27 de septiembre de 2020

Robinson Crusoe al rescate

Han pasado muchos años, pero aún puedo percibir el eco de la emoción que sentí cuando empecé la lectura de aquel libro, ante las excitantes aventuras que ansiaba compartir con el más famoso de los náufragos. Es uno de esos momentos que se recuerda durante toda la vida. Por una o por otra razón, Robinson es un personaje que siempre permanece, dispuesto a ayudarnos con el relato de sus sufridas experiencias. Su legado es también una constante en el mundo del aprendizaje económico.

Siendo relevante esa faceta -recuerdo cuando, hace años, lo presentaba a los alumnos como un precursor del análisis coste-beneficio-, su aporte anímico o inspirador ha sido claramente superior. No en pocos momentos, sus reflexiones han sido una fuente reparadora, una luz esclarecedora, una especie de balsa para socorrer al náufrago.

Su auxilio es ahora más necesario que nunca, en estos días aciagos que vivimos, donde cunden el desánimo y la desesperanza, alimentados por factores exógenos y endógenos de difícil arreglo.

Tengo ahora entre mis manos un ejemplar de una cuidada y exquisita edición (Macmillan Collector’s Library), en el idioma original.

Se lamenta Robinson cuando vislumbra su situación en una isla desierta: “I had a dismal prospect of my condition… I had great reason to consider it as determination of Heaven, that in this desolate place, and in this desolate manner, I should end my life. The tears would run plentifully down my face when I made these reflections”.



Sin embargo, pronto toma conciencia de que otros habían corrido mucho peor suerte, y de que no debía olvidar el lado positivo asociado a algunos males, ni el valor frente a otras alternativas aun peores: “All evils are to be considered with the good that is in them, and with what worse attend them”.

25 de septiembre de 2020

El terrible binomio muerte-depresión económica: los cuadrantes de la Covid-19

Con independencia de cuál sea su verdadero origen, el coronavirus es una máquina de destrucción total, capaz de quebrar los cimientos de nuestra civilización. Su expansión incontenible, que ha dejado en evidencia la precariedad del marco mundial de protección ante una plaga de proporciones bíblicas, ha causado estragos en los más diversos órdenes.

Es comprensible que un fenómeno tan insólito, en el último año de la segunda década del siglo veintiuno, no pudiera preverse, pero es más discutible que no pudiera vislumbrarse el escenario probable una vez que algunos gobiernos conocieron que el virus había iniciado su despliegue, como cuestionable que no estuviese articulado un sistema de prevención de riesgos de esa naturaleza; y completamente inaceptable que, tras la detonación, no se diseñara un plan de actuación racional sustentado en el mejor conocimiento científico disponible.

Dentro de la estrechez de los límites, las estrategias aplicadas por los distintos países han diferido en cuanto a las condiciones de los confinamientos, las prácticas sanitarias, el funcionamiento del aparato económico, y los esquemas de gobernanza de la crisis.

Como resultado de todo ello, nos encontramos con que, ante un problema común (bien es cierto que no manifestado con la misma intensidad en todos los sitios), los impactos no han sido uniformes. A priori, cabría esperar que la duración e intensidad del confinamiento mostrase una relación positiva tanto con el ahorro de vidas humanas como con el deterioro de la actividad económica.

¿Se observa en la práctica esa doble relación directa? Un gráfico recogido en el diario Financial Times, aquí reproducido, nos aclara la situación, al menos para un intervalo temporal significativo.

Es cierto que una imagen vale más que mil palabras, pero a veces es necesario facilitar su interpretación especificando los criterios utilizados, especialmente para aquellas personas que padecen algún tipo de “graficofobia”.

En el gráfico mencionado se conjugan dos criterios: en el eje horizontal, el número de fallecidos por coronavirus por cada millón de habitantes; en el vertical, la caída en el PIB en el primer semestre de 2020.
Respecto al eje horizontal, mientras más a la izquierda, mejor; mientras más a la derecha, peor. Respecto al eje vertical, mientras más arriba, mejor; mientras más abajo, peor.

Tomando como referencia la media de los países de la Unión Europea, quedan delimitados cuatro cuadrantes, numerados siguiendo el sentido de las agujas del reloj:

El cuarto (superior izquierda), que aglutina las mejores posiciones (menos fallecimientos, menor impacto económico), claramente el ideal.

El primero (superior derecha) y el tercero (inferior izquierda) presentan perfiles contrapuestos (muchas muertes, poco impacto económico, el primero; pocas muertes, fuerte impacto económico, el tercero).

El segundo (inferior derecha), claramente el peor (muchos fallecimientos, fuerte impacto económico).

En un horizonte a corto plazo, podríamos esperar, a tenor de los argumentos usualmente esgrimidos, que todos los países se situaran a lo largo de una línea o de una curva, con pendiente positiva, reflejando una conexión directa entre el número de víctimas (confinamiento más o menos severo) y la caída del PIB. Vemos que no es así, y observamos países dispersos en los mencionados cuatro cuadrantes.

Rompiendo esquemas, Finlandia aparece en una posición envidiable, exhibiendo unas de las menores dosis de negatividad en las dos variables objeto de comparación. En las antípodas se localizan dos países. Desgraciadamente, uno de ellos es España.
Fuente: Financial Times

19 de septiembre de 2020

El dinero de los contribuyentes: ¿quién es el propietario?

El dinero de los contribuyentes. Expresión solemne donde las haya. Solo su mención infunde respeto y activa los mecanismos de atención y escrutinio. Solemos utilizarla con presteza y tendemos a atribuirnos una participación más o menos amplia en ese patrimonio colectivo. Estamos convencidos de que dicha participación es bastante elástica, de que da bastante de sí, lo que supuestamente nos habilita para esgrimir una extensa carta de derechos individuales.


Sin embargo, en no pocas ocasiones, más allá de las licencias del lenguaje figurado, somos presa de algún que otro desliz conceptual, que, una vez advertido, amenaza con desmontar nuestra confortable construcción mental. Realmente, ¿de quién es el dinero de los contribuyentes?, ¿quién el propietario?


