Desde hace años, cada vez que, circunstancialmente, tomo conciencia de alguna de las recurrentes reposiciones televisivas de una de las más emblemáticas películas españolas de todos los tiempos, “Bienvenido, Míster Marshall”, aparte de tener la oportunidad, no aprovechada, de volver a deleitarme con algunas de las portentosas interpretaciones inmortalizadas en esa cinta, siento la inclinación de tratar de extraer el jugo, que también lo tiene, en la vertiente económica. Eso exigiría un ejercicio pausado, con las necesarias dosis de paciencia y dedicación. Es una aspiración que sigue, entre otras muchas, incluida dentro de la larga lista de las tareas pendientes.
Sin embargo, al cabo de los años, uno se va dando cuenta de que es un grave error funcionar en términos binarios, moverse entre el todo y la nada. Algo, aunque sea insignificante, es preferible a nada. Por eso, ayer, aturdido por los rigores meteorológicos del terral, hice una fugaz incursión en la primera parte de la película. Aunque algunos de los diálogos transcurren a un ritmo muy intenso y con un sonido, en ocasiones, bastante deficiente, me llamaron la atención tres detalles (no recogidos aquí literalmente) protagonizados por el Alcalde de Villar del Río, papel interpretado por un algo más que genial Pepe Isbert:
i. El primero, cuando el Delegado gubernamental y su equipo le dan cuenta de la próxima visita de una representación estadounidense en el marco del Plan Marshall, que incluso uno de ellos expresa con el nombre original del programa, “European Recovery Program”. Y, tras la aclaración por otro de los trajeados visitantes del nombre con el que se le conoce popularmente, el mandatario municipal, totalmente ufano, remata su intervención con un memorable “Ahí la has clavado”.
ii. Sin embargo, el propio Alcalde manifiesta su estupefacción cuando, después de que le encomendaran realizar los mejores preparativos para impresionar a los ilustres y acaudalados visitantes, lo ponen ante un dilema: “Si no, ¿qué impresión se van a llevar los americanos?”. Cómo que se van a llevar, esgrime con toda lógica, ¿no venían a repartir?
iii. Llega el momento de exponer a los habitantes del pueblo el plan improvisado para el esperado acontecimiento. Distribuidos ya algunos atuendos para la ocasión, procurados por el avispado y locuaz representante de la artista que actúa en la localidad, el Alcalde atempera la inquietud de los congregados recalcando que “ni un solo céntimo ha salido del dinero de la caja municipal”, entre otras cosas, “porque la caja municipal nunca ha tenido ni un solo céntimo”. E informa de que los costes del prometedor plan se financian gracias al crédito concedido por el mencionado representante, convertido en el organizador de las actividades, con las que espera captar la presencia de los norteamericanos en el municipio no sólo durante varios días sino durante meses.
Creo recordar, por cierto, que el narrador de la película (un rasgo que tal vez plantearía como un pero, no únicamente en este caso) llega a mencionar la palabra “contribuyente”, pero será algo que procuraré comprobar en otra ocasión. Baste aquí señalar que en aquel pueblecito de la España autárquica el jefe del consistorio podría disponer ya de una amplitud de miras keynesiana. O, quizás, en ese contexto de precariedad extrema de la hacienda municipal, tendríamos que convenir, de manera más conservadora, que se regía por la regla de oro de las finanzas públicas clásicas: el recurso al déficit estaba proscrito para financiar gastos corrientes, pero era legítimo para financiar inversiones públicas. Y los réditos potenciales asociados a la llegada de la legación estadounidense bien que permitían catalogar el gasto incurrido como una inversión, aunque, desgraciadamente, con más riesgo del que se desprendía del optimismo de Manolo Morán.