8 de agosto de 2019

Los riesgos de la autoestima

Seguramente la autoestima es un ingrediente necesario, hasta imprescindible, para poder superar los sucesivos obstáculos que encontramos en nuestro camino. Si no somos capaces de apreciarnos mínimamente, difícilmente podremos ocupar una posición digna, ya sea en la esfera familiar, social o profesional. A la vista de la experiencia, observamos que se trata de un atributo que presenta un recorrido amplísimo. No es de extrañar, dado su carácter subjetivo, aun cuando su nivel venga influido por los estímulos o frenos provenientes del entorno.

Dada una distribución de puntos de autoestima para un conjunto de personas, cabe esperar que haya diferencias significativas al acoplar la de la estima manifestada -aún más, la de la no manifestada- por observadores externos. Probablemente, el ajuste estadístico entre las puntuaciones de la autoestima y las de la estima así entendida presenta grandes desviaciones.

Ésta, sin embargo, es una cuestión distinta a la aquí abordada, la relativa a cómo la autoestima puede condicionar nuestras decisiones y, en algunas circunstancias, llevar a adoptar algunas que se apartan clamorosamente de las más básicas pautas de racionalidad. Incluso en relación con personas que no destacan por exhibir sus egos, no es infrecuente que se baje la guardia ante eventuales contingencias negativas, al asentarse la creencia de exoneración ante la ocurrencia de determinados males o desgracias. Igualmente, en sentido positivo, podemos sentirnos acreedores a vivir sucesos extraordinarios, o a merecer consideraciones o tratos excepcionales; en el fondo, en un momento dado, podemos vernos como alguien especial a quien le puede suceder algo especial.

En un reciente artículo publicado en el diario Financial Times (“We are all potential victims of the con artist”, 19-7-2019), Tim Harford narra un caso ciertamente instructivo en el sentido señalado. En síntesis, se trata de la historia acaecida a un catedrático británico de Física de partículas. Dicho profesor, sexagenario, conoció a través de Internet a una joven checa de 32 años, modelo de trajes de baño, quien le remitía todo tipo de mensajes cautivadores. Finalmente, acuerdan conocerse personalmente en La Paz, donde la modelo tenía una sesión fotográfica. El profesor acude a la cita, pero, al llegar a la capital boliviana, recibe un mensaje en el que la joven se excusa por haber tenido que desplazarse a otra sesión profesional a Europa, si bien le propone trasladar la cita a Bruselas. Como único favor, le pide que se encargue de recogerle una maleta vacía y de llevársela al nuevo destino.

Un amigo del físico le advirtió de que la maleta en cuestión seguramente llevaría alguna droga oculta, pero el enamorado profesor hizo caso omiso de la advertencia. Posiblemente la recordara muchas veces durante su estancia de varios años en una cárcel argentina, tras ser detenido por tráfico de 2 kilos de cocaína.

En el referido artículo se indica asimismo que la modelo checa, realmente existente, había permanecido totalmente ajena al uso indebido de sus fotografías por una banda de narcotraficantes.

Harford describe otros episodios que demuestran que: i) no es preciso ser un idiota para caer en una trampa fraudulenta; ii) ser un portento intelectual no es una garantía frente a ese tipo de engaños.

Diversas son las explicaciones de comportamientos tan irracionales: el miedo, la codicia, o la maestría en el arte del engaño suelen tener un papel relevante, como la ya apuntada tendencia a la consideración de la excepcionalidad propia. El “wishful thinking” puede llegar a tener consecuencias desastrosas.

Entradas más vistas del Blog