31 de octubre de 2019

La tiranía de la elección


El inventario de las denominadas “tiranías” asociadas a determinados procesos que someten dentro de estrechas líneas las opciones efectivas de comportamiento no deja de ampliarse, ya sea como efectos colaterales de la globalización, en la aplicación consistente de las reglas de decisión mayoritaria, o, entre otros casos, en la utilización inexcusable de métricas para calibrar todo tipo de actuaciones. Y, lo que es bastante más preocupante, el número de países que pueden ser calificados como democracias plenas dista de ser el óptimo, y en modo alguno se encuentra blindado contra su repliegue. No solo eso, desgraciadamente, siguen existiendo auténticas tiranías políticas en diversos continentes.

La imposibilidad o dificultad para elegir es el sustrato común de las tiranías en todos los planos. Sin embargo, de forma bastante paradójica, en los últimos años el término tiende a asociarse también a una situación donde lo que abundan son las posibilidades de elección. La tiranía -más propiamente, paradoja- de la elección es objeto de análisis por psicólogos, sociólogos y economistas.

Sin ir más lejos, Janan Ganesh, uno de los más destacados columnistas del diario Financial Times, no hace mucho, el pasado mes de junio, publicaba un artículo con un título bastante explícito: “Salvadme de la tiranía de la elección”. En él ensalzaba las virtudes de poder comer en un restaurante londinense, en el que únicamente se ofrece un solo menú, en una mesa comunal, con un solo servicio al día. Para él, en un mundo en el que hay tantas opciones para elegir, se ha convertido en una exigencia, incluso en una urgencia moral, reducir radicalmente el campo de las alternativas. El beneficio marginal de cada valoración adicional de una nueva elección es siempre inferior a los costes que implica llevarla a cabo. Restringir el abanico de opciones de consumo es, para Ganesh, una forma de emancipación.

Los estudios sobre este postulado se remontan, sin embargo, años atrás. En un artículo del año 2004, publicado en Scientific American, el profesor Barry Schwartz expone sus aspectos fundamentales. De forma más coloquial lo hace en su discurso TED de julio de 2005, visualizado por más de 12,5 millones de personas, aunque durante su encendida y divertida alocución no pudiese, en ese caso, salirse del rectángulo de ubicación impuesto por esa exitosa organización.

Dado que la oportunidad de elegir tiende a mejorar nuestras vidas, podría ser lógico pensar que mientras más elecciones sean posibles, estaremos en una mejor situación. Y es justamente este supuesto el que se trata de refutar, a partir de los resultados de una serie de investigaciones y experimentos sociales. Aunque indudablemente tener alguna posibilidad de elección es siempre mejor que ninguna, tener más no es siempre mejor que tener menos. Schwartz considera que, a pesar del aumento de la riqueza y de las posibilidades de elección en las sociedades avanzadas a lo largo de las últimas décadas, ha habido una disminución de las personas que declaran ser felices. Esto (aunque queda cuestionado por sondeos más recientes) puede responder a diversos factores, pero la “explosión de la elección” juega, a su entender, un papel importante.

La distinción entre las personas según su actitud es crucial: mientras que los “maximizadores” están siempre ávidos por encontrar la mejor opción posible, los “conformistas” se quedan satisfechos una vez que encuentran una que sea lo “bastante buena”. Según los experimentos llevados a cabo, los maximizadores resultan ser, a la postre, los menos satisfechos con el fruto de sus esfuerzos y quienes manifiestan ser menos felices.

Varios son los factores que explican por qué un proceso de elección más amplio no es siempre mejor que uno más limitado:

  1. La existencia de costes de oportunidad. Toda elección conlleva ineludiblemente tener que renunciar a alguna otra. Así, si se supone que los costes de oportunidad reducen la deseabilidad global de la opción preferida, cuanto más alternativas haya, mayor será la sensación de pérdida, y menor la satisfacción derivada de la elección efectuada. En ocasiones, la apreciación de múltiples costes de oportunidad puede llevar a producir una parálisis en la toma de decisiones y, finalmente, a inclinarnos por una opción no suficientemente ponderada.
  2. El temor a lamentar posteriormente la elección efectuada. La única forma de evitar esa lamentación sería llevar a cabo un examen exhaustivo de todas las opciones y elegir (siempre que se vea que claramente lo es) la mejor. Evidentemente, el proceso será más laborioso cuanto más amplio sea el abanico. Y, por otro lado, mientras más altos hayan sido los costes de la búsqueda, mas difícil será realizar luego una adaptación o un cambio que implique alguna mejora, a pesar de que tales costes son irrecuperables y no deberían ser tomados en consideración para decisiones ulteriores.
  3. El esfuerzo de la elección es una especie de coste amortizable. Merecerá la pena incurrir en un coste significativo si se va a disfrutar del bien elegido durante un largo período; en cambio, será una inversión ruinosa si la elección efectuada implica una pronta frustración. El tener que resignarse a una situación no prevista representa una carga añadida, que se agrava al comprobar otras situaciones ahora no alcanzables.
  4. La disponibilidad de numerosas opciones tiende a generar unas altas expectativas, con el consiguiente riesgo de que no se vean cumplidas. El grado de insastisfacción será mayor cuanto mayor haya sido el esfuerzo de selección.
  5. El profesor Schwartz pone de manifiesto cómo las consecuencias de una elección ilimitada pueden llevar al sufrimiento. Según sus investigaciones, los maximizadores son candidatos bien posicionados para sufrir episodios de depresión.

