31 de agosto de 2019

“Rindiendo cuentas con el pasado: la cita”, por Eulogio Barrientos Zurita*

Durante el mes de agosto intento aislarme. Me desconecto del correo electrónico y compruebo el buzón de los envíos postales, a lo sumo, solo una vez por semana. Ahora me arrepiento de esa costumbre.

En el sobre no figuraba el nombre del remitente, pero sí tenía impresa la silueta de una estrella de mar con solo cuatro brazos. En el anverso, las letras, escritas con una impecable caligrafía de pluma antigua, simplemente componían dos palabras: Elso Helberg. Sin saber exactamente por qué, o más bien sí, me resistí a abrirlo inmediatamente. Lo deposité en mi escritorio, junto a un tintero ya vacío. Desde que era niño, siempre me ha costado trabajo enfrentarme a la realidad.

El agua estaba clara y cristalina. Y bastante fría. Era por la mañana, y no había ni un alma en la playa del Peñón del Cuervo. Era sábado, y habíamos ido de excursión, caminando desde las Cuatro Esquinas, para ver de cerca la fauna marina del entorno. Desde muy pronto, habían empezado mis aficiones por las asociaciones secretas. Corría el mes de marzo, y teníamos que darnos prisa para preparar el trabajo sobre algunos especímenes pobladores del litoral malagueño que nos había encomendado el profesor Luis Díez. Aunque escribió algunos libros sobre biología, “Antología del disparate” fue la obra que le dio fama. Todavía conservo el ejemplar que me dedicó, tras una ardua pugna en el encerado con uno de sus empollones predilectos, lo que, según me pareció, enojó al insigne docente, que habría deseado otro desenlace. Aquella fue una de las pocas batallas emocionales de las que he salido victorioso, pero tardaría bastante tiempo en darme cuenta de que, en realidad, era mi vida la que había sido un disparate, un disparate antológico.

Cogí una estrella de mar, a la que faltaba un brazo. Justamente lo que buscaba. Quise llevarla conmigo, a fin de comprobar la veracidad de su regeneración, pero, inesperadamente, la marea empezó a subir y en unos segundos el agua nos cubrió por completo. El pánico se adueñó de mí cuando me di cuenta de que no me respondían los brazos, lo que me impedía poder salir a la superficie.

Sobresaltado, me desperté. La noche era bochornosa, y el aire, espeso y asfixiante. Fui a la buhardilla. El sobre seguía donde lo había dejado, pero me dio la impresión de que alguien lo había movido ligeramente. Desde que me abandonó Laura, vivo solo, pero me quedó la duda de si había sido despegado y vuelto a pegar. O de si yo mismo, tal vez, lo había hecho. Llevaba algún tiempo temiendo recibir el apercibimiento disciplinario por mis deslices, debidos en gran parte a mi deseo, sucesivamente aplazado, de apartarme de una vez por todas de la organización, y temía que hubiese llegado la hora. La espera se había prolongado hasta entonces. Dentro no había ningún escrito, tan solo un tarjetón, con la misma imagen que la del sobre, una estrella de mar mutilada, grabada en la esquina superior derecha. Lacónicamente, contenía el siguiente texto: “EP, Palomar, jueves 22 de agosto, 19 h.”, seguido de unas extrañas siglas: “FBITLS”.

¿Cómo habían podido localizarme? ¿Quién conocía mi verdadera identidad, y ahora venía a pedirme cuentas de mi pasado? Empecé a sudar copiosamente, mientras el pulso se me aceleraba. Sabía que no tenía que haber vuelto nunca.

Acudí por primera vez al llamado palomar de El Pimpi cuando tenía quince años. Aún recuerdo emocionado aquellas tardes de domingo que marcaron el tránsito de una edad a otra, de la adolescencia temprana a la adultez prematura. Luego aquel sitio se convirtió en un santuario donde nos adentramos en disquisiciones filosóficas y literarias, y, casi sin solución de continuidad, en templo de juegos políticos y otros devaneos, a la postre, mucho más arriesgados. Allí hice votos de juramento a aquella causa oculta y subyugante que estaba llamada a cambiar nuestras vidas para siempre. Ahora el pasado llamaba a mi puerta. Los errores se perdonan, pero no las deserciones, me advirtió una vez el tutor que me habían asignado en el grupo de aspirantes.

