publicado en el diario Financial Times (“We are all potential victims of the con artist”, 19-7-2019), Tim Harford narra un caso ciertamente instructivo en el sentido señalado. En síntesis, se trata de la historia acaecida a un catedrático británico de Física de partículas. Dicho profesor, sexagenario, conoció a través de Internet a una joven checa de 32 años, modelo de trajes de baño, quien le remitía todo tipo de mensajes cautivadores. Finalmente, acuerdan conocerse personalmente en La Paz, donde la modelo tenía una sesión fotográfica. El profesor acude a la cita, pero, al llegar a la capital boliviana, recibe un mensaje en el que la joven se excusa por haber tenido que desplazarse a otra sesión profesional a Europa, si bien le propone trasladar la cita a Bruselas. Como único favor, le pide que se encargue de recogerle una maleta vacía y de llevársela al nuevo destino.

Un amigo del físico le advirtió de que la maleta en cuestión seguramente llevaría alguna droga oculta, pero el enamorado profesor hizo caso omiso de la advertencia. Posiblemente la recordara muchas veces durante su estancia de varios años en una cárcel argentina, tras ser detenido por tráfico de 2 kilos de cocaína.

En el referido artículo se indica asimismo que la modelo checa, realmente existente, había permanecido totalmente ajena al uso indebido de sus fotografías por una banda de narcotraficantes.

Harford describe otros episodios que demuestran que: i) no es preciso ser un idiota para caer en una trampa fraudulenta; ii) ser un portento intelectual no es una garantía frente a ese tipo de engaños.

Diversas son las explicaciones de comportamientos tan irracionales: el miedo, la codicia, o la maestría en el arte del engaño suelen tener un papel relevante, como la ya apuntada tendencia a la consideración de la excepcionalidad propia. El “wishful thinking” puede llegar a tener consecuencias desastrosas.