En definitiva, lo que viene a decirnos es que la relación entre las elecciones y el bienestar personal es complicada. Indudablemente, una vida sin posibilidades de elección sería un infierno, pero los efectos positivos de aquélla tienen un techo. Ahora bien, una cosa puede ser una razonable acotación de las opciones de bienes de consumo, y otra muy distinta la que pueda afectar al ejercicio de las libertades personales. Cualquier limitación en este ámbito sería adentrarse en la peligrosa senda que conduce a las verdaderas tiranías.

(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 29 de octubre de 2019)

27 de octubre de 2019

¿Son irracionales los tipos de interés negativos?

Recuerdo que, hace años, proclamar que los tipos de interés podían llegar a ser negativos era casi como una especie de provocación intelectual, que exigía recurrir a una batería argumental sobre su significado e implicaciones. En varios artículos de distinta fecha me he ocupado de abordar esta cuestión, que tiene per se un interés claramente positivo.

No es ahora mi pretensión retomar aquí el fondo de la cuestión, sino simplemente recoger una reflexión acerca de cómo ha cambiado el panorama, esencialmente por la vía de los hechos. Lo que antes podía verse como algo exótico, o incluso inverosímil, se ha convertido en algo bastante corriente. Según cómputos recientes, en el mundo se acumula ya un volumen de deuda con tipos negativos del orden de 17 billones de dólares.

Hasta tal punto nos hemos adentrado en la “normalidad” de los tipos de interés negativos que resulta un tanto extraño encontrarse con opiniones críticas sobre su utilización. No es menos cierto que, curiosamente sólo en los postreros días de la presidencia de Mario Draghi en el BCE, han comenzado a oírse algunas voces discrepantes sobre la nueva praxis convencional, que incluso apunta hacia cotas de mayor negatividad.

En este contexto, no deja de ser llamativa la rotundidad de la posición mantenida por Jamie Dixon, presidente y CEO del gran coloso financiero JP Morgan Chase, quien considera abiertamente que los tipos de interés negativos son “irracionales” y que “no compraría deuda por debajo de cero, nunca, no por debajo de cero, no en toda su vida” (Laura Noonan, Financial Times, 18 de octubre de 2019).

El máximo mandatario de JP Morgan Chase clama al cielo para que esa experiencia no se dé en Estados Unidos, donde espera, al igual que otros destacados financieros, que este país no siga los pasos de Europa. Pero, ya se sabe cuando el río suena…

Otros episodios recientes, como la llegada de los tipos negativos al mercado de los bonos con garantía hipotecaria en Alemania, nos llevan paulatinamente al convencimiento de que, como a comienzos del pasado verano expresaba Gillian Tett (Financial Times, 28 de junio de 2019), vivimos en el mundo de “Alicia en el país de las maravillas”.

24 de octubre de 2019

II Congreso de Educación Financiera de Edufinet


Durante los días 21 y 22 de noviembre próximos se celebrará el II Congreso de Educación Financiera de Edufinet, cuyo lema será “Educación Financiera para una sociedad en transformación”. El Congreso reunirá en Málaga a, aproximadamente, una treintena de ponentes y comentaristas que abordarán algunas de las principales cuestiones que actualmente se suscitan en relación con la educación financiera de la población.

A raíz del estallido de la crisis financiera internacional en el año 2008, en el curso de los años siguientes se han multiplicado las actuaciones en el ámbito de la educación financiera. Ese difícil período de inmensos costes económicos y sociales puso de manifiesto la necesidad de contener el déficit de cultura financiera detectado en la mayoría de países de todo el mundo.

La educación financiera, eje de la estabilidad del sistema financiero

Hoy día, la educación financiera se concibe como uno de los ejes de la estabilidad del sistema financiero, conjuntamente con la regulación, con singular importancia de la protección del consumidor financiero, y la supervisión. Sin embargo, la educación financiera encuentra una plena justificación con independencia de cualquier episodio de crisis, como elemento imprescindible para que una persona pueda asumir de manera responsable y consciente las sucesivas decisiones financieras que ha de afrontar a lo largo de su vida. Así lo creíamos cuando, en el verano de 2005, pusimos en marcha la iniciativa que en 2007 dio lugar al proyecto Edufinet.

Mucho ha sido lo acontecido desde entonces y muchos los cambios observados en el campo de la cultura financiera. Como se puso de manifiesto en nuestro primer Congreso, celebrado en noviembre de 2018, son numerosas las cuestiones que se plantean en la actualidad en relación con la educación financiera. Dentro de ese elenco en mutación continua, hemos seleccionado un conjunto de ellas para su tratamiento en este segundo encuentro:

