Hacia finales de marzo de este año, en plena expansión de la pandemia del coronavirus, Mario Draghi escribía que “la pandemia del coronavirus [era] una tragedia humana de proporciones potencialmente bíblicas”. A la vista del balance acumulado, en términos de las pérdidas de vidas humanas y de los destrozos económicos causados, aparte de la quiebra del modelo de sociedad hasta ahora vigente, nos vemos ante la tentación, casi inevitable, de suprimir la matización adverbial.
El expresidente del Banco Central Europeo (BCE) tenía claro que, a fin de evitar que la recesión económica desencadenada se convirtiese en una profunda depresión, la respuesta a la situación debía implicar un aumento significativo de la deuda pública. Una conclusión ésta que no precisa de demasiada sofisticación justificativa, si tenemos en cuenta que la propia reacción de los estabilizadores automáticos, por la doble vía de los ingresos y de los gastos públicos, genera un desequilibrio presupuestario, que ha de ensancharse con la adopción de medidas de mera supervivencia económica.
Según Draghi, entra dentro del papel del Estado desplegar su hoja de balance para proteger a los ciudadanos y a la economía frente a perturbaciones de las que el sector privado no es responsable y que, además, no puede absorber: “la cuestión clave no es si el Estado debe utilizar su balance, sino cómo debe hacerlo para lograr un buen uso”. Y concluía señalando que ineludiblemente habían de elevarse los niveles de deuda pública, ya que “la alternativa -una destrucción permanente de la capacidad productiva y, en consecuencia, de la base fiscal- sería mucho más dañina para la economía y, eventualmente, para el crédito del sector público”.
Podría pensarse que esta línea argumental otorga un aval a la posición de aquellos que, siguiendo interpretaciones radicales de la doctrina keynesiana, tienden a respaldar incondicionalmente cualquier aumento del gasto y de la deuda . Sin embargo, en el primer discurso pronunciado, a mediados de agosto, desde que abandonó la presidencia del BCE , Draghi efectúa algunas matizaciones que vienen a desafiar esa visión absolutista. Europa, viene a decir, sólo se recuperará totalmente del impacto económico del coronavirus si los gobiernos utilizan el fuerte incremento de la deuda pública para invertir en los jóvenes, la innovación y la investigación.
A mayor abundamiento, introduce una crucial distinción entre la deuda “buena” y la deuda “mala”: “Este aumento en la deuda será sostenible -esto es, continuará siendo financiado en el futuro por las instituciones europeas, por los ahorradores, por los mercados- sólo si es utilizada con fines productivos: inversión en capital humano, en infraestructuras cruciales para la producción, en investigación. En tal caso, será vista como deuda ‘buena’. Sin embargo, si la deuda se utiliza para fines improductivos, será vista como deuda ‘mala’ y su sostenibilidad se verá erosionada”.
Para Draghi, los bajos tipos de interés no son en sí mismos una garantía de sostenibilidad, y estima que la percepción de la calidad de la deuda incurrida es igual de importante. Firme partidario del mantenimiento de los valores en los que se ha cimentado la construcción del proyecto europeo (multilateralismo, solidaridad e imperio de la ley), considera que los gobiernos europeos deben asumir como “imperativo moral” la inversión en educar a los jóvenes, que tendrán que hacer frente a la mayor deuda ahora contraída: “Es pues nuestro deber equiparlos con los medios para atender el servicio de dicha deuda, y hacerlo viviendo al mismo tiempo en sociedades mejoradas”.
Pero, al margen del componente económico descrito, en el mencionado discurso, M. Draghi hace referencia a otro suyo anterior que tuvo lugar en la Universidad Católica de Milán en 2019, cuando puso de relieve las tres cualidades que juzga indispensables para aquellas personas que ejercen el poder público: i. La búsqueda del conocimiento, de manera que las decisiones se basen en hechos y no sólo en convicciones. ii. El coraje para adoptar decisiones, especialmente cuando no todas sus consecuencias son conocidas con certeza, puesto que la inacción en sí misma tiene consecuencias y no exime de responsabilidad a quienes han de adoptar las decisiones. iii. La humildad para comprender que el poder que se les ha otorgado no lo ha sido para usarlo arbitrariamente, sino para alcanzar los objetivos que el legislador les ha asignado dentro de un mandato específico.
No son pocos, en definitiva, los requerimientos para el logro de los fines establecidos. Hacen falta, como mínimo, los siguientes: altura de miras y de propósitos, conocimiento para evaluar y seleccionar las mejores alternativas, disponibilidad de instrumentos eficaces, determinación para la acción, y ejecución adecuada. Tras una labor, ampliamente reconocida, desde las altas torres del BCE, fuera de ese ámbito, M. Draghi proporciona ahora su capital intelectual, especialmente valioso en una coyuntura tan adversa como la que estamos afrontando. Todo ello en un contexto en el que cada vez es más importante la Economía Política de la Política Económica.
(Artículo publicado en “EdufiBlog”)