Si la antigüedad es un grado, llega a ser algo más -al menos hasta no hace mucho- en el ámbito de los negocios financieros, donde la tradición, la reputación y la imagen de marca han sido tradicionalmente elementos muy valiosos. El estandarte del banco más antiguo del mundo en funcionamiento es atribuido habitualmente al Monte di Paschi di Siena, cuyo origen se remonta a la segunda mitad del siglo XV.
Su estrecha implicación durante bastante años con el deporte de élite llevaba a veces a la creencia de que, en lugar de un banco, era un club de baloncesto. Algo parecido ocurría, en algunas ciudades de Europa, cuando, a mediados de los años noventa, el Unicaja de baloncesto irrumpió en las más altas competiciones continentales. En ellas sigue batallando el equipo radicado en la milenaria ciudad de Málaga, mientras que, por el contrario, desafortunadamente, está ausente el otrora poderoso equipo italiano.
La experiencia de los últimos años ha venido a demostrar que ni la antigüedad, ni el tamaño, ni la marca son atributos suficientes para verse exonerado de los avatares de las convulsiones financieras. Las grandes crisis no capturan enemigos, se limitan a dejar el campo lleno de cadáveres.
Sin embargo, el mundo de las finanzas no comenzó en el Renacimiento, sino que se remonta al origen de las civilizaciones. Así lo documenta William N. Goetzman en su gran obra “Money changes everything. How finance made civilization possible” (Princeton University Press, 2016). En ella encontramos un apasionante relato que no deja de asombrarnos de principio a fin.
Entre otras muchas cosas, encontramos que las primeras actividades bancarias en Grecia se llevaron a cabo, en el siglo V a. C., en el puerto de El Pireo. De nuevo aquí, curiosamente, percibimos un nexo con el baloncesto. El mítico puerto griego es el enclave de uno de los clubes más laureados del continente, el Olympiacos.
No muy lejos de allí se localiza la ciudad de Éfeso, en Asia Menor, cuyo puerto fue uno de los puertos más florecientes del mundo antiguo. La ubicación en esa ciudad del templo de Artemisa, una de las siete maravillas de la Antigüedad, la elevó a la cumbre de la fama.
Al margen de su función como santuario dedicado a la diosa de la caza, el templo albergó el que se considera uno de los primeros bancos de nuestra civilización, que logró subsistir más de mil años, desde el siglo VII a. C. hasta en torno al año 400 d. C.
Esra Turk (“Lessons in banking with a purpose from the ancient world”, Financial Times, 20 de agosto de 2018) nos invita a reflexionar acerca de las claves que propiciaron tan sorprendente longevidad. Según ella, el punto de partida radicaba en la “proximidad a las grandes riquezas, combinada con una cultura bancaria que mezclaba la confianza con el temor”.
A partir de sus investigaciones, sostiene que cabe extraer tres lecciones de la experiencia del Artemision que pueden ser útiles en la actualidad:
i. La existencia de una misión con un propósito elevado: “sus sofisticadas funciones bancarias eran siempre desempeñadas en el servicio sagrado a una deidad con un sólido código ético”.
ii. La gobernanza se caracterizaba por altos niveles de rendición de cuentas personal y colectiva, confianza y conexión con la sociedad en la que operaba. En una etapa posterior el liderazgo global pasó de un colectivo de altos sacerdotes y sacerdotisas a la fórmula de una única sacerdotisa, “un experimento no demasiado emulado en los 16 siglos siguientes, pero que quizás conviniera revisar” (sic).
iii. Una visión clara del riesgo: “el dinero bajo protección divina había de permanecer inviolable, con lo que el banco se restringió a sí mismo a la concesión de préstamos hipotecarios ‘prime’ y a otras clases de riesgo de primera clase”.
En definitiva, estos serían los atributos básicos: altura de propósito, código ético, liderazgo, prudencia en la gestión del riesgo, claridad y transparencia. Aun siendo, supuestamente, los pilares de la prolongada trayectoria del banco sagrado, ni siquiera el respaldo divino pudo preservarlo de los feroces riesgos no financieros que determinarían su ocaso.