Si nos detenemos a pensar, no existe tal dinero de los contribuyentes. Si éstos fueran los titulares acreditados, podrían, con todo fundamento, decidir libremente acerca de su uso y destino. Pero esta potestad está excluida radicalmente en un Estado fiscal. El pago de un impuesto excede de la voluntad individual. Una vez realizado el hecho imponible de un impuesto, esto es, una vez que se incurre en alguno de los supuestos establecidos por la legislación como desencadenante de la obligación tributaria, el contribuyente carece ya de capacidad de maniobra. Queda sujeto a la obligación contributiva sin ningún tipo de condicionante. La libertad de elección llega hasta el momento de decidir, siempre que sea factible, llevar a cabo o no alguna actividad u operación sujeta a la obligación tributaria.


No existe, pues, ningún dinero de los contribuyentes, cuando se ha devengado el impuesto. Es ya entonces un dinero que corresponde a su único titular, el Estado. Todo impuesto se basa en una obligación absolutamente unilateral e incondicionada. El acto de pagar un impuesto no nos habilita per se ningún derecho y aún menos una capacidad de decisión acerca del empleo de los recursos transferidos. Nos encontramos así ante un dinero proveniente de los contribuyentes, pero no ante un dinero de los contribuyentes.


En un Estado de derecho, los ciudadanos -no sólo los contribuyentes- tienen la capacidad de elegir a sus representantes y, mediante los procesos electorales, configurar la política impositiva y la política de gasto público.

 

17 de septiembre de 2020

“La masa enfurecida”: la batalla de Douglas Murray contra la nueva religión dominante

Cuando uno se encuentra con la publicación de una nueva novela o de un ensayo en la librería, es difícil sustraerse a la tentación de echarle un vistazo a las valoraciones de otros escritores o de medios de comunicación recogidas en la contraportada. En algún artículo anterior sostenía la tesis de que, más efectivas que las inducciones a la lectura, pueden ser las señales inhibitorias percibidas a raíz de los exagerados avales prestados por otros autores etiquetados -con más o menos razón, pero según preferencias personales- como perfectamente prescindibles a tenor de nuestra propia experiencia. No obstante, en sentido contrario, el respaldo otorgado por un intelectual apreciado es un indicio no desdeñable.

Posiblemente la valoración de la obra “The madness of crowds” (2019), de Douglas Murray, haya sido una de las últimas que haya podido efectuar Roger Scruton, fallecido a comienzos de este año (BTV, 11-2-2020): “Impresionante. El estudio que Murray lleva a cabo sobre la enajenación de nuestros días no va convencer a todos, pero pone sobre la mesa las cuestiones más importantes que hoy toca plantearse”.

Impresionante es sin duda cómo Murray en el libro, ahora publicado en España (“La masa enfurecida”, Península Atalaya, 2020), se posiciona tan abiertamente contra algunas de las corrientes “culturales” predominantes en la actualidad. Según él, “La interpretación del mundo a través de la lente de la ‘justicia social’, la ‘política identitaria grupal’ y la ‘interseccionalidad’ es quizá el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría”.

Y llega a afirmar que “Lo que todas estas luchas tienen en común es que empezaron como campañas legítimas de defensa de los derechos humanos. Por eso han llegado tan lejos. En un momento dado, sin embargo, todas descarrilaron”.


En su diagnóstico se muestra demoledor: “… Es por eso que los pilares de la nueva moralidad y la nueva metafísica sientan los cimientos de una locura generalizada. A decir verdad, cuesta imaginar una base más precaria para la armonía social”.


En el párrafo final de la introducción del texto, el autor señala que no aspira a desactivar todas las minas de un terreno bastante minado, pero declara que tiene la esperanza de que el libro sirva para despejar una parte del terreno y que otros después de él puedan transitar por él de forma más segura. ¿Podrá tener éxito en tan complicada misión, o es realmente una locura pretender siquiera cuestionar la hegemonía de una doctrina tan arrolladora?

15 de septiembre de 2020

La estrella Piketty da el salto a la gran pantalla

Ha sido calificado, con toda razón, como “economista estrella”, a tenor de sus impresionantes éxitos editoriales. Realmente llamativos en una era como la que vivimos, en la que está tan extendido el hábito de despachar cosas de enorme envergadura en los estrechos límites de un tweet. Ciertamente impresionante que sus textos de casi 600 páginas (“El capital en el siglo XXI”) o incluso por encima de las 1.000 (“Capital e ideología”) desafíen esa ley empírica de la jibarización expresiva, emulando o superando los mamotretos novelísticos de Ken Follett.

El mérito es mayor, por cuanto los textos pikettianos, aunque trufados de referencias literarias, no son de digestión ligera. Aun cuando el economista francés, muy versado en el dominio de las matemáticas, apenas recurre, en aras de la inclusividad, a expresiones algebraicas, despliega una extensa batería de datos y de argumentos económicos. Hay que dedicar bastante tiempo e incurrir en un esfuerzo más que notable para completar la lectura de las dos obras referidas. Puedo dar fe de ello, como también de la mucho mayor sencillez que las caracteriza respecto a una de las obras económicas más emblemáticas de todos los tiempos, como es la “Teoría General” de Keynes. Como señalaba en una entrada anterior de este blog, me sorprendieron en su momento las críticas, muy poco conocidas, que se lanzaron acerca de la escasa inteligibilidad de algunos de sus contenidos.

También me ha causado cierta sorpresa la etiqueta que, al parecer, alguien adjudicó a “El capital en el siglo XXI” como “el best seller menos leído de todos los tiempos” , lo que no creo le haya quitado el sueño a su autor, tras haber reventado los registros de ventas y haber logrado ver catapultada su figura a escala mundial, desbordando extraordinariamente el círculo de especialistas. No acaban ahí las sorpresas.

Como una muestra más de la incesante carrera de obstáculos que encuentra en su trayectoria de difusión de sus contribuciones científicas, y de las insuperables trabas que un anticapitalista declarado encuentra, en un sistema capitalista, como predicador e ideólogo anticapitalista, dentro de unos días se estrena un documental cinematográfico realizado a partir de tan exitosa obra. “De la misma forma que el lenguaje de la ciencia social y el lenguaje de la literatura son complementarios, el lenguaje de la imagen y el sonido es complementario”, ha declarado Piketty.

