Probablemente,
en otro centro, el acto habría tenido lugar en algún salón distinguido, decorado
con vestigios de una ancestral trayectoria académica. En aquel colegio, hace
años desaparecido, la estancia no era
sino el resultado de dos habitaciones corridas de una modesta vivienda social
reconvertida en escuela[1].
Sin embargo, lo recuerdo como uno de los actos más solemnes a los que he
asistido en toda mi vida, y uno de los que me han infundido un mayor respeto.
Hace tiempo, mucho tiempo, que se difuminaron los detalles, pero permanece la imagen difusa.
Era
una tarde luminosa, y allí en el aula, y en el estrecho pasillo, se había
congregado la población de aquel extraño centro. Los años sesenta estaban aún
en su segunda mitad. Por aquel entonces las jornadas escolares cubrían mañanas
y tardes, prolongándose a veces con permanencias, y los sábados eran un día lectivo
como otro cualquiera. En aquel colegio privado, la biblioteca, el laboratorio,
el salón de actos, el patio de recreo, o la conserjería eran lugares
imaginarios. Para facilitar más las cosas, los alumnos que cursaban el
bachillerato elemental debían presentarse a exámenes finales, a una sola carta,
en un Instituto público, después de haber seguido textos distintos a los
empleados en la enseñanza oficial.
Ante
un auditorio expectante y temeroso, la enérgica codirectora del colegio
presentó al autor de la redacción que había sido seleccionada, y que ensalzó en
grado superlativo. Quedé deslumbrado ante sus dotes de declamación y, aún más,
por el contenido de los párrafos a los que de forma tan brillante y enfática
daba lectura. Ignoro cuál era el tema exacto de la redacción, pero sí recuerdo
que en ella se hacía una defensa de algunos usos o tendencias de la modernidad
que encontraban resistencia social para abrirse camino. En su alegato hacía una
referencia, como contrapunto, al uso de pelucas en las actuaciones de la
justicia británica. La profesora elogió extraordinariamente al autor, a quien,
de manera apabullante, presentaba como un modelo a imitar, aun a sabiendas de
que ello representaba una meta imposible.
Admirado
y subyugado por la puesta en escena que había vivido, me preguntaba si alguna
vez lograría componer algún texto similar, aunque, por supuesto, sin pretender
alcanzar ese carácter sublime que había percibido en la composición expuesta.
No
sé quién era aquel personaje, ni que habrá sido de él. Daría cualquier cosa por
saber si llegó a convertirse en escritor, en periodista o en un magistral
jurista, y, sobre todo, por poder leer hoy aquel texto que siempre ha
permanecido en el recuerdo como imagen de una redacción modélica.
Como
en tantas otras ocasiones, constato afligido que he dejado escapar el tiempo y
las oportunidades para el reencuentro o, simplemente, para expresar a alguien
sensaciones y sentimientos latentes.
A
aquel escritor precoz, esté donde esté, va dedicada esta modesta entrada de
este blog, la número 500 desde que, en el verano de 2017, de manera un tanto
inopinada, se pusiera en marcha. Con el convencimiento de que ninguno de los
500 artículos, notas, comentarios, o reflexiones que aquí se acumulan pueda
equipararse con aquella sensacional composición escrita, que una tarde muy
lejana alguien leyó en el Colegio San José y San Rafael.
[1] Vid.
“Las incomparables ventajas de la educación privada”, Blog “Tiempo Vivo”, 1 de
mayo de 2020.