  • ¿Cuáles son los propósitos esenciales que deben guiar los programas de educación financiera? ¿Debe la educación financiera orientarse inexcusablemente a lograr una mejora del bienestar financiero de los individuos, o centrarse en la adquisición de las competencias necesarias para la adopción de decisiones financieras de manera consciente y responsable?
  • ¿Es significativo el papel de la educación financiera para la promoción del emprendimiento con vistas a la creación de empresas, o en el seno de organizaciones empresariales en funcionamiento?
  • ¿Qué protagonismo debe tener la educación financiera en el ámbito de los servicios de inversión? ¿Ha de relativizarse, o incluso excluirse, dada la relevancia del asesoramiento financiero profesional en dicho segmento?
  • ¿Cómo influye la psicología en la toma de decisiones financieras? ¿Qué avances se observan en este campo?
  • ¿Qué conocimientos técnicos específicos y qué habilidades pedagógicas deben reunir los formadores que participan en los programas de educación financiera? ¿Cómo debe acreditarse la idoneidad para el desempeño de esa función?
  • ¿Cómo debe amoldarse la educación financiera para dar la mejor respuesta posible a los retos que se derivan del envejecimiento poblacional?
  • ¿Cómo debe abordarse el proceso de concesión de crédito a familias y empresas dentro de los programas de educación financiera?
  • ¿Cuál debe ser el estándar básico para la evaluación de los programas de educación financiera? ¿Cuál es el enfoque más apropiado para medir la eficacia de un programa de manera objetiva y coherente?
  • ¿Cómo deben diseñarse los programas de educación financiera dirigidos a millennnials?
  • ¿Cómo debe incorporarse la consideración de la perspectiva tributaria en los programas de educación financiera? ¿Cuáles son las principales implicaciones tributarias de la toma de decisiones financieras?
  • ¿Cómo han de responder las acciones formativas consideradas ante el proceso de digitalización? ¿Tiende la digitalización a disminuir la necesidad de cultura financiera?
  • ¿Cómo se ve afectada la educación financiera por la irrupción del paradigma de las finanzas sostenibles? ¿Debe ponerse la educación financiera a disposición de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y de la Agenda 2030?

Ciertamente, como señalábamos el pasado año, difícilmente podemos aspirar a poseer todas las respuestas, pero, como resulta patente, sí tenemos preguntas, muchas preguntas, además del convencimiento de que ninguna puede despacharse de manera automática, y mucho menos desde posiciones dogmáticas. Antes al contrario, consideramos que cualquier curso de acción encaminado al interés general debe partir del intercambio de ideas y puntos de vista, aprovechando los conocimientos, las experiencias y las pruebas empíricas disponibles.

Objetivos del II Congreso de Educación Financiera de Edufinet

Con ese espíritu, desde Edufinet hemos organizado la segunda edición del Congreso de Educación Financiera, cuya información se recoge en la página web https://www.edufinetcongress2019.es. Éstos son sus objetivos esenciales:

  1. Servir de punto de encuentro de los diversos agentes involucrados o interesados en la educación financiera, con una orientación especial hacia académicos, profesionales y representantes de instituciones públicas y privadas relacionados con ese campo temático.
  2. Discernir el estado de la cuestión en dicho ámbito, a fin de identificar tendencias y puntos de interés.
  3. Poner en común conocimientos y experiencias en materia de educación financiera.
  4. Identificar los principales retos que se plantean en relación con el objetivo de mejora de la cultura financiera.
  5. Seleccionar aspectos clave para la adaptación continua de los programas de educación financiera a las nuevas realidades y a las necesidades cambiantes de los distintos colectivos poblacionales, con particular atención a la transformación digital.
  6. Perfilar las estrategias de actuación más adecuadas y el diseño óptimo de los programas educativos en la referida vertiente.

Con esa orientación múltiple, el programa se articula en torno a doce tópicos seleccionados en conexión con la educación financiera: fines, emprendimiento, servicios de inversión, psicología, formación de los formadores, concesión de créditos, envejecimiento poblacional, evaluación de los programas, millennials, aspectos tributarios, digitalización, y finanzas sostenibles. El programa se completa con sendas sesiones de inauguración y de clausura.

Como poníamos de relieve hace algunos años, el inventario de cuestiones planteadas en relación con la educación financiera es sumamente amplio, y no deja de crecer, lo que hace que resulte bastante arduo pretender abordarlas de manera exhaustiva en el marco de unas actividades congresuales ordinarias. Por ello, si bien hemos de reconocer que, dentro del programa, “no están todas los que son”, igualmente pensamos que sí “son todas las que están”. En efecto, los temas seleccionados forman parte del núcleo de aspectos que deben ser objeto de tratamiento para discernir “el estado de arte” en esta parcela del conocimiento, que se distingue por su carácter “fronterizo”, a partir de un núcleo en expansión continua.

Si a la importancia objetiva de los referidos tópicos unimos el nivel, la cualificación y la experiencia de los ponentes y comentaristas, estamos convencidos de que el Congreso permitirá reunir un conjunto de aportaciones relevantes, de interés para investigadores, formadores, responsables de programas, autoridades, e instituciones involucradas en el fomento de la cultura financiera.

El evento de la gran crisis financiera internacional iniciada hace más de diez años fue calificado en su día como un “momento pedagógicamente aprovechable”. Aunque ello sea innegable, no es menos cierto que la trascendencia de las decisiones financieras de las personas, unida a las deficiencias de competencias financieras detectadas, hace que podamos aplicar ese calificativo en un calendario abierto. Siempre es buen momento para aprender, y nunca es tarde para hacerlo.

Después de un recorrido cercano ya a los tres lustros laborando en la arena de la educación financiera, para el proyecto Edufinet es también un momento propicio para seguir madurando, para seguir acumulando un bagaje que permita incrementar nuestra capacidad de actuación en pro de la cultura financiera. Con la meta, en definitiva, de aprender para compartir, que es uno de los principios inspiradores de nuestro proyecto, un proyecto de responsabilidad social, corporativa e individual, que mantiene vivo su compromiso con la educación financiera.

(Artículo publicado en "UniBlog", con fecha 24 de octubre de 2019)

19 de octubre de 2019

La longevidad de la banca: lecciones desde la Antigüedad

Si la antigüedad es un grado, llega a ser algo más -al menos hasta no hace mucho- en el ámbito de los negocios financieros, donde la tradición, la reputación y la imagen de marca han sido tradicionalmente elementos muy valiosos. El estandarte del banco más antiguo del mundo en funcionamiento es atribuido habitualmente al Monte di Paschi di Siena, cuyo origen se remonta a la segunda mitad del siglo XV.