Inspirador de los programas económicos de destacados políticos considerados “izquierdistas”, deja una frase para la reflexión: “Derecha e izquierda pueden significar cosas muy, muy diferentes en diferentes contextos históricos. Ciertamente no quiero que la gente piense en estos términos”. Quien haya leído alguna de las dos obras antes mencionadas puede que quede algo impactado por la expresión de ese deseo.

13 de septiembre de 2020

Acerca de la rentabilidad de las pensiones públicas

El sistema público de pensiones vigente en España es un sistema de reparto, es decir, el importe de las prestaciones de los jubilados se pretende cubrir con el de las cotizaciones recaudadas de los activos en el mercado laboral. Aunque se trate de una “inversión” obligatoria para trabajadores y empleadores, nada impide calcular la rentabilidad, esperada, o efectiva, una vez que se hayan materializado todos los pagos y todos los ingresos. Esto último es más exacto, pero, desafortunadamente, ya nada útil para los beneficiarios afectados.

A semejanza de una inversión en instrumentos financieros, nos encontramos con una corriente de aportaciones a lo largo de la vida laboral, el montante de las cotizaciones sociales satisfechas. Es quizás un buen momento para recordar cómo la parte que abonan los empresarios constituye una especie de salario diferido, aunque no siempre exista esa percepción social. La magnitud de las bases, los tipos de cotización y el número de años son variables cruciales.

Mientras que quien invierte en un plan de pensiones privado, va acumulando un capital, sujeto al riesgo de valoración en el mercado, del que puede derivar unas rentas, las prestaciones que corresponden a un pensionista público vendrán determinadas según la normativa vigente, al igual que la regla para su revalorización anual. En este caso no se afronta ningún riesgo de mercado, pero sí un riesgo legal que puede llevar a alterar la cuantía de la prestación inicialmente prevista. Hay, naturalmente, otro factor clave: dado que las pensiones son vitalicias, el número de años en los que efectivamente se perciban. En definitiva, sin especificar todos esos datos no es posible llevar a cabo ninguna cuantificación significativa. No hay una tasa de rentabilidad universal, sino que su valor dependerá de las circunstancias concretas de cada persona.

A título ilustrativo, abordaremos el caso de alguien, acogido al régimen general de la Seguridad Social (grupo 1), que se jubila en 2020, después de haber cotizado durante 38 años. Bajo la hipótesis de que esta persona -y sus empleadores- han cotizado durante toda su vida laboral según la base máxima en cada momento, le correspondería una pensión de 37.567 euros brutos anuales. Para estimar la rentabilidad necesitamos despejar varias incógnitas: i) qué proporción de las cotizaciones por contingencias comunes es imputable a la pensión de jubilación, y qué parte obedece a otras contingencias (incapacidad temporal…); ii) cuál es el período de supervivencia para el cobro de la prestación; iii) cuál es la revalorización anual de las pensiones.

Consideraremos el siguiente escenario: i) del total de las cotizaciones por contingencias comunes, un 65% corresponde a la pensión; ii) el período de percepción de la pensión es de 20 años; iii) la revalorización anual es del 1%. El hecho de que la base máxima de cotización sea sustancialmente más elevada que la pensión máxima hace que este caso aporte una referencia para aquellos otros en los que se no llega a ese límite. Partiendo de tales supuestos, se obtiene una tasa interna de rentabilidad del 3,4%; ésta es la tasa que igualaría los flujos de pagos (cotizaciones) y los de ingresos (pensiones) en términos de valor presente.

Otra forma de medir la rentabilidad es preguntarse cuántos euros se obtienen por cada euro cotizado durante la vida laboral. En el supuesto descrito, el montante de las cotizaciones computadas, actualizadas a 2020, asciende a 310.000 euros. Esta suma ha de compararse con la de las pensiones a percibir durante el período señalado, a precios del año 2020 (751.340 euros, si hay ajuste con el IPC). Así pues, se obtendrían 2,4 euros por cada euro de cotización.

La relación sería de 1 a 1 si el pensionista vive algo más de 9 años a partir de la jubilación. Si lo longevidad es inferior, percibirá menos de 1 euro por cada euro aportado. En un sistema de pensiones privado es clave una buena gestión de los recursos. En un sistema público de reparto no hace falta hacer un seguimiento de los mercados, pero sí es fundamental calibrar todas sus variables a fin de garantizar su sostenibilidad, y de evitar injusticias respecto a quienes han contribuido estrictamente a lo largo de toda su vida laboral. 

 (Artículo publicado en el diario “Sur”)

12 de septiembre de 2020

Los rescates bancarios: algunas dudas filosóficas

La crisis económica y financiera internacional de 2007-2008 tuvo efectos devastadores en la actividad económica y en buena parte del sistema bancario español, especialmente en aquellas entidades que se vieron más afectadas por el estallido de la enorme burbuja inmobiliaria que se había formado a lo largo de los años precedentes. La intervención in extremis del Estado resultó providencial para el salvamento o la reestructuración de algunas entidades heridas de muerte por el impacto de la crisis. La aportación de una ingente cantidad de fondos públicos fue absolutamente crucial para estabilizar y normalizar el sistema financiero.

El relato oficial del proceso del rescate es bien conocido y está firmemente instalado en la conciencia colectiva, hasta tal punto que ha sido y es un importante factor en el ámbito político y en la formación de la opinión pública. Muy escasas han sido las posiciones que se hayan distinguido por plantear siquiera algunas matizaciones que, en su caso, permitiesen completar la visión de los acontecimientos y una ajustada apreciación de su alcance real.

Así las cosas, es casi inevitable que se susciten algunas dudas de corte más bien filosófico, aun cuando su sustrato tenga un carácter económico. He aquí una muestra:

1.     ¿Cómo es posible que ahora se llame la atención sobre la posibilidad de que no se recuperen las ayudas públicas concedidas a la entidad que acaparó el grueso de los recursos, cuando, ya desde un inicio, se dictaminó tajantemente que ya se habían incurrido en pérdidas consolidadas y definitivas, cuantificándose incluso un importe bastante superior al del nominal íntegro?

2.  ¿Por qué no se ha efectuado un análisis coste-beneficio completo y riguroso para determinar si las actuaciones de apoyo público realizadas, ante una situación sobrevenida, han tenido un resultado positivo o negativo?