4 de agosto de 2019

Futbolistas e impuestos

¿Cuánto debería tributar en concepto de IRPF un deportista profesional, en general, y un futbolista de élite, en particular? Si no es fácil zanjar esta pregunta cuando nos referimos a un contribuyente cualquiera, lo es mucho menos cuando nos situamos ante uno de tales características, en el que concurren circunstancias especiales.
A la hora de adoptar decisiones referentes al diseño del sistema impositivo hemos de partir de la toma en consideración de algunos principios básicos, en torno a la justicia, la eficiencia, la operatividad y la capacidad recaudatoria. Si sólo tuviéramos en cuenta la primera de estas perspectivas, estaríamos inclinados a establecer tarifas progresivas con tipos de gravamen máximos bastante elevados. Apenas habría problemas en este sentido si los contribuyentes aceptasen cualquier carga tributaria sin alterar su comportamiento económico. Ahora bien, si los individuos reaccionan al gravamen soportado, los tipos impositivos óptimos serían menos pronunciados. Así, a mayor capacidad de respuesta, menor tendería a ser el tipo aplicable. En la práctica, la tributación de la renta de los diferentes factores depende de la elasticidad de su oferta.
Un aspecto de gran trascendencia desde el punto de vista social es la mayor o menor legitimidad de las retribuciones. Normalmente, suelen aceptarse como válidas las remuneraciones obtenidas, aunque sean muy altas, siempre que respondan al esfuerzo o al talento personales. A este respecto hay quienes consideran que una gran parte de las exorbitantes ganancias de algunos deportistas de élite son en buena medida fruto de las nuevas tecnologías, que han creado mercados de comunicación globales. Las diferencias entre el estatus económico de figuras deportivas de nivel similar en la actualidad y a mediados del siglo veinte son bien expresivas. Si se acepta este argumento, ese componente de ganancia extraordinaria que no depende directamente del esfuerzo admitiría un gravamen muy superior al de la retribución de índole personal.
Los criterios de justicia que se quisieran aplicar serían fácilmente practicables si existiera una única autoridad internacional y una política impositiva común. En su ausencia, la movilidad puede resultar rentable para los deportistas, ante una situación fiscal dispar según países y una competencia desatada para atraer recursos de alta cualificación. El conflicto de objetivos está servido: ¿cómo respetar la justicia y atraer estrellas deportivas sin disparar los costes de los clubes contratantes?
En este contexto, es clave centrar la atención en la cuña fiscal, esto es, la diferencia entre el coste total que afronta un club por la contratación de un jugador y el importe de la retribución neta que éste percibe. Los jugadores de élite tienen capacidad para marcarse un objetivo salarial en términos de dólares o de euros netos de impuesto, además de disfrutar de una serie de prestaciones en especie, igualmente en esos términos. Para un futbolista con un significativo poder de mercado, el régimen fiscal aplicable es, hasta cierto punto, indiferente, puesto que podrá garantizarse sus emolumentos netos. Sin embargo, no es menos cierto que preferirá un tratamiento fiscal lo más benigno posible, por cuanto ello le permitirá obtener un mayor salario para un coste dado del club.
Un gestor deportivo tiene que computar, pues, una considerable gama de elementos para calcular el coste de un jugador: derechos de traspaso (a amortizar en función de la duración del contrato), comisión del representante del jugador, viajes, alojamiento, seguro médico, otras prestaciones, salario, derechos de imagen, IRPF, y cotizaciones sociales. Pongamos un ejemplo relativamente “moderado”: contratación de un jugador (residente) por tres años, por el que hay que pagar un derecho de traspaso de 30 millones de euros, con un salario anual de 10 millones de euros netos, unos derechos de imagen de 3 millones de euros, y unas prestaciones extrasalariales estándares. El coste total anual para el club se situaría en una cifra del orden de los 35 millones de euros. 
Si nos ceñimos al montante del salario en sentido estricto, con los tipos del IRPF vigentes en España, los 10 millones de euros netos se convertirían en unos 19 millones de euros brutos. Algunos países europeos aplican un régimen más favorable para atraer a personas con altas rentas -como es, singularmente, el caso de Italia-, lo que llevaría a un montante entre un 25% y un 33% más bajo (¿les sugiere esto algo a los aficionados del Unicaja Baloncesto?). Ante esta desventaja, los mandatarios de la Liga española de fútbol reclaman medidas para lograr una “competición fiscalmente competitiva” o, lo que lo mismo, un rescate de la “Ley Beckham”.
Hay algunas interesantes enseñanzas que se desprenden de la dinámica de los mercados deportivos de élite: i) el jugador es siempre quien declara y soporta formalmente el IRPF, pero puede tener suficiente poder de mercado para trasladarlo a su empleador, que se convierte en el contribuyente efectivo; ii) aunque pueda resultar paradójico que el club abone el coste de un agente que presta servicios a su jugador representado, en términos económicos es indiferente quien lo satisfaga formalmente; en función del precio final que se fije, acabará recayendo en una u otra parte; iii) es un grave error dejarse arrastrar por la cifra del salario neto para tomar una decisión de contratación; la única manera de evitar una posible ilusión financiera es computar absolutamente todas las implicaciones económicas derivadas del contrato.
Y otra lección importante a tener en cuenta, a partir de la experiencia internacional: para un país con un IRPF progresivo y con tipos elevados, es imposible respetar la equidad en el tratamiento a todos los contribuyentes y crear un espacio fiscal competitivo para la atracción de las estrellas deportivas cuyos costes adicionales nadie esté dispuesto a asumir. Lo anterior, empero, no impide al menos plantear la siguiente reflexión: ¿merecería la pena sacrificar la justicia tributaria y algunos ingresos públicos, a cambio de potenciar una actividad que puede generar beneficios para los aficionados y una serie de efectos económicos directos e indirectos?
(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 3 de agosto de 2019)

1 de agosto de 2019

“El reino del lenguaje”: un viaje sorprendente de la mano de Tom Wolfe

Inesperado, asombroso, alucinante, sobrecogedor, inquietante, provocador, desafiante, desconcertante, e inverosímil. Así es el periplo que le aguarda a quien se adentre en “El reino del lenguaje”, obra publicada por Tom Wolfe en 2016, cuya versión española apareció en 2018, año de su fallecimiento, a la edad de 88 años.

