Hace unos días, mi sobrino de siete años, sin venir a cuento, me preguntó que cuántos libros había leído a lo largo de mi vida. Después de pensar unos segundos, no supe darle una cifra concreta, pero de lo que no cabe duda es que han sido muchos menos de los que me hubiese gustado. Esta sensación se acrecienta con el paso del tiempo y, especialmente, al tomar conciencia de la enorme cantidad de obras, de todos los tiempos, llenas de interés y alicientes, que nos sentimos incapaces de abarcar.
Al reflexionar al respecto, no tengo más remedio que reconocer, después de constatar la impotencia ante esa impresionante oferta fruto de la mente humana, eficazmente auxiliada por la imprenta, que, si bien la lectura de muchos de los libros computables en el inventario particular ha sido altamente gratificante, instructiva, o placentera, la de otros ha sido francamente decepcionante. Mientras que, en los primeros casos, ha merecido la pena incurrir en los costes asociados, ha sido oportuno afrontarlos, en los segundos, la situación es justamente la contraria. Y es el coste de oportunidad, existente en toda decisión de uso de algún recurso valioso, el que se hace mayúsculo en tales circunstancias. Lamentablemente, de manera ex post y no ex ante, adquirimos la certeza de la pérdida, del desperdicio del tiempo, irrecuperable, que podíamos haber dedicado a otros menesteres más interesantes.
Ahora, después de haber concluido la lectura de la segunda entrega de “La muerte del comendador”, de Haruki Murakami, no puedo evitar plantearme esa disyuntiva, algo que no esperaba, ni mucho menos, cuando transitaba por las estribaciones iniciales del primer volumen.
La estrategia de fragmentar el contenido de una novela, dejando en vilo a los lectores, durante unas esperas controladas, suele dar buenos réditos a autores y editores. Ha funcionado bastante bien con la extensa novela del autor nipón. La demora obligada alimenta siempre la impaciencia y genera grandes expectativas. El primer libro de “La muerte del comendador” deja abierto un reguero de incógnitas que desatan la avidez por encontrar las claves de tantos sucesos inexplicados. Para encontrarlas -más bien, intentar encontrarlas- tendrá el lector que armarse de paciencia y adentrarse en otras 491 páginas en las que se encontrará con múltiples sorpresas emanadas de la fértil imaginación murakamiana. Tendrá que armarse de valor para percibir la materialización de peculiares ideas y de metáforas rayanas en el absurdo, estar dispuesto a zambullirse en mundos carrollianos, y a relajar hasta extremos considerables sus estándares de permisividad narrativa.
Tal vez lo mejor hubiera sido encargar este comentario al escribiente taciturno que alguna vez he creído sorprender en la madrugada, pero hace semanas que no lo veo. Quizás haya decidido alistarse en la nutrida nómina de personajes atípicos de Murakami. Semejante repertorio es irresistible, por lo que no podría recriminárselo.
Una vez completado el recorrido por los dos volúmenes tenemos la posibilidad de hacer nuestra evaluación subjetiva, ex post. Podíamos haberla hecho ex ante a partir de referencias y recomendaciones externas, lo que no evita en absoluto los riesgos, ya sea en el sentido de inducción o en el de abstención incursora. Solo la experiencia personal puede garantizar que no se pierda una gran oportunidad, pero para lograrlo es ineludible arriesgarse a una gran pérdida de tiempo y a aceptar las caprichosas piruetas de las plumas, especialmente si están ya consagradas.
La curva de percepción personal de “La muerte del comendador” arrancó con enorme brío, alcanzando unos tramos de alto nivel, para luego registrar bruscos retrocesos y ligeros remontes. Cerrado el ciclo de la lectura, vista en su conjunto, la distancia entre las cotas iniciales y las finales son, a mi pesar, muy pronunciadas.