Su estrecha implicación durante bastante años con el deporte de élite llevaba a veces a la creencia de que, en lugar de un banco, era un club de baloncesto. Algo parecido ocurría, en algunas ciudades de Europa, cuando, a mediados de los años noventa, el Unicaja de baloncesto irrumpió en las más altas competiciones continentales. En ellas sigue batallando el equipo radicado en la milenaria ciudad de Málaga, mientras que, por el contrario, desafortunadamente, está ausente el otrora poderoso equipo italiano.

La experiencia de los últimos años ha venido a demostrar que ni la antigüedad, ni el tamaño, ni la marca son atributos suficientes para verse exonerado de los avatares de las convulsiones financieras. Las grandes crisis no capturan enemigos, se limitan a dejar el campo lleno de cadáveres.

Sin embargo, el mundo de las finanzas no comenzó en el Renacimiento, sino que se remonta al origen de las civilizaciones. Así lo documenta William N. Goetzman en su gran obra “Money changes everything. How finance made civilization possible” (Princeton University Press, 2016). En ella encontramos un apasionante relato que no deja de asombrarnos de principio a fin.

Entre otras muchas cosas, encontramos que las primeras actividades bancarias en Grecia se llevaron a cabo, en el siglo V a. C., en el puerto de El Pireo. De nuevo aquí, curiosamente, percibimos un nexo con el baloncesto. El mítico puerto griego es el enclave de uno de los clubes más laureados del continente, el Olympiacos.

No muy lejos de allí se localiza la ciudad de Éfeso, en Asia Menor, cuyo puerto fue uno de los puertos más florecientes del mundo antiguo. La ubicación en esa ciudad del templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la Antigüedad, la elevó a la cumbre de la fama.

Al margen de su función como santuario dedicado a la diosa de la caza, el templo albergó el que se considera uno de los primeros bancos de nuestra civilización, que logró subsistir más de mil años, desde el siglo VII a. C. hasta en torno al año 400 d. C.

Esra Turk (“Lessons in banking with a purpose from the ancient world”, Financial Times, 20 de agosto de 2018) nos invita a reflexionar acerca de las claves que propiciaron tan sorprendente longevidad. Según ella, el punto de partida radicaba en la “proximidad a las grandes riquezas, combinada con una cultura bancaria que mezclaba la confianza con el temor”.

A partir de sus investigaciones, sostiene que cabe extraer tres lecciones de la experiencia del Artemision que pueden ser útiles en la actualidad:

i. La existencia de una misión con un propósito elevado: “sus sofisticadas funciones bancarias eran siempre desempeñadas en el servicio sagrado a una deidad con un sólido código ético”.

ii. La gobernanza se caracterizaba por altos niveles de rendición de cuentas personal y colectiva, confianza y conexión con la sociedad en la que operaba. En una etapa posterior el liderazgo global pasó de un colectivo de altos sacerdotes y sacerdotisas a la fórmula de una única sacerdotisa, “un experimento no demasiado emulado en los 16 siglos siguientes, pero que quizás conviniera revisar” (sic).

iii. Una visión clara del riesgo: “el dinero bajo protección divina había de permanecer inviolable, con lo que el banco se restringió a sí mismo a la concesión de préstamos hipotecarios ‘prime’ y a otras clases de riesgo de primera clase”.

En definitiva, estos serían los atributos básicos: altura de propósito, código ético, liderazgo, prudencia en la gestión del riesgo, claridad y transparencia. Aun siendo, supuestamente, los pilares de la prolongada trayectoria del banco sagrado, ni siquiera el respaldo divino pudo preservarlo de los feroces riesgos no financieros que determinarían su ocaso.

15 de octubre de 2019

La diferencia entre valor y precio: enseñanzas de la literatura decimonónica

Las novelas del siglo diecinueve, más allá de sus contenidos románticos o dramáticos, suelen presentar como atractivo adicional la aportación de una visión de primera mano de las condiciones de vida y de los hábitos económicos de la época. En diversas entradas de este blog se han comentado los vínculos entre la literatura y las finanzas. En ciertos casos, incluso, las detalladas referencias que algunos autores hacen de las rentas vitalicias de los caballeros, de las dotes económicas de las jóvenes casaderas, o de los vaivenes de los títulos de deuda pública son tomadas como fuente primaria por los historiadores y analistas económicos. En otras ocasiones, de los diálogos de los personajes emanan mensajes de sabiduría útiles para la gestión del patrimonio personal o ingredientes de conocimiento económico.

Esto ocurre, por ejemplo, en las primeras páginas de la novela “Los misterios de East Lynne” (Ed. Ático de los Libros, 2019), escrita por Ellen Wood (1814-1887). Ante su delicada situación económica, Lord Mount Severn reconoce que “mis asuntos están en un pésimo estado y debo conseguir de algún modo dinero en efectivo”, por lo que está dispuesto a vender East Lynne. Eso sí, antes de asegurarse de que el posible comprador, a quien recibe en su domicilio, no actúa “en nombre de alguno de mi ladinos acreedores, para sacarme información que no podría obtener de otro modo”.

Cuando el interesado le plantea el precio que espera obtener por la venta de la propiedad, Lord Mount Severn lo remite a sus representantes en asuntos de negocio, si bien le indica que no menos de 70.000 libras: “-Es demasiado, milord -contestó el señor Carlyle con decisión. -Vale mucho más -dijo el conde”, a lo que Carlyle responde diciendo que “Estas ventas forzadas nunca alcanzan el valor real de la propiedad”.