3.   Pero quizás lo más llamativo es que, ante una actuación tan relevante y tan costosa, no se haya desplegado la potente artillería del análisis económico de la incidencia del gasto público. Al igual que ocurre cuando se aplica un impuesto, en el que la parte que soporta la carga formal puede que la traslade a otra distinta, el destinatario directo de un programa de gasto público puede que no sea el único beneficiario final o incluso, mediante un proceso de capitalización, puede perder ese carácter. ¿Qué agentes, de los que se beneficiaron del dinamismo generado por la burbuja crediticia e inmobiliaria, no tuvieron que afrontar ningún precio cuando el tinglado se vino abajo?

4.   Y otra cuestión bastante elemental: ¿por qué no se reconstruye una contabilidad simple pero completa de todos los flujos correspondientes, de todas las entradas y salidas de dinero, públicas y privadas, en el intervalo temporal más significativo?

5.  El programa de la Unión Bancaria Europea se puso en marcha, entre otros objetivos, para evitar que el dinero de los contribuyentes quede hipotecado ante eventuales episodios de crisis bancarias. Mucho se ha avanzado, aunque algunas experiencias locales evidencian las dificultades de no recurrir a prácticas antiguas cuando estallan los problemas. La pregunta, teñida de asombro, es inevitable en algunos casos.

En fin, tanto en retrospectiva como en prospectiva, quedan ciertos cabos sueltos, además, respecto a la primera vertiente, de abultados “agujeros negros”[1].



[1] “Finanzas y agujeros negros”, diario Sur, 1 de octubre de 2012. 

10 de septiembre de 2020

Los efectos económicos de la pandemia: del GaR al RaR

Con toda lógica, aunque tal vez con una aplicación un tanto retardada, el Fondo Monetario Internacional, en sus análisis económicos, viene incorporando los efectos potenciales sobre el crecimiento económico de los riesgos asociados a una mayor o menor estabilidad financiera. Desde el año 2017 viene utilizando el indicador GaR (“Growth at Risk”) para calibrar en qué medida las condiciones financieras pueden afectar a la evolución del PIB.

Según el FMI, “La teoría y la experiencia reciente apoyan la visión de que las vulnerabilidades financieras aumentan los riesgos para el crecimiento… El crecimiento del PIB responde de manera no lineal a los shocks en presencia de vulnerabilidades financieras, lo que aumenta la probabilidad de impactos económicos severamente negativos”[1]. A este respecto, los economistas del FMI realizan estimaciones del crecimiento del PIB como función de un índice de condiciones financieras y de otras variables[2].

En su génesis, la crisis económica desatada por la pandemia del coronavirus no tiene su raíz en el sistema financiero, que, en el momento del inicio de aquella, se encontraba en una situación mucho mejor que la que arrastraba en 2008. Como otras muchas cosas, el coronavirus ha destrozado, al menos transitoriamente, la utilidad del GaR como indicador. No es que la senda de crecimiento entrara en riesgo de debilitamiento sino que, de forma abrupta, ha dado paso a un derrumbe de magnitudes catastróficas. 


En esta ocasión, el sector financiero, de sujeto activo de la crisis, ha pasado a ser sujeto pasivo. De manera inevitable, el balance y la cuenta de resultados de las entidades financieras acusan un importante deterioro que, inevitablemente, origina distintas vulnerabilidades financieras. Estas últimas, a su vez, actuarán como una pesada rémora para la recuperación del ritmo de crecimiento. El GaR seguirá teniendo relevancia y utilidad, pero se le ha inmiscuido un intruso inesperado y peligroso, el RaR (“Recovery at Risk”). El retorno a la anhelada senda de crecimiento será inviable si el sistema financiero no puede resistir firme el salvaje golpeo del terrible virus en la arena económica. Si no aguantara el sistema financiero, ¿se iría todo al …?



[1] Vid. “Global Financial Stability Report: is growth at risk?”, octubre 2017, pág. 93.


[2] Vid. T. Adrian, D. He, N. Liang, y F. Natalucci, “A monitoring framework for global financial stability”, IMF Staff Discussion Note, SDN/19/06, agosto 2019, págs. 16-17.

9 de septiembre de 2020

Pandemia y contabilidad nacional: el caso de la producción pública

La medición del impacto de la pandemia del coronavirus sobre la actividad económica no se ha visto exonerada de un considerable grado de controversias metodológicas, más o menos fundamentadas. Aparte de algunas relacionadas con los indicadores de variación del PIB más adecuados, otras van referidas a cuestiones de fondo.

Una de ellas concierne al procedimiento utilizado para la cuantificación de la producción pública. Son bien sabidas, o quizás no tanto, las dificultades existentes para una adecuada valoración de la producción llevada a cabo por el sector público, que, en su mayor parte, no está sujeta a un precio, sino que se ofrece de manera gratuita al conjunto de la sociedad. Importante escollo.

Aunque incluso no han faltado propuestas para excluir las actividades del sector público del cómputo de la producción, los artífices del sistema de contabilidad nacional se decantaron por su inclusión recurriendo a la perspectiva de los costes para asignarle una valoración.

Así, la producción pública se mide habitualmente en función de los costes (fundamentalmente, salarios, compras de bienes corrientes y servicios, y consumo de capital fijo) en los que es necesario incurrir para su obtención. Dado que la producción pública se destina básicamente para su uso por la población, los conceptos de producción pública y consumo público son asimilables en la práctica.

Durante la fase de confinamiento decretada en numerosos países, con motivo de la mencionada crisis sanitaria, se ha planteado abiertamente un dilema a los estadísticos: cómo reflejar el hecho de que un elevado número de funcionarios ha permanecido en su domicilio sin poder desempeñar sus funciones, si bien el Estado ha seguido desembolsando sus retribuciones y, por tanto, incurriendo en tales costes.


Es evidente que no todos los países han aplicado los mismos esquemas de confinamiento, ni en cuanto a duración ni a forma. Y, por otro lado, a pesar de que, en el caso de la Unión Europea, Eurostat había emitido algunas directrices[1], tampoco todos han seguido los mismos criterios en la práctica[2]. Así, mientras que Francia ha registrado una disminución del consumo público durante los primeros seis me ses de 2020, a pesar de haber continuado abonando las retribuciones de los funcionarios, en Alemania dicho consumo aumentó un 2%, al considerar que la producción pública no se había visto alterada significativamente. Bélgica, Países Bajos, Portugal e Italia se encuentran en la misma situación que Francia, en tanto que España se alinea con Alemania, incluso en la cifra de la tasa de variación recogida contablemente.


