La existencia de una brecha salarial de género, denominación que se da al hecho de que la retribución salarial de las mujeres sea inferior, en promedio, a la de los hombres, viene acaparando una creciente atención mediática y social. Este hallazgo estadístico se interpreta habitualmente como el resultado de una discriminación inaceptable de la mujer en el mercado de trabajo.
Respecto a la discriminación de la mujer, en un artículo publicado hace algunos años (“Mujer y trabajo: una revolución silenciosa”, La Opinión de Málaga, 3 de marzo de 2010) ya me pronunciaba en el sentido de que “El logro de una igualdad efectiva entre el hombre y la mujer, objetivo irrenunciable de una sociedad democrática avanzada, va más allá del plano de los derechos fundamentales, en la medida en que tiene importantes implicaciones económicas”, al desaprovechar un valioso capital humano.
Al margen de la pérdida económica producto de la discriminación laboral, la adhesión al principio de igualdad lleva a rechazar categóricamente todas las situaciones en las que este canon se quebrante. En particular, en lo que concierne a la vertiente de la equidad horizontal, que propugna el pago de un mismo salario a dos personas que realicen las mismas funciones, en igualdad de condiciones. Este principio, al menos teóricamente, es fácilmente interpretable: iguales aportaciones deben tener iguales compensaciones. Eso sí, debemos asegurarnos de que definimos y medimos adecuadamente las aportaciones.
Algo más complicado resulta la aplicación de la equidad vertical, consistente en otorgar un tratamiento diferenciado a personas con funciones, cometidos y dedicaciones diferentes. Personalmente, creo que es adecuado respetar este criterio (de hecho, incluso es el inspirador de la política retributiva en la doctrina del socialismo), aunque considero que el recorrido entre las retribuciones extremas debe mantenerse dentro de los límites de la razonabilidad. Es una cuestión que abordo en el libro “Panorama económico y financiero: 100 cuestiones para la reflexión y el debate”, ya (auto)citado en este blog.
En este contexto, ante la aparición de estadísticas que reiteradamente muestran una brecha salarial de género, me resultaba bastante incomprensible su persistencia y me preguntaba cómo podía darse, y aún menos tolerarse, semejante discriminación. Así lo señalaba en un artículo (“Sobre la brecha salarial de género”, Sur, 15 de abril de 2015) en el que llegaba a plantear si dicha discriminación salarial podía responder, más que a una discriminación directa, como habitualmente se interpreta, al hecho de que el perfil de los puestos desempeñados por los hombres es diferente, en promedio, al de los ocupados por las mujeres.
En un artículo publicado por el semanario The Economist (“Equal pay. Stop gap. Are women paid less than men for the same work?”, 29 de julio de 2017) se incide justamente en esa línea de análisis. Este artículo se hace eco de un informe realizado por la consultora Korn Ferry (Hay Group) (“The real gap: fixing the gender pay divide”). En este se analiza una base de datos de más de 20 millones de asalariados de 25.000 organizaciones en 100 países y se concluye que la brecha salarial es “remarcablemente pequeña para puestos similares”. El estudio muestra que las disparidades salariales de género desaparecen si las comparaciones se hacen en términos homogéneos, contemplando personas que hacen la misma función en la misma compañía.
Así las cosas, parece que sería aconsejable diferenciar claramente entre dos fenómenos distintos: por un lado, el de la posible discriminación salarial directa; por otro, el de las dificultades de acceso de la mujer a determinados sectores con mayor retribución y, con carácter general, a los puestos directivos más elevados.
Es preciso romper el techo de cristal, pero la tarea será más fácil si antes eliminamos las adherencias que puedan darle opacidad.