Sabia cautela la manifestada, aunque a veces se ignore al calor de un proceso de euforia en el mercado inmobiliario. Además, como no hace muchos años se evidenció en España y en otros países, una cosa es que se venda un activo en condiciones normales de forma aislada, y otra, muy distinta, que se produzca una avalancha de ventas forzadas. Algo parecido ocurre respecto a las valoraciones globales de grandes paquetes accionariales, cuyo valor puede desmoronarse en caso de que hubieran de realizarse con carácter inmediato en su totalidad.

11 de octubre de 2019

¿Qué es preferible: ganar más, pero menos que la media, o menos, pero más que la media?


En una entrada reciente de este blog publicada el pasado 26 de septiembre se efectuaban algunas consideraciones acerca de la educación financiera y el bienestar financiero, y, en ese contexto, se recogía una pregunta en la que se planteaba una elección entre dos hipotéticas situaciones salariales diferentes:

 “¿Cuál de estas dos situaciones preferiría Vd., si:
  1. El salario medio es de 25.000 euros, y su salario es de 50.000 euros.
  2. Vd. gana 100.000 euros, y el salario medio es de 200.000 euros?”.

Se trata de una pregunta similar a la comentada por Jason Butler en un artículo acerca del bienestar individual (Financial Times, 19-9-2018). La pregunta fue formulada, hace años, en un estudio centrado en los trabajadores estadounidenses. De estos, casi la mitad se inclinaron por la primera opción, lo que, según Butler, experto en bienestar financiero, carece completamente de sentido, pero apunta que la comparación social tiene un efecto significativo, y potencialmente depresivo, sobre el bienestar general de las personas. En el referido anterior artículo de este blog se hacía mención expresa de la importancia de la posición relativa de una persona a la hora de evaluar su situación financiera, lo que, efectivamente, podría inclinar la balanza hacia situaciones en las que se esté en una mejor posición relativa que los demás.

Esto es así, ¿pero podemos mantener con total contundencia que, como se indicaba, la primera opción carece de sentido? En la primera opción se obtendría una retribución de 50.000 euros, mientras que en la segunda, justamente el doble.

Ceteris paribus, es evidente que disponer de una renta anual de 100.000 euros otorga una mayor capacidad de consumo potencial que una suma de 50.000 euros en el mismo período. Ahora bien, ¿podemos estar plenamente seguros de que, en un contexto económico determinado, vamos a mantener el mismo poder adquisitivo con una renta equivalente al 50% de la renta media que con una renta equivalente al doble de la renta media? Cabe suponer que una persona con una retribución media puede vivir razonablemente bien con arreglo a su entorno económico, de lo que podemos colegir que la situación será bastante más favorable para quien disponga de una retribución de importe doble. ¿Podemos suponer igualmente que una persona con una retribución que es la mitad de la media tendrá garantizado un nivel de vida aceptable?

Si colocamos los cuatro importes (25.000-50.000-100.000-200.000 euros), no cabe ninguna duda de la ordenación, desde un punto de vista estrictamente cuantitativo. Sin embargo, ¿podemos tener la certeza de que al ascender en la escala numérica el eje que representa el coste de la vida permanece estático? ¿Podría suceder que se desplace y, con ello, la ganancia real derivada de una mayor retribución se convierta en un espejismo?

No puede perderse de vista que, en la primera situación, la obtención de una retribución de 50.000 euros sitúa al perceptor en un percentil muy alto en la distribución de la renta, de manera que una gran mayoría de la población tiene rentas inferiores; lo contrario ocurre en la segunda situación. Al margen de las posibles implicaciones sobre el poder adquisitivo efectivo, ¿hay alguien dispuesto a pagar un precio por mantener una posición en un percentil elevado?

En Edufinet, como se señala en el “post” al que el presente da continuidad, ya hemos prestado atención a este tipo de cuestiones, en las que, ya se trate de situaciones de la vida real o de meros ejercicios teóricos, la decisión adoptada por los individuos no siempre es, aparentemente, la más coherente.

Las personas son, sin lugar a dudas, seres racionales (y sociales, lo que abre la puerta a la consideración, ante un mismo asunto, de la posición ocupada por los otros), lo que no impide que, como enseña la Psicología Financiera, sea conveniente conocer determinados atajos mentales que pueden provocar que la decisión adoptada no sea siempre la más favorable.

Si lo anterior es particularmente relevante en la toma de decisiones, en general, lo es más aún en relación con la toma de decisiones financieras, por el potencial impacto en el patrimonio y en el bienestar de los individuos.

Una de las preguntas del ejercicio práctico, en el que participaron 31 voluntarios, realizado en el marco de las actividades complementarias al Congreso de Educación Financiera “Realidades y Retos”, celebrado en Málaga en noviembre de 2018, del que se dio cuenta en la quinta sesión del Congreso (“¿Es condición suficiente tener un elevado conocimiento de cuestiones financieras para tomar una buena decisión financiera?: conocimientos financieros, sesgos cognitivos e influencia del entorno”), tuvo por objeto el conocido juego del ultimátum:

«Supón que participas en el conocido como “juego del ultimátum”. A ti y a otro jugador se os comunica que se os asignará una suma de dinero a compartir entre ambos, siempre que os pongáis de acuerdo en la distribución. Si no lo hacéis, ninguno recibirá cantidad alguna. Se permite que uno de los jugadores (A) haga una única propuesta de reparto al otro (B), que debe aceptarla o rechazarla.