La cuestión planteada tiene, pues, una gran trascendencia desde el punto de vista conceptual, pero va más allá, suscitando algunos interrogantes: ¿hasta qué punto se ha mantenido la producción efectiva?, ¿qué es lo más relevante para la economía, los servicios ofertados o los desembolsos efectuados?, ¿puede haber provocado la interrupción de algunos servicios la aparición de unas cicatrices para el futuro?...



[1] Eurostat, “Guidance on non-market output in the context of the Covid-19 crisis”, Methodological Note, 25 de mayo de 2020. En este documento (pág. 3) se recoge expresamente que “deben realizarse ajustes apropiados a los indicadores, con vistas a reflejar mejor las horas realmente trabajadas en el período de referencia”.


[2] Vid. M. Arnold, “France set to close GDP gap on Germany with public sector rebound”, Financial Times, 6 de septiembre de 2020.

6 de septiembre de 2020

Autoridad política, legitimidad e impuestos

En la obra “El problema de la autoridad política”, su autor, Michael Huemer[1], en el primer capítulo anticipa las tesis fundamentales que defiende: i) la autoridad política es una fantasía moral; ii) la sociedad puede existir y prosperar sin necesidad de una aceptación universal de la idea de autoridad.


Como él mismo adivina, ante declaraciones de semejante tenor, el lector puede estar tentado a cerrar el libro, por lo que le pide que no lo haga “simplemente por la conclusión final a la que va a llegar”, asegurando que “su autor no es un necio ni está chiflado ni es mala persona”. Tras leer las primeras páginas parece claro que al menos las dos primeras posibles taras quedan descartadas, y que es capaz de colocarnos ante una sucesión de dilemas morales que no pueden despacharse sin desplegar argumentos elaborados. Ya la parábola política con la que arranca el libro representa un desafío intelectual y una invitación para contrastar personalmente la capacidad que se atribuye el autor, profesor de filosofía de la Universidad de Colorado en Boulder, en el sentido de que “sí puede dar cuenta razonada de cómo podría desarrollarse una sociedad sin Estado”.


El libro lleva como subtítulo “Un ensayo sobre el derecho a la coacción por parte del Estado y sobre el deber de la obediencia por parte de los ciudadanos”.


El papel de los impuestos tiene un sitio obligado en este contexto. Una de las primeras referencias la encontramos como ilustración de los cinco principios que, según sus defensores, comprende el concepto corriente de autoridad del Estado:


 i.   Generalidad: “La autoridad estatal se extiende sobre toda la ciudadanía en general".


ii.   Particularidad: “La autoridad estatal queda restringida a los ciudadanos y residentes en su territorio…”.


iii. Independencia del contenido: “La autoridad estatal no tiene cortapisas a la hora de determinar los contenidos concretos de sus leyes u ordenanzas…”.


iv. Extensividad: “El Estado está facultado para dictar normas que afectan a una amplísima variedad de actividades humanas, y los individuos tienen la obligación de obedecer…”


v. Supremacía: “Dentro del ámbito en el cual el Estado es competente, se constituye en autoridad suprema…”.


Trasladando los anteriores principios al caso de los impuestos pueden hacerse algunas consideraciones. Así, de entrada, nos encontramos directamente con el principio impositivo de la generalidad. Si bien normalmente los Estados renuncian a gravar a sus ciudadanos que residen fuera de sus respectivos ámbitos territoriales, llama la atención que no se mencione la excepción norteamericana, mientras que sí se alude a la de los aranceles. Es cierto que éstos representan un freno a las exportaciones de otros países, si bien formalmente lo que se gravan son las importaciones por residentes nacionales. Pero queda claro que su utilización no pactada se interpreta habitualmente como una auténtica guerra, aunque lo sea en el plano comercial.


La variedad de los hechos imponibles y de la casuística de los gravámenes establecidos sirve para dar fe de la aplicación de los principios de independencia del contenido y de extensividad, aun cuando existan unos difusos límites constitucionales sobre algunas condiciones concretas.


Por último, la supremacía determina que nadie está capacitado para exigir impuestos ni al propio Estado ni a los individuos.


En la discusión acerca de la legitimidad de las acciones estatales, Huemer tiene claro que “la gran mayoría de los ciudadanos paga sus impuestos bajo la coerción que impone el Estado, y esa coerción puede actuar como pretexto del pago, pero no lo transforma en obligatorio [se entiende que desde un punto de vista moral] ni loable”.


A través del “ejemplo de la cuenta del bar” (la mayoría decide que una persona concreta se haga cargo de la cuenta de las consumiciones de todos), se manifiesta en el sentido de que “el simple recurso a la superioridad numérica no procura a la mayoría el derecho de coaccionar a la minoría, ni la obligación de obediencia de esta última hacia la primera. O, en términos más precisos, el simple recurso a la mayoría no suministra aval suficiente a una iniciativa que pretenda invalidar el derecho a la propiedad privada de un individuo… o el derecho a no ser objeto de coacción”.


El aroma de la filosofía impositiva de Sloterdijk llega a percibirse en algunos de los planteamientos, pero el nombre de este autor no aparece siquiera en la relación de referencias bibliográficas.



[1] Instituto Juan de Mariana, Ediciones Deusto, 2019.

5 de septiembre de 2020

¿Puede un impuesto sobre la propiedad inmobiliaria tener una base dual, dineraria y no dineraria?

Cuando, dentro del estudio de la teoría de la imposición, se exponen las formas alternativas que pueden presentar las bases imponibles de los impuestos, consistentes en magnitudes dinerarias o no dinerarias, una de las preguntas típicas que se suscita es la de si un impuesto puede tener simultáneamente una base dineraria y otra no dineraria.


El impuesto sobre el tabaco nos aporta un ejemplo en el que se cumple tal característica, ya que se articula realmente sobre dos modalidades impositivas, una con base no dineraria (impuesto con tipo de gravamen unitario por cigarrillo) y otra con base dineraria (impuesto con un tipo porcentual sobre el precio de la cajetilla de tabaco).