Y aquellas siglas no podían sino responder a los nombres de los tres filósofos estelares que tanta influencia habían tenido en aquellas reuniones clandestinas. En su día, los tres fueron una fuente inagotable de apertura de nuestras mentes aún por esculpir, y los tres dieron su aliento a los miembros de mi generación que fuimos captados por la red. Quizás de ellos no debía de temer represalias, sino que tal vez podía esperar su comprensión, si fuese verdad que siguieran teniendo el mismo talante. Pero, desde aquellos lejanos días, han ocurrido muchos cataclismos, no sé si han podido mutar en su pensamiento, ni, lo que es peor, si alguien ha suplantado su personalidad, o adquirido los derechos celosamente transferidos a lo largo de décadas. El cargo de sumo sacerdote siempre estuvo sujeto a una larvada pero dura disputa.

La cita era para ese mismo día. La ciudad proseguía con sus celebraciones festivas, pero yo anhelaba estar a miles de kilómetros de distancia. Pensé en huir, pero era consciente de que ya era demasiado tarde. No tenía ninguna alternativa. El ladrido de un perro me sacó de mi ensimismamiento. No pude volver a acostarme, me vestí y salí a caminar en busca del mar, siempre el mar, pero ya no sabía si podría recomenzar... Instintivamente, me encaminé al encuentro de la imagen del Peñón. Allí, en su playa, vi por primera vez un amanecer. Aún no había despuntado el alba cuando percibí su perfil, para ir descubriendo, poco a poco, cómo había cambiado el paisaje.

Desandé mis pasos hasta llegar a la barriada de El Palo, que en otro tiempo me parecía una ciudad adyacente. Fui a buscar mis lugares de antaño, pero casi todo me resultaba irreconocible. El sol empezaba su ascenso imparable cuando decidí volver a mi casa. En el teléfono móvil, tenía tres llamadas perdidas de un número oculto.

A las seis menos cuarto solicité un servicio de transporte a través de una aplicación del teléfono móvil. Extranjero en mi ciudad natal, recompuse mi antiguo itinerario, hoy totalmente transformado, desde la Plaza de la Marina hasta llegar a calle Granada. El establecimiento estaba atiborrado de gente que disfrutaba de la jornada de feria. A duras penas logré acceder al recinto superior, bastante más despejado. Faltaban quince minutos para las siete.

Allí estuve por primera vez en el año 1973; era invierno, y yo estrenaba la trenca de color azul que, después de mucho batallar, me compró mi madre, y que yo concebía como el pasaporte para la juventud y la modernidad. Cerré los ojos, y ante mí vi desfilar a mis amistades de entonces. No pude evitar sentirme triste y desamparado sin ellas. No visitaba aquel lugar sagrado desde hacía treinta años, cuando me marché de España. Para mi sorpresa, lejos de estar inquieto, me sentía completamente sosegado. Quizás porque sabía que no tenía demasiado margen. Habían pasado ya diez minutos de la hora de la cita, y allí no encontraba ningún rostro conocido. Cinco minutos más tarde, un joven, que tomé por un camarero, se dirigió a mí, me preguntó si yo era Eulogio Barrientos, y, tras la confirmación por mi parte, me dio un sobre con el emblema de la estrella de mar. Me dijo que se lo había entregado, con tales instrucciones, una mujer con acento alemán.

Lo abrí pausadamente. No me hizo falta acabar de leer la frase para reconocer su origen [“Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no que queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio”], ni para saber el destino que me aguardaba.

[*: Recibí este texto de una persona que usaba el nombre -no sé si auténtico- de Eulogio Barrientos Zurita, para su publicación en este blog, por indicación de Irma Tagla. Dada tan significada, aunque ya bastante lejana, referencia, no podía negarme al respecto, si bien, he de confesarlo, no llego a entender el motivo de la petición, como tampoco el significado del relato. Ignoro si volveré a tener noticias de dicho remitente, que aseguraba conocerme de otra época. Es posible que así sea, ya que no parece que este sitio sea el más apto para una supuesta pretensión divulgadora. Tanto de aquel nombre como de ambos apellidos, por separado, tengo recuerdos de la etapa escolar. En ella conocí a un tal Eulogio, que ya, a los diez años, tenía gafas con gruesos cristales y era comunista declarado; también a alguien cuyo segundo apellido era Zurita, y que narraba sórdidas historias; y, asimismo, a una chica apellidada Barrientos, que era una enamorada de la literatura. Pero no recuerdo a nadie con esa conjunción patronímica. He intentado contactar reiteradamente con él, y, como respuesta, únicamente he recibido este críptico mensaje: “La clave está en Camus”.]

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