A. Si desempeñas el papel de A y la cantidad total a repartir es de 10.000 euros, ¿qué importe máximo ofrecerías a B?:

a) 2.000 euros.

b) 5.000 euros.

c) 7.000 euros.

B. Si jugases como B y A te ofreciera 2.000 euros, ¿aceptarías?:

a) Sí.

b) No».

Como se refiere en el “paper” elaborado por los autores de este “post”, incluido en el libro de actas del Congreso, en esta pregunta se identifican varios sesgos cognitivos, del que ahora nos interesa destacar, precisamente, la consideración de la posición relativa de los distintos miembros de la sociedad [otros sesgos asociados a esta pregunta son la noción de probabilidad y aplicación en contextos reales, y la influencia del sentido del resultado de la transacción (ganancia, pérdida, dejar de ganar, dejar de perder)].

Una buena prueba de que, en general, ante la toma de una decisión, se tiene en cuenta la posición de otros miembros de la sociedad —al menos, de los más cercanos— es que, en la segunda de las cuestiones planteadas, que es la que ahora atrae nuestra atención, el 52% de los participantes en el ejercicio aceptó una oferta de 2.000 euros del otro jugador, mientras que el 48% restante rechazó tal proposición [en cuanto a la primera de las cuestiones planteadas, el 68% de los participantes en el ejercicio escogió la opción b), esto es, que el importe máximo ofrecido al otro jugador sería de 5.000 euros, justo la mitad de la cantidad en liza, mientras que el 22% optó por la letra a) —2.000 euros—, y el 10% por la c) —7.000 euros—].

Al margen de otras motivaciones, el amplio rechazo de la oferta de 2.000 euros confirma que el “jugador pasivo” puede preferir no ganar cantidad alguna con tal de que la igualdad entre los dos participantes en el “juego del ultimátum” se mantenga; esta postura supone, en la práctica, que la cantidad obtenida por ambos jugadores sea cero, lo que, sin duda, parece menos racional que el embolso de una cantidad de 2.000 euros, aunque sea notablemente inferior que la de 8.000 euros que iría a parar al bolsillo del “jugador activo” o que lanza la oferta.

Este caso práctico y las respuestas obtenidas confirman, en línea con lo anticipado, que no solo hay que valorar las cifras en abstracto, sino que también hay que relacionarlas con la posición ocupada por los jugadores o, más ampliamente, por los ciudadanos en la escala social.

(Artículo publicado en EdufiBlog, con fecha 11 de octubre de 2019, elaborado conjuntamente con José Mª López Jiménez)

8 de octubre de 2019

¿Cuál es la dimensión óptima del sector público?


No existe un indicador único para medir la dimensión económica del sector público. El Estado interviene en la economía a través de una multiplicidad de canales e instrumentos que difícilmente pueden sintetizarse en un solo dato. No obstante, la ratio de lo que representa el gasto público respecto al PIB es utilizada comúnmente como indicador más representativo del tamaño relativo del sector público. En España, dicha ratio se situó ligeramente por encima del 41% en el año 2018. ¿Puede considerarse una cifra adecuada, o, por el contrario, demasiado reducida, o tal vez excesivamente elevada?

Hay quienes no necesitan mucha reflexión para responder este tipo de preguntas: algunas personas consideran que el tamaño del sector público debe ser lo más reducido posible, el mínimo imprescindible para que la economía pueda operar libremente; otras, en cambio, se decantan por un sector público que acapare el mayor número de intervenciones, apostando por su expansión como receta para resolver todos los problemas sociales. Sin embargo, para aproximarse a esta cuestión tan importante, hay formas distintas a seguir simplemente los dictados de preferencias exclusivamente ideológicas.

Así, de entrada ha de constatarse que hay funciones que debe desempeñar el Estado por razones puramente técnicas. Además de encargarse de establecer un marco legal para que pueda desenvolverse la actividad económica, hay una serie de bienes y servicios absolutamente necesarios que, por su carácter colectivo puro (los llamados, no muy certeramente, “bienes públicos”), no son atendidos adecuadamente por la iniciativa privada. De igual manera, hay una serie de actuaciones individuales que tienen consecuencias, positivas o negativas, sobre el resto de la sociedad que el mercado es incapaz de valorar. La intervención estatal es precisa para extenderlas o restringirlas, respectivamente. Los ámbitos de la regulación básica y de la asignación de bienes y servicios reclaman, pues, la implicación directa del sector público. En función de la estructura adoptada y de la eficiencia, unos mismos niveles de dotación pública requerirán distintos importes de gasto.

Por lo que concierne a la vertiente de la distribución de la renta y la riqueza, la intervención del Estado no responde ya a premisas técnicas sino a los criterios subjetivos de justicia que se desee aplicar. Ahora bien, la consecución de objetivos de equidad está sujeta a las restricciones que se derivan de la respuesta de los factores productivos a los programas impositivos y de gasto público. Existe plena libertad para establecer metas redistributivas, pero hay limitaciones a la hora de llevarlas a la práctica en una sociedad libre.

Una vez adoptadas las decisiones relevantes (áreas de intervención, objetivos, y recursos dedicados), parece pertinente tratar de dilucidar en qué medida la actuación económica del sector público es eficiente. Para ello hace falta responder dos preguntas: i) ¿se alcanza, con los recursos utilizados, el mayor nivel de producción posible?; y ii) ¿es posible mantener el nivel de producción actual utilizando menos recursos? De los estudios que han aplicado esta metodología se desprende que, en comparación con las mejores prácticas (frontera de posibilidades de producción), en España, como en otros países, hay un considerable margen de mejora en los dos sentidos. Es decir, gastando lo mismo podríamos ampliar el nivel y/o la calidad de los servicios, o bien, podríamos mantener los actuales ahorrando dinero.