Aunque este esquema no es muy común, toda vez que la mayoría de los impuestos tienen una única base imponible, hoy día generalmente dineraria, en la heterogénea realidad tributaria internacional nos encontramos con otras manifestaciones similares.


Tal es el caso del impuesto uniforme sobre la propiedad inmobiliaria (ENFIA) aplicado en Grecia. Este tributo presenta una estructura ciertamente compleja, basada en dos componentes[1]: i) un impuesto principal sobre la propiedad, consistente en un tipo de cuantía unitaria entre 2 y 13 euros por metro cuadrado, y según unos coeficientes que afectan al valor (localización, uso…); ii) un impuesto complementario con un tipo de gravamen progresivo entre el 0,15% y el 1,15% que recae sobre el valor del inmueble (en la parte que supere el mínimo exento, fijado en 250.000 euros).



[1] Vid.: https://taxsummaries.pwc.com/greece/individual/other-taxes.

4 de septiembre de 2020

Las advertencias económicas de M. Draghi: deuda “buena” vs deuda “mala”

Hacia finales de marzo de este año, en plena expansión de la pandemia del coronavirus, Mario Draghi escribía que “la pandemia del coronavirus [era] una tragedia humana de proporciones potencialmente bíblicas”. A la vista del balance acumulado, en términos de las pérdidas de vidas humanas y de los destrozos económicos causados, aparte de la quiebra del modelo de sociedad hasta ahora vigente, nos vemos ante la tentación, casi inevitable, de suprimir la matización adverbial.

El expresidente del Banco Central Europeo (BCE) tenía claro que, a fin de evitar que la recesión económica desencadenada se convirtiese en una profunda depresión, la respuesta a la situación debía implicar un aumento significativo de la deuda pública. Una conclusión ésta que no precisa de demasiada sofisticación justificativa, si tenemos en cuenta que la propia reacción de los estabilizadores automáticos, por la doble vía de los ingresos y de los gastos públicos, genera un desequilibrio presupuestario, que ha de ensancharse con la adopción de medidas de mera supervivencia económica.

Según Draghi, entra dentro del papel del Estado desplegar su hoja de balance para proteger a los ciudadanos y a la economía frente a perturbaciones de las que el sector privado no es responsable y que, además, no puede absorber: “la cuestión clave no es si el Estado debe utilizar su balance, sino cómo debe hacerlo para lograr un buen uso”. Y concluía señalando que ineludiblemente habían de elevarse los niveles de deuda pública, ya que “la alternativa -una destrucción permanente de la capacidad productiva y, en consecuencia, de la base fiscal- sería mucho más dañina para la economía y, eventualmente, para el crédito del sector público”.

Podría pensarse que esta línea argumental otorga un aval a la posición de aquellos que, siguiendo interpretaciones radicales de la doctrina keynesiana, tienden a respaldar incondicionalmente cualquier aumento del gasto y de la deuda . Sin embargo, en el primer discurso pronunciado, a mediados de agosto, desde que abandonó la presidencia del BCE , Draghi efectúa algunas matizaciones que vienen a desafiar esa visión absolutista. Europa, viene a decir, sólo se recuperará totalmente del impacto económico del coronavirus si los gobiernos utilizan el fuerte incremento de la deuda pública para invertir en los jóvenes, la innovación y la investigación. 

A mayor abundamiento, introduce una crucial distinción entre la deuda “buena” y la deuda “mala”: “Este aumento en la deuda será sostenible -esto es, continuará siendo financiado en el futuro por las instituciones europeas, por los ahorradores, por los mercados- sólo si es utilizada con fines productivos: inversión en capital humano, en infraestructuras cruciales para la producción, en investigación. En tal caso, será vista como deuda ‘buena’. Sin embargo, si la deuda se utiliza para fines improductivos, será vista como deuda ‘mala’ y su sostenibilidad se verá erosionada”.

Para Draghi, los bajos tipos de interés no son en sí mismos una garantía de sostenibilidad, y estima que la percepción de la calidad de la deuda incurrida es igual de importante. Firme partidario del mantenimiento de los valores en los que se ha cimentado la construcción del proyecto europeo (multilateralismo, solidaridad e imperio de la ley), considera que los gobiernos europeos deben asumir como “imperativo moral” la inversión en educar a los jóvenes, que tendrán que hacer frente a la mayor deuda ahora contraída: “Es pues nuestro deber equiparlos con los medios para atender el servicio de dicha deuda, y hacerlo viviendo al mismo tiempo en sociedades mejoradas”.

Pero, al margen del componente económico descrito, en el mencionado discurso, M. Draghi hace referencia a otro suyo anterior que tuvo lugar en la Universidad Católica de Milán en 2019, cuando puso de relieve las tres cualidades que juzga indispensables para aquellas personas que ejercen el poder público: i. La búsqueda del conocimiento, de manera que las decisiones se basen en hechos y no sólo en convicciones. ii. El coraje para adoptar decisiones, especialmente cuando no todas sus consecuencias son conocidas con certeza, puesto que la inacción en sí misma tiene consecuencias y no exime de responsabilidad a quienes han de adoptar las decisiones. iii. La humildad para comprender que el poder que se les ha otorgado no lo ha sido para usarlo arbitrariamente, sino para alcanzar los objetivos que el legislador les ha asignado dentro de un mandato específico.

No son pocos, en definitiva, los requerimientos para el logro de los fines establecidos. Hacen falta, como mínimo, los siguientes: altura de miras y de propósitos, conocimiento para evaluar y seleccionar las mejores alternativas, disponibilidad de instrumentos eficaces, determinación para la acción, y ejecución adecuada. Tras una labor, ampliamente reconocida, desde las altas torres del BCE, fuera de ese ámbito, M. Draghi proporciona ahora su capital intelectual, especialmente valioso en una coyuntura tan adversa como la que estamos afrontando. Todo ello en un contexto en el que cada vez es más importante la Economía Política de la Política Económica. 

