El nombre de Jan Tinbergen, galardonado con el Premio Nobel de Economía en el año 1969, está asociado al diseño óptimo de la política económica. Una de sus aportaciones teóricas más conocidas gira en torno a la denominada “regla de Tinbergen”: idealmente, debemos disponer de al menos un instrumento para abordar cada objetivo de política económica. Parece una recomendación bastante razonable. Si utilizamos un mismo instrumento para tratar de alcanzar dos objetivos distintos, especialmente si no son compatibles entre sí, puede que no consigamos ni uno ni otro.
Hace años, un amigo, responsable de recursos humanos de una empresa, me pidió que le diese mi opinión acerca de un sistema de incentivos para la red comercial de su compañía, cuya misión era procurar que se alcanzaran las mayores cotas de negocio y beneficio. Sin embargo, a la hora de fijar las cuantías económicas a percibir por cada agente cumplidor de objetivos se introducía un mecanismo corrector encaminado a mejorar la equidad retributiva en la empresa. Así, un mismo instrumento se utilizaba para dos finalidades distintas, la generación de negocio y de resultados, y el acortamiento de las diferencias retributivas. Mi reflexión consistió en plantear simplemente la aplicación de una réplica de la regla de Tinbergen, es decir, utilizar medidas distintas para cada uno de los objetivos mencionados.
Mutatis mutandis, desde mi punto de vista, sería altamente recomendable que el lenguaje económico pudiera hacer suya alguna especie de regla tinbergeniana, con una finalidad esencial: poner coto a las situaciones de ambigüedad o, lo que es peor, de confusión que se generan por el uso de términos y expresiones ambivalentes. Mucho discutir acerca del carácter científico de la Economía, pero resulta que, en la esfera de la comunicación, se compatibiliza el uso de elementos con significados contradictorios, que, de manera especial, en su proyección extramuros, acaban, no pocas veces, induciendo errores de apreciación que pueden ser bastante relevantes en la conformación de la opinión de los ciudadanos.
Algunos ejemplos notorios pueden servirnos para ilustrar la situación aludida. En esa lista el concepto de “público” ocupa un lugar destacado. Así, ¿qué debemos pensar si nos dicen que la sociedad anónima X es una compañía pública? ¿Se trata de una compañía que es propiedad de las Administraciones públicas? ¿O sencillamente que es una sociedad (de propiedad pública o privada) que cotiza en el mercado bursátil, lo que le atribuye la posibilidad de que sea accesible para la inversión de cualquier ciudadano?
No acaban ahí los problemas semánticos con el vocablo “público”. Es frecuente que la noción de bien o servicio público se asocie a alguna actuación pública que beneficia al conjunto de la sociedad, pero no siempre es así. Hay programas de gasto público que no presentan un carácter social o colectivo sino que benefician a personas concretas, es decir, tienen un carácter individual.
Tampoco los calificativos “financiero/no financiero” se quedan atrás. Como poníamos de relieve en el número 8 de la revista eXtoikos, nos encontramos con la paradoja de que los gastos financieros (intereses) son, en realidad, operaciones no financieras.
En suma, la existencia de acepciones diversas (sector público, regla de oro de las finanzas públicas, crédito fiscal, deducción fiscal, redistribución…) se convierte en grava que dificulta la circulación de la rueda de la comunicación. En evitación de ambigüedades y confusiones, ante cualquier discurso económico, y a falta de la regla enunciada, es, no solo recomendable, sino imprescindible anteponer alguna “carta de intenciones”.