Con independencia de cuál sea su verdadero origen, el coronavirus es una máquina de destrucción total, capaz de quebrar los cimientos de nuestra civilización. Su expansión incontenible, que ha dejado en evidencia la precariedad del marco mundial de protección ante una plaga de proporciones bíblicas, ha causado estragos en los más diversos órdenes.
Es comprensible que un fenómeno tan insólito, en el último año de la segunda década del siglo veintiuno, no pudiera preverse, pero es más discutible que no pudiera vislumbrarse el escenario probable una vez que algunos gobiernos conocieron que el virus había iniciado su despliegue, como cuestionable que no estuviese articulado un sistema de prevención de riesgos de esa naturaleza; y completamente inaceptable que, tras la detonación, no se diseñara un plan de actuación racional sustentado en el mejor conocimiento científico disponible.
Dentro de la estrechez de los límites, las estrategias aplicadas por los distintos países han diferido en cuanto a las condiciones de los confinamientos, las prácticas sanitarias, el funcionamiento del aparato económico, y los esquemas de gobernanza de la crisis.
Como resultado de todo ello, nos encontramos con que, ante un problema común (bien es cierto que no manifestado con la misma intensidad en todos los sitios), los impactos no han sido uniformes. A priori, cabría esperar que la duración e intensidad del confinamiento mostrase una relación positiva tanto con el ahorro de vidas humanas como con el deterioro de la actividad económica.
¿Se observa en la práctica esa doble relación directa? Un gráfico recogido en el diario Financial Times, aquí reproducido, nos aclara la situación, al menos para un intervalo temporal significativo.
Es cierto que una imagen vale más que mil palabras, pero a veces es necesario facilitar su interpretación especificando los criterios utilizados, especialmente para aquellas personas que padecen algún tipo de “graficofobia”.
En el gráfico mencionado se conjugan dos criterios: en el eje horizontal, el número de fallecidos por coronavirus por cada millón de habitantes; en el vertical, la caída en el PIB en el primer semestre de 2020.
Respecto al eje horizontal, mientras más a la izquierda, mejor; mientras más a la derecha, peor. Respecto al eje vertical, mientras más arriba, mejor; mientras más abajo, peor.
Tomando como referencia la media de los países de la Unión Europea, quedan delimitados cuatro cuadrantes, numerados siguiendo el sentido de las agujas del reloj:
El cuarto (superior izquierda), que aglutina las mejores posiciones (menos fallecimientos, menor impacto económico), claramente el ideal.
El primero (superior derecha) y el tercero (inferior izquierda) presentan perfiles contrapuestos (muchas muertes, poco impacto económico, el primero; pocas muertes, fuerte impacto económico, el tercero).
El segundo (inferior derecha), claramente el peor (muchos fallecimientos, fuerte impacto económico).
En un horizonte a corto plazo, podríamos esperar, a tenor de los argumentos usualmente esgrimidos, que todos los países se situaran a lo largo de una línea o de una curva, con pendiente positiva, reflejando una conexión directa entre el número de víctimas (confinamiento más o menos severo) y la caída del PIB. Vemos que no es así, y observamos países dispersos en los mencionados cuatro cuadrantes.
Rompiendo esquemas, Finlandia aparece en una posición envidiable, exhibiendo unas de las menores dosis de negatividad en las dos variables objeto de comparación. En las antípodas se localizan dos países. Desgraciadamente, uno de ellos es España.
Fuente: Financial Times