(Artículo publicado en “EdufiBlog”)

3 de septiembre de 2020

Google y el impuesto digital: lecciones prácticas de Economía


Como dicta el principio berlusconiano de la imposición en su versión débil (BTV, 7-7-2018), plantear nuevos impuestos está al alcance de cualquiera. Históricamente, las autoridades fiscales han tendido a seleccionar aquellos hechos imponibles –los denominados “tax handles” en los estudios hacendísticos- más fáciles de identificar y de someter a gravamen. Hace miles de años, los egipcios fueron verdaderos maestros en estos menesteres. En nuestros días, la extensión de las plataformas digitales ofrece, por distintos motivos, una irresistible oportunidad para el establecimiento de nuevas cargas impositivas. Nuevos impuestos para nuevos tiempos.

El impuesto digital, quizás más conocido por el nombre de alguna de las grandes corporaciones tecnológicas (BTV, 20-5-2018), hizo acto de aparición hace algunos años, aunque encontrando en su camino algunos escollos más difíciles de los esperados.

La forma y la estructura de los impuestos se han ido adaptando a lo largo de la historia, pero hay algo que no ha variado en su esencia: todos los agentes económicos a los que se aplica un impuesto tratan de adaptarse a la situación y, en la medida en que puedan, procuran resarcirse de la carga soportada. La teoría de la incidencia económica de los impuestos ha formalizado su análisis y extraído importantes conclusiones. Ignorarlas puede llevar a encontrarse con algunas sorpresas (BTV, 25-8-2018).

Si una empresa ha de afrontar, a partir de un momento, una nueva obligación tributaria vinculada a su actividad productiva, es lógico que la incluya al calcular los costes y la tenga presente para formar su precio en el mercado. Su mayor o menor capacidad de maniobra dependerá de múltiples circunstancias y, por encima de todo, del poder que pueda ejercer en sus relaciones comerciales.

Hay numerosos estudios teóricos y empíricos que se ocupan de estos procesos. Ahora nos encontramos con que las actuaciones anunciadas por Google nos ofrecen un caso práctico de gran utilidad, no sólo para los estudiantes de Economía. Según las comunicaciones emitidas por la compañía, Google tiene previsto trasladar a los anunciantes el coste de los impuestos sobre los servicios digitales en Europa. Más concretamente, ha anunciado que, a partir del próximo mes de noviembre, cargará una comisión adicional por los anuncios concertados en Reino Unido, Turquía y Austria, que va dirigida explícitamente a la cobertura de los costes impositivos[1].

¿Significa esto que Google quedará en la práctica completamente exonerado de la carga de los impuestos digitales? La referida teoría de la imposición tiene la respuesta.



[1] Vid. A. Barker, “Google to pass cost of digital services taxes on to advertisers”, Financial Times, 2-9-2020.

2 de septiembre de 2020

La revisión de la política monetaria de la Fed: a la espera de Sherlock Holmes

No hay una sola fórmula en el documento, de apenas veinte páginas de extensión, y los gráficos aparecen discretamente en la parte final. Hasta Nono Valdivieso -curiosamente, alguien accedió ayer a la entrada, de noviembre de 2019, con su nombre en este blog- puede respirar tranquilo.

El texto presentado este año -vía webcast- por el presidente del consejo de gobernadores del Sistema de la Reserva Federal (Fed) estadounidense, en el tradicional encuentro de Jackson Hole (Wyoming), puede ser leído por cualquier profano en la materia. Pero una cosa es que cualquiera pueda llevar a cabo esa lectura, y otra, la capacidad para calibrar el alcance de las proposiciones contenidas en el documento[1].

Éste ha sido objeto de gran alborozo, pero, personalmente, no me atrevería a emitir un juicio definitivo sobre el sentido exacto de la revisión de la política monetaria esbozada sin antes leerlo varias veces más, o esperar a la agudeza interpretativa de algún avezado Sherlock Holmes que se prestara a un escrutinio minucioso y pausado. La sutileza de algunas de las palabras empleadas por el máximo responsable de la Fed así lo aconsejan.

En cualquier caso, es de agradecer el estilo general del texto, que permite, sin el recurso a ningún tipo de sofisticación, percibir los ejes esenciales de la política monetaria llevada a cabo por la Reserva Federal. Justamente Powell hace hincapié en que el énfasis en la transparencia, en el establecimiento del objetivo de la inflación como un fin primario de la política monetaria, viene a reflejar la apreciación de que dicha política es más efectiva cuando es claramente entendida por el público.

La Fed ha ido adaptando la conducción de la política monetaria a partir del discernimiento de cuatro desarrollos económicos claves: i) la disminución de las estimaciones del crecimiento económico potencial y de la productividad; ii) la caída del nivel general de los tipos de interés, como reflejo, en parte, de un repliegue del tipo de interés real de equilibrio; iii) los registros históricamente reducidos de la tasa de desempleo; y iv) el no desencadenamiento de un proceso inflacionario a pesar de la robustez del mercado de trabajo, a raíz de un aplanamiento de la curva de Phillips[2].

La persistencia de una tasa de inflación por debajo del objetivo a largo plazo del 2% anual es, según señala Powell, un motivo de preocupación. Como él mismo matiza, para muchas personas es algo ilógico que la Fed quiera impulsar la inflación. El primer mandatario de la Fed ofrece una explicación palmaria de esta paradoja. La bajada de las expectativas de la inflación por debajo del objetivo del 2% lleva asociada una reducción de los tipos de interés. Esto puede ser oportuno como impulso económico general, pero viene a limitar la capacidad del banco central para recurrir a la disminución de los tipos de interés ante una recesión.

En el documento de referencia se esbozan las líneas del nuevo consenso de la política monetaria estadounidense. En éste, se mantiene la posición de no especificar un objetivo numérico para la tasa de paro, lo que se considera que sería “insensato, ya que el nivel máximo de empleo no es directamente medible y cambia a lo largo del tiempo por razones no relacionadas con la política monetaria”. También se preserva el 2% como objetivo de la tasa de inflación a largo plazo, y el compromiso con una política monetaria prospectiva.

Los “grandes cambios” tienen lugar en el apartado del empleo. Así, por una parte, se destacan los beneficios de un mercado de trabajo pujante, especialmente para comunidades de renta moderada y baja. Por otra, se especifica que las decisiones de la Fed estarán informadas por sus valoraciones de los “shortfalls” del empleo, en vez de por las “deviations”, respecto a su nivel máximo. Como el mismo Powell reconoce, “este cambio puede parecer sutil, pero refleja nuestra visión de que un mercado de trabajo robusto puede sostenerse sin causar un brote de inflación”.

