Han pasado muchos años, pero aún puedo percibir el eco de la emoción que sentí cuando empecé la lectura de aquel libro, ante las excitantes aventuras que ansiaba compartir con el más famoso de los náufragos. Es uno de esos momentos que se recuerda durante toda la vida. Por una o por otra razón, Robinson es un personaje que siempre permanece, dispuesto a ayudarnos con el relato de sus sufridas experiencias. Su legado es también una constante en el mundo del aprendizaje económico.
Siendo relevante esa faceta -recuerdo cuando, hace años, lo presentaba a los alumnos como un precursor del análisis coste-beneficio-, su aporte anímico o inspirador ha sido claramente superior. No en pocos momentos, sus reflexiones han sido una fuente reparadora, una luz esclarecedora, una especie de balsa para socorrer al náufrago.
Su auxilio es ahora más necesario que nunca, en estos días aciagos que vivimos, donde cunden el desánimo y la desesperanza, alimentados por factores exógenos y endógenos de difícil arreglo.
Tengo ahora entre mis manos un ejemplar de una cuidada y exquisita edición (Macmillan Collector’s Library), en el idioma original.
Se lamenta Robinson cuando vislumbra su situación en una isla desierta: “I had a dismal prospect of my condition… I had great reason to consider it as determination of Heaven, that in this desolate place, and in this desolate manner, I should end my life. The tears would run plentifully down my face when I made these reflections”.
Sin embargo, pronto toma conciencia de que otros habían corrido mucho peor suerte, y de que no debía olvidar el lado positivo asociado a algunos males, ni el valor frente a otras alternativas aun peores: “All evils are to be considered with the good that is in them, and with what worse attend them”.