Antes que nada, para evitar equívocos, quiero reconocer mi culpabilidad, aunque con la eximente del afán interpretativo, que, hacia mediados de los años ochenta, hace ya más de treinta años, todavía exhibía, obsesivo, su marchamo juvenil. Ya fuera por deformación, originada por la asunción a ultranza de pautas estandarizadas para la concepción de una obra literaria, de pautas que inexorablemente buscaban o anhelaban un desenlace rotundo e inequívoco en la última página de cada una de ellas, por un sesgo de pretensiones aclaratorias en todo manejo de la información, oral o escrita, por el ansia de encontrar una explicación completa y de eliminar cualquier atisbo de duda, por unas expectativas desaforadas a tenor de la sublimación de la autora, o por alguna otra causa de origen más subliminal, lo cierto es que -he de confesarlo al cabo de los años- la precipitada e impetuosa lectura de “El grito de la lechuza”, una de las obras emblemáticas de la escritora Patricia Highsmith, me dejó completamente desconcertado al llegar a su término.
Tanto es así que, sugestionado, también hay que decirlo, por la sospechosa página en blanco insertada al final, llegué a estar convencido de que al ejemplar de la novela que tenía entre mis manos le faltaban algunos párrafos. Sin dudarlo, acudí a la papelería del barrio donde cada semana adquiría las sucesivas entregas de la colección de novela negra que por aquel entonces se publicaba, en una algo más que rústica edición.
Pasaron unos días hasta que Lourdes, la joven que atendía el establecimiento familiar, me avisó de que había recibido mi pedido. Conteniendo la respiración, me apresuré a efectuar la comprobación pertinente, con la esperanza de ver confirmada mi tesis. Pero el resultado fue para mí fatídico, pues el nuevo libro era una réplica exacta del anterior. La decepción fue enorme y, pese a la evidencia, me costó trabajo aceptar que una novela de intriga pudiese prolongarla de esa manera. Seguramente ese final que se me antojaba inconcluso respondiera a una de las genialidades de tan reconocida y reputada autora, pero eso no pudo evitar verla descender de su pedestal ni que, desde entonces, la excluyera, aunque fuera injusta y probablemente con altos costes de oportunidad, de mi círculo de lecturas.
Hace poco, treinta y tres años después de aquella decepción autoinfligida, en una tertulia literaria improvisada surgió el nombre de la afamada escritora, y no pude evitar evocar mi desencuentro con ella. Bajo la influencia de los efectos de una memoria desvaída, en el fondo me di cuenta de que aún mantenía el pálpito de que realmente existieran algunos párrafos ausentes. No en vano, sí recordaba la amarga experiencia con algunos de los libros integrantes de los lotes que, de vez en cuando, provisto de unos escuetos ahorros, solicitaba contra reembolso, en fechas aún más lejanas. El impacto inesperado de páginas no impresas, éstas sí con la certeza absoluta de su centralidad, representaba una frustración ciertamente inenarrable.
De pronto me di cuenta de que el grito de la lechuza no se había extinguido del todo. Al percibirlo de nuevo, comprobé que su tono iba in crescendo haciéndome ver que, a mi pesar, el caso no estaba cerrado.
En plena vorágine de una tertulia literaria en la que aparecían en cascada una pléyade de escritores tan variopintos como Joyce, Proust, Hugo, Hardy, McEwan, Dumas, Verne, Mankell, Harris, Cela, Dickens, Collins, Austen, Ishiguro, Pasternak, Góngora o Cervantes, estimulado por las nuevas oportunidades tecnológicas, no pude evitar solicitar la novela de marras en una edición más reciente. Después de todo, había alguna esperanza, aunque fuera remota, de que aparecieran los párrafos supuestamente perdidos. De manera insospechada, había surgido una ocasión para resolver definitivamente un viejo caso renacido.
A los pocos días llegó el libro, de apariencia más amable y con páginas desprovistas de la rugosidad y la aspereza de la publicación precursora. Tenía ante mí dos opciones, comenzar una nueva lectura pretendidamente incondicionada o ir directamente a su parte final para efectuar las comprobaciones de rigor. Después de tantos años de espera adormecida, no pude resistir la tentación… para volver a llevarme la misma decepción, tras constatar el mismo colofón, el mismo vacío, también acompañado por la misma inoportuna página de respeto.
No tenía más remedio que hacerlo, adentrarme de nuevo en sus páginas, con el firme propósito de no quedar traspuesto en la travesía, no fuera que ahí radicara la clave del enigma. Y después de todo, según el testimonio de una conocida escritora española, recogido en la contraportada del libro, las novelas de Highsmith merecen ser releídas.
Como tantas otras veces me ha ocurrido, el paso de los años puede cambiar completamente la percepción de obras que otrora pudieron parecer interesantes o incluso excelsas. Desde luego no era éste el perfil ni lo es a raíz de la nueva incursión. Situaciones y personajes inverosímiles se suceden en el desarrollo de la novela, aunque conviene ser prudentes; ya se sabe, la realidad puede llegar a superar holgadamente la ficción.
Más que de lectura placentera, era más bien una carga con fines comprobatorios. La sensación era la misma que antaño, había que seguir leyendo ese libro inquietante, meramente por curiosidad, por ver qué ocurre al final, por comprobar si se confirman las presunciones acerca del comportamiento del protagonista, y conocer el significado del grito de la lechuza. Pese a la surtida colección de debilidades de la trama, es difícil frenar esa inercia.
Simplemente, quizás cabría concluir, se trataba de una acción premeditada, como si se quisiera ceder el turno al sufrido lector. Tal vez para eso, aunque no con mucho margen en el ya de por sí retorcido guion, se ofrece la página en blanco, dispuesta a registrar algún epílogo latente en su imaginación. Pero tampoco puedo descartar la hipótesis de que haya seguido una pista equivocada y que, en realidad, la obra inconclusa sea otra distinta. No lo puedo asegurar, como tampoco aseverar cuál es el verdadero apellido de la autora.