A la espera de que llegue el anhelado investigador, cabe apelar a la diferencia del significado de cada uno de tales términos, “shortfall” (déficit) y “deviation” (desviación). El primero implica una desviación negativa respecto al máximo, en tanto que el segundo comprende desviaciones de los dos signos, por debajo y por encima del nivel de referencia. La preocupación principal es, pues, como se recoge explícitamente, que haya una insuficiencia de empleo, no lo contrario. Una situación de “déficit” de empleo -llamado a ser un nuevo indicador- es lo que activaría la adopción de medidas correctoras para la promoción del crecimiento y la creación de empleo.

Pensándolo bien, tal vez lo que habría que preguntar a Holmes es si esta aparente claridad de planteamiento pudiera ser en realidad un señuelo o una pista falsa para desviar la atención de algún significado oculto. La sospecha no deja de ser mayúscula cuando, después de tantas elaboraciones de sofisticados y complejos modelos, el 2% promedio como objetivo sigue apareciendo como una marca esencial, y se afirma que “no se sienten vinculados a ninguna fórmula matemática particular que defina la media”.

¿Cómo es posible que el presidente de una institución tan poderosa como la Fed se haya avenido a desmontar el carácter arcano de sus estrategias y políticas, tradicionalmente rayanas en el esoterismo? ¿Puede responder a alguna maniobra de distracción, o quizás a algún movimiento democratizador sin precedentes para allanar el camino del Olimpo monetario a cualquier mortal?

Ahora bien, si algo no se puede medir, ¿cómo podemos saber cuál es su nivel máximo? Es la primera pregunta que tenemos preparada por si aparece el personaje en cuestión.


[1] J. H. Powell, “New Economic Challenges and the Fed’s Monetary Policy Review”, “Navigating the Decade Ahead: Implications for Monetary Policy”, Jackson Hole, 27 de agosto de 2020.
[2] Se trata de un fenómeno abordado en sendas entradas de este blog de fechas 15 de noviembre de 2018 y 27 de agosto de 2019.

1 de septiembre de 2020

Pandemia y deporte: el misterio de la ventaja de campo continúa


El concepto de ventaja de campo sigue firmemente instalado en el deporte. Según diversos estudios, en todos los deportes y en todos los niveles, la tendencia a un mayor porcentaje de victorias de los equipos que juegan en casa se mantiene de forma consistente; en los casos del fútbol y del baloncesto, claramente por encima del 60%. De no considerarse como tal dicha ventaja, no se vería como algo positivo obtener el factor cancha, para posibles desempates, en las fases de eliminatorias.

Existe un repertorio de causas a las que el saber popular atribuye dicha ventaja: apoyo de las aficiones en los estadios, inconvenientes ligados al desplazamiento de los equipos visitantes, adaptación a las características específicas de las instalaciones…, por no mencionar el “miedo escénico” asociado a algunos recintos emblemáticos. En fin, desde una perspectiva empresarial, la celebración de un partido responde a un proceso productivo del que también forman parte el clima ambiental y otros elementos que pueden incidir de manera no desdeñable en la actuación de los deportistas y de los equipos en su conjunto. La influencia del “déficit de gobernanza”, según numerosos aficionados futbolísticos malagueños, sería otro elemento a incluir en el análisis.

Sin embargo, en la conocida obra “Scorecasting”, Tobias J. Moskowitz y L. Jon Wertheim, a partir de un análisis estadístico de diferentes disciplinas deportivas, cuestionan la validez de los referidos aspectos en la explicación de la ventaja de campo. Así, por ejemplo, del estudio de más de 23.000 partidos de la NBA se deduce que el porcentaje de acierto de los tiros libres coincide hasta en el primer decimal (75,9%) para los equipos anfitriones y los visitantes. Por otro lado, la ventaja de campo sigue prevaleciendo en los casos de aquellos equipos de la misma ciudad que comparten estadio.

En su opinión, los sesgos arbitrales son el principal factor que contribuye a la ventaja de campo. En la primera división de la liga de fútbol española, en partidos con marcador ajustado, los árbitros tienden a acortar la duración del tiempo añadido cuando el equipo local va ganando, y a extenderla cuando va perdiendo. Asimismo señalan que las cifras de tarjetas amarillas y rojas mostradas no se rigen por patrones completamente homogéneos para los equipos contendientes. En otros deportes, la identificación de “momentos cruciales” en el juego deja ver que las decisiones arbitrales suelen ser más benévolas para los anfitriones.

Moskowitz y Wertheim expresan su convencimiento de que los árbitros son profesionales honrados que tratan de aplicar las normas de manera justa e imparcial, pero no son inmunes a la psicología humana, y se ven afectados por una serie de sesgos que, incluso de forma inconsciente, condicionan su conducta. La confirmación del acierto de sus decisiones por el conjunto de los asistentes es una forma de aliviar la presión recibida. Dado que las creencias se ven alteradas por el ambiente, los colegiados no necesariamente tienen conciencia de favorecer al equipo de casa, sino que pueden creer estar haciendo lo correcto. La supervisión existente actúa, lógicamente, como contrapeso. Como prueba de su tesis, destacan que, en los partidos jugados sin público, a raíz de la aplicación de sanciones, desaparecen los sesgos relativos a la señalización de faltas y la exhibición de tarjetas.

Las adaptaciones de las competiciones deportivas a la crisis sanitaria del coronavirus han aportado unos experimentos naturales para contrastar algunas de las hipótesis sobre las causas de la ventaja de campo. La revista The Economist ha encargado un estudio a la consultora 21st Club, que ha analizado 1.534 partidos de fútbol jugados sin público. Del estudio se desprende una eliminación de los sesgos arbitrales, en lo referente a las tarjetas por faltas cometidas. Sin embargo, pese a ello, prevalece una superioridad para los equipos anfitriones, que obtienen un 58% de los puntos disputados. Dicho de otro modo, las tres cuartas partes del rendimiento local superior permanecen intactas.

El semanario británico considera que la justificación de ese desfase sigue siendo un misterio. Como hipótesis explicativa apunta la posibilidad de que obedezca a que los entrenadores recurren a alineaciones y estrategias conservadoras cuando juegan fuera, incluso cuando los estadios están vacíos.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

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