Wolfe parte de ensalzar el lenguaje como elemento diferenciador del ser humano: “El lenguaje no es uno de los diversos atributos singulares del hombre; ¡el lenguaje es el atributo de todos los atributos!“. Su tesis es sencilla y directa: a pesar de que hace 150 años se anunció la Teoría de la Evolución, aún no se ha aprendido nada del lenguaje: “… ni lingüistas, ni biólogos, ni antropólogos, ni gente de otras disciplinas han descubierto en ciento cincuenta años… nada… acerca del lenguaje”.

Y para justificar este desgarrador y retador aserto nos propone un viaje en una especie de montaña rusa donde nos llevamos sobresaltos, uno tras otro, sobresaltos que llegan a dejarnos sin respiración, a preguntarnos si estamos ante un ensayo o una delirante obra de ficción, ante el inconcebible derrumbe de algunos mitos y creencias fuertemente arraigadas.

El impacto lo es mayúsculo respecto a la sacrosanta y venerada figura de Charles Darwin, científico entre los científicos. A pesar de que Wolfe cita documentos históricos, aparentemente dotados de bases de credibilidad, uno se resiste a aceptar la serie de detalles, usualmente desapercibidos, que pudieran estar detrás de la colosal trayectoria del naturalista inglés. De ser cierta, aunque solo fuera en una parte, la perspectiva aflorada por el periodista estadounidense, cuando menos los cimientos que sostienen los torreones científicos se estremecerían.

La inesperada irrupción en el terreno científico, aunque en condiciones bastante precarias, fuera de los circuitos académicos, del naturalista Alfred Russel Wallace cobra una importancia de primer orden en el relato. Según los indicios aportados, llegó anticipar, al menos en soporte escrito, la teoría darwiniana de la evolución. Los desvelos que la publicación de una teoría tan rupturista, en una época dominada por los credos religiosos, surgieron para Darwin se vieron notablemente agravados por la aparición de aquel intruso secundario y pusilánime.

El contrapunto del todopoderoso e influyente emperador de las teorías lingüísticas contemporáneas, Noam Chomsky, centra la segunda parte del librito que nos ocupa. En este caso el desafío proviene de Daniel Everett, antropólogo lingüista que pasó largos años, llenos de peripecias, entre olvidadas tribus amazónicas. El mayor mérito de Everett es haber osado contradecir algunos de los argumentos clave de los postulados de la escuela chomskyana sobre el origen del lenguaje. Después de percibir los peligros afrontados por Everett en su experiencia amazónica, resulta increíble corroborar cómo pudo sobrevivir en un hábitat tan lleno de peligros, pero no en menor medida también su atrevimiento para cuestionar un statu quo tan poderoso y consolidado.

Aún bajo la sacudida de la inmisericorde prosa de Wolfe, tuve, insospechada y fugazmente, la posibilidad de comentar, con el escritor y filósofo, y también experto lingüista, Lucio Ségel, el meollo de las tesis esgrimidas por aquél. Es una lástima que sea siempre tan escurridizo, y no haya forma de contactar con él a través del correo electrónico, tampoco postal, ya que siempre elude dar una dirección. En el breve encuentro que mantuvimos sólo tuve oportunidad de constatar sus reservas, no respecto a la solidez de las posiciones de Darwin y de Chomsky, sino de los planteamientos expuestos por Wolfe, que me invitaba a relativizar. Ni siquiera me dio tiempo de anotar las eruditas referencias de obras con las que me apabulló en detrimento del autor de “La hoguera de las vanidades”.

Sin renunciar a esa búsqueda, y aunque haya que refrenar el escepticismo que se desprende de la lectura (no guiada) de “El reino del lenguaje”, circunstancialmente me he topado con el testimonio de un reputado investigador, Chris Stringer, del Museo de Historia Natural de Londres (“Meet the relatives: the new human story”, Financial Times, 26-7-2019). Éste sostiene que “los descubrimientos del Homo floresiensis, del Homo luzonensis, de los Denisovanos, y del Homo naledi en los últimos 15 años nos recuerda que el registro fósil de los humanos es aún muy desigual… Los descubrimientos de los últimos años subrayan en qué medida la historia de la evolución permanece desconocida”. Estos nuevos hallazgos han forzado, según dicho científico, “un replanteamiento radical sobre nuestros orígenes”.

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