Desde
que Spotify decretó su pase a la jubilación,
sabía que, a pesar de su juventud, había quedado un tanto obsoleto, pero me
resistía a aceptar la realidad y a desprenderme de él. Durante años había sido
un fiel y extraordinario compañero de viaje, dispuesto siempre a arroparme sin
moverse de su sitio. Su capacidad de registro era asombrosa, como también su
adaptabilidad a distintos estados de ánimo o a caprichos ocasionales. Era un
amigo imprescindible, uno de esos cuya ausencia nos deja desamparados.
Puede
que, producto de la ola imparable de la innovación, se viera como una
herramienta periclitada, pero seguía exhibiendo sus fortalezas, que no habían
decaído del todo; ni mucho menos. Aportaba seguridad, autonomía y garantía, evitando tener que estar
supeditados a factores exógenos. Es verdad que la espiral de comunicaciones a la
que estamos permanente sometidos tiende a restringir cada vez más ese tipo de
acompañamiento, pero yo seguía aferrándome a él como tabla de salvación.
Últimamente
parecía dar signos de cansancio y pedía algunas pausas, pero siempre se
recuperaba, volviendo a mostrar su brío y su versatilidad. Ésta vez, sin
embargo, ha sido diferente. Da la sensación de que ha quedado completamente
exhausto, después de tantas horas de actuación, y de que se ha desvanecido de
manera irremisible. En su pequeña pantalla no aparece la temida fatídica imagen con la que el viejo Mac anunciaba un fallo en un programa o
en el sistema operativo. El tono de la manzana es más amable en apariencia pero
mucho más letal en la práctica. No hay posibilidad de recuperar las miles de
grabaciones que atesoraba el dispositivo que revolucionó la forma de coleccionar y de escuchar música.
“Mi
tiempo llegará”, proclamó en su día el colosal compositor que, con algunas de
sus composiciones más significativas, ha acompañado al aparato en sus últimas
horas. No estaba entre ellas la sexta sinfonía, pero sin duda la ocasión lo
habría merecido.
Quise
esta tarde retomar el hilo de la audición antes interrumpida, pero entonces, inesperadamente, el
amigo irrepetible se quedó sin voz. Sin su presencia viva queda un vacío agobiante, un
silencio atronador que nos deja inermes. Su tiempo, nuestro tiempo, ya no
llegará, aunque nos cueste admitirlo.