Otro enfoque que ha centrado la atención de numerosos estudios es investigar qué tipo de relación existe entre la magnitud relativa del gasto público y la tasa de crecimiento económico. La mayoría de los estudios respalda la existencia de una curva con forma de “U” invertida. Así, hasta una determinada dimensión, un mayor gasto público tiende a incrementar el ritmo de crecimiento económico, pero, a partir de la cota máxima de la curva, la ampliación del gasto público lleva a un peor comportamiento en términos de crecimiento económico. Asimismo, se concluye que la mayoría de los países se encuentra actualmente en la parte descendente de la curva, es decir, el nivel de gasto público excede del óptimo. Dicho óptimo no es el mismo para todos los países, pero llama la atención que, en general, se sitúa en cotas bastante inferiores a los registros observados en la realidad.

Hay personas que reciben esos resultados con satisfacción y otras, con escepticismo y rechazo, según su posición en el espectro ideológico. A ambos colectivos se les podría formular la siguiente pregunta: ¿suscribiría el alcance de la intervención del sector público planteado, en el primer caso por Adam Smith (posición liberal), y, en el segundo, por John Maynard Keynes (posición intervencionista)?

Pues bien, el primero, identificado comúnmente como el paladín del liberalismo económico, justificó la intervención del Estado para el suministro de una serie de servicios y de infraestructuras, además de preocuparse por la igualdad efectiva de los individuos. A su vez, el segundo, el icono del intervencionismo del sector público en la economía, consideraba que el gasto público no debía superar el umbral del 25%-30% del PIB.

Sin perjuicio de que se tomen más o menos en consideración las posiciones de esas dos figuras del análisis económico, sí parece claro que ninguna cuestión económica, y, mucho menos, una tan relevante como la dimensión óptima del sector público, deba basarse en dogmas de fe. Como dejó fundamentado Popper, un elemento básico de una proposición científica es su “falsabilidad”, esto es, la posibilidad de someterla a refutación mediante pruebas o experimentos.

En este contexto, es factible enunciar algunas hipótesis que pueden someterse al oportuno contraste empírico: a) La dimensión económica actual del sector público en España no es óptima; b) Existen posibilidades de lograr ganancias de eficiencia en un doble sentido, mejorando los niveles de servicios con el mismo gasto, o dando los mismos servicios a un menor coste. Hay que celebrar que exista lo falsable para así poder liberarnos de los falseamientos.
(Artículo publicado en el diario “Sur”, con fecha 6-10-2019)

5 de octubre de 2019

El “worst case scenario”: la utilidad de ponerse en lo peor

En un reciente artículo publicado en el diario Financial Times, Tim Harford comenta, con bastante amargura, algunos detalles del desastroso proceso del desastroso Brexit, y valora la utilidad de contemplar los escenarios más adversos posibles antes de emprender un proyecto (“We need to be better at predicting bad outcomes”, 20 de septiembre de 2019). Es una directriz que, desgraciadamente, no siguió un confiado e incauto David Cameron cuando convocó el fatídico referéndum.

Harford arranca el artículo con la narración de una experiencia cotidiana en la que se encadenan distintas complicaciones para realizar un viaje interurbano, de Londres a Oxford. Llegar a tiempo a una cita puede ser imposible si nos encontramos con problemas inesperados para el desplazamiento o para efectuar sobre la marcha alguna adaptación (colapso o desvío del tráfico, no disponibilidad de una plaza de aparcamiento, taxis ocupados, incapacidad para buscar una solución alternativa, cajeros automáticos no operativos, confusión en la dirección, teléfono móvil sin carga…). Según el talante personal de cada uno, las situaciones sobrevenidas pueden ser más o menos estresantes y gestionables en distinto grado.

Decididamente, el economista camuflado aboga por afinar el sentido del riesgo y por la calibración de las probabilidades de los distintos acontecimientos. Pero, en vez de limitarnos a preguntar “¿ocurrirá esto?”, considera que es preferible plantearnos lo siguiente: “¿qué haríamos si eso (lo peor) sucediera?”

A este respecto, recomienda llevar a cabo un análisis en la línea sugerida por el psicólogo Gary Klein, un análisis del tipo “premortem”: “Antes de embarcarse en un proyecto, imagine que recibe un mensaje del futuro: el proyecto ha fracasado, de manera estrepitosa. Ahora pregúntese a sí mismo: ¿por qué? Los riesgos y trampas se evidenciarán por sí solos –a menudo riesgos que pueden ser anticipados y prevenidos”.

Según Gary Klein (“Performing a Project Premortem”, Harvard Business Review, septiembre 2007), “Los proyectos fracasan según una tasa impresionante. Una razón es que demasiadas personas son reticentes a manifestar sus reservas durante la fase de planificación. Haciendo que sea seguro para los discrepantes que son buenos conocedores del proyecto, y están preocupados por sus debilidades, pronunciarse al respecto, pueden mejorarse las posibilidades de éxito de un proyecto”.

