La gran crisis financiera internacional de 2007-2008, convertida en eje de la Gran Recesión, ha desatado numerosas reacciones en los planos más diversos. El regulatorio es uno de los que, en toda lógica, ha registrado una mayor actividad, impulsada por el firme propósito de reforzar la arquitectura del sistema financiero a fin de evitar la repetición de episodios como los vividos en la primera mitad de la presente década, que han causado tan elevados costes económicos y sociales.
Dentro de las medidas arbitradas o propuestas no han faltado algunas movidas por una voluntad ejemplarizante y redentora, alimentadas por un deseo de que las principales entidades identificadas como causantes del descalabro expiaran sus culpas. Sin que ello implicara, en ningún momento, pararse a pensar que, en el camino, pudieran pagar justos por pecadores. Una vez activado el mecanismo de la condena generalizada al sector financiero es difícil abstraerse de la fuerza de la corriente imperante. Ese espíritu se percibe incluso en el estilo y el contenido de los trabajos académicos, que en no pocas ocasiones parten de axiomas a los que posteriormente se trata de buscar alguna justificación teórica y/o empírica.
Hasta tal punto es así que encontrarse con un trabajo como el de William R. Cline (“The right balance for banks. Theory and evidence on optimal capital requirements”, Peterson Institute for International Economics, Washington, DC, 2017), que, de entrada, no se alinea con las tesis dominantes sino que, siguiendo una rigurosa metodología científica, trata de llegar a conclusiones fundamentadas, no deja de constituir una cierta sorpresa.
Una de las prioridades de la reforma regulatoria de los últimos años ha sido el incremento del nivel requerido de los recursos de capital de primera categoría, complementados con otros recursos que puedan convertirse contingentemente -esto es, si se cumplen determinados supuestos de debilidad financiera- en capital, de manera que puedan ser utilizados para compensar pérdidas. La finalidad de que las entidades bancarias puedan disponer de suficiente margen para absorber pérdidas inesperadas es doble: por una parte, limitar la presencia en el mercado a instituciones con adecuados niveles de solvencia; por otra, aislar al presupuesto público del impacto de situaciones de crisis bancarias, aparcando así la vía de los controvertidos rescates públicos.
Aparte de un claro reforzamiento de la actividad supervisora, tanto en extensión como en intensidad, las entidades son sometidas a pruebas periódicas de estrés con objeto de calibrar la capacidad de aquéllas para hacer frente de forma autónoma a situaciones adversas. Asimismo, las entidades han de tener aprobados un plan de recuperación en el que se detallen las medidas disponibles para obtener capital o disminuir los requerimientos de éste. Igualmente, han de preparar un plan de resolución, de forma que, ante una eventual situación de inviabilidad, no reversible, se pueda llevar a cabo una finalización ordenada de la actividad o propiciar su continuidad en el marco de otra entidad viable, todo ello sin incurrir en un colapso perjudicial para el sistema.
Los recursos de capital puro tienen una importancia crucial para la solvencia de cualquier sociedad mercantil. Su característica básica es que no existe ninguna exigibilidad externa respecto a los mismos, por lo que pueden ser utilizados libremente por la sociedad para hacer frente a cualquier pérdida inesperada. En sentido estricto, el capital puro efectivo es lo que quedaría disponible después de que la sociedad haya hecho frente a todas sus obligaciones con terceros. Evidentemente, mientras mayor sea el “sobrante” de recursos por encima del importe de las obligaciones, mayor será la solvencia de la entidad, y mayor el margen para asumir pérdidas no previstas.
Hay dos vías básicas para nutrir los recursos propios de primera categoría, bien la emisión de nuevas acciones, bien la retención de beneficios netos mediante la dotación a reservas.
¿Cuál es el nivel mínimo de tales recursos que debe exigirse a una entidad bancaria? En una entidad de este tipo concurren una serie de características que le confieren unas connotaciones singulares respecto a otras entidades no financieras. En su versión tradicional, los bancos desempeñan una función económica como intermediarios financieros. Ésta se ha sustentado esencialmente en la captación de depósitos del público con objeto de realizar préstamos también al público. La transformación de vencimientos llevada a cabo, a fin de compatibilizar la existencia de depósitos a la vista y a corto plazo con préstamos a largo plazo conlleva ineludiblemente un problema de gestión de la liquidez. Eventualmente, un banco solvente, cuyos recursos totales permitan atender todas las obligaciones, podría devenir en inviable en la práctica si no dispone de fuentes adecuadas de liquidez.
