… “Está en juego el verdadero bienestar de la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro planeta, que corren el riesgo de verse confinados cada vez más a los márgenes… mientras algunas minorías explotan y reservan en su propio beneficio vastos recursos y riquezas, permaneciendo indiferentes a la condición de la mayoría”…
“Es asimismo evidente que la libertad de la que gozan, hoy en día, los agentes económicos… tiende a generar centros de supremacía y a inclinarse hacia formas de oligarquía”…
“La industria financiera, debido a su omnipresencia y a su inevitable capacidad de condicionar -y en cierto sentido- de dominar la economía real, es un lugar donde los egoísmos y los abusos tienen un potencial sin igual para causar daño a la comunidad”…
“Lo que había sido tristemente vaticinado hace más de un siglo, por desgracia, ahora se ha hecho realidad: el rendimiento del capital asecha de cerca y amenaza con suplantar la renta del trabajo, confinado a menudo al margen de los principales intereses del sistema económico”.
Podríamos seguir transcribiendo párrafos tan trascendentes y jugosos como los anteriores, que proceden todos ellos de un mismo documento. ¿De dónde pueden proceder? ¿Tal vez de alguna organización política de corte radical, de alguna formación anticapitalista, de un manifiesto de economistas críticos…?
No es así; el documento de procedencia corresponde a un texto difundido recientemente por el Vaticano (“Oeconomicae et pecuniariae quaestiones. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero”, Bollettino, Sala Stampa Della Santa Sede, 17-5-2018).
El contenido del informe, sin duda inspirado en la doctrina económica del Sumo Pontífice, que tuvimos ocasión de analizar hace algún tiempo (“La doctrina económica del Papa Francisco, diario Sur, 5-3-2014), es de sumo interés. Las apreciaciones que se efectúan trascienden múltiples campos que van desde la economía y las finanzas hasta la ética, pasando por la fiscalidad y la regulación, entre otras facetas, sin olvidar la política. En todas ellas se abordan cuestiones de actualidad y de gran proyección en sus pretensiones, lo que merece un análisis en profundidad.
No es ese el propósito de estas líneas, sino abordar una cuestión primaria. ¿Cuál es el idioma del pensamiento original? ¿En qué lengua está escrito el texto base? ¿Pueden las traducciones a otras lenguas introducir algunos matices que se desvíen del sentido de las palabras primigenias? Ya se sabe que ese efecto ha sido profusamente analizado en relación con los antiguos testimonios sagrados, máxime cuando procedían, en primera instancia, de la palabra hablada.
Hoy día, no cabe pensar que la conversión idiomática pueda alcanzar un gran relieve -se dice que incluso los traductores automáticos han progresado mucho-, pero, seguramente, la lente de expertos filólogos podría revelar algunos márgenes interpretativos. Sin contar con ese bagaje competencial ni con suficiente tiempo de dedicación, simplemente cabe apuntar el riesgo moderado inherente a ese proceso de conversión.
No obstante, manejando únicamente las versiones española e inglesa del informe citado, no dejan de surgir algunos detalles menores. Así, cabe preguntarse qué interpretación puede hacer un lector hispano no especialista en materias fiscales de la siguiente frase (parágrafo 30): “…cabe señalar que, si bien la razón formal para legitimar la presencia de sedes offshore es la de evitar que los inversores institucionales sufran una doble tasación, primero en su país de residencia y luego en el país en el que están domiciliados los fondos”. No se trata, ciertamente, de evitar una doble “tasación” o valoración de activos, sino de una doble “tributación”, como se desprende claramente de la versión inglesa (“…not to be subjected to a double taxation”).
Asimismo, hay que disponer de dotes interpretativas para asimilar a la primera el dictado de que, a la hora de la valoración del bienestar (parágrafo 11), “resulta ejemplar la importancia de parámetros que humanicen, de formas culturales y mentalidades en las que la gratuidad -es decir, el descubrimiento y el ejercicio de lo verdadero y lo justo como bienes intrínsecos- se convierta en la norma de medida”. Si nos acercamos de nuevo a la versión inglesa, podríamos traducir la frase en el sentido de que “la presencia de estándares humanistas y expresiones culturales que valoren el altruismo resulta ser útil y emblemática en este apartado. Así, el descubrimiento y la implementación de la verdad y lo justo como bienes en sí mismos, se convierten en las normas para la evaluación”.
Más llamativa es la definición del ahorro (parágrafo 22), “especialmente el familiar… [como] un bien público que hay que tutelar y que trata siempre de excluir el riesgo”. He aquí, pues, que el ahorro familiar se cataloga nada menos que como un bien público, con todas las implicaciones que tal calificación conlleva, unido a la aseveración de que dicho ahorro tiene completa aversión por el riesgo. Al margen del carácter problemático inherente a la palabra “público”, cargada por el diablo para generar confusión en el conocimiento económico, la incursión en el texto inglés, aunque tampoco sea un prodigio de claridad, nos permite arrojar otra perspectiva. Más bien lo que constituye un bien colectivo o social, no público, es disponer de un marco adecuado de información donde los ahorradores puedan adoptar coherentemente sus decisiones financieras, a partir de un conocimiento de las condiciones y del riesgo de los distintos productos financieros.
Más adelante (parágrafo 24), descendiendo a la función crediticia, se habla del “mérito crediticio”, que “exige una actividad de selección atenta”, en tanto que “los bancos, para poder soportar adecuadamente los riesgos afrontados, deben disponer de convenientes dotaciones de activos”. Nada que objetar, salvo que en la versión inglesa se hace mención expresa de una “adecuada gestión de los activos”.
En fin, la dificultad de lograr una traducción exacta, además de los costes que conlleva, es una rémora insuperable que arrastramos a resultas del exceso de vanidad babilónica. La sensación de alguna duda es hasta cierto punto inevitable cuando no leemos, con pleno dominio lingüístico, el texto original. Las dudas tienden a acrecentarse cuando ignoramos el idioma en el que aquél está escrito y cuántas etapas se han cubierto hasta llegar a la versión que tenemos delante.