A veces, en el plano onírico recibimos un entrenamiento forzado ante posibles contratiempos y amenazas. Desde hace años tengo una pesadilla recurrente, la de llegar tarde a la Facultad, atenazado por una serie de circunstancias retardatorias. Aunque a veces parecen surgir vías para acortar la distancia o recuperar el tiempo perdido, al final acaba apareciendo algún otro obstáculo insalvable. Si, finalmente, logro llegar, los alumnos ya se han ausentado. La variedad de las trabas es tal que nunca sería capaz de componer ni perfilar el escenario más adverso. Siempre cabe una vuelta más de tuerca.

Afortunadamente, la praxis suele ser más llevadera que las agobiantes historias de los sueños, pero no por ello pueden excluirse algunas perturbaciones notables. Aparte de los posibles problemas que puedan surgir en la forma del desplazamiento o en la ruta elegida, he llegado a encontrarme en alguna ocasión el aula cerrada a cal y canto, sin poder localizar a nadie que me auxiliara, hasta que un encuentro fortuito con el propio Decano posibilitara la apertura.

Otra circunstancia distorsionadora, aunque de menor relieve, se da cuando una clase programada con soporte de medios visuales se ve imposibilitada en tales términos por el fallo de los aparatos técnicos. Un contratiempo inoportuno que obliga a una (retro)reconversión a los métodos tradicionales. Algo que es mucho más fácil cuando se prevé esa contingencia, si bien no hay que descartar toparse con encerados donde la escritura resulta prácticamente inviable.

En fin, dentro del repertorio de situaciones no cabe excluir una que, aunque a priori cabría concebir como casi inverosímil, ha llegado a darse, rompiendo todos los esquemas, la de incomparecencia total y absoluta del alumnado sin previo aviso. Llegado el caso, y después de una espera prudente, quedan pocas soluciones, salvo que, como también ha ocurrido, aparezca algún alumno extraviado que asiste, impuntualmente, y por primera vez, a clase, y opta por recibir en solitario una clase particular.

Sin lugar a dudas, por mucho que tratemos de establecer una tabla de contingencias, la realidad puede acabar superando la ficción e incluso las pesadillas. Además de los anteriores, uno puede encontrarse finalmente, cuando llega a la meta, con algún otro escollo para dar una clase en condiciones normales, dentro del tiempo asignado. Evidentemente, no todo el mundo considera que los horarios se establecen para ser respetados, tanto al inicio como al final, pero eso da para otra historia.

Ciertamente, si se da una determinada cadena de acontecimientos, impartir una clase, si llega el caso, puede convertirse en una auténtica odisea. No digamos lo que puede ser el proceso de preparación para estar en condiciones de hacerlo. El análisis premortem resulta provechoso, aunque haya que contar con que, en ocasiones, solo los postmortem sean los valiosos. Nunca puede preverse completamente la pregunta que alguien puede plantear. La ventaja es que los “proyectos” son fácilmente replicables y enmendables, y, al fin y al cabo, nadie está en posesión de todo el conocimiento.

1 de octubre de 2019

¿Comercio justo vs precio injusto?

Como expone David Pilling en un artículo reciente (Financial Times, 29-8-2019), hay compañías radicadas en países africanos que aplican un marco de condiciones de trabajo en la línea del enfoque de corte utópico propugnado por el reformador social Robert Owen en Inglaterra hace más de 200 años. Es el caso de Satenwa, empresa familiar de Malawi dedicada al cultivo del té y del café desde 1923, que ofrece unas avanzadas condiciones laborales a su plantilla, con horarios reglados (jornada diaria de 8 horas), y servicios sociales asistenciales y educativos.

Satenwa se encuentra asociada a Fairtrade, organización internacional que persigue mejorar los términos del comercio de los países más pobres. Al lograr ser certificada por Fairtrade como un “buen empleador”, Satemwa está habilitada para vender su té a los precios Fairtrade, que conllevan una prima de aproximadamente un 25%. El dinero extra logrado mediante dicha prima es destinado a proyectos sociales, determinados por un comité de trabajadores, según se describe igualmente en el citado artículo.

Sin embargo, en él también se expone un aspecto un tanto sorpresivo: en 2018, de los 2,25 millones de kilos de té producidos, la empresa vendió una cantidad nula a los precios Fairtrade.

Cómo puede darse ese desalentador resultado, se pregunta extrañado David Pilling, cuando, aparentemente, estamos en el mejor momento de la actitud social, especialmente, entre las generaciones más jóvenes, hacia las prácticas de comercio justo y de producciones bajo estándares éticos. El auge de los criterios ASG (ambientales, sociales y de gobernanza; ESG, por sus siglas en inglés) en el mundo empresarial sería otro factor de primer orden a tener en cuenta.

“A pesar de estas tendencias globales, hay poca evidencia de que las preferencias de los consumidores hacia las prácticas de comercio justo estén teniendo un impacto sostenido, particularmente en las vidas de las personas muy pobres”, escribe David Pilling.

Según él, que apela en su explicación al mantenimiento de una “relación explotadora entre el norte global y el sur global”, una de las razones es que “pocos consumidores pagarán precios mucho más altos por su café, azúcar, cobalto o anillos de boda: Los compradores que actúan en su nombre son casi monopolios cuyo poder sobrepasa ampliamente el de los pequeños agricultores o los jornaleros con los que negocian”.

Pero asimismo apunta otro problema que, paradójicamente, se deriva de la proliferación de los sellos de comercio justo, lo que -cabe suponer- devalúa su significado y propende a relajar los estándares de certificación.

Tras un descorazonador diagnóstico, el editor del Financial Times para el continente africano lanza “una modesta propuesta. A menos que se pueda demostrar de otra forma, todos los bienes deben llevar una etiqueta obligatoria: Unfairly Traded”.

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