Del mandato presidencial de Donald Trump puede decirse cualquier cosa menos que sea rutinario o anodino. Desde un primer momento, las medidas de política económica, anunciadas o implementadas, no han dejado de soliviantar a amplios sectores dentro y fuera de Estados Unidos. Ya la reforma fiscal aprobada en diciembre de 2017, aunque finalmente con notables diferencias respecto a los planteamientos iniciales, tiene una importante incidencia en el ámbito internacional. Más recientemente, su gabinete ha anunciado otras medidas fiscales especiales centradas en el comercio internacional, con una aspiración netamente proteccionista. Barreras proteccionistas las hay de diversa naturaleza; el arancel, como impuesto sobre las importaciones es una de ellas. El acero y el aluminio, con tipos de gravamen del 25% y del 10%, respectivamente, centran la iniciativa del gobierno estadounidense.
Es evidente que un impuesto sobre las importaciones tiende a incrementar el precio de éstas y a dificultar su colocación, salvo que los vendedores soporten efectivamente la carga impositiva. Es el mismo caso que el de un impuesto sobre ventas. Todo depende de las magnitudes relativas de la oferta y de la demanda del producto en cuestión. También, cuando entran en juego distintas divisas internacionales, de cómo respondan los tipos de cambio.
Matizaciones aparte, desde hace siglos, los economistas han venido advirtiendo de los efectos negativos de los aranceles sobre el comercio, cuya restricción perjudica el bienestar de la población.
Especialmente destacado es el papel desempeñado por Adam Smith en la defensa del comercio libre frente a las políticas mercantilistas. En “La Riqueza de las Naciones” (1776), Adam Smith sentó las bases económicas de las ventajas del comercio internacional para la creación de riqueza por las naciones. Entre los argumentos esgrimidos figuran los siguientes: i) mientras mayor sea la posibilidad de efectuar transacciones comerciales, mayor será la capacidad de especialización productiva, con las ventajas que ello conlleva; ii) las dificultades de acceso a mercancías más baratas producidas en otros países, debido a la aplicación de políticas comerciales restrictivas, hace que la industria del país que las aplica sea menos productiva y competitiva y, con ello, la nación se hace más pobre; iii) la aplicación de medidas comerciales restrictivas en un país tiende a desencadenar medidas similares en otros países, dando lugar a una espiral que acaba perjudicando a todas las partes implicadas.
Así pues, la defensa del libre comercio es un rasgo consustancial al liberalismo económico, por lo que el calificativo de “neoliberal”, tan en boga hoy día como etiqueta descalificadora, no sería de aplicación al gabinete de Donald Trump, sino la de mercantilista.
Ahora bien, como señala The Economist, justamente en su columna titulada “Free exchange” de fecha 17 de marzo de 2018, “en los años 1950s y 1960s, los norteamericanos asociaban la liberalización con un crecimiento económico rápido y generalizado. Ya no”, e incluso significados representantes del Partido Demócrata se han pronunciado a favor de los aranceles.
En un artículo anterior (10-2-2018), la misma revista apunta algunas claves significativas. De un lado, la escasa importancia relativa de las importaciones de acero y aluminio, que representan un 2% del total de bienes importados por Estados Unidos y un 0,2% de su PIB. De otro, el riesgo derivado de la justificación dada por la Administración, basada en una ley de escasa utilización que permite a un presidente proteger una industria por razones de seguridad nacional, y que puede dar pie a su réplica por otros países.
Por su parte, Martin Feldstein, catedrático de Economía de la Universidad de Harvard, expone una perspectiva que ayuda a completar la visión de la propuesta analizada. En su opinión (Project Syndicate, 15-3-2018), el objetivo real de los aranceles sobre el acero y el aluminio es China, país que ha venido posponiendo su compromiso de reducir su exceso de producción de acero, que ha vendido a Estados Unidos a precios subvencionados. Sin embargo, la mayor preocupación comercial actual respecto a China concierne, según él, a las transferencias tecnológicas, por considerar que se dañan los intereses norteamericanos al apropiarse de tecnología desarrollada por empresas estadounidenses. Éstas se quejan de que, para acceder al mercado chino, son a menudo requeridas a transferir su tecnología a empresas del gigante asiático.
Al no poder dilucidarse este tipo de controversias en los foros internacionales, la amenaza de imponer aranceles sobre los productores chinos puede ser, según Feldstein, una forma de persuadir al gobierno chino de abandonar la política de las transferencias de tecnología “voluntarias”. Y no duda en afirmar que “si esto ocurre… la amenaza de los aranceles habrá sido un instrumento de política comercial muy exitoso”. ¿Estamos, pues, ante una política arancelaria con tintes ajedrecistas?