Pero el problema de la solvencia es distinto. En esencia radica en la calidad de los activos en los que se invierten los fondos captados por una u otra vía. Dado que, en circunstancias normales, una parte de los activos sufrirá algún deterioro por el curso normal de los negocios, la entidad, dentro de sus costes ordinarios, deberá ir constituyendo unas provisiones para hacerles frente cuando finalmente se materialicen. Supongamos que una entidad ha captado recursos por importe de 100 unidades monetarias que invierte en un activo de igual cuantía. Puede darse el caso de que el valor estimado del activo se sitúe, como consecuencia de una pérdida esperada, en 90 unidades monetarias. Puesto que el valor de la deuda contraída no baja sino que mantiente intacto su valor nominal, el banco, a partir de los recursos generados, deberá apartar un importe de 10 unidades monetarias para poder atenderla en su integridad.
Bajo este esquema, las pérdidas esperadas deben cubrirse por la vía de las provisiones ligadas a la gestión normal del negocio. Puede ocurrir, sin embargo, que la entidad haya de hacer frente a otras pérdidas no esperadas. De no tener recursos propios suficientes, la entidad sería insolvente y no podría cumplir sus obligaciones financieras. Mientras mayor sea el volumen de recursos propios, mayor será la capacidad de la entidad para hacer frente a circunstancias sobrevenidas sin poner en peligro su estabilidad.
Ésa podría ser una regla a aplicar, la mejor sin duda desde la perspectiva de la solvencia. Sin embargo, como suele ocurrir, lo que es bueno desde un punto de vista puede tener inconvenientes desde otro distinto. De manera simplificada, para poder conceder crédito no sólo hace falta disponer de recursos ajenos para poder canalizarlos, sino también de capital. Si éste es escaso o difícil de captar, unas mayores exigencias de capital implicarán una menor capacidad de concesión de crédito. Por tal motivo, las autoridades públicas han tratado de buscar una solución que permitiese un equilibrio entre ambos objetivos, preservar la solvencia y posibilitar el canal del crédito bancario.
En el año 1988, los principales países industrializados adoptaron el (primer) Acuerdo de Basilea sobre los requerimientos mínimos de capital exigibles a las entidades bancarias. A tal efecto se estableció un nivel mínimo del 8% de los activos ponderados por riesgo (APR). Éste se conoce como el modelo estándar. Posteriormente, merced a la revisión efectuada en el año 2004 (Basilea II), entre otros aspectos, se permitió que los bancos aplicaran modelos internos para determinar sus necesidades de capital.
A pesar del avance que habían supuesto, como amargamente ha mostrado la realidad, las reglas de Basilea no fueron suficientes para impedir el desencadenamiento de la crisis financiera internacional de 2007-2008. Ya en plena vorágine, hacia finales de 2010, el Comité de Basilea sobre Supervisión Bancaria difundió nuevas reglas, que pasaron a conocerse como Basilea III, que, además de elevar las exigencias cuantitativas, endurecieron los criterios de calificación de los recursos como capital. Su aplicación, no obstante, ha sido gradual. Una vez que acabe el período transitorio, a partir de 2019 los requerimientos mínimos de capital serán los siguientes: i) ratio de capital de primera categoría (CET1) del 4,5% de los APR, que, unida al colchón de conservación del capital (2,5%), implica una ratio del 7%; ii) ratio de capital total (incluyendo los recursos de primera y de segunda categorías) del 10,5%.
Hay que tener en cuenta, adicionalmente, que la normativa se basa en la articulación de tres pilares: el primero, que se corresponde con los requerimientos mínimos regulatorios; el segundo, que comprende asimismo los requerimientos adicionales que se derivan del proceso de supervisión prudencial; el tercer pilar, vinculado a la disciplina de mercado.
El referido estudio de W. R. Cline tiene como propósito cuantificar los costes y los beneficios para la economía por el hecho de requerir recursos adicionales de capital a los bancos, con vistas a valorar si la normativa de Basilea III mantiene un adecuado equilibrio entre los dos objetivos antes señalados, fortalecer la seguridad de los bancos y evitar un corsé excesivo sobre la actividad económica.
Su análisis se basa en una confrontación de los beneficios y los costes de ampliar los mencionados requerimientos de capital: comprobar si las ganancias adicionales derivadas de reducir el riesgo de crisis compensan los costes adicionales de exigir un mayor capital. Según este investigador, las reformas de Basilea III, que establecieron una mayor capitalización de los bancos, no han sido suficientes. Con base en sus estimaciones, dicha capitalización debería elevarse en torno a un tercio, lo que equivaldría a una ratio de capital total del orden del 13,7% de los APR.
A pesar de que el planteamiento de W. R. Cline supone un notable incremento de las exigencias de capital, resulta bastante modesto en comparación con el realizado por Anat Admati y Martin Hellwig, en una obra (“The bankers’s new clothes: what’s wrong with banking and what to do about it”, 2013), que ha alcanzado una amplia difusión. En dicha obra, de la que se ofrece una reseña en el número 12 de la revista eXtoikos, se propugna situar la ratio de capital de los bancos en niveles del 35% al 55% de los APR (entre un 20% y un 30% de los activos totales).