Pronunciado en la Convención Nacional Demócrata celebrada en Chicago a mediados de 1932, el discurso de Franklin Delano Roosevelt, allí nominado como candidato a Presidente de Estados Unidos, marcó un cambio de época. “The new deal” se convirtió en un icono en la evolución del sistema económico y político occidental, como fuente de inspiración de una nueva política económica y, ante todo, en un éxito de comunicación.
Casi noventa años después de su puesta en escena, son muchas las lecciones que aún pueden extraerse y no pocas las reflexiones que su lectura suscita acerca de las declaraciones programáticas en él contenidas.
Al leer ahora ese histórico texto, gracias a la inmensa biblioteca instantánea de Internet, no he podido evitar pensar en su autoría. ¿Fueron esas memorables palabras exclusivamente fruto de la inspiración del mandatario norteamericano o tuvieron quizás el apoyo de alguna pluma desconocida? Después de haber visto la noticia acerca de las grandes habilidades desplegadas, no hace mucho tiempo, por excelsos redactores en la Casa Blanca o en El Eliseo, las dudas son inevitables. Aunque, en verdad, cuesta trabajo creer, sobre todo en el caso de los discursos que han marcado una época, que no procedan de la mente de los líderes encumbrados.
“The new deal” es un discurso de extensión considerable, adecuada para la ocasión, y, por supuesto, muy inferior a la de las disertaciones típicas de los dirigentes de las “democracias reales”. Ahora bien, su enorme densidad, a poco que se aderezara mínimamente con adornos superfluos o repetitivos, podría dar lugar a una pieza de tamaño más que respetable. Densidad de contenidos, que obliga a releer las frases para sacarle todo su jugo, unida a una más que notable falta de sistematización y de una estructura ordenada.
Y en él tampoco faltan paradojas. De hecho, Roosevelt proclama abiertamente su credo liberal, cuando en realidad está abrazando una política intervencionista. Es quizás el refrendo de la acepción estadounidense de dicha tendencia, totalmente opuesta a la europea, coherente con su significado histórico. No deja, pues, de resultar un tanto extraño identificar un posicionamiento propio mediante el uso de un antónimo. “El nuestro [el Demócrata] debe ser un partido de pensamiento liberal, de acción planeada…”, afirma en el discurso, para seguir alimentando la aparente contradicción.
Pese a su proclamado “liberalismo”, representantes genuinos de esta corriente no dudan en calificar el discurso rouseveltiano como “joya de de la demagogia antiliberal” (Carlos Rodríguez Braun, “El gran discurso de Roosevelt”, Expansión, 30-7-2018).
Mucha es la sustancia subsumida en los más de cincuenta párrafos que lo integran, y no es nuestro propósito reseñarla aquí de manera exhaustiva. Únicamente nos limitaremos a comentar algunos pasajes significativos, si es que hay alguno que no lo sea.
Especialmente lo es la profunda división, la extrema polarización, que se refleja a lo largo del mismo entre los sectores demócrata y republicano (otras denominaciones no demasiado afortunadas en cuanto a su alcance clarificador), contrapuntos respectivos de todo lo bueno y acertado, y de todo lo malo y lo erróneo.
Rousevelt presenta pronto sus credenciales al extender su invitación “a reanudar la marcha interrumpida del país por la senda del progreso real, de la justicia real, de la igualdad real para todos nuestros ciudadanos, grandes y pequeños”. El hincapié en el calificativo “real”, sobre todo en lo que concierne a la igualdad, viene así a marcar una clara diferenciación con las posiciones liberales tradicionales, que propugnan la igualdad pero de oportunidades. La universalidad de los beneficiarios de esos loables objetivos es pronto matizada, al quedar excluida la “minoría favorecida”, aunque no seamos capaces de advertirlo de manera tan directa como sugiere el profesor Rodríguez Braun.
En el discurso se sintetiza el relato económico de la génesis de la crisis de 1929: elevados beneficios empresariales que impedían la bajada de precios para los consumidores, falta de subidas salariales, escasez de dividendos y cortedad de los impuestos. El resultado conjunto de estos factores fue la acumulación de enormes excedentes empresariales que se destinaron a “plantas nuevas e innecesarias” (sic) y a los mercados financieros.
Particularmente relevante es el énfasis que se pone en la importancia de la estructura del crédito de “la Nación”, así como en las interrelaciones de los grupos de crédito. Algunas de las frases escritas servirían perfectamente para dibujar el panorama de colapso financiero producido en la crisis de 2007-2008 y para sustentar la habilitación del canal crediticio.
Para finalizar este breve recorrido, nos centraremos en tres aspectos que siguen presentes en los debates actuales sobre la actuación del sector público y que, en algunos casos, pueden llegar a sorprender a los admiradores del “new deal”:
De una parte, el reconocimiento de que el aparato de las Administraciones públicas es demasiado costoso, unido a la intención de eliminar puestos inútiles y de integrar órganos administrativos.
La emisión de bonos para financiar obras públicas que fuesen autosostenibles.
El respaldo a introducir “una razonable protección arancelaria” a los productos agrícolas básicos, a pesar de que, más adelante, con carácter general, se deploran los efectos negativos provocados por las barreras arancelarias.
El discurso finaliza con la promesa de “un nuevo pacto para el pueblo americano”, adobado con solemnes palabras que merece la pena evocar: “…Que todos nosotros aquí congregados nos constituyamos en profetas de un nuevo orden de capacidad y coraje. Esto es más que una campaña política; es un grito de guerra. Dadme vuestra ayuda, no sólo para ganar votos, sino para vencer en esta cruzada para restituir América a su propio pueblo”.
En palabras de Rodríguez Braun, “El New Deal, que anunció entonces, fue un éxito propagandístico sin parangón, como lo prueba el hecho de que tanta gente siga creyendo que también fue un éxito económico”.
¿En qué posición del espectro político deberíamos colocar el eje del célebre discurso y a su autor? ¿Cuál de los programas de los partidos políticos hispanos de la actualidad se asemeja más al contenido de dicho discurso?
En otro momento me dispondré a meditarlo. Mientras tanto, es difícil no quedarse atónito al toparnos con la información que recoge Carlos Rodríguez Braun para finalizar su columna: “En esos años 1930, antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando ambos se guardaban mutua admiración, Mussolini definió a Roosevelt como un ‘verdadero fascista’”-