Inesperado, asombroso, alucinante, sobrecogedor, inquietante, provocador, desafiante, desconcertante, e inverosímil. Así es el periplo que le aguarda a quien se adentre en “El reino del lenguaje”, obra publicada por Tom Wolfe en 2016, cuya versión española apareció en 2018, año de su fallecimiento, a la edad de 88 años.
Wolfe parte de ensalzar el lenguaje como elemento diferenciador del ser humano: “El lenguaje no es uno de los diversos atributos singulares del hombre; ¡el lenguaje es el atributo de todos los atributos!“. Su tesis es sencilla y directa: a pesar de que hace 150 años se anunció la Teoría de la Evolución, aún no se ha aprendido nada del lenguaje: “… ni lingüistas, ni biólogos, ni antropólogos, ni gente de otras disciplinas han descubierto en ciento cincuenta años… nada… acerca del lenguaje”.
Wolfe parte de ensalzar el lenguaje como elemento diferenciador del ser humano: “El lenguaje no es uno de los diversos atributos singulares del hombre; ¡el lenguaje es el atributo de todos los atributos!“. Su tesis es sencilla y directa: a pesar de que hace 150 años se anunció la Teoría de la Evolución, aún no se ha aprendido nada del lenguaje: “… ni lingüistas, ni biólogos, ni antropólogos, ni gente de otras disciplinas han descubierto en ciento cincuenta años… nada… acerca del lenguaje”.
Y para justificar este desgarrador y retador aserto nos propone un viaje en una especie de montaña rusa donde nos llevamos sobresaltos, uno tras otro, sobresaltos que llegan a dejarnos sin respiración, a preguntarnos si estamos ante un ensayo o una delirante obra de ficción, ante el inconcebible derrumbe de algunos mitos y creencias fuertemente arraigadas.
El impacto lo es mayúsculo respecto a la sacrosanta y venerada figura de Charles Darwin, científico entre los científicos. A pesar de que Wolfe cita documentos históricos, aparentemente dotados de bases de credibilidad, uno se resiste a aceptar la serie de detalles, usualmente desapercibidos, que pudieran estar detrás de la colosal trayectoria del naturalista inglés. De ser cierta, aunque solo fuera en una parte, la perspectiva aflorada por el periodista estadounidense, cuando menos los cimientos que sostienen los torreones científicos se estremecerían.
La inesperada irrupción en el terreno científico, aunque en condiciones bastante precarias, fuera de los circuitos académicos, del naturalista Alfred Russel Wallace cobra una importancia de primer orden en el relato. Según los indicios aportados, llegó anticipar, al menos en soporte escrito, la teoría darwiniana de la evolución. Los desvelos que la publicación de una teoría tan rupturista, en una época dominada por los credos religiosos, surgieron para Darwin se vieron notablemente agravados por la aparición de aquel intruso secundario y pusilánime.
El contrapunto del todopoderoso e influyente emperador de las teorías lingüísticas contemporáneas, Noam Chomsky, centra la segunda parte del librito que nos ocupa. En este caso el desafío proviene de Daniel Everett, antropólogo lingüista que pasó largos años, llenos de peripecias, entre olvidadas tribus amazónicas. El mayor mérito de Everett es haber osado contradecir algunos de los argumentos clave de los postulados de la escuela chomskyana sobre el origen del lenguaje. Después de percibir los peligros afrontados por Everett en su experiencia amazónica, resulta increíble corroborar cómo pudo sobrevivir en un hábitat tan lleno de peligros, pero no en menor medida también su atrevimiento para cuestionar un statu quo tan poderoso y consolidado.
Aún bajo la sacudida de la inmisericorde prosa de Wolfe, tuve, insospechada y fugazmente, la posibilidad de comentar, con el escritor y filósofo, y también experto lingüista, Lucio Ségel, el meollo de las tesis esgrimidas por aquél. Es una lástima que sea siempre tan escurridizo, y no haya forma de contactar con él a través del correo electrónico, tampoco postal, ya que siempre elude dar una dirección. En el breve encuentro que mantuvimos sólo tuve oportunidad de constatar sus reservas, no respecto a la solidez de las posiciones de Darwin y de Chomsky, sino de los planteamientos expuestos por Wolfe, que me invitaba a relativizar. Ni siquiera me dio tiempo de anotar las eruditas referencias de obras con las que me apabulló en detrimento del autor de “La hoguera de las vanidades”.
Sin renunciar a esa búsqueda, y aunque haya que refrenar el escepticismo que se desprende de la lectura (no guiada) de “El reino del lenguaje”, circunstancialmente me he topado con el testimonio de un reputado investigador, Chris Stringer, del Museo de Historia Natural de Londres (“Meet the relatives: the new human story”, Financial Times, 26-7-2019). Éste sostiene que “los descubrimientos del Homo floresiensis, del Homo luzonensis, de los Denisovanos, y del Homo naledi en los últimos 15 años nos recuerda que el registro fósil de los humanos es aún muy desigual… Los descubrimientos de los últimos años subrayan en qué medida la historia de la evolución permanece desconocida”. Estos nuevos hallazgos han forzado, según dicho científico, “un replanteamiento radical sobre nuestros orígenes”.