26 de septiembre de 2018

Tirar la tiza vs no arrojar nunca la toalla

“Tirar la tiza”… Era una de las frases emblemáticas que repetían algunos avezados profesores cuando, allá por los primeros años de la década de los ochenta, me incorporé a la actividad académica universitaria. Se referían sobre todo a los supuestamente sufridos profesores de enseñanza secundaria.

Según aquella interpretación, un nutrido grupo de tales enseñantes ansiaba poder liberarse del yugo de dar clase, tarea asociada a la palpable imagen de mancharse los dedos de tiza. Aquellos que lo conseguían, mediante su acceso a los puestos, preferentemente directivos, surgidos al calor del proceso de desarrollo autonómico, se resistían por todos los medios a su alcance a retornar a su posición de procedencia, a volver a subir al entarimado. Quien soltaba la tiza pretendía que fuera para siempre.

Mi punto de vista discrepaba radicalmente de esa percepción. Coger la tiza había sido tal vez la mayor aspiración de mi vida, anhelada ya desde la infancia. Aunque es verdad que cuando se coge por fin en un escenario real no siempre se reproduce la película que habíamos proyectado, sigue siendo una gran película llena de alicientes.

Actuar decentemente en una puesta en escena requiere, naturalmente, de bastante preparación, de múltiples ensayos, desvelos y frustraciones. Renunciar a desempeñar el papel asignado en el guion tiene inconvenientes para quienes lo aprecien, pero también, sería absurdo negarlo, algunas ventajas en la medida en que se esfuman los costes asociados al antes, al durante y al después. Casi inevitablemente, puede surgir la duda de que si uno “suelta la tiza”, aunque sea transitoriamente, pueda luego encontrarse con dificultades insospechadas para retomarla.

No obstante haber tenido que afrontar condicionantes profesionales de otro tipo, he procurado, y he conseguido, no contrastar nunca tal hipótesis, ni siquiera literalmente ante el auxilio de los modernos utensilios hoy día utilizados para las exposiciones en el aula.

Un nuevo curso está a punto de comenzar (lo habrá hecho ya cuando esta entrada vea la luz) y una “carga” se vislumbra en el horizonte. Después de 37 años de actividad ininterrumpida cabría quizás esperar que el hastío se hubiese adueñado de lo que antaño representaba el inicio ilusionante de un camino inexplorado. Tras un período tan dilatado, no deja de sorprenderme que el desánimo no haya ganado la batalla, ni que, a pesar de no percibir las condiciones ideales, la llama del instinto docente no se haya extinguido. Un nuevo curso es siempre una oportunidad que la vida nos regala para tratar de reinventarnos, para explorar nuevas rutas, para pergeñar otros enfoques e itinerarios.

Tratar de innovar en una asignatura centrada en la teoría de la imposición no es una tarea sencilla, pero la diversidad de cuestiones que se suscitan en este ámbito de estudio ofrece una amplia gama de oportunidades. Los problemas relacionados con la fiscalidad tienden a ocupar un espacio cada vez mayor dentro dentro del debate económico, político y social.

El carácter teórico de una asignatura no impide que se introduzca un giro en el enfoque docente y que, en lugar de partir de una exposición sistemática de los fundamentos teóricos, lo hagamos de supuestos prácticos o de cuestiones vinculadas a la realidad. En vez de ir construyendo paulatinamente el entramado teórico desde el que abordar luego problemas doctrinales o prácticos, podemos zambullirnos directamente en la materia, ponernos manos a la obra.

Las fases serían las siguientes: i) cuál es la cuestión que se suscita; cómo podemos identificarla y acotarla; ii) qué elementos de la teoría nos resultan necesarios para llevar a cabo una evaluación lo más completa posible; iii) qué referencias empíricas existen sobre el particular; iv) cómo podemos aplicar el sustrato teórico y empírico al problema objeto de análisis; v) qué argumentos pueden esgrimirse; vi) qué conclusiones pueden extraerse; vii) qué conceptos deben apuntalarse; viii) qué información fundamental cabe recapitular; ix) qué lecturas merece la pena realizar; y x) qué actividades complementarias conviene efectuar.

En línea con el enfoque metodológico defendido a lo largo de los años, y plasmado en diversas iniciativas pedagógicas, el aquí reseñado de manera sumaria hace hincapié en los siguientes elementos: imbricación entre la teoría y la práctica, énfasis en la capacidad de razonamiento y análisis, interrelación de conocimientos y, especialmente, promoción del pensamiento crítico.

Dado que no es probable que los Estados accedan a hacer suyas las pautas sugeridas por Sloterdijk para la implantación de una “fiscalidad voluntaria”, no parece que el célebre adagio de Franklin corra el riesgo de quedar obsoleto: “En este mundo, no puede decirse que nada sea cierto, salvo la muerte y los impuestos”.

Para un profesor de Hacienda Pública que acumule ya muchos trienios de antigüedad se va aproximando el momento de “abandonar oficialmente la tiza”, si antes ha sido capaz de resistir la tentación de acogerse a fórmulas de retiro prematuro, que provocan pérdidas irreparables de un valiosísimo capital humano.

Pero, al margen de vinculaciones contractuales o de situaciones profesionales, es posible que el atractivo intelectual de los impuestos haga que los apasionados por su estudio no queden exonerados de la docencia y la investigación hasta que llegue la hora de la certeza frankliniana.

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